6
La flota de guerra dejó pasmado a Hasday cuando, de nuevo en compañía de Asbag, completó el recorrido por el puerto. Habían dado por terminada la primera jornada en la alhóndiga, adonde se dirigieron para liberar los mulos de los cuatro sacos de qahwah con que los habían cargado en el amarradero. Su idea era finalizar la visita a la zona portuaria aquella misma tarde, pero en la alcaicería Ishaq los reclamó para compartir la mesa con otros mercaderes, viejos socios algunos de ellos, y con clientes que aún no se habían decidido a estampar su firma en los documentos comerciales. Hasday recordaba las reflexiones de su padre acerca de la necesidad de un trato considerado, que, con el concurso del vino, podía inclinar a los hombres al acuerdo. Ya entrada la noche, Ishaq le anunció que no regresarían a Bayāna, sino que se alojarían en la vivienda de uno de los primeros comerciantes judíos que habían establecido su residencia en las cercanías del puerto.
Por la mañana, de nuevo en la dársena, Asbag había dado muestra de su paciencia y también de su conocimiento sobre la madīna y sobre la situación en el emirato. Sentados encima de una pila de maderos, le había explicado que las galeras fondeadas en Al Mariyat Bayāna, entre las que se contaban algunas de las de mayor arqueo de la armada, eran apenas una pequeña parte de la flota, dispersa en aquel momento en numerosos puertos. Desde que, tras los devastadores ataques normandos, el segundo Abd al Rahman pusiera en marcha una auténtica política naval que incluyó la construcción de atarazanas para el ensamblaje de centenares de naves, habían florecido ciudades como Ishbiliya, Malāqa, Ushbuna, Al Yazira, Qartayāna, Daniya o Turtūsha, ubicadas de forma estratégica. La fitna, sin embargo, el período de guerra civil que había asolado Al Ándalus décadas atrás y que había vaciado las arcas de Qurtuba durante los reinados de Muhammad, Al Mundir y, sobre todo, de Abd Allah, el abuelo del actual soberano, había dado al traste con la intención de seguir incrementando el número de naves, a pesar de la amenaza que suponía la imponente flota fatimí que empezaba a operar desde el puerto de Al Mahdiya. Doce años atrás, cuando el joven Abd al Rahman había sucedido en el trono a su abuelo Abd Allah, nadie hubiera apostado por un cambio tan drástico como el que habían presenciado en los últimos tiempos, y Bayāna no había sido la excepción. Las atarazanas habían retomado su actividad, y de la sierra llegaban de nuevo grandes cantidades de madera, así como lino para los velámenes, esparto para las jarcias, hierro para la fabricación de clavos y anclas, y la pez y el al-qitrán con que se calafateaban las embarcaciones.
Precisamente la víspera había llegado a la madīna la noticia de la partida desde Qurtuba de la aceifa que el emir Abd al Rahman se disponía a emprender contra los reinos cristianos del norte y que, al parecer, encabezaba en persona. El al ‘ard, la ceremonia con que daba comienzo la concentración de las tropas en los alrededores de la capital, había tenido lugar tres semanas antes, lo que explicaba la escasez de soldados, mercenarios y hombres de armas que Hasday había observado aquellos días.
—¿Acaso no os cruzasteis en vuestro viaje con las columnas de tropas que se dirigían a la capital? —preguntó Asbag cuando el muchacho le interrogó al respecto.
Hasday negó con la cabeza.
—Baruch hizo algún comentario, pero el encuentro quizá se produjo más allá de Ilbīra, en el camino de Yusāna. Como dices, las tropas deben de llevar semanas concentrándose cerca de Qurtuba. También en Yayyán estaba en marcha la movilización cuando salimos hacia aquí, aunque me resulta extraño que no hubieran partido aún hacia la capital.
—No, no es extraño. De hecho, si lo piensas bien, todo encaja —contestó Asbag—. Dicen que esta vez el emir no se dirige directamente hacia el norte, sino que ha tomado el camino de Levante. Y es que hay noticias sobre disidencias y levantamientos en la cora de Tudmir y en Balansiya. Sin duda pretende someter a los rebeldes a pesar del rodeo que deberá dar, camino de la Marca Superior.
—Pero algo así le obligaría a seguir el camino de la costa, al menos hasta Turtūsha, para remontar después el Ūadi Ibrū en dirección a Saraqūsta. ¡Eso alargará la campaña!
—Meses, quizá. Pero es muy propio del genio de Abd al Rahman. Su mera presencia al frente de semejante ejército conseguirá que esos caudillos rebeldes se rindan de manera incondicional. Nombrará nuevos gobernadores y se llevará a los insurrectos para luchar con sus huestes en la campaña. Si, por el contrario, hubiera enviado a alguno de sus generales con un número reducido de tropas, la lucha habría sido prolongada, cruenta, y el resultado, incierto.
—Oí decir a mi padre que el ‘amil de Turtūsha también se había declarado en rebeldía —recordó entonces Hasday.
—Así es, y el emir no podía permitir algo así: se trata de una de sus principales atarazanas, y de allí procede la mejor madera para nuestros barcos. Fíjate en estos troncos —acarició la corteza de los pinos sobre los que se habían sentado—, proceden de sus bosques. Estos pinos gozan de fama para la fabricación de mástiles por su tamaño y su rectitud.
Hasday se levantó y recorrió la pila de troncos con largas zancadas. Asbag dejó que contara los pasos.
—¡Al menos cincuenta codos! —exclamó Hasday.
—En unos meses se habrán convertido en mástiles de nuevas embarcaciones. Cada año se botan en este astillero no menos de una decena de barcos. Ten por seguro que Turtūsha estará en la ruta de esta aceifa, y no solo por motivos geográficos.
—Eso explica que las tropas de Yayyán no hubieran partido todavía —razonó Hasday mientras se sentaba de nuevo—. Se incorporarán al ejército de Abd al Rahman a su paso por la ciudad.
—Tu padre debe de tener información de primera mano. Pero hay algo más: la mayor parte de la flota recibió órdenes de partir hacia el norte hace unas semanas, de ahí que no hayas podido ver más que un retén, precisamente los barcos con menor capacidad de maniobra. El emir pretenderá utilizar la amenaza de sus naves contra los rebeldes.
Hasday imaginó enseguida a uno de aquellos gobernadores, un hombre ambicioso, quizá nombrado por el mismo Abd al Rahman, encastillado en su fortaleza tratando de hacer valer la fuerza de sus huestes para convertirse en un reyezuelo local, para dejar de aportar la fuerza militar de su territorio al ejército de Qurtuba, para distraer sus tributos a las arcas del emirato. En cuestión de días, sin embargo, tendría ante sus puertas a miles de hombres bien armados, bereberes, sirios, sudaneses, esclavos saqāliba procedentes de las frías tierras del norte, mercenarios llegados de toda la Península, de Ifriqiya y del Maghrib… y, sobre todo, de andalusíes de origen hispano reclutados por todo el emirato cuyas familias se habrían convertido al Islam apenas unas generaciones atrás. Una sola ojeada desde su atalaya le bastaría para comprender que cualquier intento de resistir tras sus murallas sería inútil. Y más si, al volver la vista al oriente, divisara a media milla de la costa, y bajo el pabellón de los Omeyas, los imponentes girbān con su centenar de remeros, o las temibles harraqāt, que, dotadas con material incendiario, se habían convertido en una auténtica leyenda por su mortal eficacia.
—A pesar del retraso, antes de que acabe el verano tendremos noticias de nuevos éxitos contra los infieles, tal como sucedió hace cuatro años en Muish, a escasa distancia de la corte de Sancho, el rey cristiano de Banbāluna.
—¿Y los rebeldes de Bobastro? ¿No aprovecharán la ausencia del emir durante todos estos meses para lanzar nuevos zarpazos?
Asbag alzó las cejas dejando entrever la duda.
—Podría ser…, pero desde la muerte de Umar ibn Hafsún se han producido desavenencias entre sus hijos. Hace cuatro años murió Ya’far, y ahora es Sulayman el cabecilla, pero con gran oposición entre los suyos. Además, no creo que el emir haya partido sin dejar a alguno de sus generales con un buen contingente de tropas dispuestas a responder frente a cualquier amenaza.
—Tú también pareces mostrar una fe ciega en nuestro emir… —dijo Hasday tras una pausa en la conversación.
—¿«También»?
—Me refería a mi padre.
—¡Ah, por supuesto! —De nuevo se hizo el silencio—. ¿Sabes lo que ambos tenemos en común?
Hasday se planteó probar con alguna de las respuestas que le venían a la cabeza, pero terminó haciendo un gesto de negación.
—¡Años, mi joven amigo! —exclamó Asbag entre risas, mientras se acariciaba la barba, ya blanca por completo—. Aunque yo soy mucho más viejo que Ishaq; pronto cumpliré los setenta, si Allah Todopoderoso me concede esa dicha. ¡Fíjate que nací al principio del reinado de Muhammad!
—En ese caso has conocido a cuatro emires —calculó Hasday.
—Cuatro emires, una guerra civil y la casi total descomposición del emirato en tiempos de Abd Allah, sequías, hambrunas, plagas… —El rostro de Asbag se ensombreció—. Una de esas epidemias se llevó a mi primera esposa… y a dos de mis hijos.
—Lo lamento —fue cuanto acertó a decir Hasday, afectado por la revelación de Asbag—. ¿Tienes, pues, más hijos?
—El tercero, el primogénito, murió años después, en la batalla de Bulay. —Las lágrimas pugnaban por brotar de los ojos del anciano—. Contaba tan solo diecisiete años y acababa de ser llamado a filas, en el momento de mayor desesperación para el emirato. Umar ibn Hafsún había llegado a prender fuego a la techumbre de la mezquita de Qurtuba, amenazaba la capital y parecía tener al emir y a sus generales acorralados. Reclutaron a niños de doce años, tullidos, se liberó a los reos a cambio de que empuñaran las armas. Yo mismo luché a las órdenes de Abd Allah en aquella batalla, en la que la suerte de los omeyas se decidió a una carta. El emir fue bendecido con la victoria, pero yo perdí a mi hijo… Perdí todo cuanto me quedaba en esta vida.
—¿Qué hiciste? —preguntó Hasday, conmovido.
—No podía soportar las celebraciones de la victoria que ya se anunciaban en Qurtuba, esperé a recibir la soldada y embarqué en una chalupa que descendía por el Ūadi al Kabir y que me llevó hasta Ishbiliya. Allí busqué acomodo en el barco más grande de los que había fondeados en el río. Ni siquiera pregunté por su destino, pagué el pasaje por adelantado y me acurruqué en un camastro plagado de chinches, sobre la sentina, con la esperanza de que aquel qurqūr se dirigiera al otro lado del Bahr Arrūm, lo más lejos posible de la tierra que me lo había quitado todo. —Asbag volvió los ojos enrojecidos hacia Hasday—. Quizás imaginabas que mi primera peregrinación había comenzado de forma más placentera…
El muchacho asintió.
—No puse pie en tierra hasta que llegamos al puerto de Al Isqandariya. Por entonces contaba treinta y seis años y, pese a que durante las semanas de travesía apenas me había alimentado lo suficiente para sobrevivir, mi apariencia no desentonaba con la de muchos otros hombres de aspecto famélico que abundaban en las cercanías del puerto, de forma que no me resultó difícil encontrar algunos trabajos con los que ganarme la vida. Empecé como porteador, descargando navíos a los pies de la enorme torre de la isla de Pharos.
—¡El faro de Alejandría! Una de las siete maravillas del mundo, leí acerca de ellas en la sinagoga de Yayyán.
—Es en verdad una construcción singular. Tal es su altura que por la noche se puede divisar la luz de sus hogueras a cuarenta millas de distancia. Aunque no resultaba fácil apreciar su belleza bajo el peso de los fardos. —Si bien el último comentario despertó la sonrisa del anciano, pronto pareció reparar en algo—. Pero perdóname, no quiero cansarte con mis historias.
—¡No me cansan en absoluto! —repuso Hasday al instante—. ¿Qué hiciste después?
—Los primeros meses fueron duros, el sentimiento de pérdida seguía presente, y me convertí en un hombre taciturno, pendenciero, incluso. De aquella época data la cicatriz que oculta mi barba. —Se pasó el índice por la mejilla, siguiendo una línea invisible—. Un mal golpe de alfanje en una cantina del puerto. Empecé a ser conocido como el Andalusí, y no puedo decir que gozara de buena fama, así que decidí poner distancia de por medio. Me uní a una de las numerosas caravanas que cruzaban el desierto hacia el que llaman el Bahr al Ahmar, el mar que baña las costas de la península arábiga y que es necesario atravesar para quien pretende llegar a La Meca. Durante un tiempo permanecí en la capital de Egipto, Fustat, y ya te advierto que tuve la oportunidad de visitar los asombrosos lugares que la circundan, donde se encuentra otra de las maravillas del mundo de las que acabas de hablarme.
—¡La pirámide de Al Gizah!
Asbag asintió.
—La cuna de una vieja civilización con miles de años de antigüedad, repleta de templos y monumentos funerarios que por sí mismos justificarían un viaje como aquel.
A Hasday le brillaban los ojos.
—Quizás alguna vez tenga la oportunidad de recorrer esos lugares —señaló con aire soñador.
—Si alguien tiene a su alcance tal oportunidad, ese eres tú.
—Algún día…
No acabó la frase. De repente Hasday se había incorporado y, completamente alerta, trataba de captar los sonidos que transportaba la brisa.
—¿Ocurre algo, Hasday? —preguntó Asbag, extrañado.
—No, no es nada. Me había parecido oír… Sin duda han sido imaginaciones mías, no tiene importancia. —El muchacho volvió a sentarse.
Asbag alzó las cejas sin disimular su perplejidad, pero continuó hablando de inmediato.
—Tras unos meses en Fustat, decidí que era hora de emprender el viaje a los lugares santos…
Hasday, sin embargo, parecía incapaz de prestar atención a las palabras del anciano. Se agitaba inquieto sobre su improvisado asiento, y movía la cabeza para tratar de poner sus oídos en la dirección de la brisa que recorría las atarazanas.
—¿Será abusar de tu hospitalidad si te pido que me recibas de nuevo en tu casa antes de mi regreso a Yayyán? Me gustaría escuchar con más calma el relato de tus viajes…
—Sería un placer…, para mí y para mi esposa —contestó Asbag, perplejo—. ¿Hay algo más que quieras hacer ahora?
Hasday asintió.
—Me dijiste que el mercado de esclavos se celebrará mañana en un nuevo emplazamiento. ¿Sería posible que nos acercásemos para ver los preparativos?
—Creí entender que no era de tu agrado. Es la víspera del mercado, estarán trasladando allí a todos los esclavos aptos para la venta…
Hasday se puso en pie y se acercó a los mulos, que se hallaban atados a la misma argolla.
—Indícame el camino —le pidió con un tono acuciante, sin molestarse en ocultar su impaciencia.
Hasday no puso ninguna objeción cuando, a las puertas del nuevo mercado, Asbag alegó una ligera indisposición para regresar a casa. Él mismo ató su ronzal al cabestro del mulo que montaba el anciano, de forma que pudiera volver con las dos cabalgaduras. Antes de marcharse, el viejo gobernador conversó con los dos guardias que les habían escoltado durante su visita al astillero y les confió la custodia del muchacho hasta su retorno junto a Ishaq.
—En cuanto a nosotros, quizá sea mejor que nos despidamos ahora, mi joven amigo.
Hasday se volvió hacia él.
—¿No tenemos pendiente una última conversación antes de mi regreso a Yayyán? —objetó, extrañado. Hasday temió haber ofendido al anciano, pero en realidad lo que deseaba en aquel momento era librarse de su compañía para internarse a solas en el mercado. Se sintió mal consigo mismo.
—Nada sería más de mi agrado, pero quizá ya no sea posible. Mañana se celebran el mercado y la subasta, el viernes es día de oración y víspera de vuestro Shabat —recordó Asbag—. Posiblemente tu padre decida partir el mismo domingo. Rara vez permanece aquí más de una semana.
—No podemos hacer los preparativos para el viaje durante el Shabat…
—Quizá vosotros no, pero sí los musulmanes que trabajan a vuestro servicio.
—En ese caso, trataré de convencerle para que retrase la salida al menos un día. Si lo consigo, el domingo estaré en tu casa. —El rostro de Hasday se iluminó de repente—. ¡Quizá pueda traer conmigo alguno de los volúmenes del Tratado de los simples que Abd al Karim trajo en el barco! Me gustaría mucho que lo vieras antes de que me lo lleve a Yayyán.
—En ese caso te esperaré ansioso, pero la edad nos hace prudentes —sonrió—, y creo que, de cualquier forma, deberíamos despedirnos ya.
Poco después, Hasday percibía cómo el ruido de los cascos sobre el empedrado se amortiguaba a medida que el anciano y los dos mulos ganaban distancia entre el gentío. Sin volverse, el anciano alzó el brazo derecho como último adiós y lo mantuvo en alto durante un buen rato. Hasday, sin embargo, ya no podía verlo: se había vuelto hacia la entrada del recinto sin perder un instante y toda su atención se centraba ya en una nueva inquietud. Ante él se había detenido un grupo de hombres, a juzgar por su aspecto, comerciantes. Si su propio padre hubiera estado entre ellos, le habría costado distinguirlo. Lo que los retenía ante el portalón de acceso era la presencia de dos hombres armados que custodiaban la entrada y que parecían pedir algún tipo de credencial o salvoconducto a quienes trataban de ingresar en el recinto. Hasday esperó su turno con impaciencia, aguzando el oído para intentar captar la conversación de quienes les precedían, pero lo que oyó fue la voz insegura de uno de sus propios guardias.
—Sahīb, perdona mi atrevimiento, pero quizá no sea buena idea entrar ahí sin el permiso de tu padre.
—¡Tengo que entrar! —Se oyó decir con un tono que a él mismo le resultó desconsiderado.
Desde que, sentado en los troncos de la atarazana, casi a media milla de distancia, había llegado de nuevo a sus oídos aquel inconfundible grito gutural, tenía la certeza de que Umarit y su hermano, Yorán, se encontraban allí. Lo había sabido desde su llegada a Bayāna, aunque durante aquellos días había llegado a albergar dudas. Lo único que había podido ver de aquella muchacha a su llegada a la madīna eran unos ojos azules, pero ¿cuántos ojos como aquellos habría en una ciudad donde el mestizaje era habitual, donde la venta de esclavos eslavos era la norma más que la excepción? De hecho, no tenía más que observar a las mujeres con las que se cruzaba para comprobar que, con frecuencia, eran unos ojos claros los que miraban al suelo cada vez que él fijaba la vista en el pequeño espacio que los velos dejaban al descubierto.
No obstante, aquel grito… aquel grito resultaba inconfundible, como la respuesta inmediata de Yorán, con un timbre más grave. Decididamente Umarit no había regresado al norte, se encontraba en el mercado en el que iban a vender a su hermano al día siguiente… y Hasday tenía un problema. Un problema en el que no había dejado de pensar en los días anteriores y para el que no encontraba solución. Para empezar, seguía sin tener ninguna pista sobre el aspecto de Yorán. Sin reparar en ello, había prometido a Umarit que trataría de identificar al comprador para permitir que los dos hermanos siguieran en contacto. Y solo había una forma de enmendar aquel descuido.
—No es un lugar seguro, y tenemos instrucciones precisas de tu padre —insistió el guardián—. Podrás regresar mañana con él; hoy es día de preparativos, se descargan los esclavos, se clasifican y se hacen lotes, se cumplimentan los registros y se aloja a esos desgraciados en los cubículos. Solo algunos de los mayores compradores, provistos de credencial, tienen acceso privilegiado para examinar la mercancía.
—Si fuera así, Asbag me lo habría contado.
—Quizás haya preferido que lo comprobaras por ti mismo —repuso el segundo guardia.
—¡Y es lo que pienso hacer!
Solo dos hombres le separaban ya del acceso al recinto. Cuando mostraron su salvoconducto y se les franqueó el paso, Hasday quedó frente a los dos soldados armados, de aspecto imponente. Tuvo que alzar la vista para dirigirse al más cercano.
—No dispongo de credencial, pero mi nombre es Hasday, hijo de Ishaq ben Shaprut. Es socio, como sabréis, de Baruch ben Yazar, uno de los mayores proveedores de eunucos de Yusāna.
El soldado lo miró con la sorpresa reflejada en el semblante. Durante un momento pareció preparar la respuesta más adecuada.
—No puedes entrar aquí, eres apenas un niño.
Hasday sintió que la indignación crecía en su interior.
—¡Mi padre me ha traído con él a Bayāna solo para que aprenda el funcionamiento del mercado y la subasta! —mintió—. Debéis dejarme pasar, de lo contrario montará en cólera, y sabéis lo que eso significa.
Era la primera vez en su vida que utilizaba el poder de su padre para intentar abrirse una puerta, y se sintió despreciable en el preciso instante en que aquellas palabras salieron de su boca. Sin embargo, la sensación de malestar creció cuando comprobó que la amenaza ni siquiera surtía efecto.
—Lo lamento, muchacho. Vuelve mañana junto a tu ilustre padre, si él te acompaña no habrá ningún inconveniente en que entres en el recinto. —A pesar de lo que acababa de escuchar, Hasday no advirtió ni un asomo de sarcasmo o de falta de respeto, solo firmeza y seguridad en su decisión—. Quizá te interese saber que seguimos las consignas de tu propio padre.
Hasday pareció desconcertado, pero sabía que era inútil insistir. Además, detrás de él empezaban a alzarse las protestas. Se apartó de la puerta, desalentado, en el momento en que el muecín iniciaba la llamada a la oración desde el alminar de la nueva mezquita.
—Está bien, regresemos —indicó a los guardias que le acompañaban.
—Tu padre te espera en la alcaicería después de la oración, sahīb.
—Eso nos da algo de tiempo todavía, estamos cerca. Quiero ver a esos tratantes a quienes se concede el privilegio de seleccionar la mercancía antes que al resto de los compradores.
Los dos guardias se miraron y se encogieron de hombros.
—Está bien —dijo con tono lacónico el que había hablado primero—, no hay inconveniente.
Hasday permaneció apoyado en el muro exterior del recinto, a diez pasos de la puerta, distancia suficiente para examinar a quienes entraban sin llamar la atención. Los dos guardias se habían apostado enfrente del acceso y parecían hablar entre ellos, sin apartar la mirada del muchacho, aunque fuera de soslayo. La mente de Hasday trabajaba sin descanso. Parecía imposible deshacerse de la vigilancia de aquellos dos hombres, que, para su desgracia, habían cumplido su tarea de forma cabal desde su llegada a Al Mariyat Bayāna. Solo si conseguía desviar su atención tendría una oportunidad de despistarlos. Después de todo, tal vez fuera mejor así.
Su primera intención era entrar en el recinto, mezclarse con los tratantes y escrutar los cubículos en busca de uno de los muchachos castrados en el que pudiera encontrar rasgos parecidos a los de Umarit. Como última opción había considerado la posibilidad de pronunciar su nombre en voz alta, a la espera de una reacción en alguno de ellos. Pero se daba cuenta de que Umarit de ninguna manera habría conseguido penetrar en el recinto y, por lo que la conocía, permanecería rondando por el exterior, haciendo saber a su hermano, a través de su particular modo de comunicación, que estaba cerca de él. ¡Si hubiera tratado de practicar aquellos gritos durante los últimos días! Aunque para Umarit y su hermano no tuvieran ningún significado, sin duda les habrían llamado la atención, y la muchacha había demostrado agudeza, de modo que habría deducido quién era el mal imitador.
De improviso, uno de los comerciantes que aguardaba a la entrada comenzó a dar voces. Al parecer, acababa de sorprender a uno de los arrapiezos, que nunca faltaban donde se concentraba la multitud, tratando de meter la mano en su faltriquera, en busca de la bolsa con los dineros. No había tenido éxito, pues, a pesar de los gritos, el hombre sostenía el saquete en sus manos y comprobaba que estuviera intacto. El rapaz corría hacia el puerto pesquero a toda la velocidad que le permitían sus piernas, escuálidas pero ágiles, y ya había puesto una buena distancia de por medio.
Los gritos habían llamado la atención de todos los presentes, y Hasday supo que aquella era su oportunidad. Se deslizó junto al muro, cruzándose con los curiosos que se acercaban para averiguar el motivo del alboroto. No tardó en alcanzar la esquina, comprobó antes de doblarla que los guardias no habían reparado en su huida y entonces se lanzó a una carrera tan frenética como la que acababa de contemplar. El mercado lindaba con un barrio de viviendas aterrazadas, no muy alejado de la zona noble de la madīna, donde en aquel momento escaseaban los transeúntes. Allí Hasday estaba a la vista y, si los guardias se asomaban a aquella calle, lo descubrirían, así que dejó de correr para no llamar la atención y avanzó con paso rápido hasta la siguiente esquina, que le conduciría a la opuesta al acceso principal.
Como suponía, allí se hallaba la entrada de los carros, en aquel momento tan concurrida como la que acababa de dejar atrás. Los carretones que llegaban por el camino a Bayāna, adaptados para el transporte de los cautivos, avanzaban hasta donde les era posible y entonces se detenían sin respetar ningún orden. También habían conducido a pie a muchos infortunados, encadenados en largas recuas, y en los alrededores reverberaban los gritos, las órdenes de sus guardianes y el chasquido de los látigos. Eran todos varones, muchos de raza negra y porte imponente, seguramente procedentes de Sudán.
Hasday supuso que habrían llegado a bordo de los primeros barcos que cruzaban el Estrecho con el inicio de la temporada de navegación. Trató de imaginar el forzado peregrinaje de aquellos desdichados: en caravanas a través de inhóspitos desiertos de arena durante meses para acabar hacinados en las bodegas de los barcos que les habían transportado hasta Al Mariyat Bayāna. Muchos habrían quedado en el camino, quienes habían soportado aquel tormento eran solo los más fuertes, los que reportarían los mayores beneficios. Se preguntó dónde estarían las mujeres que debían de acompañar a los hombres de su raza. El muchacho había oído decir que eran muy apreciadas como concubinas por su belleza exótica, pero resultaba evidente que no recibían el mismo trato que los varones, abocados a las tareas más duras y al servicio en el ejército.
En los alrededores se agolpaba un numeroso grupo de hombres y mujeres que no perdía detalle de un espectáculo que de otra manera les habría estado vedado. Debía de tratarse de los trabajadores del puerto, quizás acompañados por sus esposas. También había marinos, cantineras, prostitutas, grupos de rapaces llenos de curiosidad y ávidos de diversión… Sin embargo, a juzgar por sus atuendos, todos parecían de condición humilde. Sin duda los vecinos más acomodados, aquellos que se podían permitir la adquisición de un esclavo o una esclava, acudirían al día siguiente, durante el mercado y la subasta. La propia indumentaria de Hasday desentonaba en aquel lugar y atraía las miradas. Ignorándolas, trató de escrutar la multitud en busca de alguien que encajara con la imagen que había vislumbrado el día de su llegada a Bayāna.
Rodeó los carros más próximos, aunque su interior se ocultaba bajo las mismas lonas que había visto durante el viaje. Resultaba impensable ponerse a gritar allí el nombre de Yorán y, menos aún, tratar de imitar a voz en cuello el grito con el que se comunicaban los dos hermanos. El corazón le dio un vuelco cuando vio que los dos guardias doblaban la esquina. De forma instintiva se ocultó tras la yunta de bueyes que tiraba del carretón más cercano, pero sabía que nada podía hacer allí. Tendría que aguardar hasta el día siguiente, con la esperanza de poder identificar al muchacho de alguna manera. Se alzó, dispuesto a dejarse ver por los dos hombres que lo buscaban. Bastaría con achacar aquella desaparición repentina a su curiosidad desbocada. Los localizó cerca del grupo de sudaneses encadenados, con una expresión que era mezcla de temor e indignación. En ese momento sintió que alguien le tiraba con fuerza de la manga de la túnica, y se volvió con un sobresalto que se convirtió en auténtica zozobra cuando descubrió ante él el rostro macilento de Umarit. Pronunció su nombre con un grito ahogado e inmediatamente se escondió de nuevo detrás del carro, arrastrando tras de sí a la muchacha.
—Me están buscando —se excusó Hasday, al tiempo que señalaba en dirección a los dos hombres, que en ese momento estiraban el cuello para localizarlo entre el gentío.
—Sígueme —se limitó a decir Umarit.
Con la cabeza gacha para no ser vistos, ambos se abrieron paso hacia la zona más apartada de aquel recinto rectangular. En un ángulo se encontraban los abrevaderos para las bestias, abastecidos por un depósito situado en lo alto de un pequeño edificio. La puerta se hallaba en la parte posterior, protegida de miradas indiscretas por un tapial invadido por las zarzas. Umarit empujó con fuerza y la puerta cedió con un crujido. Entraron y la muchacha se apresuró a cerrar. Solo la luz que se filtraba a través de una trampilla en lo alto, a la que se accedía mediante una escalera de mano, proporcionaba algo de claridad. Umarit se agachó en busca de un madero que ella misma habría dejado allí y atrancó la puerta con él.
—He pasado las dos últimas noches aquí —explicó ante la mirada inquisitiva de Hasday, al tiempo que señalaba los restos de un improvisado camastro hecho con broza y hojarasca bajo la escalera—, desde que supe que es donde van a vender a mi hermano.
Con agilidad, la muchacha se encaramó a la escalera y alzó la trampilla, que cayó sobre el pavimento de la terraza con un ruido sordo. Una nube de polvo blanco se alzó en el hueco, y se precipitó hacia el interior como una lluvia fina, atravesada por los intensos rayos de luz que iluminaron el improvisado refugio.
Cuando descendió, los ojos de ambos quedaron a la misma altura, y el estremecimiento que Hasday había sentido días atrás, la primera vez que se tropezó con la muchacha, le recorrió de nuevo el espinazo. No eran solo aquellos ojos de azul intenso, que contrastaban con su piel tostada y el cabello moreno que asomaba bajo el hiyab con que se cubría, ni siquiera la perfección de sus facciones. Allí, frente a frente, comprendió que su expresión, lo que transmitía aquella mirada afligida, era lo que desde el primer momento había contribuido a conmoverlo.
Hasday apartó la mirada para echar un vistazo a aquel reducto, temeroso de que Umarit pudiera leer en su interior. Tomó asiento en una bancada de adobe que prácticamente recorría el contorno de aquel cuartucho, bajo un ventanuco enrejado y cerrado con un postigo de madera. Ella, en cambio, permaneció en pie junto a la escalera.
—No regresaste a tu aldea…
La muchacha negó con la cabeza, con lentitud.
—No fui capaz… No puedo separarme de él, abandonarlo a su suerte.
—¿Y qué te propones, Umarit? ¿Acaso puedes hacer algo? Él mismo decidió que no quería escapar, a pesar de que le diste la oportunidad de hacerlo.
—¡No lo sé! —Se llevó la mano a la cara y se tapó los ojos con ella. La desesperanza se reflejaba en su voz.
—Confío en poder estar presente mañana en la subasta. Sabremos quién es el comprador y, a través de mi padre o de Baruch, averiguaremos su destino.
—Yo también he hecho mis pesquisas —respondió con desánimo—. He preguntado a marinos, he indagado en las cantinas… La mayor parte de los castrados acabarán en manos de tratantes africanos, que volverán a venderlos a mayor precio en mercados como este, a semanas o meses de navegación de Bayāna.
Hasday la observó con atención mientras hablaba.
—¿Qué edad tienes, Umarit? —preguntó tras un largo silencio, durante el cual solo se oyó el bullicio del exterior.
La muchacha abrió los ojos, sorprendida.
—Pronto cumpliré los quince —contestó, sin embargo.
Hasday ignoraba cómo lo hacía, pero Umarit parecía aseada, y su piel seguía despidiendo un agradable aroma a espliego. Se cubría el cabello con un hiyab oscuro, posiblemente para pasar desapercibida entre las mujeres musulmanas. Tampoco sus ropas eran las mismas que la última vez que la había visto, en la jaima de su padre. Nada en su aspecto daba impresión de descuido.
—¿Y dices que has trabado conversación con marinos en las cantinas del puerto? —Hasday no ocultó su inquietud.
—¿Qué tiene de malo?
—Eres una muchacha de quince años, apetecible para cualquier hombre, y más si han estado privados de mujeres durante largas travesías…
—¡Sé defenderme! —lo cortó Umarit. Y, como si quisiera probar lo que decía, introdujo la mano derecha en la escarcela que llevaba a la cintura y extrajo un estilete afilado que mostró sobre su palma solo un instante.
—¡Aun así, Umarit! ¡Nada podrías hacer con ese pequeño puñal frente a la fuerza de un hombre… o de varios!
Un extraño brillo asomó a los ojos de la muchacha, a la vez que sus labios esbozaban una sonrisa.
—No es mi seguridad ni mi honra lo que ahora me preocupa.
Algo en la mirada de Umarit persuadió a Hasday de no insistir.
—¿Ahora dónde está tu hermano?
—El carro en el que lo transportaban ha sido uno de los primeros en entrar en el recinto. Baruch…, ¿es así como se llama ese cerdo, el socio de tu padre?, parece llevar la voz cantante del negocio.
Hasday se preguntó si, en su fuero interno, Umarit aplicaba el mismo calificativo a su padre.
—Al menos de algo puedes estar segura, en los últimos días les habrán alimentado bien y quizás esta misma tarde les permitan tomar un baño, antes de la subasta —apuntó Hasday, tratando de animar a la muchacha.
—¿Un baño, dices? Más bien los baldearán como a las bestias, exponiéndoles a contemplar la desnudez y los cuerpos mutilados de sus compañeros de desgracia, y en ellos la suya propia.
Hasday se maldijo por su torpeza.
—¿Cómo podría reconocerlo?
—No podrás. Todos tienen una edad parecida, y sus rasgos no son muy diferentes. Los que acompañan a Yorán proceden de aldeas vecinas.
—¿Y esa forma de ulular con la que os comunicáis?
—Nuestro ijujú…
—¿Así es como lo llamáis?
—En realidad es un grito que en la montaña se utiliza para expresar júbilo. Aunque de alguna manera, en estas circunstancias —pareció reflexionar mientras hablaba—, júbilo es lo que sentimos al comprobar que seguimos vivos.
—¿Siempre te responde?
—Siempre…, hasta ahora.
—Quizá mañana…
Umarit asintió.
Apenas había dormido. Aunque la cama en el aposento que el comerciante judío les había cedido era cómoda en extremo y el colchón rebosaba lana recién vareada, el cansancio solo le había vencido cuando ya esperaba recibir en vela las primeras luces del alba. Quizá fue por eso por lo que no oyó los ruidos de la casa que de otra forma le hubieran despertado, y tuvo que ser un sirviente quien entrara en su alcoba para avisarle de que su padre lo aguardaba para partir hacia el mercado. Realizó de forma apresurada las abluciones matinales en el aguamanil, aunque se aseguró de mojarse bien la nuca con agua fría para despejarse después de haber dormido apenas una hora. Ni siquiera se detuvo a probar el desayuno que alguien había dispuesto sobre la mesa principal. Ishaq le esperaba impaciente en el patio.
—Lo siento, padre —se disculpó—. No he pasado buena noche.
Del rostro de Ishaq desaparecieron las señales de irritación para dejar paso a una sombra de inquietud.
—¿Acaso te encuentras indispuesto?
—No, padre, me encuentro bien. Es solo que me costó conciliar el sueño.
—¿Acaso hay algo que te preocupe? —le preguntó cuando ya salían a la calle principal de la nueva madīna, seguidos por la escolta. Al parecer, esa mañana el mercader había decidido acudir a pie al recinto donde iba a celebrarse la subasta.
—Me pregunto si alguien tendrá algún inconveniente en que entre al mercado.
—¿De verdad es eso lo que te ha quitado el sueño? ¿O era quizá por la posibilidad de que los guardias que te acompañaban ayer mostraran su disgusto por tu actitud?
—Fue culpa mía, me despisté en medio de la gente —se excusó al saberse descubierto.
—Al menos no les culpas… Ellos piensan que les diste esquinazo de forma deliberada. Te buscaron durante un largo rato, y apareciste solo cuando lo creíste oportuno.
—Seguramente nos estuvimos buscando alrededor del recinto —mintió—. No se imagina la multitud que llegó a congregarse…
—No me hace falta imaginarla, pasé allí toda la tarde.
Hasday no pudo ocultar su sorpresa.
—¿Acaso no lo sabías? ¿Con qué intención trataste de entrar si no era para buscarme?
—Solo quería presenciar los preparativos. Nunca he asistido a una subasta de esclavos. Pero no le imaginaba en el mercado, pensaba que seguía aquí.
Cruzaban el pavimento de grandes losas de la alcaicería, por delante del patio porticado donde había encontrado a su padre el primer día.
—A ver si querías entrar al mercado solo para ver de cerca alguna de esas esclavas nubias… ¿O quizá te gustan más las eslavas de cabellos claros? —bromeó.
—No, no es eso —respondió Hasday con ingenuidad.
—¡Eso espero! Solo tienes trece años recién cumplidos. —Le dio una palmada en la espalda.
Hasday pensó en que tenía suerte. Pocas veces los enfados de su padre se prolongaban demasiado. Trató sin embargo de imaginar su reacción si hubiera sabido lo que de verdad se llevaba entre manos, lo que en realidad le había quitado el sueño. Se sintió culpable de nuevo. Alzó la vista al cielo y pidió perdón a Dios.
Esa vez nadie planteó el más mínimo obstáculo para dejarle entrar junto a su padre, a quien todo el mundo saludaba con respeto. En muchos casos aquel respeto parecía transformarse en una reverencia casi servil, y solo en algunos rozaba la adulación más atrevida. El interior del recinto era ya a primera hora un hervidero. El espacioso patio central estaba rodeado por una galería porticada con hermosos arcos de herradura separados por columnas de mármol rojizo. A ella se abrían los negocios de los cambistas y prestamistas, que en muchos casos coincidían en la misma persona, a juzgar por los rótulos recién estrenados de sus locales. Sus delicadas balanzas ya habían empezado a funcionar a aquella hora, y decenas de hombres fuertemente armados que protegían el acceso a cada negocio escrutaban a los visitantes sin abandonar la expresión hierática y amenazante de sus rostros. De hecho, los guardias, con lanzas en la mano y los sables al cinto, parecían estar por todas partes, y Hasday comprendió el motivo cuando se acercaron a uno de los puestos.
—Convierten en dinares andalusíes el oro de diversas procedencias, según el origen del mercader —explicó Ishaq a su hijo—. La mayor parte llega en forma de monedas: fatimíes, abbasíes, italianas, bizantinas… Aunque no es extraño ver pequeños lingotes de oro fundido que se canjean por dinares acuñados en la ceca de Qurtuba de acuerdo al cambio oficial.
—¿Y quién establece ese cambio?
—Los propios funcionarios de la ceca, según la oferta y la demanda, y siempre de acuerdo con la ley del metal.
Hasday asomó la cabeza entre los mercaderes.
—También había plata.
—Claro. El precio de los esclavos es elevado, y los darahim de plata no se adaptan al pago. Pero la plata sirve para aumentar el tamaño de la bolsa. Un dinar de oro por cada diecisiete darahim. Si es al peso, el cambio de hoy es de uno a doce.
Habían seguido avanzando tratando de sortear el gentío, pero Hasday se detuvo ante un local donde un hombre de mediana edad se aplicaba con el cálamo sobre un fragmento de pergamino.
—¿Un escribano?
—Así es. Verás que abundan los establecimientos de notarios y escribanos, encargados de redactar los documentos de compraventa, con sus complejas estipulaciones y garantías. Los vicios ocultos son frecuentes, a menudo los esclavos padecen males que consiguen ocultar… y algo que se valora de forma muy especial: la virginidad de las esclavas. Todo ello debe establecerse por escrito, si es que el comprador pretende reclamar sus derechos ante el qādī. No sería la primera vez que una esclava vendida como virgen pariera al cabo de unos meses.
—Tenía entendido que para eso están los médicos y las parteras, que las examinan antes de firmar el contrato de compraventa.
—Siempre hay quien prefiere ahorrarse ese gasto… Algunos todavía confían en la buena fe de sus semejantes. —El mercader rio.
—¿Y estos? —interrogó Hasday cuando pasaron por delante de un local vacío, salvo por un joven de poco más de veinte años que hablaba con un hombre de aspecto respetable plantado ante la puerta.
Para su sorpresa, Ishaq se acercó a él, se dieron un abrazo y conversaron un momento antes de despedirse de nuevo, no sin antes desearse suerte en los negocios.
—Algunos armadores han alquilado su propio local en el recinto, confiados en ajustar en la jornada de hoy los fletes de algún buen cargamento de esclavos con destino a las costas de África. Estos son Umar, al que me une una vieja amistad, y su hijo. Vienen de Nakur y tienen dos barcos fondeados en el puerto.
El tablado se alzaba frente a la entrada principal, pegado al acceso a las celdas donde los esclavos aguardaban el momento de la subasta. En los cuatro laterales se habían dispuesto sólidas escaleras de madera y desde la galería superior colgaban gruesos tapices que conformaban lo que a Hasday se le antojó el telón de una representación teatral. En realidad, pensó, de eso se trataba.
Había atendido con toda la paciencia de que fue capaz las explicaciones de su padre, para eso lo había llevado allí. En realidad, se había sentido impresionado por la complejidad de la actividad del mercado, pero su pensamiento lo llevaba una y otra vez detrás de aquellos tapices. Observó que Ishaq conversaba de forma animada con un personaje importante, envuelto en una llamativa capa de seda del color de las tejas, y cuya atención parecían disputarse varios mercaderes. Aprovechó que el hombre se había girado a saludar para acercarse sin tener que interrumpir la conversación.
—Padre, me gustaría ver los preparativos al otro lado del tablado.
Ishaq no ocultó un gesto de contrariedad.
—Es el recaudador de tributos enviado por Qurtuba —dijo con voz queda—. No puedo desaprovechar la oportunidad de hablar con él. Adelántate, te alcanzaré en cuanto pueda. Pero anda con cuidado, nunca se sabe quién…
Dejó la frase sin terminar cuando el enviado de la capital volvió a prestarle su atención. Hasday aprovechó para poner distancia de por medio. Se dirigió a la parte posterior del entarimado y atravesó un transitado arco de herradura que daba acceso a otro patio de tamaño similar, aunque levantado sin los aderezos arquitectónicos que los alarifes habían empleado en el recinto contiguo. Dedujo que lo que separaba los dos patios era el tablado de la subasta, pero aquel estaba cerrado por sencillos muros de adobe, salpicados a intervalos regulares por puertas enrejadas y escalinatas hacia una estrecha galería superior de madera. A esta se abrían las portezuelas de los cubículos donde se alojaban los esclavos, provistas de gruesos cerrojos. Hasday comprendió que por allí se entraba a algún tipo de pasadizo elevado desde el que los compradores podían observar la mercancía con detenimiento y sin peligro.
El espectáculo que se ofrecía a sus ojos lo dejó sin habla. Hombres armados, provistos de fustas, incluso, franqueaban aquellas puertas numeradas con cifras arábigas para salir al cabo de un instante arrastrando a muchachos o muchachas, apenas niños en muchos casos, que los seguían de mejor o peor grado. Dedujo que los potenciales clientes los habían señalado desde el pasadizo superior, pues descendían las escaleras de inmediato para examinarlos. Para tal fin habían dispuesto unos apartados separados por simples cortinajes. Sin embargo, nadie había considerado necesario utilizar aquellas colgaduras para velar lo que sucedía en el interior. La paja que cubría el suelo dentro de aquellos recintos se extendía también por la zona cercana a las puertas. Al menos era paja limpia, que se habría extendido aquella misma mañana, y proporcionaba al mercado un aroma agradable que se sobreponía al olor acre del sudor y los orines. Aquel olor le recordó al de las caballerizas de su propia casa, en Yayyán.
Hasday siguió los pasos de un hombre que descendía en aquel momento la escalinata más próxima. Rondaría los treinta años y, a juzgar por la túnica de lana azul marino, de buena factura, debía de tratarse de algún comerciante con posibles, quizás un funcionario bien situado, por sus maneras. La muchacha que había escogido, rubia y de piel clara, no superaba los quince años. Tenía la espalda apoyada en el muro de adobe y la mirada fija en sus pies desnudos, juntos y separados de la pared. No puso ningún impedimento cuando otro hombre, un orondo comerciante entrado en años, se acercó a ella, hurgó sobre sus hombros con sus manos regordetas y dejó caer al suelo la sencilla túnica que la cubría. Cuando quedó completamente desnuda, la muchacha volvió a apoyar la espalda en el mismo lugar y recuperó aquella expresión de indiferencia. Hasday comprendió que no era la primera vez que había pasado por aquello. Quizá por eso tampoco pareció inmutarse cuando el potencial comprador se acercó a ella sin apartar la vista de su piel clara, salpicada por tenues pecas que se apreciaban tan solo en las zonas del cuerpo más expuestas al sol. El hombre le levantó la barbilla y, sin más, le introdujo dos dedos entre los labios para obligarla a abrir la boca. Examinó su interior e hizo una mueca de desagrado.
—Tiene dos muelas podridas. Eso bajará su precio.
—Nada que no pueda arreglar un barbero regular. Yo me hago cargo de lo que cueste —repuso el mercader, que sin duda conocía la tara.
Hasday apartó la mirada cuando el hombre, a la vista de todos, puso las manos sobre los pechos de la muchacha y los manoseó con un gesto de satisfacción. Después hizo lo mismo con las nalgas.
—¿Me aseguras que no ha conocido varón?
—Así quedará establecido en el contrato. Si quieres contratar los servicios de la partera, corre por tu cuenta.
—No será necesario. Tampoco lo valoro en demasía, es un lujo que dura solo una noche.
Las risas se alzaron entre los curiosos.
—Más estaría dispuesto a pagar por su belleza que por su virtud. Reconocerás que hermosa no es. Te ofrezco veinte dinares por ella.
El comerciante pareció saltar como un resorte.
—¿Estás loco? ¿Tú has visto sus hechuras? —Sin ocultar su enfado, se acercó a la muchacha, la agarró por el brazo y la obligó a darse la vuelta—. Sabes que no vale menos de cuarenta.
El hombre frunció el ceño.
—Te pagaré veinticinco y yo me encargo de que le arranquen esas muelas podridas.
—No bajaré de treinta y cinco —replicó, mientras separaba las piernas y se cruzaba de brazos sobre el pecho, para reafirmar sus palabras—. ¿Lo tomas o lo dejas?
El hombre parecía dudar. De forma quizás inconsciente, echó mano de su bolsa. Hasday observó que comenzaba a mover de forma casi inapreciable la cabeza en señal de negación.
—Ni siquiera sabe leer ni escribir. Veintiocho monedas y no hablemos más.
El tratante parecía estar esperando la respuesta cuando, furibundo, se agachó para recoger la túnica de la paja y se la arrojó a la muchacha.
—¡Vístete! —ladró, antes de indicar al guardia con un gesto que se ocupara de ella. Después se dio la vuelta y se dirigió al comprador mientras se alejaba—. ¡Leer y escribir, dice! ¿Para qué quiere una hembra como esta leer y escribir? Si de verdad te interesa, cosa que dudo, tendrás que esperar a la subasta, pero que los demonios me lleven si la puja por ella no supera los cuarenta dinares. Y ahora deja de hacerme perder el tiempo, si es que no era esa tu intención desde el principio.
Hasday se acercó unos pasos más cuando la muchacha se perdió en el interior y la puerta volvió a cerrarse. Se daba cuenta de que no todos los cautivos eran vendidos en la subasta: si el propietario creía que el trato era favorable, no dudaba en cerrarlo antes. Era lo que estaba sucediendo ante sus ojos con un joven de piel negra, alto y musculado. Había visto el examen desde la distancia, pero no había llegado a oír el tira y afloja con el precio. Esta vez el comprador le había examinado los brazos y las piernas, y le había obligado a flexionar varias veces la espalda hasta que tocara el suelo con las yemas de los dedos. También prestó atención a su dentadura, le había palpado los genitales e incluso le había levantado un párpado para examinarle el ojo. Sin duda su destino era algún tipo de trabajo duro. El trato se cerró por veinticinco dinares. Operaciones como aquella se desarrollaban en ese momento alrededor de todo el recinto. ¿Y si Yorán ya había sido vendido? De repente la zozobra se apoderó de él. Si así era, de nada valdría el plan que había trazado con Umarit.
—¿Conoces a Baruch? —preguntó al primer tratante que encontró en su camino y, sin esperar respuesta, añadió—: ¿Dónde están los castrados que trae desde Yusāna?
El hombre pareció dudar, pero acabó señalando hacia una de las estancias del otro lado del patio.
—La puerta número catorce —indicó—. Y la quince. Puede que también la trece.
Hasday no contaba con aquello. Sin embargo, se relajó al reparar en que Baruch comerciaba con tres tipos de cautivos: los varones enteros, los castrados y las hembras. Solo tenía que averiguar dónde habían acomodado a cada grupo… y arreglárselas para entrar allí. En ese momento vio al socio de su padre. Bajaba con esfuerzo por la escalinata, junto a la puerta señalada con el número quince, que en aquel momento se abría desde el interior para dejar paso a un hombre seguido por una de las esclavas. Hasday lo reconoció como uno de los capataces de Baruch que acompañaban a la comitiva desde la Madīnat Ilbīra. Descartado uno de aquellos locales, solo tenía que probar en los otros dos. Por fortuna, en ninguno parecían estar cerrando tratos. Sin embargo, entraban y salían compradores interesados en examinar lo que Baruch y su propio padre tenían que ofrecer.
Le tranquilizó recordar que en sus conversaciones siempre les había oído hablar de la subasta, no de la posibilidad de una venta directa. Esquivó a un orondo judío que glosaba las virtudes de la muchacha ante el posible comprador y ascendió como uno más por la escalinata de madera. Un cliente se disponía a entrar por la puerta situada a su izquierda y lo siguió sin pensarlo. Ambos tuvieron que agachar la cabeza para franquearla y, al alzarla de nuevo, Hasday se encontró frente al rostro del guardia que, apostado en el interior, parecía vigilar tanto a los cautivos como a los visitantes. En aquel momento lo examinaba a él, con gesto de extrañeza. De forma instintiva, Hasday señaló con el gesto al hombre que lo precedía y dio un paso para pegarse a él, tratando de aparentar naturalidad y una seguridad que los latidos de su corazón desmentían. Respiró aliviado cuando comprobó que la estratagema había dado resultado, pues el guardia se limitó a cerrar la puerta tras ellos.
El lugar se encontraba iluminado tan solo por la luz que entraba a través de una ventana enrejada situada en lo alto de la pared opuesta, la suficiente para comprobar que la disposición del interior era la que había imaginado: el corredor entarimado, de anchura apenas suficiente para permitir el paso de dos personas, se prolongaba hasta el fondo y permitía que los cuatro hombres que en aquel momento se situaban sobre él observaran con atención a los muchachos acurrucados siete codos más abajo. En el otro extremo, había otro guardia apoyado contra el muro, con actitud poco marcial y el tedio reflejado en el semblante. Un solo vistazo al espacio a sus pies le bastó para comprender que la suerte le había acompañado. Sin duda, aquellos eran los muchachos castrados procedentes de Yusāna que había visto en los carromatos y que tanto habían alterado su ánimo. Las cabezas rapadas y las miradas de desesperanza y resignación seguían siendo las mismas. Únicamente habían desaparecido los harapos, sustituidos por túnicas sencillas pero dignas, y la mugre que antes tiznaba sus rostros.
Pensó en lo sencillo que resultaría pronunciar en voz alta el nombre de Yorán. Y quizá lo hiciera, si no le quedaba más remedio, aunque eso supusiera significarse ante los guardias y aquellos desconocidos, que alguien pudiera atar cabos y relacionarlo con la huida de Umarit y el resto de las esclavas. Decidió ser paciente y actuar como tenía pensado, de acuerdo con el plan al que había dado mil vueltas durante las horas de vigilia de la noche anterior. La puerta se abría y se cerraba para dejar entrar a nuevos clientes, que empezaron a apiñarse sobre el estrecho pasaje de madera. Aquello significaba, sin duda, que se aproximaba la hora de la subasta, y ese pensamiento tranquilizó a Hasday. Un poco más, y sabría cuál de aquellos infelices era el que buscaba, solamente tenía que esperar a que, tanto dentro como fuera del mercado, se anunciara el inicio de las pujas. Apoyado en la tosca balaustrada de madera, trató de buscar rasgos que le recordaran a Umarit entre aquellas decenas de rostros. La mayor parte, sin embargo, permanecían cabizbajos, y solo alzaban la cabeza en respuesta a las voces que lanzaban desde lo alto para llamar su atención. La mano que se posó en su hombro le produjo un sobresalto que hizo que el corazón latiera desbocado.
—Tu padre acaba de salir, lo perderás entre el gentío —advirtió el guardia, que había dado unos pasos hacia él.
Hasday trató de reaccionar, aunque su propia respuesta le resultó dubitativa y poco convincente.
—Eh, no… Me ha pedido que le espere aquí.
El rostro del soldado reflejó su extrañeza y Hasday se vio obligado a inventar una explicación.
—Creo que ha ido al recinto de las esclavas —balbuceó, y luego impostó un tono de confidencia—. Supongo que no le parece adecuado que vea a esas muchachas casi desnudas.
El guardia lanzó una carcajada que trató de ahogar al instante.
—Si no quiere que veas mujeres en cueros, a mal sitio te ha traído…, pero no seré yo quien le enmiende la plana —dijo aún entre risas, antes de regresar junto a la puerta.
Hasday respiró aliviado, y se apoyó de nuevo en la balaustrada intentando esconder su turbación. Entonces, amortiguado por los gruesos muros del recinto, llegó a sus oídos el sonido de los timbales y las chirimías que señalaban el comienzo de la subasta. Si llegaba con tal claridad hasta allí, en el exterior debía de resultar ensordecedor. Los muchachos que se agolpaban sobre la paja alzaron los rostros, inquietos, mientras los visitantes se disponían a abandonar el recinto para ocupar sus lugares delante del entarimado. Hasday sabía que no podía esperar mucho más. El guardia que había ocupado su puesto al fondo del pasadizo había comenzado a moverse, empujando a los rezagados hacia la salida. Tendría que salir con ellos. Rezó para que los tambores dejaran de sonar, pero no lo hacían. Al contrario, la cadencia y la intensidad de los toques parecían ir in crescendo, al mismo ritmo que los latidos que le golpeaban las sienes.
—Te lo he dicho, tu padre aún no ha regresado. Si se empeña en separarse de ti, vas a acabar extraviándote. —El guardia de la puerta volvía a dirigirse a él—. Pero tendrás que esperarlo fuera, no se permite estar aquí durante la subasta.
Hasday asintió, todavía aferrado al pasamano de madera. Un minuto antes, esperaba con impaciencia el sonido de los tambores y los atabales. En aquel momento solo deseaba que se hiciera el silencio. Estaba a punto de quedarse solo con los dos guardias. El último visitante inclinaba la cabeza para salir cuando el ritmo de la música se volvió frenético, antes de terminar de improviso con un último y estruendoso golpe de maza sobre los bombos. Hasday tenía que hacer algo, ganar tan solo un poco de tiempo. Estaba a punto de pronunciar en voz alta el nombre de Yorán. Miró el pasamano, claveteado con descuido, y al cabo de un instante un grito de dolor escapó de su garganta. Había apretado el puño izquierdo sobre un clavo sin remachar hasta que su piel topó con la madera. Después tiró con fuerza mientras apretaba los dientes y fue dolorosamente consciente de cómo se le desgarraba la palma. Luego levantó la mano, de forma que los dos guardias pudieran ver que empezaba a sangrar con profusión. Por fin se dejó caer sobre las tablas del entarimado, sujetándose la muñeca entre aspavientos.
—¡Maldita sea! —exclamó el guardia de la puerta—. ¡Vas a terminar creándonos problemas!
—Tenías que haberlo echado antes —le reprochó el segundo.
—Y lo hubiera hecho, de no ser hijo de quien es. —El soldado hablaba en voz baja, en un vano intento de que sus palabras no llegaran a oídos del muchacho—. Una queja de ese hombre al sahīb al suq, imbécil, y nos arrancan la piel a tiras.
—Da aviso a mi padre, te lo ruego. Estará al llegar —siguió mintiendo Hasday—. Quizá se encuentre aún en el recinto contiguo, si es ahí donde tienen encerradas a las esclavas de Baruch.
El guardia lo miró sin ocultar su contrariedad, pero terminó por salir al exterior.
—Ponte en pie —dijo el otro, menos dispuesto a andarse con contemplaciones—. Nuestro oficial no atiende a razones cuando no se obedecen sus órdenes. Estos desgraciados aún tienen que pasar por la enfermería, para que los físicos revisen sus heridas por última vez y las curen si es preciso. Ya deberíamos estar…
La queja del guardia se vio interrumpida por un ulular procedente del exterior. En ese preciso momento la puerta inferior se abrió con violencia y asomaron en el vano varios guardias. Hasday se olvidó del dolor y bajó la vista. Todos los cautivos parecían haber oído el aullido, pero se volvieron hacia la puerta ante el grito del oficial al mando.
—¡Todos en pie, hatajo de haraganes! —ordenó al tiempo que daba un paso hacia el interior—. Ha llegado la hora de que os alimenten otros.
Solo uno de los castrados siguió con la mirada clavada en la ventana. A continuación, se llevó las manos al rostro y de su garganta salió un grito prolongado, lleno de matices y altibajos, que erizó el vello a Hasday.
—Hola, Yorán —musitó entre dientes cuando el guardia lo sujetó por el brazo para obligarlo a salir.
Abajo, el oficial había enrojecido de ira. Echó mano de la fusta que le colgaba al cinto y se abrió paso entre los esclavos. El ulular solo cesó cuando el extremo del látigo restalló por primera vez sobre la espalda del muchacho.