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Hasday se abstuvo de repetir aquellas salidas nocturnas en las semanas que siguieron. Ignoraba cómo habían sido capaces los perros de desenterrar aquellos restos, sin duda ni Hakim ni él habían contado con la fuerza que proporcionaba el hambre voraz, pero lo cierto era que el revuelo en Yayyán había sido considerable. A la noticia del descubrimiento de los despojos, se sumó de inmediato un coro de testimonios de vecinos que aseguraban haber presenciado los fenómenos más extraños. Hubo quien habló de hombres encapuchados que caminaban en fila, a la luz de fuegos fatuos que parecían surgir del suelo a su paso. La aparición en el cementerio musulmán de una estela funeraria fragmentada se asoció de inmediato a prácticas de magia negra, y en la aljama se multiplicaron los casos de mal de ojo. El mismo Hasday fue testigo en la sinagoga de un ritual de desaojamiento llevado a cabo por el rabino, quien, con la mano sobre la cabeza de la víctima, leyó varios versículos de los Salmos, precisamente aquellos que hablaban de la protección de Yahveh frente a los enemigos de Israel. Las madres y las amas de cría no pisaban la calle con sus criaturas sin un saquete de tela colgado del cuello, repleto de dientes de ajo, ramas de canela, granos de sal y polvo de carbón, y aseguraban que junto a sus cunas no faltaban durante la noche unas trébedes, la ruda y el ervato, cuya eficacia contra los hechizos de brujas estaba bien demostrada. Al cabo de unos días, Hakim y Hasday regresaron a la cueva a plena luz del día para borrar cualquier huella de su estancia, atemorizados por la conmoción que había causado el incidente.
Las semanas que quedaban hasta su decimotercer cumpleaños pasaron despacio, con la rutina rota únicamente por la fiesta de Purim, una celebración menor antes de la llegada de la primavera y con ella los días de Pesah, la Pascua de los judíos. Esa era su época preferida del año, cuando el frío dejaba de apretar, y él empezaba a abrir las cajas de madera donde guardaba los diminutos huevos de los gusanos, a la espera de que un día comenzara la eclosión, justo cuando los brotes de las moreras se convertían en pequeñas hojas verdes. Entonces recorría los campos en busca de las plantas que conocía y recogía ejemplares de aquellas cuyos nombres ignoraba. Emprendía entonces una peregrinación en busca de alguien que le diera razón de ellas, empezando por su padre, los sirvientes de la casa, los físicos de la aljama y los maestros de la sinagoga. A menudo sus respuestas eran distintas, incluso les atribuían propiedades opuestas, algo que enervaba a Hasday. Sin embargo, no dejaba de guardar algunos de aquellos ejemplares desecados, junto a las notas sobre las propiedades de las que había terminado por obtener una mínima certeza. Había indagado en la sinagoga en busca de libros que contuvieran aquel saber, pero su ilusión inicial terminó en desencanto al comprobar que allí no existía nada parecido a lo que buscaba.
Por fin llegó el vigésimo día del mes de Adar. Era lunes y, aunque Hasday lo celebró en familia con un suculento almuerzo que terminó con un sinfín de platillos llenos de dulces, el momento más esperado se retrasó hasta el Shabat. La tarde del viernes, antes de acudir al oficio religioso en la sinagoga, todo había quedado dispuesto en la residencia de los Banu Shaprut para celebrar el día de descanso siguiendo la costumbre judía. Habían barrido la casa por la mañana, habían mudado la ropa de las camas, todos habían acudido a los baños para el preceptivo aseo, y el hamín reposaba ya en el pequeño horno cubierto de brasas a fin de que el guiso se mantuviese caliente hasta el día siguiente y poder cumplir así con la terminante prohibición de encender el fuego durante el Shabat.
Nora, como todos llamaban a su madre, había dejado sobre la cama de Hasday la camisa que habría de estrenar ese día, así como el resto de su ropa. Al bajar de la alcoba, poco antes de la puesta de sol, el mantel blanco ya estaba puesto en la mesa, y su madre tenía encendida la menorah que debía arder durante todo el día. Antes de abandonar la casa, su padre había impuesto sus manos sobre la cabeza de sus dos hijos, el gesto habitual de bendición. Se detuvo con Hasday y, cuando este alzó la vista, vio una amplia sonrisa en el rostro de su padre, que no ocultaba la emoción de sus ojos.
La nueva sinagoga se encontraba atestada. Toda la comunidad sabía de la generosidad de Ishaq ben Shaprut para con ella; de hecho, el edificio se había levantado con fondos procedentes de sus prósperos negocios, favorecidos en ese momento por la nueva situación en la zona oriental de Al Ándalus. Desde que las tropas del emirato consiguieran despejar de renegados y bandidos la ruta que unía Yayyán con la costa de Bayāna, las caravanas de carros y mulas cargados con las mercancías más diversas salvaban una y otra vez aquella distancia, en dirección al puerto donde se embarcarían con destino al otro extremo del Mediterráneo.
Cuando fue necesario, la comunidad judía de Yayyán había sabido estar a la altura, y no pocos de sus hombres partieron de la ciudad en las continuas levas que los conducían a luchar bajo las órdenes de los generales cordobeses contra los rebeldes refugiados en las montañas de Bobastro. La construcción de la sinagoga y de los baños que llevaban su nombre había sido la manera de Ben Shaprut de honrar la memoria de quienes no habían regresado, y también de compensar el enorme sacrificio que había detrás de la prosperidad de sus negocios. Entonces, ya entrado en años, era un hombre apreciado y respetado no solo entre sus correligionarios, sino en toda la ciudad.
La voz de Hasday no tembló cuando el hazzán, encargado de recitar las plegarias de los sábados y los días de fiesta, le invitó de manera formal a iniciar la lectura de la Torah ante toda la comunidad. Como el resto de los varones, su cabeza y sus hombros se hallaban cubiertos con el talít y, por primera vez en su vida, las tiras de cuero de los tefilín le ceñían la cabeza y el brazo izquierdo cuando el rabino señaló con el puntero el lugar del rollo sagrado de pergamino donde debía comenzar la lectura. Adoraba el sonido de la lengua de sus mayores, y en esa ocasión las bellas palabras hebreas, tan conocidas, surgieron con claridad y fuerza cuando inició la salmodia imitando la melodía tradicional que tantas veces había escuchado en aquel mismo lugar.
La emoción que había advertido en la expresión de su padre al salir de la casa familiar se reflejaba de nuevo en su rostro cuando regresó junto a él, a la primera bancada. También su hermano le dirigió una sonrisa y algo parecido a un guiño de complicidad. Antes de tomar asiento, la mirada de Hasday se desvió a la parte alta del fondo de la nave, desde donde su madre sin duda le estaría observando. Como cada día, el oficio de la sinagoga terminó con la recitación del qaddish, la plegaria de origen arameo en la que se implora la venida del Reino de Dios, y todos los asistentes desfilaron hacia el patio exterior. Allí se sucedieron las felicitaciones y Hasday experimentó verdadero júbilo al sentirse por vez primera miembro de aquella comunidad. Solo una sombra de inquietud nubló su dicha, cuando recordó lo sucedido semanas antes en la cueva e imaginó la reacción de aquellos hombres si hubieran sabido de sus prácticas con aquel animal, que transmitía su impureza a todo aquello que tocara, tanto recipientes como cuchillos, además de las vestimentas que hubieran estado en contacto con él. Sin embargo, desechó aquellos pensamientos de vuelta a casa, más ocupado en responder a las chanzas de su hermano y a los saludos de los vecinos que compartían el camino.
La cena de Shabat se desarrolló en un ambiente distendido, sin olvidar ninguno de los ritos establecidos por la ley. Sobre la mesa, que su madre había dejado dispuesta, el patriarca depositó una copa de vino y dos panes, que simbolizaban el maná que caía sobre los israelitas en el desierto en las tardes de los viernes. Alzó la copa ante sí y recitó el qiddush.
—«Bendito seas tú, Adonay, nuestro Dios, rey del mundo, creador del fruto de la vid» —dijo con rotundidad antes de beber y ofrecer la copa al resto de la familia, empezando esta vez por el benjamín.
Tras el lavado de las manos y la bendición y partición del pan, comenzó la cena, que Hasday disfrutó con apetito. Su madre se había esmerado preparando dos de sus platos favoritos, un delicioso pastel de pichón y cordero asado con hierbas, cuyo olor, recién sacado del horno, alcanzaba todos los rincones de la casa. Su padre le llenó la copa de vino kasher en más de una ocasión, y los últimos himnos propios del Shabat brotaron de sus labios con una fuerza inusitada, lo que despertó la sonrisa de su hermano.
Fue tras la bendición final cuando Ishaq tomó la palabra. Un brillo extraño iluminaba sus ojos cuando carraspeó antes de que se hiciera el silencio a su alrededor.
—Hoy, Hasday —empezó, dirigiéndole la mirada—, te has convertido por fin en Hijo del Mandamiento. Es un día señalado para ti, para nuestra familia y también para la comunidad, que incorpora a un miembro más. Como has escuchado en la sinagoga, desde este momento tienes la obligación de cumplir todos los mandamientos religiosos y del derecho. Lo sabes bien, no es preciso insistir en ello.
Hasday asintió con la cabeza, algo intimidado por el hecho de convertirse en el centro de atención. Su padre hizo una pausa; parecía buscar la mejor de manera de continuar. Adoptó un tono que denotaba intimidad.
—Supongo que ambos sois conscientes de las bendiciones que Dios ha derramado sobre vosotros. Habéis nacido en el seno de una familia acomodada, y nada os falta, algo que podéis valorar de forma especial mirando a vuestro alrededor. Sin embargo, los privilegios de los que disfrutáis os van a acarrear también grandes responsabilidades en adelante, y debéis estar preparados para asumirlas. La prosperidad que vivimos en los últimos tiempos puede ser solo un espejismo si cualquiera de los numerosos peligros que nos amenazan a cada instante se hace realidad. El negocio que nos ha proporcionado riqueza y bienestar se encuentra al albur de cualquiera de esos riesgos. Una simple tormenta o el ataque de los corsarios puede enviar todo lo invertido al fondo del mar y abocarnos a la ruina, como ya sucedió en el pasado. Debéis estar preparados para afrontar tales adversidades y, para ello, es preciso que conozcáis todos los secretos del negocio que un día estáis llamados a gobernar.
El patriarca dejó de hablar, frunció el ceño y miró a su alrededor, como si estuviera valorando cambiar de idea.
—Quizá sea mejor que abandonemos la mesa. Estaremos más cómodos en los divanes, frente al fuego —dijo, por fin, al tiempo que se levantaba—. La noche es fría, y puede que sea el momento que esperaba para hablaros de asuntos que os atañen.
Nora se retiró con discreción musitando unas palabras de excusa. Yakob y Hasday siguieron a su padre hasta el extremo de la espaciosa sala, donde ardía un buen fuego que, sin embargo, Ishaq avivó con el atizador tras añadir un nuevo leño. Hasday apenas pudo reprimir la risa al ver cómo su hermano aprovechaba su distracción para alzar las cejas y agitar la mano derecha, en un gesto que indicaba que iban a necesitar una buena dosis de paciencia.
Bastó una señal para que, al poco, se acercara uno de los sirvientes portando una bandeja con tres vistosos vasos y una redoma de vidrio labrado, que depositó en una exquisita mesa baja hexagonal, taraceada al estilo magrebí.
—Un vino excelente, traído expresamente de la cora de Niebla —anunció el patriarca mientras tomaba asiento—. Veréis que posee un dulzor delicado… muy apropiado para acompañar esta conversación.
Yakob pareció animarse ante la posibilidad, poco habitual, de paladear un buen vino kasher con el permiso de su padre, quien escanció las tres copas antes de humedecerse los labios con el licor. Entornó los ojos con deleite.
—Dios nos ha bendecido con las vides y con este delicado elixir, pero la ley nos exige hacer uso de él con moderación —advirtió Ishaq sonriendo.
Todos saborearon un primer sorbo antes de que continuara hablando.
—He dedicado toda mi vida al comercio, he tratado con las más diversas mercaderías y, como podéis suponer, he pasado momentos de estrechez y de enormes dificultades —empezó, sentado en el borde del diván—. Cuando vosotros nacisteis, y eso fue anteayer, toda Al Ándalus vivía al borde de la guerra civil, hacía años que las hambrunas se cebaban en nuestra gente y el poder del emirato parecía desmoronarse día tras día. La noche en que vi arder la techumbre de la mezquita aljama de Qurtuba, incendiada por las fechas de los sediciosos que ya se aventuraban por la campiña que rodea a la capital, creí que todo estaba perdido. Yo era joven, decidido y —¿por qué no decirlo?— también ambicioso. Llegué a hacer planes para abandonar esta tierra y trasladar mi actividad a alguno de los prósperos puertos de Ifriqiya, pero Dios quiso iluminar mi entendimiento y puso a vuestra madre en mi camino. Ella fue una bendición en todos los sentidos, y el ancla que me retuvo en buena hora, pues poco más tarde se sentó en el trono de Qurtuba un hombre sin duda enviado por la Providencia, que en apenas unos años consiguió revertir la situación del emirato, reestructurar su ejército, pacificar las coras, permitir que los campos volvieran a cultivarse, reabrir las rutas comerciales bloqueadas durante décadas y, en fin, hacer que volvieran a circular las riquezas, llenando también las arcas del Estado.
—Siempre habla de él con admiración, padre —observó Yakob.
—Así es. Al emir Abd al Rahman debemos lo que somos y lo que tenemos. Desde el primer momento, demostró una asombrosa clarividencia en sus propósitos, propia de un gran gobernante, que supo llevar a cabo con determinación, dejándose sin duda aconsejar por sus generales y sus ministros más capaces.
—Pero sus negocios, padre, fueron prósperos aun en los años más duros de la fitna, o eso le he oído decir… —aventuró Hasday.
—La guerra enfrentaba a la aristocracia árabe con los muladíes descontentos con su situación, a musulmanes y mozárabes. Nosotros, comerciantes, supimos sortear la adversidad y aprovechar las ocasiones que se nos presentaban.
—Pero usted mismo ha dicho que las rutas comerciales estaban bloqueadas en toda Al Ándalus —inquirió esta vez Yakob.
—Así era, pero parte de la sociedad cordobesa, los más próximos al poder, la jassa enriquecida durante generaciones, podía permitirse el lujo de vivir de espaldas a la guerra. Qurtuba había sido una ciudad cosmopolita y selecta desde los tiempos del segundo Abd al Rahman, que introdujo y potenció las costumbres orientales en su corte. Esa aristocracia aprendió a valorar y a disfrutar de los productos orientales más sofisticados, las sedas, las especias y otras mercancías escasas, como el azúcar y las piedras preciosas. Siempre se resistieron a contemplar la posibilidad de una derrota, ni siquiera en los momentos más críticos, y a prescindir de aquellos lujos.
—Lujos que usted ponía a su alcance…
—Así era. En los años de la fitna únicamente comerciaba con pequeñas caravanas. Adquiría las sedas y las especias a los mercaderes de Bayāna, siempre en pequeñas cantidades para limitar el riesgo, las trasladaba a Yayyán y desde aquí las colocaba en Qurtuba, a solo cinco días de viaje. Disponía de un puesto privilegiado en la alcaicería, la zona del zoco que concentraba las mercaderías más selectas, frecuentado por la nobleza cordobesa, los altos funcionarios de la administración e incluso los parientes del soberano.
—¿Nuestras caravanas no sufrieron nunca incidentes? —preguntó Hasday.
—¿Nunca? —Ishaq soltó una carcajada—. Lo que no sé es cómo sigo con vida. Los primeros años, yo mismo acompañaba a las recuas de mulas durante las marchas, que duraban semanas. Creía que mi criterio a la hora de elegir las rutas y los lugares de descanso era mejor que el de mis acemileros. Pero los asaltos se producían de todos modos. En una ocasión, creo recordar que fue en el año en que naciste…
Hizo una pausa para tomar un sorbo de vino y los dos hermanos intercambiaron una mirada expectante, mientras la mente de su padre parecía evocar escenas vividas trece años atrás.
—Sí, estabas a punto de nacer —continuó, al tiempo que se secaba los labios con el dorso de la mano—. Nos dirigíamos a la costa por la ruta occidental, la que bordea las grandes montañas del Yabal Sulayr por poniente. Teníamos noticias de que los rebeldes de Bobastro se encontraban guerreando en la zona de Antaqīra, a varias jornadas de distancia. Pero, un día después de dejar atrás Ilbīra, con las cumbres de la sierra a la vista, fuimos víctimas de una emboscada. El mismo Umar ibn Hafsún encabezaba una numerosa partida de renegados.
—¿Hubo lucha? Supongo que la caravana iría protegida por hombres de armas, como ahora —preguntó Yakob, muy interesado por el relato.
—Di orden de deponer las armas de inmediato y no ofrecer resistencia, de lo contrario habríamos acabado todos muertos. Ya había ocurrido antes con otra de nuestras caravanas. Ibn Hafsún no había conseguido poner en jaque al emirato mostrando clemencia con quienes se enfrentaban a su autoridad. En aquel viaje, las mulas portaban un cargamento de esparto de Yayyán, destinado a fabricar aparejos para los barcos, aunque la parte más valiosa de la carga era el azogue traído desde Al Ma’dín, y una cantidad no demasiado grande de plata de las minas cercanas. Su precio no merecía el sacrificio de las vidas de nuestra guardia, que de cualquier forma hubiera resultado inútil. Ibn Hafsún se limitó a requisar la carga, las mulas y los carretones.
—¿Y os dejaron marchar sin más? —preguntó Yakob.
—No solo nos dejaron marchar, sino que Ibn Hafsún brindó aquella noche su hospitalidad a un reducido grupo de mis hombres, conmigo a la cabeza, en una fortificación cercana que al parecer habían ocupado en las jornadas anteriores.
—Nunca nos había hablado de ello —se extrañó Hasday—. Entonces, ¿compartió mesa con Umar ibn Hafsún?
—Hay muchos aspectos de la vida de tu padre que todavía desconoces —Ishaq sonrió—. Recuerdo que estaba también allí su hijo Ya’far, el mismo que habría de sucederle a su muerte.
—¿Y de qué hablaron? ¿Acaso le pidió excusas educadamente por haberle despojado del cargamento? —ironizó Yaqub.
—En cierto modo eso es justo lo que hizo. Al menos trató de explicar los motivos que le habían empujado a echarse al monte tantos años atrás y a erigir un auténtico ejército que por entonces aún rivalizaba, casi igualaba, incluso, a las mismas tropas de Qurtuba.
—¿Cómo era? —preguntó Hasday.
—¿Que cómo era, dices? —Tomó otro sorbo de vino y se recostó en el respaldo—. Físicamente era como otros muchos, pero estaba dotado, eso sí, de una personalidad que infundía respeto, al tiempo que resultaba seductora en extremo. Aquella noche conversamos durante horas, y en todo el tiempo no cejó en su intento de atraer mi voluntad hacia su causa.
—Algo que no consiguió… —apuntó Yakob.
—Es evidente que no, nuestros intereses eran muy distintos, opuestos en su mayor parte. Pero debo reconocer que al menos se ganó un ápice de mi simpatía. Comprendí que actuaba movido por un afán sincero de terminar con lo que percibía como una situación intolerable, quizá por haber sufrido las injusticias en sus propias carnes. La vida que había elegido no era fácil, le habría resultado más sencillo retirarse para vivir con tranquilidad de los frutos de sus primeras rapiñas. Pero soportó la dificultad de la vida en aquellos riscos de la sierra hasta el final de sus días, acosado sin tregua por las tropas de Qurtuba.
—A las que usted siempre prestó apoyo…
Ishaq asintió con la cabeza a la apostilla de su hijo mayor.
—Un comerciante siempre debe encontrar caminos seguros y ciudades prósperas —sentenció.
Hizo una pausa mientras se incorporaba para avivar el fuego. Después regresó al diván sin romper el silencio y tomó la copa de nuevo, recreándose en la visión de las llamas a través de ella.
—Creo que me estoy desviando en exceso de los asuntos que quería tratar con vosotros —continuó—. He dedicado mi vida entera a este negocio, siguiendo los pasos de mi padre, de mi abuelo…, y me consta que en tiempos del segundo Abd al Rahman había ya un Ben Shaprut que proporcionaba las mercancías demandadas por la corte de Qurtuba. Llevamos el comercio en la sangre, pero jamás he contemplado un porvenir tan repleto de oportunidades como el que se abre ante vosotros, si sabéis aprovecharlas.
—¿A qué se refiere, padre?
—La esencia de este negocio es tener siempre los oídos abiertos, la boca cerrada y las manos prestas para actuar. Adelantarse a los demás es la clave del éxito, estar atentos a lo que se demanda y mover los hilos para ponerlo al alcance de los posibles compradores. Aún más, cuando se alcanza determinada posición cercana a la esfera del poder, puedes ir un paso más lejos, hasta conseguir que la gente demande aquello que tú puedes venderles. Mi relación con los generales y funcionarios qurtubíes a los que he prestado mi ayuda en la lucha contra Ibn Hafsún me ha permitido mostrarles géneros y caprichos cuya existencia desconocían. El deseo de distinguirse, el afán de seguir a los poderosos en sus extravagancias y en sus modas, hizo el resto. A veces el gasto de una opípara cena con un centenar de invitados es solo una inversión, si en ella les haces descubrir que el assúkar de caña sustituye con ventaja a la miel en la elaboración de los más suculentos platillos dulces.
Yakob abrió los ojos desmesuradamente.
—¡Eso hizo! —Rio, incrédulo.
—Y ahora es una de las mercancías más demandadas en toda Al Ándalus, tanto que hemos empezado a cultivarla donde mejor se ha aclimatado, cerca de la costa de Bayāna. Esta ha de ser la primera de vuestras enseñanzas: debéis cuidar aquellas amistades que puedan favorecer el negocio, agasajar a vuestros potenciales clientes, sean estos judíos, muladíes o árabes. Quizás en los primeros años resulte una inversión onerosa, pero, así como en el campo se requiere un gasto en semillas, abonos y un laboreo constante, el tiempo trae la cosecha, que multiplica por diez el coste inicial. Es por eso que esta casa siempre ha estado abierta a los enviados de Qurtuba y es aquí, y no en ningún otro lugar de Yayyán, donde han encontrado acomodo.
—Sin embargo, la caña supone solo una parte muy pequeña de nuestro negocio —observó Hasday.
Ishaq miró a su hijo con satisfacción.
—Y esa es la segunda lección que quiero que aprendáis hoy. Es necesario diversificar las mercaderías cuanto sea posible. Por fortuna, en los últimos tiempos resulta mucho más sencillo. Poco después de que el emir Abd al Rahman accediera al trono, la actividad comercial empezó a resurgir con fuerza, y son muchos los negocios que ahora se pueden emprender con garantía de éxito.
—Entonces, ¿por qué ahora la mayor parte de vuestros esfuerzos parecen dedicados al azogue?
Ishaq sonrió de nuevo.
—Me alegra ver que, a pesar de todo, mantenéis los ojos abiertos y observáis lo que os rodea. En efecto, el azogue se ha convertido desde hace unos años en la fuente principal de nuestros ingresos.
—Nunca he acabado de entender bien por qué es tan valioso —confesó Yakob.
—Porque resulta imprescindible para extraer y purificar el oro, hijo. Y tenemos la fortuna de que la mayor mina de bermellón que se conoce en todas las tierras del Islam se encuentra a cinco días de distancia.
—¿Bermellón? —Yakob se extrañó—. Le preguntaba por el azogue.
—El bermellón es la piedra que se extrae en Al Ma’dín —le explicó Hasday—. Allí la llaman «cinabrio». Se muele y se calienta en grandes hornos para obtener el azogue líquido, que es el que transporta padre.
—¿Y tú cómo sabes eso? —preguntó molesto Yakob.
—Me lo explicó uno de nuestros maestros. Porque se lo pregunté… —respondió con intención.
—Lo más importante para nosotros —intervino Ishaq al comprender que aquello podía ser el inicio de una de las continuas disputas entre sus dos hijos— es que este mineral solo se produce en Al Ándalus. Nuestro emir supo comprender la importancia de este hecho y hace años que decretó el monopolio del Estado sobre su comercio. Nosotros somos de los pocos comerciantes autorizados por Qurtuba para este menester, y nuestras caravanas transportan el azogue a la capital, pero también a los puertos de Bayāna y Qartayāna para su exportación.
—Pero, padre, si dices que el azogue es necesario para obtener oro… ¿por qué consiente el emir que se exporte? ¿No favorece así el enriquecimiento de sus enemigos?
—En cierto modo, sí. Pero nuestro emir es un hombre inteligente y perspicaz. Los fatimíes, los grandes enemigos del emirato, controlan la ruta oriental del oro que atraviesa Ifriqiya desde Qayrawán hasta las minas que se encuentran en el país de Sudán y en el reino de Ghana, a muchos meses de viaje, atravesando cordilleras y desiertos interminables. Pero nuestro azogue les resulta imprescindible, y nosotros se lo proporcionamos… a precios exorbitantes. Los derechos de aduanas que paga cada barco, un quinto de la carga, alimentan las arcas del emirato.
—Sigo sin comprender… Sin azogue, y por tanto sin oro, el califa fatimí no podría fletar los barcos de guerra con los que amenaza nuestras rutas ni reclutar los ejércitos con los que trata de arrebatarnos nuestros dominios. Usted mismo nos ha hablado muchas veces del peligro que suponen los fatimíes para nuestros barcos y nuestras caravanas.
—Existen otras formas de extraer oro, y el califa fatimí podría conseguir azogue de otros lugares de producción, en Oriente. Abd al Rahman prefiere obtener un beneficio proporcionándoselo él mismo.
—Y nuestro oro, ¿de dónde procede? —preguntó Hasday.
—De las mismas minas del reino de Ghana, en un lugar casi legendario conocido como Wangara. Cuentan quienes han viajado hasta allí que en algunos lugares el oro parece surgir de la arena como aquí lo hacen las zanahorias.
—¿Y por qué no lo acaparan en lugar de comerciar con él?
—Porque el oro no se come, y hay mercancías que en el país de los negros tienen más valor.
—¿Cuáles?
—Quizás os resulte extraño, pero una de ellas es la humilde sal.
—¿La sal? —repitió Yakob.
—Así es, cambian su oro por sal, que les resulta imprescindible para sobrevivir. Cuentan que allí una carga de sal vale trescientos dinares. Las caravanas parten de nuestras costas cargadas con sal y con otras mercaderías también muy apreciadas, como el algodón y el aceite. Cruzan el mar y emprenden un viaje que dura meses, que las lleva a Fez, Siyilmasa y, tras atravesar el duro desierto, a Audagust, el lugar donde se realizan las transacciones.
—Pero en ese viaje los peligros serán enormes, y más teniendo en cuenta el valor de la carga…
—Si algo comprendió nuestro emir desde el principio fue la importancia de esta ruta comercial. Y todos sus esfuerzos se dirigieron a garantizar su control mediante alianzas con los gobernantes locales, como ha sucedido con la dinastía idrisí en Fez, sostenida en el poder frente a la amenaza fatimí por la fuerza de las armas de nuestro ejército.
Ishaq hizo una pausa y apuró su copa antes de dejarla encima de la mesa. Al hacerlo contempló la fascinación que reflejaban los ojos de Hasday, que brillaban con una extraña excitación. El muchacho habló al verse observado.
—Padre, ¿cómo ha conseguido todo ese conocimiento?
—Creo que ya os lo he explicado: teniendo los oídos abiertos durante mis muchos viajes, concertando citas de negocios con quienes pueden disponer de información valiosa… El don de gentes os resultará fundamental, a veces unas jarras de vino en una taberna son capaces de soltar la lengua menos dispuesta. No olvidéis nunca que para un comerciante la información puede ser más valiosa que el propio oro que cargan sus mulas. Y con ella también se puede comerciar.
—Háblenos de la corte de Qurtuba, y de aquella fiesta a la que le invitaron en el propio alcázar, aquella en la que conoció al emir en persona…
Ishaq sonrió al tiempo que reprimía un bostezo.
—Creo que por hoy ha sido suficiente, muchachos, mañana nos espera un día ajetreado, debemos preparar la próxima partida hacia el puerto de Bayāna. Y bien… —Vaciló con una enigmática sonrisa, al tiempo que colocaba las manos sobre los hombros de Hasday—. Quizás un día tan señalado como hoy sea el más apropiado para decirte que esta vez vas a acompañarnos.
El muchacho tardó en asimilar lo que le anunciaba su padre, pero a continuación sus ojos se abrieron de forma desmesurada, hasta componer una expresión cómica.
—¿Habla en serio, padre? —exclamó.
—Completamente en serio. Yakob hizo ese viaje hace dos años, y deseo que mi benjamín siga sus pasos. —Sonrió—. Además, creo que te vendrá bien alejarte de… determinadas compañías.
—¡Por fin veré el mar! —gritó, alborozado, antes de abrazar a su padre por la cintura.
Ishaq rio satisfecho, revolviéndole los cabellos.
—Verás el mar por primera vez, y esa imagen quedará guardada en tu memoria para siempre. Espero que no sea la única imagen imborrable que te traigas de regreso.