8
La Madīnat Bayāna amaneció el sábado bajo un cielo triste y encapotado, que dejó caer las primeras gotas al filo del mediodía. Después el viento del sur, cálido y húmedo, siguió arrastrando desde el mar jirones de nubes grises que cubrieron la ciudad con una cortina de agua durante el resto de la jornada. Al caer la noche, el Ūadi Andaras se había convertido en un cauce impetuoso que hacía impensable el uso de los vados y amenazaba con arrastrar el único puente que unía la madīna con el camino que, por su margen derecho, llevaba a la costa. No pocos vecinos, provistos de capas engrasadas, se aventuraban fuera de las murallas y se llegaban hasta el río; unos, preocupados, con el fin de comprobar si el nivel de la avenida alcanzaba sus huertas; otros simplemente para contemplar el espectáculo de las aguas embravecidas.
Hasday había aprovechado los momentos de holganza que permitía la celebración del Shabat para recluirse en el aposento que ocupaba en la alcazaba. Tras la oración matutina, había acudido a la sinagoga en compañía de su padre y, a su regreso, se había encerrado allí para completar el preceptivo estudio de la sección semanal de la Torah. No le sobraba el tiempo antes de la comida en comunidad, así que abrevió cuanto pudo para abrir el primer tomo de Dioscórides. Un sólido tablero dispuesto encima de caballetes hacía las veces de mesa, y sobre él reposaba también un puñado de frutos de qahwah.
Estaba ansioso por saber si el arbusto del que procedían se encontraba entre aquellas páginas, pero no pudo resistirse a leer la carta del autor que aparecía a modo de prefacio y dedicatoria a su amigo Ario, médico de Tarso. En ella explicaba los motivos que le habían llevado a emprender aquella tarea, el apasionado deseo que desde su infancia había sentido por el conocimiento de la materia médica. Aunque de origen griego, había servido como cirujano de los ejércitos de Roma en tiempos de Claudio, Nerón y Vespasiano, había recorrido junto a sus legiones la mayor parte de las provincias del imperio, y tales viajes le habían permitido reunir amplios conocimientos botánicos referidos no solo a Italia, sino también a la Galia, a Hispania, a Britania, incluso a Palestina y Egipto. Hasday se sintió identificado con él de inmediato.
Comenzó a estudiar detenidamente las primeras páginas, en las que se describían plantas habituales en Al Ándalus, como el lirio o la juncia, alternadas con otras desconocidas. Comprobó que había un tercer grupo de las cuales solo conocía el nombre, bien porque sus frutos, sus raíces o sus flores eran importados como especias o como componentes para perfumes, bien porque había leído acerca de ellas. En cualquier caso, disfrutó del privilegio de contemplar las imágenes de las plantas completas.
Le habría gustado tomar notas, pero el Talmud prohibía la escritura en Shabat, de forma que su cuaderno y el cálamo permanecieron en el zurrón. Por el mismo motivo, las lamparillas ardían desde la noche anterior: así solo había tenido que ocuparse de rellenarlas con sebo y aceite para sortear el precepto que impedía encender fuego a lo largo de la jornada de descanso.
Se recreó con las primeras ilustraciones. Eran magníficas, y reproducían de manera aceptable los detalles de las plantas que crecían en su entorno. Se preguntó si también le serían útiles a la hora de identificar las que desconocía. Al fin y al cabo, solo eran dibujos, y representaban la planta en un momento determinado, sin tener en cuenta los cambios que la transformaban a lo largo de las estaciones. Ya lo advertía el autor en su prefacio. Aún con aquella duda se aplicó a la tarea, con la imagen del arbusto descrito por Abd al Karim en la mente.
A lo largo de la mañana, descubrió un nuevo inconveniente. Los traductores de Bagdad no eran expertos botánicos, y en muchos casos desconocían el nombre árabe de la planta que el médico de Anazarbo designaba con la expresión griega. En esos casos, se limitaban a transcribir al árabe los sonidos griegos, a la espera de que quizá pudieran identificar la planta descrita en el futuro. Tratando de sortear tales complicaciones, y cavilando acerca del trabajo pendiente para completar una traducción cabal, Hasday apenas pudo revisar los dos primeros libros antes de que la llamada a la oración en la mezquita próxima le recordara que se acercaba la hora del almuerzo. Habría de compartir la tradicional adafina con su padre y otros miembros destacados de la comunidad judía en la casa de uno de los rabinos, junto a la sinagoga. Cerró la cubierta del libro, depositó las lamparillas en el suelo para evitar que el chisporroteo continuo siguiera salpicando el tablero durante su ausencia y, de mala gana, abandonó la estancia para dirigirse a la judería.
Estaba hambriento y disfrutó del sabroso guiso preparado la tarde anterior y conservado al calor de la lumbre, pero se excusó después de la comida alegando un inoportuno dolor de vientre. Volvió a la alcazaba bajo una lluvia que ya caía con fuerza, con el compromiso de regresar para compartir la tercera comida y la havdalah, la ceremonia que ponía fin a la celebración del Shabat.
Pasó la tarde enfrascado en la lectura, más y más asombrado con cada pliego que doblaba. Tenía entre sus manos un extenso repertorio de botánica, en el que el médico griego había recopilado los conocimientos de los antiguos y los que él mismo había atesorado durante su ejercicio. Pero aquellos tomos componían también un soberbio tratado de farmacología, pues junto a cada especie describía los usos terapéuticos de sus hojas, sus raíces o sus frutos; la cantidad indicada para conseguir el resultado deseado y evitar los efectos adversos; el modo de prepararla y mezclar los ingredientes, ya fuera en forma de ungüento, bebedizo, emplasto o loción, y la manera de mejorar su eficacia mediante la mezcla con vino, aceites u otros remedios.
Se trataba de la obra de toda una vida, y Hasday tardaría meses, si no años, en asimilar todo su contenido. De nada le habría servido, sin embargo, de haberle llegado en griego. El trabajo de los eruditos de la Casa de la Sabiduría había puesto remedio a aquel inconveniente. Por fin, Redwan y Taled, por encargo de su padre, habían salvado el último obstáculo, la distancia. Hasday comprendió que todo aquello hacía de él un privilegiado y dio gracias a Dios.
Se aproximaba la hora del anochecer. La luz de las lamparillas apenas compensaba la oscuridad de aquella tarde tormentosa, y un leve escozor le llevaba a frotarse los ojos con el puño de forma constante. Supuso que los tenía enrojecidos e irritados a causa del humo de los pequeños candiles. Además, su reserva de aceite se estaba agotando. No obstante, había conseguido echar un vistazo a los cinco primeros libros del Dioscórides. Abrió el sexto, mucho menos voluminoso, que versaba acerca de venenos y de animales ponzoñosos. Reparó en que el primer pliego de pergamino no estaba cosido junto al resto. En realidad se trataba de una nota del traductor, Hunayn ibn Ishaq, en la que advertía de sus dudas acerca de la autoría de aquel volumen. Según su criterio, ni la estructura, ni el estilo, ni el contenido correspondían a la utilizada por el anazarbeo en los cinco tomos anteriores. Hasday decidió comprobarlo en otro momento. Dobló el pliego, lo colocó de nuevo bajo la cubierta y depositó el libro sobre la pila que formaba la obra completa.
Tomó otra media docena de frutos de qahwah en la palma de la mano y, una vez más, los observó con atención. Había comprobado que la planta no figuraba entre aquellas páginas: nada con tallos parecidos a sarmientos de vid, con hojas similares al laurel y con la propiedad de ahuyentar el sueño y estimular los sentidos. El médico de las legiones romanas no había tenido noticia de semillas como aquellas, ni siquiera durante su estancia en Egipto.
Cuando salió de la alcazaba, seguía arreciando la lluvia. La distancia hasta la judería era escasa, pero las calles se habían convertido en arroyos embarrados y ni siquiera el capuz con que se protegía iba a impedir que llegara empapado a la casa del rabino. No pudo evitar pensar en Umarit y en Yorán. Su padre había decidido negociar con Baruch su precio, al que habría que sumar el de las esclavas liberadas. Lo haría al tiempo que gestionaba la liquidación de la sociedad que les había unido hasta entonces. Ishaq no había ocultado que aquello supondría un recorte importante en los beneficios previstos por su contable para aquella expedición. Si lo que pretendía con ello era hacerle sentir culpable, lo había conseguido, de modo que Hasday fue incapaz de hacer nuevas peticiones, ni siquiera la que desde el primer momento deseaba formular. Ishaq se había mostrado inflexible a la hora de determinar el trato que debía dispensarse a los dos hermanos: seguían siendo esclavos y debían comportarse como tales. Viajarían en la caravana con el resto de los criados y, cuando llegaran a Yayyán, él mismo decidiría su destino.
Hasday hubiera deseado buscar un techo bajo el que cobijarlos, al menos hasta que Yorán terminara de curarse las heridas, pues los imaginaba ateridos, guarecidos de la lluvia por una de aquellas tiendas incapaces de mantener alejada la humedad. Si al menos el temporal no hubiera coincidido con la celebración del Shabat, habría podido atravesar las puertas de la madīna y llegarse al campamento con una buena provisión de grasa de caballo. Pero ya poco podía hacer. Le reconfortó pensar que ni el frío ni la humedad bastarían para empañar la dicha que los dos hermanos habían experimentado al saberse juntos.
Golpeó el picaporte de la casa del rabino y esperó bajo el aguacero a que el criado abriera la puerta. Una vez dentro del zaguán, entregó la capa al sirviente, se sacudió como pudo el agua que le empapaba los zapatos y se dirigió a la sala principal al tiempo que trataba de atusar sus cabellos para colocarse la kipá. Su padre le dirigió una mirada de reproche cuando entró en la estancia, pero no hizo ningún comentario mientras rodeaba la mesa y se sentaba en el lugar que le habían reservado. Por los restos que advirtió ante los comensales, supo que llegaba tarde a la última comida del Shabat y se maldijo por ello.
Ishaq, con discreción, le señaló un trozo de pan que tenía delante sin dejar de prestar atención a la conversación general. Hasday partió un pedazo y se lo llevó a la boca. Al hacerlo, vio que tenía los dedos ennegrecidos por la tinta y cayó en la cuenta de que no se había lavado las manos. Se sintió observado, bajó la vista avergonzado y terminó de masticar. Comprendió que aquello era lo que esperaba el rabino para considerar que también él había cumplido con el precepto de realizar tres comidas en el día de descanso, porque de inmediato le llenó la copa en señal de abundancia y prosperidad. Las conversaciones habían cesado cuando el rabino empezó a recitar unos breves versículos, antes de bendecir aquel vino con solemnidad. Pronunció la segunda bendición sobre un pequeño cuenco lleno de especias, y una tercera sobre dos velas que ardían juntas. Concluyó con la bendición de havdalah, que señalaba la separación entre el séptimo día y los seis días siguientes de actividad. Tras las últimas palabras, el oficiante se llevó su copa a los labios y apuró su contenido.
Una vez finalizada la ceremonia, todos se levantaron de la mesa mientras el rabino soplaba las velas y retomaban la conversación. Parecía cundir la preocupación por la persistencia de la tormenta. Salieron al zaguán, alguien entreabrió la puerta exterior, y el agua se coló empujada por las ráfagas de viento hasta empapar la estera que cubría el empedrado. El anfitrión ofreció a tres de sus huéspedes las capas de las que disponía. Otros dos se cubrieron con el capuz de su sobretodo y salieron buscando la protección de los muros de las estrechas calles de la judería. Los demás, Ishaq entre ellos, aceptaron la sugerencia del rabino y decidieron esperar a que amainara el aguacero. Regresaron a la sala que acababan de abandonar, donde, finalizado ya el Shabat, el criado se disponía a prender el haz de leña apilado bajo la chimenea. El dueño de la casa intercambió unas palabras con él.
—Hay noticias de que el Ūadi Andaras baja desbordado —les comunicó a continuación—. Hemos de rogar a Dios por que detenga esta lluvia.
—Esto retrasará nuestra partida —respondió Ishaq, y se dejó caer sobre una silla sin ocultar su contrariedad—. Por fortuna, la musāra de Bayāna está bien ubicada, nuestro campamento no corre peligro.
—Ponerte en marcha en estas condiciones sería una temeridad —corroboró otro de los presentes—. En esta época, la lluvia no es usual y no ha de durar, pero los caminos seguirán impracticables.
Hasday recordó los numerosos arroyos y barrancos que habían tenido que atravesar en su ruta por las estribaciones de la sierra. El deshielo gradual de primavera ya les había ocasionado problemas con los carros de esclavos y mercancías, cuánto más los vados enfangados y cubiertos de maleza después de una avenida. Por un momento pensó en la promesa que le había hecho a Asbag: le habría gustado mostrarle al menos uno de los tomos del tratado antes de regresar a Yayyán, pero también los caminos que llevaban al puerto estarían embarrados y ni siquiera había dejado de llover. Decidió que no correría aquel riesgo.
El domingo, sin embargo, el viento cambió de dirección y arrastró las nubes consigo, al tiempo que refrescaba. Durante toda la jornada, se llevaron a cabo los preparativos para la marcha, con la esperanza de que el sol y el poniente terminaran de endurecer el barro de los caminos. Hasday visitó el campamento, donde reinaba una actividad febril. Los carros que una semana antes habían transportado a decenas de esclavos se veían entonces colmados con enormes fardos repletos de cereales procedentes de Ifriqiya, de especias orientales, alfombras y frutos secos de Persia, higos y dátiles de Egipto o cerámica de Tahert. Aquellas mercancías que los criados se afanaban en cargar no eran, sin embargo, las que habían de proporcionar los mayores beneficios a su padre. Esas se encontraban aún en los almacenes de la alcaicería, bajo la atenta vigilancia de decenas de hombres armados, y no serían cargadas a lomos de las mulas hasta el amanecer, pocas horas antes de la partida. El sándalo de la India, el incienso y el ámbar gris del Yemen, el ébano de Ghana, las telas, las especias y los perfumes más apreciados, se almacenaban junto a las arquetas que contenían el oro, las piedras preciosas, el coral rojo y el marfil tallado. Su destino era Qurtuba, pero ninguna de estas mercancías estaría a la vista de quien paseara entre los puestos del zoco. La mayor parte estaba destinada al propio alqásr, a satisfacer los deseos del emir y sus esposas, de su familia, de los visires y de los más altos funcionarios de la corte. El resto sería puesto a la venta sin salir de la alcaicería, para que fuera adquirido por los miembros destacados de la jassa, quienes anhelaban exhibir su gusto refinado y alardear de aquellos caprichos que eran seña de distinción y prueba de la posición social que ostentaban.
Hasday caminó entre el gentío. Las voces se mezclaban con el martilleo de los carpinteros, que terminaban de ajustar ruedas, ballestas y ejes, con las imprecaciones de los arrieros, con los golpes de mazo de los herradores y los gritos de los zagales de Bayāna, que encontraban entre la algarabía de la caravana el modo de pasar una mañana entretenida. Las tiendas se hallaban en la zona más próxima a la madīna, al abrigo de la muralla, y se dirigió hacia el lugar donde el capataz había instalado a los dos hermanos a su llegada. Apartó el trozó de tela que cubría la entrada y escrutó el reducido espacio interior, apenas suficiente para dos personas. La lona seguía húmeda, a pesar de que desde la medianoche soplaba el viento de poniente. El suelo pisoteado de hierba había sido cubierto con viejas esteras de esparto, donde el joven eunuco descansaba boca abajo, con los brazos cruzados bajo la cabeza a modo de almohada. El jubón que vestía mostraba una mancha irregular que se extendía por toda la espalda. Umarit había sido generosa con el ungüento que se le había proporcionado para curar las heridas de su hermano.
—Yorán —llamó.
El muchacho se incorporó al instante.
—Sahīb! —exclamó, sobresaltado—. No te esperábamos.
A Hasday le extrañó el tratamiento. Sahīb. Pronto había asumido su posición servil, a pesar de que tan solo unos meses atrás vivía en libertad en su aldea, junto a los suyos. Recordó que también Umarit le había llamado así. Supuso que se habrían acostumbrado a dirigirse de aquella manera a sus captores durante su estancia en Yusāna.
—¿Estás solo? ¿Y Umarit?
—Mi hermana ayuda a cargar los carros, llena los cántaros de agua en un manantial… Debemos ser útiles, así agradecemos lo que tu padre hace por nosotros. En cuanto pueda, yo también… —El muchacho hizo ademán de ponerse en pie, pero Hasday se lo impidió.
—Esas heridas de la espalda son demasiado recientes. Aprovecha la jornada de hoy para descansar y recuperarte. A partir de mañana, tendrás que hacer el camino a pie.
El muchacho pareció relajarse.
—Gracias, sahīb. Mi hermana dice que eres bueno… Yo también lo creo.
Hasday se apresuró a sacar la cabeza de la tienda y contempló los alrededores.
—Sigue aquí, buscaré a Umarit, por si necesita algo —se explicó—. Quizá más ungüento para tus heridas…
Reconoció para sí que le había decepcionado no encontrarla junto a su hermano. Aquella misma mañana, al despertar y recordar su propósito de visitar el campamento, habían regresado las sensaciones que experimentara días atrás, aquel cosquilleo incontrolable y a la vez agradable en el vientre. Anhelaba volver a ver sus ojos de cerca, disfrutar con la belleza de los rasgos de su cara, velada por el cabello recortado de cualquier manera, por las ropas raídas y aquel aspecto a la fuerza descuidado. Se despidió y caminó hacia el extremo del campamento, mirando a derecha e izquierda. Vio a un arriero que portaba dos cántaros en las alforjas de su mula y lo siguió por la estrecha senda que ascendía hacia una rocha cercana, donde, sin duda, fluía el manantial.
La vio antes de llegar, al volver una curva en el sendero. Llevaba el cántaro en la cabeza, afianzado sobre un rodete, con el brazo derecho apoyado en el costado, mientras sujetaba el recipiente con el izquierdo. El peso hacía que se cimbreara al andar. Ella se percató de su presencia cuando Hasday se detuvo al borde de la vereda y se hizo a un lado para dejarla pasar. Sonrió ante la sorpresa que reflejó su rostro.
—No es la primera vez que vas a buscar agua —dijo a modo de saludo, al tiempo que echaba mano al cántaro. Entre ambos lo dejaron en el suelo.
—Desde luego que no. En nuestra aldea, los viajes al río eran continuos. La cocina, la limpieza, los animales…
—En Yayyán no es necesario acarrear cántaras. Por suerte allí el agua baja de la sierra y es conducida desde las acequias al interior de algunas viviendas.
—En ese caso, quizá no se precise mi ayuda en vuestra casa.
Hasday comprendió lo que preocupaba a la muchacha.
—Nora, mi madre, no deja de lamentarse del trabajo que le acarreamos mi hermano y yo. Además, la hospitalidad de mi padre es proverbial, son pocos los días en que no se sientan a nuestra mesa mercaderes, judíos de paso o representantes de Qurtuba a los que desea agasajar. —Hasday estaba exagerando, pero, por algún motivo, sentía la necesidad de tranquilizar a Umarit—. Te aseguro que en nuestra casa toda ayuda es poca, pero te advierto algo: mi madre es muy exigente. ¡Tendrás que ganarte sus simpatías!
La muchacha también esbozó un atisbo de sonrisa, que, sin embargo, no tardó en desvanecerse.
—Hay algo más que te inquieta y creo saber qué es…
Umarit asintió.
—¿Qué será de él? ¿Podremos seguir juntos?
—Es pronto para saberlo y, en cualquier caso, no depende de mí. Si permanece al servicio de la familia, estaréis cerca, excepto cuando mi padre lo reclame para sus viajes, que no son pocos. Este, entre Yayyán y Bayāna, se repite varias veces a lo largo del año, cuatro, al menos; y otras tantas se recorre la ruta entre Yayyán y Qurtuba, la capital. Quizás en adelante sean más si, como confía mi padre, el emir consigue la pacificación completa de Al Ándalus.
Umarit tenía el semblante sombrío.
—No sé de qué manera afectará a mi hermano lo que le han hecho. Se dice que los eunucos acaban gordos y fofos, y pierden la fuerza de los brazos. Por eso se utilizan para vigilar el harem de sus dueños, como si fueran mujeres. En ese caso, Yorán no sería de mucha utilidad como criado.
—Puede que esos eunucos se vuelvan fofos por no salir del harem, donde llevan una vida dedicada a la molicie y donde, quizá, matan el aburrimiento visitando las cocinas en demasía.
Umarit pareció aliviada.
—No conozco algunas de las palabras que empleas, pero entiendo lo que quieres decir —confesó.
—A mí me pasa lo mismo. —Hasday rio. No sabía por qué, pero estar junto a ella lo ponía de buen humor—. Vuestro romance no se parece demasiado al que se habla en estas tierras.
—¡Aquí casi todos hablan árabe!
—Sí. Es la lengua de las élites, de los dominadores, la que se oye en las mezquitas. Cualquier padre, por humilde que sea, hace lo posible por que sus hijos lo comprendan y lo utilicen. Es la única manera de que puedan llegar a ser algo. Solo los muladíes, los hispanos de origen godo, y los dimmis siguen usando el romance.
—¿También yo tendré que aprender el árabe?
—Lo aprenderás sin darte cuenta —le aseguró—. Y el hebreo… he observado que no lo dominas a pesar de que, como dijiste, tu familia es de origen judío.
—La sinagoga más próxima a nuestra aldea se encontraba a cinco leguas. Solo viajábamos allí para la Pascua. Ni mis padres ni nosotros sabemos apenas leer ni escribir.
—¡Yo os enseñaré! —exclamó, presa de un entusiasmo repentino. Pasar horas frente a aquel rostro y aquellos ojos se le antojaba una posibilidad muy sugerente—. Yorán parece un chico despierto, quién sabe si en el futuro podrá resultarme de ayuda.
Umarit lo miraba entonces con cierta ternura.
—Te agradezco lo que haces por nosotros —dijo—, pero debo regresar. Están esperando el agua.
Hasday asintió sin dejar de mirarla. Cuando cayó en la cuenta de que podía ayudarla a levantar el pesado cántaro, este ya descansaba sobre su cabeza. Se quedó allí plantado, observando su figura delicada y el andar oscilante, hasta que se perdió tras la curva del sendero. Solo entonces, azorado, recordó que su camino era el mismo y echó a andar hacia el campamento.
El viaje de regreso transcurría sin incidentes. Los paisajes ya no le resultaban desconocidos, pero no dejaban de sobrecogerle. Además, las horas pasaban veloces para Hasday, que cabalgaba acompañado de Redwan y Taled. En Bayāna apenas había tenido oportunidad de conversar con ellos, pero sabía que volvían a Qurtuba con la caravana y era un buen momento para recibir noticias de su largo viaje, de Bagdad y de la Casa de la Sabiduría. Hasday se sentía agradecido, pero descubrió con sorpresa que eran ellos quienes mostraban con más entusiasmo su gratitud. El encargo de Ishaq les había permitido llevar a cabo algo que hasta entonces solo había sido un sueño para ambos, un viaje en busca de las fuentes de la ciencia; pero en el que también habían podido conocer tierras lejanas, mares ignotos, pueblos de los que jamás habían oído hablar, con su propia historia, sus costumbres, sus leyendas…
—Tratamos de cumplir con los dichos atribuidos al Profeta, Hasday: «Id en busca del conocimiento aunque esté en China» y «Busca la ciencia y el conocimiento desde la cuna hasta la tumba» —explicó Taled.
—Pensaba que el primer motivo de vuestro viaje era la peregrinación…
—Visitamos La Meca, no podía ser de otra manera, pero nuestro principal anhelo era viajar a Bagdad y al resto de las ciudades que hemos encontrado en el camino.
—Alejandría, Jerusalén, Damasco… —enumeró Redwan.
Hasday sentía que se le erizaba el vello. Las continuas paradas de la caravana no parecían importunarle. Desmontaban para desentumecer los músculos, pero continuaba asaeteándoles con preguntas. Ellos también parecían disfrutar con las explicaciones que, de alguna forma, les permitían revivir la reciente experiencia.
—Ahora regresamos a Qurtuba, pero este viaje ha abierto nuestro espíritu y hemos decidido emprender otros sin tardar —le contó Taled—. Constantinopla, Isfahān, quién sabe si la India… Tal vez algún día puedas acompañarnos.
Los gritos de los capataces alertaron a todos los miembros de la comitiva.
—Quizá debamos echar una mano, no nos vendrá mal —sugirió Taled, al tiempo que arqueaba la espalda con los brazos extendidos.
En las primeras jornadas, se había materializado el temor al mal estado del camino, pero, tras las primeras dificultades, tanto los guardias como los arrieros habían perfeccionado su habilidad para sortear los vados enfangados con los carromatos. Se adelantaban a la columna cuando las avanzadas advertían de su presencia y se afanaban con hachas, hoces y palas, de forma que los primeros carros encontraban el cauce cubierto de capas entrecruzadas de ramas, grava y maleza que impedían que las ruedas se atoraran en el légamo. En caso de dificultad, las sogas de esparto y decenas de brazos llevaban los carros al otro lado.
Aun así, el retraso acumulado hizo imposible que alcanzaran la Madīnat Ilbīra para el siguiente Shabat. Decidieron hacer alto en la última venta antes de llegar a la ciudad y pasar allí la jornada de descanso, a la vista de las cumbres del Yabal Sulayr. A pesar de la proximidad de las nieves y de la altura a la que se encontraban, encajonados en un hermoso valle a medio camino entre Ūadi Is y la capital de la cora, el tiempo era magnífico. Ya bien avanzada la primavera, el calor se había hecho presente, y la vegetación eclosionaba a su alrededor. Hasday se mostraba feliz. Aprovechaba las paradas para poner a secar las plantas que había recolectado. Hacía manojos con ellas, o bien usaba saquetes de arpillera que colgaba al aire en uno de los carros, el mismo en el que viajaba el cartapacio con los tomos del Dioscórides. Las pequeñas gavillas y los sacos pendían de los arcos de madera destinados a sujetar las cubiertas de lona y, tras cinco días de viaje, el aspecto de la carreta era ya el propio de la guarida de una hechicera.
Aquella tarde, una vez finalizado el Shabat, Ishaq y Baruch se dirigieron hacia la linde del campamento, aunque sin alejarse del círculo de luz que proyectaban las numerosas hogueras que ardían ya entre las tiendas. Hablaron durante largo rato, caminaban con las manos a la espalda y volvían a detenerse. Hasday los observaba mientras se ocupaba de su montura, sin poder evitar la sensación de culpa. Sus figuras apenas se entreveían desde aquel lugar, pero al fin acertó a distinguir cómo Baruch abría los brazos y su padre correspondía al gesto uniéndose con él en un largo abrazo. Después emprendieron el regreso hacia la seguridad del campamento.
Reanudaron la marcha al amanecer del domingo y recorrieron sin sobresaltos el camino que descendía de forma continua hasta la fortaleza de Astīban. Desde allí se divisaba ya la Madīnat Ilbīra, y esa noche se vieron agasajados por el mismo mercader que les había dado cobijo tres semanas atrás. En aquella ocasión también Baruch estaba presente. De nuevo las conversaciones versaron sobre la expedición que concluía, sobre los tratos que habían podido cerrar en Bayāna y las mercaderías que transportaban de vuelta, algunas de las cuales tenían como destino aquella misma madīna. Su anfitrión se mostró sorprendido cuando Ishaq le informó sobre la disolución de la sociedad con Baruch, pero enseguida reaccionó levantando la copa.
—Nunca he participado de vuestras empresas, pero considero que nos une una profunda amistad. Brindemos por que ese mismo lazo se mantenga entre vosotros a partir de hoy.
Todos alzaron sus copas y bebieron del excelente caldo con que les obsequiaba el comerciante de Ilbīra. También Hasday lo hizo, aunque, aturdido por el vino que ya había trasegado durante la cena, su mente vagaba, empeñada en regresar al campamento y a los ojos azules de la muchacha que era la causante de aquella separación.
A pesar de que avanzaban al ritmo lento que marcaban los bueyes, en tres días estarían en casa. Hasday llevaba a su montura al paso y apenas tenía que conducirla, pues se limitaba a seguir a las que la precedían, de forma que su pensamiento tenía la posibilidad de ir y venir a su antojo. En las últimas jornadas, estaba puesto ya en Yayyán. Tenía que reconocer que añoraba las pendencias con Yakob. Solo se había separado tanto tiempo de su hermano en una ocasión, precisamente cuando Yakob había acompañado a su padre en aquel mismo viaje, dos años atrás.
Hasday se preguntaba cómo encontraría los gusanos de seda. Aunque los había dejado en uno de los lugares más frescos de la casa, los huevos ya habrían eclosionado. Ese momento marcaba el inicio del período más delicado, el que más dedicación exigía, y por desgracia había coincidido con su ausencia. Rezaba para que Yakob hubiera estado a la altura. Si era así, quizás encontrara larvas bien desarrolladas sobre una cama de hojas de morera que Yakob habría sustituido a diario, a pesar del ingrato trabajo que suponía, pues exigía el trasiego de los gusanos, uno por uno, a una caja con hojas frescas. Prefería no pensar en la otra posibilidad: capas de morera acumuladas una sobre otra, hasta que las inferiores comenzaban a fermentar y la caja entera de gusanos quedaba arruinada.
Sacudió la cabeza para apartar aquella visión. Prefería recordar los sacos de semillas que llevaba en el carro. Qahwah. En cuanto llegara a casa, trataría de comprobar sus efectos. Sin duda Hakim sería el primero en ofrecerse voluntario para hacerlo: siempre le secundaba en sus iniciativas. «Ocurrencias», las llamaba su padre. Sonrió al recordar el día en que ambos probaron los efectos de la adormidera. En este caso se trataba de todo lo contrario: una semilla que apartaba el sueño de los ojos. Trataría de seguir las indicaciones de Abd al Karim, el marino de Bayāna, aunque no estaba seguro de la forma en que lo haría. Recordaba que había hablado de la necesidad de tostar los granos, pero ¿y después? ¿Tendría que machacarlos en el mortero para hervirlos? Suponía que sería necesario filtrar la infusión resultante. A juzgar por la reacción de aquel primer monje, que lo había escupido, el sabor no debía de ser muy agradable. Lamentó no haber pedido más detalles. Por fortuna disponía de una buena cantidad para experimentar, aunque debía reservar una parte para tratar de cultivar la planta. Pero lo ignoraba todo sobre ella, el momento adecuado para introducirla en la tierra, los cuidados y la cantidad de agua que requería… Ni siquiera estaba seguro de que se pudiera adaptar al clima de Yayyán, seco en extremo y enormemente caluroso en verano.
Una voz estridente le distrajo de sus pensamientos. Llegaba desde la parte posterior de la caravana, donde viajaban los criados, junto a las cáfilas de mulas y los carros tirados por bueyes. Una reyerta, quizá. La voz se oyó de nuevo, esta vez con más claridad, y se trataba del grito de una mujer, de una sola. Volvió la cabeza con cierto desinterés, y entonces la oyó por tercera vez. Sin duda era un grito de socorro, y se dirigía a alguien llamándolo sahīb. Tiró de las riendas y la montura se detuvo en seco. Cuando se volvió, Umarit corría hacia él, alzándose los bajos de la túnica para no tropezar, con el rostro desencajado.
—Sahīb! —gritó de nuevo cuando lo tuvo al alcance, tratando de tomar aire. Se ahogaba, pero aun así trató de explicarse—. Es Yorán. ¡Ayuda, por Dios! ¡Una víbora!
Hasday saltó de la yegua sin preocuparse de entregar las riendas. Se llegó adonde estaba Umarit, pero no esperó a que recuperara el aliento, sino que se lanzó en una carrera desenfrenada hasta el corro que rodeaba al muchacho, tumbado encima de una manta. Se abrió paso entre los curiosos y se agachó junto a él. Su rostro aparecía lívido y contraído en una mueca de dolor. Uno de los arrieros había tomado ya la iniciativa. Le sostenía con fuerza el antebrazo a la vez que aplicaba los labios sobre la mordedura. Chupaba con fuerza, escupía y se enjuagaba después la boca con el vino de un vaso que una mujer le sostenía cerca.
Umarit regresó cuando el arriero se disponía a usar la punta de su cuchillo para abrir la herida. Yorán soltó un gemido. Tenía los ojos y los dientes apretados, y el rostro desencajado por el dolor. Umarit sollozaba con las manos unidas ante los labios, en un gesto de súplica.
—Se ha apartado del camino para aliviar el vientre —explicó la muchacha entre lágrimas—. Ha sido al arrancar un puñado de hierbas cuando… cuando le ha mordido en el brazo. Él mismo ha cogido una piedra y le ha aplastado la cabeza.
—Es este calor, que las ha despertado del letargo invernal —comentó alguien tras ellos.
El arriero apretaba con fuerza el antebrazo de Yorán. La sangre caía al suelo en un chorro continuo.
—La sangría arrastrará la ponzoña y evitará que se le extienda por el resto del cuerpo —aclaró—. ¿Dices que ha matado a la víbora? Eso está bien. Ve a por ella, córtale la cabeza y arráncale la piel. Cuece la carne en vino y, aún caliente, dáselo a beber. Si puede comer la carne, que la coma, le hará bien. Machaca el resto y haz un emplasto para cubrir la herida con él. Es todo lo que se puede hacer, ahora es Allah Todopoderoso quien ha de decidir su destino.
Umarit se agachó junto a su hermano y le acarició el rostro. Yorán abrió los ojos al sentir su contacto.
—¿Cómo te encuentras, hermanito? —le preguntó con voz dulce, tratando de contener las lágrimas.
El muchacho abrió los ojos y forzó un atisbo de sonrisa.
—¡Haz lo que te he dicho, muchacha! Está débil y flaco. ¡Las caricias no lo van a salvar!
Ishaq se acercó con su yegua desde la cabecera de la marcha para comprobar lo sucedido. Su preocupación era sincera cuando Hasday le relató el incidente y dio la orden de hacer alto. En cualquier caso, se acercaba la hora del almuerzo.
—Quizá sea conveniente regresar con él a la Madīnat Ilbīra, padre —sugirió Hasday cuando, más tarde, se reunió con él para compartir la comida—. Allí habrá físicos que puedan atenderlo con buen criterio.
Ishaq pareció considerar aquella posibilidad, pero negó con la cabeza.
—Es solo una picadura de víbora, Hasday. Pocas veces resultan mortales. Y ese arriero parece saber lo que hace, ha extraído la ponzoña y ha curado la herida —alegó—. Yo soy el primer interesado en que a ese chico no le ocurra nada, pero tendría que distraer a varios hombres de la caravana, evacuar uno de los carros y, si no me equivoco, dejar que tú le acompañes.
Hasday sabía que su padre estaba en lo cierto. Una mordedura de víbora en un hombre fuerte y sano se saldaba con un par de días de postración, hinchazón y fuertes dolores en el miembro herido, vómitos quizá… De no haber complicaciones, no tardaban en recuperar la salud. Yorán, sin embargo, era solo un niño escuálido, convaleciente aún de la terrible amputación.
—Apenas conseguía finalizar las primeras jornadas de camino, padre. Aún está muy débil —insistió—. Si no le dije nada es porque pensaba que el esfuerzo le haría bien para ganar fortaleza.
—Ordenaré que hagan hueco para él en uno de los carros. En ese que has convertido en una botica. —Sonrió—. En dos días llegaremos a Yayyán, y allí podrán atenderlo nuestros físicos. Puede que ni siquiera sea necesario.
Hasday asintió, no del todo convencido, aunque sabía que las palabras de su padre eran sensatas. Dejó a un lado la escudilla, incapaz de probar bocado. Luego cambió de opinión y la tomó de nuevo entre las manos. Se levantó, hizo un gesto a modo de despedida y caminó de regreso al lugar donde sabía que encontraría a Umarit.
Yorán se encontraba recostado en la misma manta, pálido y empapado en sudor. Umarit sostenía ante él un cuenco humeante en el que nadaban algunos trozos de carne. Desprendía un aroma apetitoso que sorprendió a Hasday.
—Solo unos sorbos —rogó Umarit.
El muchacho se negó al tiempo que experimentaba una violenta arcada. Su rostro era la expresión del pavor. El brazo se le había hinchado y empezaba a adoptar un tono cárdeno bajo el vendaje que sujetaba el emplasto.
—No creo que esa cataplasma le beneficie —opinó Hasday, al tiempo que dejaba a un lado la escudilla que había llevado—. Mañana apestará y la herida estará corrompida de miasmas. Además, la venda le comprime en exceso.
—¿Qué sabe un niño de trece años acerca de mordeduras de víbora? —La voz a su espalda lo sorprendió. Se volvió y se encontró con el rostro del arriero, que le sostuvo la mirada—. He puesto cien emplastos como ese.
El arriero sostenía un muslo de ave y hablaba sin dejar de masticar. Un murmullo de asombro recorrió el círculo de curiosos que permanecían cerca. Sin duda muy pocos se habrían atrevido a hablar así al hijo de Ben Shaprut.
—Sé que hay plantas que favorecen la curación en estos casos, pero, cuando esa carne machacada se pudra, hará que el brazo se gangrene. Y entonces habrá que amputar.
—¿Y qué si eso ocurre? Mejor vivir con un solo brazo que criar malvas en un descampado.
Yorán emitió un gemido y regresaron las arcadas, hasta que un hilillo verdoso asomó a las comisuras de sus labios.
—Creer que la víbora que ha mordido tiene el poder de curar el efecto de su propio veneno es solo superstición.
—No entiendo esas palabras que usas, pero solo creo lo que he visto con mis propios ojos. Mejor hubiera sido si la víbora estuviera viva: si se raja su vientre y, aún caliente, se aplica sobre la mordedura, su espíritu arrastra el veneno al mismo tiempo que abandona al animal. —El arriero seguía masticando y tragando la carne mientras hablaba.
—¡Eso es cierto! Lo mismo se dice de las gallinas. —Quien hablaba al otro lado del corro era un tratante de Yayyán—. Todo el mundo sabe que son inmunes a la ponzoña de las serpientes. ¿Quién no ha visto cómo las picotean, acaban con su vida y terminan comiendo de ellas? Por eso hay quien aplica un pollo recién abierto sobre la herida, para que su calor arrastre la ponzoña. Yo mismo vi cómo lo hacía un médico cordobés.
—Supersticiones… —musitó Hasday. Miraba con preocupación el miembro tumefacto y negaba con la cabeza.
Umarit lo miraba a él. Un instante después, sus dedos estaban soltando el nudo que sujetaba el vendaje. Lo levantó y arrojó el emplasto lejos. Un trozo de piel ennegrecida se fue con él, y quedaron a la vista los dos pequeños puntos oscuros, rodeados ya por pequeñas ampollas.
El arriero tiró el hueso descarnado al suelo y empujó a los dos hombres que estaban a su lado para volverse y desaparecer.
—¿Conoces las hierbas adecuadas? —preguntó Umarit. Seguía acuclillada con el cuenco entre las manos y sus ojos estaban fijos en él.
Hasday cayó en la cuenta de que no tenía respuesta a aquella pregunta y se maldijo por ello. Del rápido repaso que días atrás había hecho del Dioscórides, creía recordar que algunas plantas se usaban contra las mordeduras de animales ponzoñosos, pero le resultaba imposible recordar sus nombres, estaba demasiado obsesionado por buscar referencias al qahwah. Lo que sí le vino a la memoria fue el título del último tomo, aquel que había dejado sin revisar…
—¡Espera aquí! Volveré enseguida. Mientras, lávale la herida con vino fuerte. O mejor con vinagre…
Corrió hacia el carro y se encaramó a él de un salto. Tiró de una lona y quedaron al descubierto varios bultos. Los apartó y cogió el cartapacio que contenía los seis libros del Dioscórides. Trató de calmarse, no había motivo para deteriorar aquellos magníficos volúmenes. Abrió la funda de cuero y no tuvo ninguna dificultad para localizar el más fino. Se sentó en el borde del carro, con las piernas colgando y el libro en el regazo. Abrió la cubierta y leyó el título que figuraba en el primer pliego: «De los venenos mortíferos y de las fieras que arrojan ponzoña». Las primeras páginas se referían a múltiples sustancias tóxicas, procedentes de plantas, en su mayor parte. Aquello no le interesaba, así que avanzó a toda prisa hasta tropezar con el epígrafe que buscaba: «De las fieras que arrojan de sí veneno». Ojeó lo que decía, pero, impaciente, comprobó que solo hablaba de generalidades. Pasó varias páginas repletas de apretados caracteres árabes y carentes de ilustraciones, hasta que encontró el primer epígrafe destacado: hablaba de la mordedura de perros rabiosos, y lo hacía a lo largo de seis pliegos. Luego vio la referencia a las arañas, a la escolopendra, al alacrán, la pastinaca marina… Pasó la página y siguió buscando con el índice: la musaraña… ¡la víbora, al fin! Leyó lo que decía, pero en aquella sección solo parecía hablar de la forma de distinguir unas mordeduras de otras, de sus efectos…, pero nada de su cura. Tuvo que continuar avanzando, tres páginas más: «De la cura común a las heridas de fieras que arrojan ponzoña». Comenzaba la exposición señalando la necesidad de extraer el veneno con la boca, sajar la herida… y seguía ¡con la posibilidad de amputar el miembro afectado! Durante una página entera desgranaba tratamientos en número tal que pronto perdió la cuenta: ceniza de sarmientos o de higuera, ajos y cebollas majados o tostados en forma de polvo, licor de cedro, pez, estiércol de cabra cocido en vino, calaminta cocida en orina, endivia, erica, astrágalo, pimienta, ruda, eneldo, zumo de hinojo, castóreo, aristoloquia, gálbano, cerebro de gallina…
Recuperó la esperanza cuando dos páginas más tarde leyó: «De los remedios particulares que deben administrarse a las heridas por estos enconados animales». Se saltó las picaduras de avispa, de las arañas y los escorpiones y, sin perder más tiempo, comenzó a leer el epígrafe que rezaba «De los mordidos por víbora». La lista de remedios también era larga: laurel, abrótano, hojas verdes de orégano, hojas de zarza, ajos, cebollas y puerros, ruda, simiente de berza y de verdolaga, corteza de rábano… Al avanzar en la lectura sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Hablaba del estiércol de cabra con vino, del cuajo de liebre, cerebro de gallina… y de pollos despedazados aplicados calientes. ¡Acababa de tachar ese tipo de remedios como supersticiones, pero allí estaban!
Recordó el pliego oculto bajo la cubierta, en el que el traductor, Hunayn ibn Ishaq, advertía de sus dudas acerca de la autoría de aquel sexto volumen. Hasday también albergaba enormes dudas, incapaz de afirmar si todas las hierbas que mencionaba serían tan eficaces como el cerebro de gallina o un pollo abierto en canal. Arrojó el volumen contra el lateral del carro. Sus páginas quedaron abiertas cerca del final y algo le llamó la atención: el último pliego era un listado. Se estiró para recuperar el libro y comprobó que se trataba de una tabla alfabética con los nombres de todos los simples contenidos en los cinco tomos. Y junto a cada uno aparecía la página en la que se hablaba de él. Con aquel índice ante él, de nuevo sintió renacer la esperanza; solo tenía que comprobar, de entre todos los remedios citados en aquel tomo, cuáles se consideraban útiles en el de Anazarbo para el tratamiento de las mordeduras de víbora. Extrajo los cinco volúmenes y los dejó a su lado. Sacó también su cuaderno de pergamino, el cálamo y el tintero, y se puso a la tarea.
Media hora después, estaba recorriendo el campamento. Buscaba ajos, berzas, rábanos y orégano. Las zarzas estaban a su alcance al borde del camino. Había encontrado referencias a otras plantas que, según el médico griego, resultaban beneficiosas para los mordidos por víboras, ya fuera en bebedizo o en emplasto. El amor de hortelano se pegaría a la tela de su jubón en cualquier ribazo húmedo o al entrar en el primer hortal y, por suerte, las ramas de fresno colgaban entre los manojos que había recolectado por el camino. Otras muchas no crecían en Al Ándalus o no estaban en temporada. Regresó junto a Umarit y le pidió que avivara el fuego.
Ni las mantas de lana conseguían evitar los temblores del muchacho cuando, al amanecer, Hasday acudió a su tienda, plantada junto al carro en el que había viajado las dos jornadas anteriores. Umarit se hallaba sentada al lado del improvisado camastro, tratando de hacerle beber a pequeños sorbos el brebaje que él mismo había preparado la noche anterior. El sopor parecía haberse adueñado del chico, y la cabeza habría caído flácida si su hermana no le hubiera pasado el brazo izquierdo tras el cuello. Cuando Hasday se deslizó bajo la lona, solo se filtraba en el interior la tenue claridad del alba, pero fue suficiente para ver el miedo reflejado en sus ojos azules, enmarcados esta vez por unas profundas ojeras. A través del polvo del camino acumulado sobre la piel, se podía seguir el surco trazado por las lágrimas derramadas durante la noche. Hasday puso la mano sobre la frente de Yorán.
—¡Está caliente!
Umarit asintió.
—La fiebre y los escalofríos empezaron anoche. En las últimas horas parecía delirar. Aunque quizás hablaba en sueños.
—Has debido despertarme. Es necesario que tome más decocción de corteza de sauce, eso le bajará la fiebre y ayudará a calmar el dolor.
Hasday le alzó el brazo para examinarlo bajo la escasa luz. Se encontraba amoratado y rígido, pues la tumefacción había superado el codo y se aproximaba a la axila. Retiró con cuidado la cataplasma que cubría la herida y comprobó que la piel muerta se había desprendido a su alrededor. Un rosario de pequeñas ampollas de color ámbar demarcaba la zona más afectada. La ponzoña estaba haciendo su efecto, pero el olor y el color verdoso que presentaba el borde de la incisión le indicó que había más. No pudo evitar un gesto de disgusto.
—Hoy mismo estaremos en Yayyán. En cuanto lleguemos, lo verá un buen físico.
—Está muy débil, Hasday —acertó a decir Umarit, apenas sin voz.
Apretó la muñeca de Yorán con las yemas de los dedos. El pulso era acelerado, pero apenas perceptible.
Algo se debió de traslucir en su expresión, porque oyó de nuevo los sollozos de Umarit.
—Va a morir, ¿verdad?
—Está muy débil —decidió que no debía mentir—. Debes conseguir que siga tomando sorbos de esa escudilla. Y de la decocción de sauce que voy a preparar enseguida. Después hablaré con mi padre, será mejor que uno de los jinetes de la avanzada cabalgue hasta Yayyán, para que salga el médico a nuestro encuentro. Si es mi padre quien lo pide, no se negará. Tú y yo le limpiaremos esa herida antes de que la caravana se ponga en marcha.
El traqueteo del carro parecía incomodar al muchacho, que emitía débiles gemidos. Cuando el sol comenzó a calentar, parecieron cesar los temblores, y Yorán cayó en una especie de sopor.
—Creo que se ha dormido —susurró Umarit—. El sueño le hará bien.
Hasday avanzaba en su montura junto al carro, sin apartarse más de un codo, al paso. Asintió al tiempo que trataba de esbozar una sonrisa. A pesar del agotamiento y de su insistencia, Umarit no se había separado de su hermano desde la mordedura. Un rato antes, se había acostado a su lado, pero sus ojos habían permanecido abiertos en todo momento, sin dejar de vigilar la respiración rítmica del muchacho. Su mano se aferraba al brazo sano, como si quisiera transmitirle su presencia y su calor.
En aquel momento, Hasday hacía lo único que podía hacer: rezar. Trataba de recordar las plegarias que conocía y las recitaba una y otra vez en hebreo, murmurando entre dientes. De vez en cuando se dirigía directamente a Dios para rogarle misericordia con aquel muchacho que tanto había sufrido ya. Se llegó a plantear si aquella nueva desgracia no sería el castigo por su falta de piedad, por su tibieza, por la actitud irrespetuosa hacia su padre… Angustiado, hundió los pies en los estribos y alzó la cabeza. El terreno que atravesaban era quebrado y montañoso. Los bosques de encinas, pinos y matorral cubrían las lomas, excepto en las pequeñas aldeas y alquerías ubicadas en los llanos, donde habían sido sustituidos por plantaciones de olivos, campos de cereal no demasiado extensos y fincas dedicadas al cultivo de la vid, las cuales aprovechaban las laderas mediante el uso de terrazas sostenidas por sólidos muros de piedra. Pero ni rastro todavía del terreno conocido próximo a Yayyán.
—Ahora vuelvo —anunció.
Arreó su montura, y esta salió al trote por la orilla izquierda del camino, superando a las recuas de mulas y a los arrieros. Sin detenerse, pasó junto a su padre, que conversaba con su contable y, cuando tuvo el camino despejado ante él, picó espuelas y puso a la yegua al galope. Cabalgó durante una milla, sintiendo cómo poco a poco liberaba la tensión acumulada en el pecho. Notaba el viento en la cara, en las sienes, y lanzó un grito grave y prolongado. Después otro. Gritó hasta que vio perfilarse en la distancia las figuras de los jinetes de la avanzadilla. Se divisaban en lo alto de una loma, recortadas contra el cielo, que aquella mañana era de un azul intenso. Cabalgó hasta alcanzarlos, y se detuvo al costado del que encabezaba la marcha.
—Shalom, Eliezer —saludó. Conocía bien a aquel hombre, pues gozaba de la confianza de su padre y lo había visto conversar con él a menudo.
—Shalom, joven Hasday —respondió el jefe de la escolta.
—¿Cuánto hace que ha partido el correo?
El soldado alzó la vista para comprobar la altura del sol.
—Si ha forzado su montura y no ha sufrido contratiempo, quizá ya esté a las puertas de Yayyán. Cuando quiera estar de regreso con un médico, habrá pasado de largo el mediodía. Y eso si el físico es buen jinete y muestra buena disposición.
—Que se llegue hasta la caravana sin tardar, en cuanto lo diviséis.
—¿Cómo sigue ese muchacho? —se interesó.
Hasday esbozó un gesto de preocupación, al tiempo que hacía girar su montura.
—Ya estaba débil y la herida se ha infectado. La fiebre lo consume.
—¿Tanto te preocupa su vida? —preguntó entonces, extrañado—. Solo es un esclavo.
Hasday estuvo a punto de tirar de la rienda de nuevo y volverse para responder lo que en aquel momento se le pasaba por la mente. En lugar de eso, arreó su cabalgadura y se apartó de la avanzadilla al galope. Pronto tuvo a la vista a la comitiva, que terminaba de cruzar una garganta estrecha. Desde la distancia se asemejaba a una pequeña oruga salpicada de manchas que surgiera del orificio de un tronco para deslizarse por una rama. ¿Quién podría adivinar, desde allí, el drama que se vivía en uno de aquellos carros? En aquel momento, Hasday cobró conciencia de su propia insignificancia. Retuvo la yegua hasta hacerla trotar. Pensó de qué manera apenas un instante, uno solo de nuestros actos, podía cambiarnos la existencia para siempre: agacharse a vaciar el vientre donde Yorán lo había hecho o un codo más allá. ¿Era la voluntad de Dios lo que marcaba nuestro destino? Así se lo habían enseñado, pero le resultaba difícil de entender. ¿Por qué ese mismo Dios había mantenido con vida al muchacho tras su castración en Yusāna, por qué había querido después rescatarlo de un futuro lejos de Umarit, para poner en su camino una víbora que lo mantenía al borde de la muerte? Curiosamente aquel pensamiento lo tranquilizó. El Dios llevaba un año poniendo al joven Yorán en aquellos trances. Sin duda lo hacía para probar la fortaleza de su fe. Por eso no era posible que se lo llevara en aquel momento. De haber estado escrito que tenía que morir, habría sido más fácil llevárselo en Yusāna, junto a muchos de sus compañeros de infortunio.
Siguió trotando hasta que la primera cáfila de mulas apareció entre dos peñascos, al doblar una curva del camino. En medio de la recua, divisó el único carro del que colgaban, balanceándose al ritmo de la marcha, decenas de manojos de plantas a medio secar. Se dirigió a él con la intención de transmitir a Umarit su renovada confianza.
Entonces llegó hasta él un sonido que lo hizo estremecer. Tiró de las riendas y la yegua se detuvo en seco, piafando, molesta. Conocía bien aquel timbre: lo había oído semanas atrás, de camino hacia la costa, y después en Al Mariyat Bayāna. Pero entonces el grito había tenido réplica, y la única respuesta posible en ese momento era el eco que devolvían las laderas desoladas. Sintió que lo abandonaban las fuerzas. Se dejó caer sobre la cruz de su cabalgadura, apoyó la cabeza en las crines y no hizo nada para evitar que sus brazos colgaran desmadejados a ambos lados del cuello del animal. El aire que respiraba silbaba al pasar entre sus dientes apretados, pero parecía no llenar sus pulmones. La rabia, el fracaso y la culpa lo ahogaban. Los primeros sollozos sacudieron su pecho y le llenaron los ojos de lágrimas que no quería derramar.
Por segunda vez aquella mañana, derrotado, hizo lo único que podía hacer. Pero esta vez no era por Yorán. Rezó por Umarit.