12
Año 927
Hasday descendió con paso firme el empedrado irregular que conducía a las huertas. No tenía prisa, pero la pendiente ayudaba, y aquella mañana se sentía pletórico. Sabía que, como cada día, Hakim se encontraría allí, aunque solo fuera para observar los preciosos frutos rojos que, por fin, después de casi tres años, habían brotado de las plantas de qahwah. Tras los primeros fracasos, habían comprendido que aquellas semillas, procedentes de países cálidos, no soportarían bien los inviernos de Yayyán. Seguir la sugerencia del viejo hortelano había resultado esencial: habían desarrollado las plantas en el improvisado vivero del granero hasta que alcanzaron más de un palmo de altura y Hakim las trasplantó en la huerta unos días después de la boda de Yakob. Afortunadamente, aquel primer invierno había resultado más suave y lluvioso de lo habitual y, aun así, prepararon estacas y apoyaron sobre ellas grandes cañizos que cubrían las plantas durante la noche e incluso el día cuando el frío apretaba. En las horas de sol, Hakim se encargaba de retirarlas.
Pese a que el crecimiento se había ralentizado hasta llegar a detenerse, las plantas aguantaron hasta la primavera. Aquel segundo verano crecieron de forma notable, aunque los pequeños arbustos en que se habían convertido no llegaron a florecer. De nuevo habían desesperado, pero Hakim soportó un invierno más en el que tuvo que proteger las plantas del frío a diario. Era su única esperanza, porque apenas quedaban semillas para preparar la infusión que muchos en Yayyán ya demandaban.
Ishaq había insistido en prepararla tras la boda de Yakob, y quienes la probaron permanecieron en vela y sin rastro de sueño hasta el amanecer. Uno de ellos había sido el propio rabino, que, tras escuchar el relato sobre el origen de aquella planta, debió de comprender que podía serle de gran ayuda en sus vigilias de rezo y ayuno. Había insistido a Ishaq para que Hasday le mostrara el secreto de su preparación, y este no había tenido más opción, siendo quien era, que entregarle un saquete de semillas ya tostadas y listas para triturar. Después guardó las pocas que quedaban a buen recaudo, en la alacena del granero y bajo llave, negando su existencia a los muchos que preguntaban por ellas. Desde entonces, solo habían vuelto a preparar la infusión en contadas ocasiones.
Ishaq, en una de sus visitas a Bayāna, había tratado de ponerse en contacto con Abd al Karim con el objeto de hacerle un nuevo encargo, pero el marino no parecía haber vuelto por el puerto. Pensó que, de no haber surgido un contratiempo serio, tarde o temprano lo haría, así que dejó un recado para él en la alcaicería y avisos a quienes lo conocían. Sin embargo, en dos años no había dado señales de vida.
Por fortuna, aquella última primavera las plantas habían comenzado a prosperar bajo los cuidados de Hakim, quien las mantenía libres de plagas y de malas hierbas, las abonaba con el mejor estiércol y las mimaba conservando la tierra húmeda y esponjosa. A principios del verano, habían alcanzado dos codos de altura y se cubrieron de flores blancas y estrelladas. Semanas más tarde, los primeros frutos cubrían las ramas sarmentosas en racimos apretados. Aquella había sido la primera enseñanza, y una gran noticia: la planta de qahwah era un arbusto de crecimiento lento y no una planta anual, ya no faltaba demasiado para la primera cosecha y era previsible que siguiera produciendo sus frutos en los años sucesivos.
Hasday saltó la acequia de agua cantarina que discurría por el lindero de la finca y vio a Hakim entre las plantas con la azada en la mano. No quedaban hierbas que arrancar, pero entrecavaba los surcos para mantener la tierra bien aireada. Iba vestido únicamente con un calzón corto y, aun así, el sudor brillaba sobre la piel de su cuerpo, fibroso y menudo. Debía de haberlo visto llegar con el rabillo del ojo, porque se puso en pie, se apoyó en la azada y compuso una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Te has perdido? —le gritó mientras se acercaba.
Era cierto que rara vez pasaba por la huerta: la actividad junto a Qâsim ocupaba la mayor parte de su jornada y había decidido delegar en Hakim aquella tarea, sobre todo tras comprobar que la asumía con entusiasmo y responsabilidad. Además, aquel había sido el trato. El muchacho era despierto y aprendía rápido, así que la producción de capullos de seda también le había reportado ya jugosos beneficios. Hasday sabía que Hakim le estaba agradecido, pues, gracias a aquellos ingresos y al trabajo de su madre, la situación en su casa había cambiado de manera drástica y las privaciones habían caído en el olvido. Por eso tenía en él a un amigo fiel, ansioso por satisfacer cualquiera de sus peticiones y cubrir todos sus deslices.
Hasday avanzó por uno de los pasillos delimitados por las hileras de arbustos, acariciando con los dedos las tersas hojas, de color verde intenso y brillante.
—¡Ahora sí! —exclamó al llegar junto a Hakim—. Se ve que prosperan día a día.
Arrancó uno de los granos más maduros y le clavó la uña. Las dos semillas del interior saltaron a la palma de la mano y se puso una entre los dientes.
—¿Una semana más? ¿Dos, quizá? —aventuró.
Hakim asintió con la cabeza.
—Vas a tener tu qahwah, y esta vez en abundancia —dijo, señalando la plantación, que cubría toda la finca.
—Nuestro qahwah —le corrigió Hasday al tiempo que asentía, complacido. Se disponía a seguir hablando al respecto, pero pareció pensarlo mejor—. Vayamos a la sombra, he traído algo para almorzar.
Se sentaron al borde del ribazo, bajo una higuera, y Hasday abrió la talega que llevaba en bandolera. Sacó un pedazo de pan, un buen trozo de queso de cabra y dejó el pellejo de vino a un costado.
—He hablado con mi padre sobre esto —dijo, señalando la plantación con la barbilla—. O mejor… él ha hablado conmigo. Ha comprobado el interés que despierta la infusión de qahwah y cree que se pueden obtener importantes beneficios.
—Si hablamos de negocios —Hakim sonrió de nuevo—, es bueno seguir los consejos de Ishaq.
—Lo primero que me aconsejó es algo que yo no había sabido ver. Si vendemos el grano verde, tarde o temprano, alguien tendrá la misma idea que nosotros y empezará a cultivarlos. Sería preciso evitarlo.
—¿Y cómo haremos tal cosa?
—Vendiéndolos ya tostados. —Hasday le dio a Hakim un pedazo de pan con queso—. Así tal vez consigamos mantener el monopolio, al menos por un tiempo.
—¡Carajo, qué palabros! —exclamó Hakim, ya con la boca llena—. Quizás el Todopoderoso derrame por igual sus bendiciones sobre todas sus criaturas, pero si solo algunas sacan provecho de ellas es por algo…
Hasday rio.
—He pensado en la manera de hacerlo —dijo. Bebió del pellejo y se secó la boca con la mano.
—Estoy seguro. Ahora entiendo por qué has venido hasta aquí…
—El horno de la calle de los alfareros está en venta.
—¿El del viudo? —preguntó Hakim, y Hasday asintió.
—Muhammad ha enfermado y sus hijas están bien casadas, así que nadie seguirá con el negocio. Podríamos comprarlo… y tú te harías cargo.
Hakim arrugó el ceño.
—No puedo aceptar tu generosidad otra vez. Ya lo hice con el criadero de gusanos.
—No será necesario. Insistías en entregarme la mitad de tus beneficios con la seda. Te haré caso y lo aceptaré. Pero usaremos ese dinero para alquilar el horno. Y tú tendrás que seguir poniendo el trabajo.
Hakim dejó de comer, cogió el pellejo y bebió un trago de vino. Parecía estar rumiando la respuesta mientras con la lengua se limpiaba los restos de queso que se le habían quedado adheridos a los dientes.
—Todos los beneficios al cincuenta por ciento —dijo al fin—. Tanto los de la seda como los del qahwah, si los hay.
—Al cincuenta. —Hasday le tendió la mano para cerrar el trato—. Pero no me eches en cara que no me paso por allí, no pienso hacerlo. El aprendizaje junto a Qâsim ocupa todo mi tiempo.
—Cuento con ello —aseguró Hakim—. Aunque espero que, cuando te hayas convertido en un médico de renombre, no me cobres las visitas.
Hasday se levantó, arrancó cuatro higos maduros y le entregó un par a Hakim.
—Al cincuenta —repitió, y los dos rieron con ganas.
Hasday miró por encima de los arbustos de qahwah mientras saboreaba la pulpa dulce y sabrosa de los higos. Las plantas, robustas y repletas de frutos rojos que contrastaban con el verde intenso de las hojas, brillaban al sol.
En aquellos dos últimos años, las cosas les habían ido bien. Hakim se mostraba feliz, quizá porque nunca había sido ambicioso: solo se había propuesto sacar de la miseria a su familia y lo había conseguido en muy poco tiempo. Hasday, por su parte, disfrutaba de las enseñanzas de Qâsim, de sus lecturas, y de la pasión por aprender y experimentar, que no le había abandonado. La ceguera del médico le obligaba a ser él quien llevara a cabo las exploraciones, excepto aquellas en las que bastaba con el tacto o el oído, como las palpaciones y la auscultación. También era él quien preparaba los remedios y los administraba. Qâsim lo había adoptado como si de un hijo se tratara, y su agradecimiento por poder seguir practicando a pesar de la limitación que sufría se traducía en una paciencia sin límites a la hora de transmitir su vasta experiencia. Por eso estaba aprendiendo extraordinariamente rápido, y la desconfianza inicial de los pacientes había dejado paso a un trato afectuoso, a veces condescendiente, era cierto, hacia un aprendiz tan joven.
Por si fuera poco, cuando llegaba la noche, Umarit seguía calmando el segundo de sus anhelos. Cada día que pasaba, sentía crecer la atracción hacia aquella muchacha, cuya belleza se había acentuado con el transcurso del tiempo. La discreción, que mantenían a rajatabla, y las precauciones necesarias en relación con el calendario les obligaban a distanciar sus encuentros, pero el nuevo colchón de lana que había sustituido al calcinado llevaba ya dos años como testigo de su pasión. Hasday no comprendía cómo era posible que aquella relación no resultara evidente para todos a su alrededor. Quizá lo fuera. Aunque trataba de evitar la mirada de Umarit en la casa, sobre todo durante las comidas, no siempre lo conseguía y se sorprendía observándola embelesado. Entonces apartaba la vista con disimulo, improvisaba una nueva conversación o simplemente trataba de participar en la que estaba en marcha. También la ausencia de Yakob y sus malintencionadas alusiones ayudaba a guardar el secreto. Lo cierto es que Ishaq no había repetido su amenaza, aunque aquello no le tranquilizaba, pues sabía que su mayor riesgo eran el exceso de confianza y la posibilidad de que, aun de forma inconsciente, empezaran a relajar las medidas que habían adoptado.
Era uno de los temores que lo mantenían en vela algunas noches. Pero había otras dos preocupaciones que, de manera intermitente en aquellos dos años, habían venido a empañar su ánimo. Una tenía que ver con el matrimonio de Yakob, que, tras los primeros meses, había empezado a acusar las dificultades. Su hermano, antes extrovertido y alegre, se había tornado taciturno y huraño, y en las comidas familiares del Shabat apenas había trato entre los jóvenes esposos. Sin embargo, al parecer, lo único que resultaba alarmante para Ishaq y Nora era que, dos años después de la boda, el vientre de Shoshana permaneciera plano, sin señal de que fuera a albergar al heredero de los Banu Shaprut.
La última sombra acechaba en las calles de Yayyán: Ghâlib y sus compinches, Sâleh y Hassân. Hasday no temía por sí mismo, no creía probable que se enfrentaran a su padre, uno de los hombres más poderosos e influyentes de la ciudad y, en cualquier caso, pocas veces andaba solo por la calle. Le preocupaba más Hakim, que ya había tenido dos encontronazos con el hijo del herrero, saldados por suerte con sendas huidas poco honrosas y algunas magulladuras. Hasday había hablado de ello con su amigo, que, en respuesta, le mostró una gumía de doble filo que llevaba en la pantorrilla dentro de una funda, con una correa ajustable. En ese momento, mientras lo veía cubierto con solo el calzón corto, se preguntó dónde la habría dejado.
—Hay otra cosa a la que quiero que te comprometas —dijo Hasday de manera aparentemente casual, mientras se sacudía las manos.
—Como los titiriteros con los monos —bromeó Hakim—. Primero me muestras la jarra llena de golosinas, haces que meta la mano para que coja un puñado y, a no ser que suelte la presa, ya me tienes atrapado.
—Algo así… —reconoció Hasday con una sonrisa—. Pero, si vas a ser dueño de un pequeño negocio, has de comprometerte a aprender a leer y escribir.
—¡Leer y escribir! —exclamó—. ¿Para qué ha de servirme? ¿Acaso Muhammad, el panadero, sabe escribir? En absoluto, y mira… cierra el negocio porque ni siquiera lo necesita para vivir.
—Debes hacerlo, y también dominar los fundamentos de la aritmética. De momento no creo que puedas permitirte contratar los servicios de un contable —respondió con una expresión que Hakim no supo interpretar.
—Estás bromeando, ¿no?
Hasday movió la cabeza de un lado al otro, lentamente, con media sonrisa en los labios y los ojos entrecerrados.
—¡Por Allah Todopoderoso! —exclamó ya Hakim sin rastro de sonrisa—. ¡Hablas en serio!
—Me lo agradecerás. —Esta vez Hasday había adoptado un tono grave.
Hakim tragó saliva. Estaba lívido. Parecía devanarse los sesos buscando algún argumento que oponer.
—No todo está en los libros, amigo —dijo al fin—. ¿Acaso el secreto del cultivo del qahwah estaba en alguno de esos mamotretos que me enseñaste? No, la clave nos la proporcionó un viejo hortelano que no tiene dónde caerse muerto y que solo ha visto las letras de los muros de la mezquita.
—Aprenderás a leer, escribir y sumar, o rompemos el trato y vendo el grano verde. —La expresión de Hasday no dejaba lugar a dudas.
—¡Maldito judío testarudo! —Hakim agarró un higo demasiado blando del suelo y lo lanzó contra el ribazo.
—Por cierto, ¿qué ha sido del viejo? —Se interesó Hasday—. Me decías que aparece encima del ribazo cada mañana. Aún no he tenido la oportunidad de darle las gracias por su ayuda.
—Es extraño, apenas sale de aquí. Vive en una pequeña cueva en aquel talud y solo sube a la madīna el día de mercado para vender los excedentes de la cosecha. Debe de tener alguna gallina y algún conejo. Y cabras, por el olor que llega a veces. Con eso sobrevive.
—¿Crees que ha podido pasarle algo? Quizás esté enfermo.
—Hace dos días estuvo regando, lo sé porque no bajaba agua por la acequia. Sin embargo, no recuerdo haberlo visto ayer. Pero poco nos costará comprobarlo. —Se incorporó—. Si de verdad está enfermo, nadie lo echará en falta. Hemos cruzado cuatro palabras, pero me contó que no tenía a nadie. Para mí que es algún viejo soldado, un desertor quizá, que se asentó aquí hace años y ha envejecido en esa cueva. Lo cierto es que no le gusta mucho hablar.
Ascendieron por la estrecha rampa que unía los dos predios y recorrieron las estrechas veredas entre eras y caballones plantados de nabos, acelgas, berenjenas y melones, además de algunas plantas aromáticas. Salpicaban la huerta varios árboles frutales, y un cobertizo desvencijado albergaba las toscas herramientas a la sombra de una parra. Del anciano no había ni rastro, y Hakim cayó en la cuenta, no sin un sentimiento de culpa, de que nunca le había preguntado su nombre. Había varias puertas que cerraban otras tantas cuevas practicadas en el talud. Por el rastro que se veía al pie de ellas, supusieron que las de menor altura eran el gallinero y el corral de las cabras. La más grande, la única que permitía el paso de un hombre sin agacharse, se encontraba al fondo de una hendidura abierta en la ladera entre dos crestas paralelas. Era de madera y estaba cerrada. Las tablas no encajaban bien y a Hakim le dio un vuelco el corazón al ver que estaba sujeta por dentro, con un simple trozo de cuerda.
—¿Quién vive? —llamó, pero no obtuvo respuesta.
—¿Crees que está dentro? —preguntó Hasday.
Hakim asintió. Introdujo los dedos entre las tablas y el marco, y tiró con fuerza. La endeble cuerda se rompió, la entrada quedó libre e inmediatamente les asaltó un penetrante olor a moho, mugre y humedad. Los rayos del sol, todavía oblicuos a aquella hora de la mañana, penetraban hasta el interior, lo que les permitió vislumbrar el cuerpo del anciano, que yacía inmóvil en un camastro situado a un lado. Hasday se adelantó y le palpó el cuello con las yemas de dos dedos, un gesto innecesario, pues el cuerpo ya estaba frío y mostraba señales de rigidez. A un lado de la cama había restos de un vómito abundante. Los dos amigos intercambiaron una mirada de resignación.
—Ha debido de morir esta noche, mientras dormía. Aún no está del todo rígido —aclaró el aprendiz de médico, mientras hacía viajes al exterior para introducir puñados de tierra con los que cubrir el vómito.
Hakim parecía afectado.
—Pobre viejo —dijo mientras miraba a su alrededor.
El catre en el que la muerte había sorprendido al anciano debía de hacer también de diván donde recostarse a descansar, porque en el resto de la estancia solo había un tosco taburete de tres patas que debía de utilizar para comer en la mesa de madera que estaba al otro lado. Al fondo, la pared de piedra se hallaba ennegrecida por el hollín de un fuego que evacuaba los humos a través de un orificio practicado en el techo. Bajo el tiro, entre la ceniza, había unas trébedes y, sobre ellas, una barra de hierro de la que colgaba una olla de cobre. Aquel parecía todo el ajuar, junto a las dos escudillas de barro y una jarra desportillada encima de la mesa. Había también una repisa compuesta por dos tablones sujetos a la pared con un soporte, que tan solo albergaba, en completo desorden, un cúmulo de objetos inservibles, manojos de plantas y viejos recipientes.
—¿Qué hacemos? —preguntó Hakim—. ¿Voy a dar aviso al sahīb al surta?
El muchacho parecía ausente.
—¡Hasday! —Levantó la voz para llamar su atención.
—¿Has dicho que estaba solo en Yayyán? —preguntó entonces, volviendo de su ensimismamiento.
—Un día me confió que no tenía familia, y nunca he visto a nadie por aquí.
—Así pues, no lo van a echar en falta.
Hakim, que estaba comprobando si aún quedaban rescoldos entre las cenizas, se volvió para mirar a su amigo a la cara. Lo que vio en su expresión le hizo abrir la boca y los ojos de forma desmesurada.
—¡Ah, no! ¡No, conmigo no cuentes! —Se levantó haciendo aspavientos con las manos—. ¿Te has vuelto loco?
—Llevo años esperando una ocasión como esta. —El semblante de Hasday era grave, y Hakim supo que hablaba muy en serio—. Nadie se va a enterar. ¡Un cuerpo humano, de un viejo que acaba de morir y que nadie va a enterrar si no lo hacen los funcionarios de la madīna!
—¡Sí, decididamente, te has vuelto loco! —exclamó Hakim. Caminaba en círculos por aquel espacio angosto—. ¿Imaginas lo que pasaría si algún comerciante del suq lo echa en falta el próximo día de mercado? Es pasado mañana.
—Pasado mañana estará enterrado. Solo necesito una noche, la próxima. Podemos disponerlo todo para que piensen que se ha ido de Yayyán. Solo hay que soltar a los animales, aquí dentro no hay nada que llevarse. —Pensaba en voz alta mientras examinaba el interior de la cueva.
—¿«Podemos», dices? No, Hasday, no puedes pedirme tal cosa. Si nos sorprenden, la pena puede ser la horca, ¡por muy hijo que seas del gran Ishaq ben Shaprut! —Era la primera vez que Hasday veía a Hakim tan enfadado.
—No es mi intención involucrarte en esto, puedo hacerlo solo.
—¡Por supuesto que lo harás solo! —respondió y, en dos zancadas, se plantó en la puerta.
—No entiendes lo importante que es para mí. Solo te pido que mantengas la boca cerrada.
—Que tu Dios te ampare, Hasday. Si es que ampara a quien quebranta así sus preceptos. —Hakim salió y una nube de polvo se alzó cuando la puerta golpeó la endeble madera del marco.
Las noches eran cortas, de modo que no podía perder el tiempo. Había candiles dispuestos en soportes y colgados en algunas de las alcayatas que sobresalían de la pared. El estante había desaparecido, pero los dos tablones descansaban sobre la mesa, situada entonces en el centro de la estancia. Estaban sujetos entre sí con cuerdas de esparto para formar una superficie amplia y estable sobre la que trabajar con comodidad. El cuerpo famélico del anciano, completamente desnudo, revelaba una piel cetrina en las zonas que habían estado expuestas al sol, pero los muslos, las ingles, los costados y las axilas presentaban un color más amarillento que rosado.
«No conozco tu nombre, viejo, pero vas a hacer un último servicio a la comunidad», se dijo.
Había hecho varios viajes para llevar todo lo necesario sin levantar sospechas, dando rodeos por caminos distintos con el fin de no llamar la atención de nadie. Lo más voluminoso había sido el viejo cuero de vaca sobre el que descansaba el cadáver. Le serviría para recoger los líquidos de la disección y envolver más tarde el cuerpo, cuando llegara el momento de darle sepultura. Por suerte, había descubierto que el anciano usaba una de las cuevas para guardar sus viejas herramientas, y la pala para abrir la fosa estaba allí. En el segundo viaje había acarreado los candiles, los cabos de vela y el instrumental necesario: cuchillos, sierras, cizallas, tijeras, estiletes, escalpelos y una buena piedra de afilar. Por fin, después de la cena, alegó el mismo malestar con el que se había excusado ante Qâsim para justificar su ausencia durante todo el día, pero no se dirigió a su alcoba, sino al granero, donde seguía durmiendo en las noches calurosas. Cogió una manta vieja, descendió las escaleras y salió de casa por la puerta trasera, no sin antes asegurarse de que nadie se percataba de su marcha. No necesitó llevarse carbones encendidos para prender los candiles: había tenido la precaución de avivar el fuego de la cueva antes de abandonarla por la mañana y en cada viaje vespertino.
Dos paños cubrían la cabeza y las ingles del cadáver, más como muestra de respeto hacia el anciano que para aliviar su culpa. En ese momento, ante el cuerpo iluminado por la luz trémula de los candiles y las velas, con el escalpelo en la mano derecha, sentía que estaba a punto de cometer una profanación. Solo el chirrido de las cigarras en el exterior hendía el silencio.
—Perdona, Adonai, a este siervo tuyo, si lo que me dispongo a hacer resulta ingrato a tus ojos —susurró con los ojos cerrados y las manos alzadas—. Solo tú sabes que mi único propósito es buscar el bien para tus criaturas, y por ello ruego tu bendición. Abre mi mente al entendimiento, de forma que pueda aprovechar cuanto hoy aprenda para el beneficio de mis semejantes.
Abrió los ojos y observó el cadáver. Apoyó la punta del escalpelo en la piel del abdomen, bajo el extremo del esternón, dispuesto a practicar la primera incisión en línea recta hasta el pubis. En ese momento, todos sus sentidos se pusieron alerta. Había oído un ruido procedente del exterior, el inconfundible sonido de una sandalia al apoyar el peso sobre una rama seca. Dejó caer el escalpelo sobre el cuero y, a toda prisa, tapó el cadáver con la manta que había en el catre. La otra manta, la que había cogido en el granero, cubría la puerta para evitar que la luz de las lámparas se colara a través de las rendijas y se advirtiera desde el exterior. Con rapidez, echó mano al mango de un cuchillo, sopló todas las velas y los candiles, y se hizo la oscuridad. Quienquiera que fuese había ido hasta allí en busca de algo. Nadie se aventuraba en medio de la noche sin un motivo poderoso.
—¡Hasday! —Oyó una voz queda, en la que reconoció el timbre de Hakim—. ¡Soy yo!
—¡Maldita sea! —exclamó, al tiempo que sentía que le flaqueaban las rodillas.
Completamente a oscuras, salvo por el tenue resplandor de las brasas, soltó la cuerda que sujetaba la puerta y Hakim se deslizó al interior.
—¡Casi me matas del susto, hijo de puta! —Hasday se dio cuenta de inmediato de lo inconveniente del exabrupto, pero no se paró a pedir disculpas—. Me has hecho apagar todos los candiles.
—Lo siento —se limitó a decir el muchacho—. Pensaba que te alegrarías de verme.
Hasday había buscado una vela casi a tientas, la acababa de prender en las brasas y estaba encendiendo de nuevo todos los candiles. Miró a su amigo, que ya había sujetado la puerta y estaba colocando en su sitio la manta que la cubría. Llevaba consigo una pala que había dejado apoyada junto a la jamba.
—No me alegro, Hakim. Esta tarde he reflexionado y sé que estabas en lo cierto, no tengo derecho a pedirte que lo arriesgues todo por mí. Es más, prefiero que vuelvas a casa.
—No pienso hacerlo. Si no abro la fosa mientras tú hurgas ahí dentro —dijo a la vez que señalaba el bulto de la mesa—, no podrás dejarlo sepultado. Recuerda lo que ocurrió con el cerdo que dejamos a medio enterrar.
A la mente de Hasday acudió el revuelo que se había armado en Yayyán tres años atrás, y experimentó un escalofrío al pensar en lo que podía ocurrir si lo que aparecía eran los restos de un ser humano.
—Está bien, pero ten cuidado. Si oyes cualquier cosa, deja la pala y sal corriendo. No me perdonaría que te ocurriera algo por mi causa.
—Cavaré en una era del extremo que el viejo tenía preparada para la siembra. Así nadie reparará en la tierra removida, si es que alguien se acerca por aquí en semanas.
Cogió la pala y salió con rapidez, cerrando la puerta tras de sí.
—No se ve nada desde fuera —añadió en un susurro—. Puedes estar tranquilo.
Las horas pasaron a velocidad pasmosa para Hasday. Cuando Hakim regresó, cubierto por una capa de tierra y sudor, el hígado del anciano reposaba sobre el cuero. El muchacho no pudo reprimir un gemido ante aquella imagen.
—Padecía una enfermedad hepática, cirrosis —explicó Hasday, mirando aquel órgano. Presentaba un aspecto blanquecino, en lugar del habitual color de la sangre—. Pero no creo que eso le haya provocado la muerte. Más bien pienso que se ha quitado la vida al ver que empeoraba.
—¿Quieres decir que se ha quitado de en medio antes de empezar a sufrir? —se extrañó Hakim—. ¿Y cómo lo ha hecho?
—Cicuta —aseveró Hasday, categórico, al tiempo que señalaba una de las escudillas del suelo a la que no habían prestado atención antes—. Hay restos de jugo y hojas machacadas, y esta tarde he tirado fuera unos tallos de la planta que había confundido con hinojo. Además están el vómito, ya has visto que era verdoso, por las hojas ingeridas, y el olor característico de su orina.
Hakim lo miró con expresión de asombro.
—Para algo sirven las horas que pasas junto a Qâsim y todos esos libros en los que te dejas los ojos.
Hasday sonrió. Era cierto que lo que sabía sobre la cicuta lo había aprendido de uno de los tomos del Dioscórides, que seguía consultando prácticamente a diario.
—No he terminado aún —se excusó—. Vete a casa, yo cubriré la fosa.
—No podrás hacerlo tú solo antes del amanecer.
Hasday sabía que tenía razón.
—En ese caso acuéstate ahí —señaló el catre a su espalda—, debes de estar agotado. Descansa un poco.
—Prefiero echar una cabezada fuera —respondió Hakim con cara de asco, dejando claro que no pensaba acostarse donde unas horas antes había muerto aquel hombre, entre vómitos.
—Está bien, te avisaré.
Hasday volvió a concentrarse en su tarea. Todavía le quedaban dos detalles importantes que observar. Había abierto la cavidad torácica y el abdomen, y había seguido el curso de los vasos que salían del corazón, pensando que habría dado cualquier cosa por ver aquella prodigiosa maquinaria en funcionamiento. Pero una vivisección era impensable. ¿Sería posible observar las contracciones del corazón en un hombre inconsciente pero vivo? ¿O quizá se detendría al instante, en el momento de abrirlo? ¿Y los pulmones? ¿Cabría la posibilidad de ver aquellos sacos rosados hincharse con el aire inhalado? La mayor parte de la información al respecto provenía de los médicos que seguían a los ejércitos, pues, paradójicamente, las grandes batallas eran una magnífica fuente de enseñanzas médicas. Era allí donde los físicos veían cuerpos eviscerados, miembros cercenados, cráneos abiertos. Por cruel que pareciera, esa había sido durante toda la historia la única manera de adquirir conocimientos de anatomía humana. Por fortuna, muchos de aquellos hombres habían reflejado por escrito el saber adquirido en aquellas circunstancias, y de ahí bebían quienes les habían sucedido en el oficio. Así había sabido Hasday de la semejanza de los órganos entre hombres y bestias, aunque no por ello dejó de asombrarse al verlo con sus propios ojos.
Tomó la mano del anciano y la colocó con la palma hacia arriba. Quería estudiar en profundidad la disposición de los huesos de la muñeca, los nervios que la atravesaban y los vasos que llevaban la sangre. Uno de sus pacientes, platero de profesión, había acudido buscando ayuda porque era ya incapaz de sujetar sus delicados instrumentos. Había perdido sensibilidad en los dedos, a menudo se le caían las herramientas y por la noche sufría de fuertes dolores. Practicó una incisión transversal con el escalpelo, después otra perpendicular desde la palma de la mano hasta el primer tercio del antebrazo y, con cuidado, disecó la piel. Después, uno por uno, fue disecando los músculos, cortando sus inserciones en los huesos, separando los cordones azulados llenos de sangre de las cintas blanquecinas, que eran nervios y tendones. Al cabo de un rato, había dejado al descubierto la mayor parte de los pequeños huesos. Comprobó que muchos nervios atravesaban la muñeca por estrechos túneles, y el anciano, después de toda una vida manejando la laya, la hoz, el azadón y quizá también la espada, mostraba unos huesos de borde irregular, con concreciones y deformidades. Lamentó no saber si también había sufrido del mismo mal que el platero.
Terminó por separar la mano del antebrazo, acercó una vela y observó con detalle la superficie de las articulaciones. Raspó con un punzón una de aquellas concreciones blanquecinas y comprobó que tenían un aspecto mineral, como si un alarife hubiera depositado allí minúsculas paladas de yeso o de argamasa. Llegó a la conclusión de que, si aquel era el origen del mal, no podría llevarle buenas noticias al platero. Se desentendió de la mano muerta y la dejó en el costado opuesto, se lavó las suyas y limpió el escalpelo y el punzón en la jofaina que reposaba en el extremo del tablón. Después afiló con cuidado un escalpelo aún más delicado, una lanceta y unas pinzas diminutas, y se dispuso a acometer la última parte de la labor que se había propuesto para aquella noche. Respiró hondo antes de retirar el paño que cubría el rostro del anciano. Con decisión le abrió un párpado, palpó el globo ocular e introdujo el escalpelo por el borde. Trató de ser cuidadoso mientras rodeaba el ojo con el afilado instrumento seccionando todas las inserciones y después lo introdujo hasta la parte posterior para seguir cortando, hasta que la pequeña esfera quedó por fin entre sus dedos.
—Esto lo hago por ti, Qâsim —se dijo.
Metió el órgano en la jofaina y volvió a lavar los instrumentos. Empezaba a acusar el cansancio tras varias horas en pie, de modo que se sentó en el taburete. Hizo sitio encima del cuero, acercó varios candiles y sostuvo el ojo por el pedúnculo posterior. Con la mano derecha, tomó el escalpelo más pequeño, tratando de apartar de su mente la idea de que el anciano seguía observándole tras aquella mirada vidriosa, y examinó con detenimiento la admirable estructura que tenía entre los dedos. Hizo la primera incisión en la córnea y una pequeña cantidad de líquido transparente se escurrió hacia el cuero. La cámara anterior del ojo quedó vacía y tuvo dificultades para recortar aquella membrana transparente y delicada. Tenía ante sí el orificio de la pupila, enmarcado por un iris pardusco que cortó para abrirse paso. Al fondo se adivinaba una estructura blanquecina que le recordaba la telilla opaca que había dejado ciego a Qâsim. Quizá fuera la causa del problema, pero si entraba por allí podía destruirla, así que decidió cortar la capa externa del globo para observar su interior. Al incidir con el escalpelo, brotó un humor gelatinoso y límpido que dejó caer sobre el cuero. Entonces se reveló el cristalino, la pequeña lente que describían los anatomistas en sus obras. Usó la pinza para sacarlo de su sitio, justo detrás de la pupila, y al ver su aspecto, semejante a una perla de cristal perfectamente tallada y pulida, comprendió por qué había recibido aquel nombre. Sin embargo, en aquel caso, la transparencia que resaltaban los autores, y que él mismo había observado en alguno de los animales que había disecado, no era tal. Una ligera turbidez empañaba la parte anterior de lo que debería haber sido una estructura diáfana, y concluyó que el viejo que yacía en la mesa había empezado a padecer el mismo mal que había dejado ciego a Qâsim. Sus pensamientos comenzaron a volar. ¿Y si fuera posible, con la ayuda de delicados instrumentos, acceder a aquella telilla opaca y extraerla? Se sujetaba al interior del ojo por lazos lábiles que se podían desprender con facilidad. Pensó que el dolor haría imposible la operación, pero sabía que había métodos para evitarlo y sintió que se le aceleraba el corazón. Tenía otro ojo con el que practicar y sabía que una ocasión como aquella no se repetiría, así que emprendió la tarea.
Ignoraba el tiempo que había transcurrido cuando extrajo el segundo cristalino con ayuda de las pinzas a través del orificio de la pupila. Había salido con facilidad y, salvo por el corte imprescindible de la capa exterior, el resto de las estructuras del ojo no parecían afectadas. ¿Sería posible hacer cicatrizar una herida como aquella en un hombre vivo? ¿Podría recuperar el paciente el líquido que se vertía al practicar el corte? Concluyó que las respuestas a aquellas cuestiones solo podrían obtenerse a través de la experimentación, quizá sometiendo a analgesia a un animal para practicar la técnica con él y comprobar los resultados. De repente se sintió abrumado por la ingente tarea que supondría resolver aquellas dudas. Una vez más, tenía la impresión de que, cuanto más sabía, más le quedaba por saber; cuantas más puertas abría, más puertas cerradas descubría. De algún modo, era la misma sensación que había experimentado en sus viajes cuando, al alcanzar el alto de un collado tras un ascenso agotador, solo descubrían nuevas cadenas de montañas que se extendían hasta perderse en la bruma del horizonte.
El ruido de la puerta al abrirse le sacó de su ensimismamiento. La cara de Hakim se descompuso de nuevo en un gesto de repulsión, y Hasday comprendió el motivo al echar un vistazo a su alrededor. El rostro del anciano parecía mirar a lo alto, pero las cuencas de sus ojos estaban vacías, salvo por el exudado sanguinolento que en parte las había llenado. Los ojos, o lo que quedaba de ellos, yacían en el cuero en medio de un charco de líquidos y humores gelatinosos. Y una mano cortada descansaba con los dedos extendidos sobre las ingles del cadáver, la única zona que había quedado a salvo de la labor del escalpelo.
—¡Hasday! —exclamó su amigo, al tiempo que se frotaba los ojos, aún somnolientos, con el dorso de la mano—. ¡Tenías que haberme despertado! ¡Está empezando a amanecer!
Era cierto, por el hueco de la entrada se advertía un tenue resplandor sobre el horizonte. De repente la inquietud se adueñó de Hasday, que solo acertó a musitar una excusa antes de meter los instrumentos en la jofaina llena de agua rojiza.
—¡Ya no tenemos tiempo de enterrar al viejo sin arriesgarnos a ser vistos! —advirtió Hakim.
—Sí, sí que podemos, aún no es de día —repuso Hasday, mientras introducía a toda prisa en el abdomen vacío los órganos que, uno a uno, había ido extrayendo. Estuvo a punto de meter también la mano seccionada, pero aquel gesto incrementó la sensación que ya sentía de haber profanado el cadáver, así que la dejó fuera, pegada al costado.
Hakim agarró con fuerza a su amigo por el antebrazo.
—Si alguien nos sorprende, mañana colgaremos los dos de una soga delante de la muralla. O peor, de una cruz, un castigo a la altura de este delito —añadió con voz firme y una mirada asqueada clavada en los restos del anciano.
Hasday comprendió que tenía razón. De haber estado solo, se habría arriesgado, pero no podía poner en peligro a Hakim. Bastante lo había comprometido ya en algo que estaba empezando a parecerle una locura. Sin embargo, pensó con angustia en la jornada que les esperaba sabiendo que el cuerpo seguía en la cueva, sin recibir sepultura.
—Volveremos esta noche. No nos costaría mucho, pero será mejor hacerlo en la oscuridad —resolvió Hakim.
Hasday accedió. Retiró la jofaina, que depositó en el taburete, y apartó las velas y los candiles. Después levantó uno de los bordes del cuero y cubrió el cadáver con él. Dio la vuelta a la mesa improvisada para repetir la operación en el lado opuesto, y en la penumbra tropezó con el extremo del tablón. El cadáver se sacudió y Hasday maldijo para sí mientras se llevaba la mano al costado, pero terminó de taparlo.
—Maldita sea —exclamó, malhumorado—, usé todas las cuerdas para unir los tablones. Ayúdame, lo colocaremos en el camastro. El cuero está engrasado, no dejará pasar ningún líquido.
Hakim tuvo que sobreponerse al asco para sujetar el bulto por el extremo.
—Te recordaré esto mientras vivamos —le dijo. Su tono hizo pensar a Hasday que, a pesar de todo, aún le quedaban ganas de bromear.
—Considera saldadas todas nuestras deudas. —Seguir la chanza le ayudó a no pensar en lo que estaban haciendo.
Hasday cortó las cuerdas que sujetaban los tablones y, entre los dos, los colocaron en el soporte de la pared, tal como los habían encontrado. También devolvieron la mesa y el taburete a su sitio. Apagaron las velas y los candiles, y abrieron la puerta, por la que ya se colaba una tenue claridad. Retiraron la manta que la cubría y Hasday la metió en el mismo saco que había usado para transportar el instrumental y los candiles. Luego se lo pensó mejor, quizá les fuera necesaria cuando volvieran si necesitaban encender luz dentro de la cueva, así que la dobló y la dejó en el suelo, junto a la puerta. Echaron la vista atrás antes de salir y, en la penumbra, no vieron nada extraño o fuera de lugar. Salvo un fardo con forma humana en el catre.
Las sombras cubrían de nuevo las huertas cuando Hakim cruzó la plantación de qahwah para subir la rampa que conducía a la cueva. Solo la luna en cuarto creciente le permitía poner los pies donde debía, pero sus ojos ya se habían acostumbrado. En una noche como aquella, resultaba impensable encender el candil en el exterior. Prendería la llama una vez dentro, con el carbón que llevaba oculto en su recipiente de barro. Recordó la zozobra de Hasday al confesarle que no podría acompañarle. Se había mostrado sinceramente consternado, pero la razón era poderosa. Como miembro destacado de la comunidad judía en Yayyán, Ishaq iba a ser el anfitrión de una nutrida delegación hebrea que, procedente de Tulaytula, se dirigía a la Madīnat Bayāna con el propósito de embarcar hacia Jerusalén. Tras la cena, tenían intención de participar en una oración comunitaria en la sinagoga, a la que Hasday estaba obligado a asistir, aunque con seguridad su mente estaría en otro sitio. Además, la oración nocturna era la ocasión perfecta para impresionar a los invitados con los efectos de su infusión, e Ishaq le había pedido que se encargara en persona de preparar una buena jarra de aquel brebaje.
El peor trago fue abrir la puerta totalmente a oscuras. Allí, al fondo de la oquedad, ni siquiera llegaba la escasa luz de la luna, aunque sabía que el cadáver reposaba a cuatro codos de él. Se obligó a no pensar mientras desataba la cuerda a tientas. Una vez dentro, palpó el suelo en busca de la manta, reconoció su tacto basto y la extendió. Cubrió la puerta con ella y solo entonces se agachó en busca del carbón. Sopló para avivar la brasa y prendió un cabo de vela. La oscuridad se disipó y Hakim respiró hondo. Allí estaba el bulto, tal como lo habían dejado, y no había ni rastro de que nadie hubiera pasado por allí después del amanecer.
Hakim tenía que cumplir el encargo de Hasday. Al parecer, durante todo el día lo había asaltado una duda. No recordaba haber visto la mano seccionada cuando acabó de envolver el cadáver por el costado opuesto al que había trabajado. Sabía que la había depositado allí para dejar espacio en el cuero, pero no recordaba haberla visto al terminar. Sin duda estaría en su sitio, le había explicado, pero quería que Hakim comprobara que no había caído al suelo cuando tropezó con los tablones. No era probable, pues habían echado un último vistazo antes de salir, pero en la penumbra podía haber pasado desapercibida. Hakim respiró aliviado al comprobar que no había nada en el suelo. Le habría resultado repulsivo tener que recogerla y meterla en el envoltorio, junto a los demás restos.
Se hizo una idea de la situación y repasó el plan que había trazado por el camino, después de saber que, al fin, tendría que ser él quien enterrara solo al viejo. Jamás hubiera pensado que podría verse en una situación como aquella. Abriría la puerta sin apagar la vela para poder sacar el bulto de la cueva. Lo dejaría en el suelo, donde la luna le permitiera ver algo, por poco que fuera, y regresaría para cerrar. Sería solo un instante. Después trasladaría la pala al borde del foso, volvería a por el viejo y lo depositaría en la sepultura. A pesar de todo, pensaba dejarlo de costado y orientado en la dirección de la qībla. E improvisaría una oración, ya que no recordaba las que pronunciaba el imām con ocasión de un fallecimiento. La razón le decía que, si un guerrero desmembrado no encontraba obstáculos para entrar en el paraíso, tampoco debería tenerlo aquel anciano sin nombre, eviscerado por un aprendiz de médico loco. Pensaba cubrir la sepultura igualando la superficie con el resto de la era y marcar el lugar con alguna señal que solo él pudiera identificar. Después regresaría para dejar la pala en su sitio, se llevaría la manta, la vela y el recipiente con el carbón, cerraría la puerta con la cuerda y no volvería a poner los pies en aquella cueva en su vida.