XIX

Bartolomé Cairasco es incapaz de concentrarse en sus esdrújulos con Múxica entrando y saliendo de su gabinete, interrumpiéndolo a cada instante con insólitas preguntas ya sea sobre la Atlántida, a cerca del sacramento del matrimonio o la calidad de la escritura de la pluma con la que intenta componer sus versos, la que las monjas del convento tuvieron por reliquia del arcángel San Gabriel y no pasa del tercer verso:

En tanto que los árabes

dilatan el estrépito

de su venida, con furor armígero

En este preámbulo lleva media tarde, sin la mínima calma para buscar ni título entre tanta plática y retórica con el único propósito de aplacar el ánimo de su inquieto amigo. Al fin ve el canónigo a Nemesio que, en su mula, viene hacia la casa. Advierte a Múxica y este sale corriendo al encuentro de su criado.

Que los hombres de Alonso de las Hijas lo buscaron por todo el Real y que después de ver al gobernador el viejo estuvo media tarde encerrado a solas con el inquisidor y que no ha vuelto a Laguete, sino que se ha quedado en la mancebía, es todo lo que Nemesio le cuenta. Tampoco tiene más que contar; bueno, que los dos criados van con arcabuz y el viejo llegó como si viniera él solo de tomar Granada.

Múxica lo escucha sin dejar de caminar de un lado a otro del pequeño jardín que hay ante la casa. Piensa en los consejos del gobernador y de su amigo Cairasco y los valora. Edad tiene, es cierto; pero ¡qué necesidad! Qué necesidad tiene él de casarse: Ninguna. Pero si no se casa, mientras viva Alonso de las Hijas no podrá estar tranquilo, que es capaz de tenderle una celada en cualquier momento; bueno es Alonso para estas cosas; y tampoco es cosa tener que andar con esa precaución mientras viva el viejo, que seguro que aún le quedan muchos años.

También es cierto que sea la que sea la que dejó preñada, ninguna de las hijas de Alonso de las Hijas es fea y menos las que él tomó; puntualicemos, las que se le entregaron. No es menos cierto que aunque son muchas las herederas, más son las datas que el conquistador recibió por toda la isla.

—Nemesio, ensilla mi caballo. ¿Qué atajo conoces para llegar a Laguete?

—Pero si es de noche, señor —responde Nemesio agotado.

—¿Tienes miedo? Hay buena luna —se ríe Múxica.

—Peor… no me gustan las noches así, esta luz es engañosa.

—Ensilla mi caballo —insiste Múxica.

—Mi mula está agotada —protesta Nemesio.

—Déjala en el establo y ensilla otro caballo. Esta misión lo merece.

—¿Qué misión? —pregunta Nemesio con más temor que curiosidad.

—Tú ensilla los caballos —ordena Múxica y con paso decidido entra en la casa.

Le sorprende encontrar a Cairasco sentado ante un brasero al rojo vivo y aumenta su sorpresa al ver lo que está haciendo: arranca las hojas de un libro y las arroja al fuego.

—Si alguien me lo cuenta, o rectifica o le arranco la lengua por mentiroso —exclama incrédulo viendo cómo arden las hojas y la piel, en la que aún llega a leer, bailando entre las llamas, algunas palabras como Informe, Plumajes, Mundo.

—Es herético —tranquiliza Cairasco, quitando importancia al acto que su amigo considera inaudito en él.

—Ustedes ganan —dice Múxica, hinca la rodilla en tierra y añade con aire zalamero—. ¿Casaréis a este pecador? Quiero que Constanza sea la madrina, ¿se lo pedirás?

—No creo que sea una buena idea —advierte Cairasco perdiendo la sonrisa de un instante antes.

—¿El inquisidor va en serio? —pregunta Múxica también preocupado—. ¿Qué tal está?

—La vida del convento le hará bien. En esta hacienda estaría mejor, o en el Real, es cierto; a mí también me gustaría, pero en estas circunstancias…

—Hacedle llegar mis…

—Las buenas noticias —interrumpe Cairasco—. Se alegrará, seguro. Dios quiera que pueda ser la madrina; algo de cordura quedaría en este loco mundo.

—Tengo que irme. Me llevo un caballo para Nemesio… y ya sabéis, ni estuve aquí ni me habéis visto —se despide Múxica.

—¿Cordura? —dice Cairasco volviendo a sentarse a mirar al brasero; sobre las brasas aún palpitan láminas de ceniza en las que se reconoce las hojas y la cubierta de un libro.

Camino de Laguete Múxica le explica a Nemesio cuál es su cometido en esta ocasión. Nemesio irá a la hacienda De las Hijas y con sigilo, o como quiera, ha de enterarse cuál de las hijas de De las Hijas es la que está preñada; entre tanto, él esperará bien cerca de la hacienda.

No fue difícil para Nemesio. En cuanto puso los pies en la entrada de la hacienda le dieron el alto. ¿Quién anda ahí? Un cristiano. Enseguida lo reconoció y Nemesio preguntó por su amigo Alonso y el mozo le contó lo que Nemesio ya sabe: que el hacendado está fuera, en el Real de las palmas buscando precisamente a su señor, al teniente Múxica.

—Dicen… —susurra el muchacho— que dejó preñada a Carmelita…

Con el mandado cumplido volvió Nemesio donde Múxica le espera. El teniente ya tiene un plan.

—¿Llevas el cornetín? —pregunta Múxica.

—Nunca me separo de él —responde orgulloso.

Aunque Nemesio, con mil pretextos, trató de convencerlo para que espere a la mañana, «que es noche muy entrada y será un gran alboroto», el teniente ordenó seguir su plan.

—A generala, Nemesio, y con todos tus pulmones; ¡que se oiga hasta en Tenerife! —ordena Múxica.

A galope tendido los dos, y Nemesio atacando el toque a pulmón lleno, entraron en la hacienda. Y claro que fue alboroto. Que si Alonso estuviera en casa a nadie le extrañaría, pero estando ausente todos pensaron que era él que regresaba. Y así empezaron a lucir candelas y a salir la gente de la casa principal y de las cuarterías. Y en mitad del alboroto Múxica descubrió a Carmelita entre sus hermanas, la tomó por la cintura y la montó en su caballo. A la madre de la muchacha le dijo: «No tema por ella, señora, que pronto será mi esposa». Y volvieron a salir de la hacienda como entraron, a puro galope pero sin toque de cornetín.

Aún es de noche cuando se acercan al Real. Múxica decide que es mejor no entrar en la ciudad, sino esperar a que amanezca allí mismo, en Los Tarahales, en cualquier cabaña de pastor. Rodean el primer cercado de cabras que se encuentran. Les sale al paso un perro pequeño, peludo, peleón, ladrador y saltarín que lanza dentelladas al aire por no llegar al tobillo de Nemesio, aunque bien que lo intenta; y antes de que Nemesio descabalgue, salen de la cabaña el pastor y su zagal, cayado en mano uno y faca el otro, dispuestos a proteger el rebaño que el perro tiene alborotado. Reconocen al criado y a Múxica, no a quien comparte la grupa con él; intuyen que es mujer —va embozada en la capa del teniente— y gustosos ceden la cabaña y hasta una candela que el pastor se ofrece a prender con la esperanza de ver el rostro de la dama.

—Nemesio, ve a casa del canónigo Cairasco, despierta a quien haga falta sin mucha bulla…

—¿Otra vez a Arucas? —protesta Nemesio.

—Aquí, a la casa de aquí —explica el teniente señalando la ciudad.

—Pero él está en Arucas —insiste Nemesio.

—¡Escucha, carajo! —se impacienta y resume—. Vas a la casa, que te den un vestido de la señora Constanza y lo traes aquí.

—¿Ahora? —protesta otra vez Nemesio.

—Ya tenías que estar de vuelta —replica Múxica enfadado y pega tremendo cachetón en las ancas del caballo que sale tan de estampida que Nemesio, por poco, no acaba en el suelo.

Carmela sigue en la montura y para descender no se agarra a las manos que Múxica caballeroso le ofrece, se cuelga de su cuello y salta sobre sus brazos. Tan de sorpresa le cogió que también él, con dama y todo, estuvo en un tris de caer a los pies de su caballo. Y así, en volandillas y amarradita al cuello de sus amores, cruzó Carmelilla el umbral de la cabaña. Mas no hubo más.

—Descanse mi señora, descanse y nada tema, que yo esperaré a Nemesio ahí fuera; al alba iremos a ver a su señor padre.

Nada temía Carmela. Y si ahora gimotea en la soledad de la cabaña no es de miedo, no, que no tiene ninguno, sino de desilusión; esperaba que el rapto se consumara, que Múxica es buen mozo y con él lleva soñando ya va para tres meses.

A la altura del convento de San Francisco Nemesio oye el trote corto de otro caballo, arrea al suyo con un chasquido casi sordo y aprieta los talones en el vientre de la bestia. Descarta la entrada principal y dirige al animal hacia la puerta del huerto. Al doblar la tapia ve a un caballero desmontando ante la misma puerta; al instante alguien la abre y el visitante entra. Comprueba que no es el único que anda en recados en esta noche de luna llena. También él desmonta y tanto como la visita le extraña encontrar al canónigo en su casa. Tampoco Cairasco oculta su sorpresa al ver a Nemesio, «espera un instante», le dice, y se pierde con el visitante entre las sombras del huerto; al poco vuelve a la puerta.

—Señor, el teniente me mandó a por un vestido de la señora Constanza —explica Nemesio justificando su, a todas luces aunque sea luz de luna, inoportuna presencia.

—¿A estas horas?… ¿Y para qué quiere el teniente…?

—Mire usted —ataja Nemesio al percibir la incomodidad que ha causado su llegada—, el teniente ha raptado a Carmelita, la hija de De las Hijas que se quedó preñada. Y como la tiene en camisón, pues supongo que será para casarse con ella mejor vestida.

—Ave María purísima… —exclama el canónigo haciéndose cruces.

—Sin pecado concebida —responde solícito Nemesio.

—¿Pero qué clase de locura ha invadido esta isla? Espera aquí y atiende: Esta tarde estuviste en el convento de Terori y el vestido que te doy, te lo pidió la señora. Yo no sé del teniente ni de rapto alguno, ¿entendido?

Nemesio se encoge de hombros, vuelve a montar y espera ante la puerta del huerto de la casa, a su gusto demasiado concurrida a estas horas de la noche para hacer encargos con sigilo; que si ha distinguido a Pedro Jaén, con la luna que hay al canónigo le sobra la mitad del ojo sano para conocerlo a él. Nada es lo que parece, piensa Nemesio: Cairasco debía estar en Arucas y a Jaén lo hacía en Fuerteventura, y aunque de Arucas al Real se llega en un plis-plás, no hay muchos maestres dispuestos a arribar de noche por mucha luz de luna que haya, que siempre es engañosa.

No es Cairasco quien sale con el vestido, se lo trae hecho un hato un viejo criado que ya debía estar despierto. Y así lo coge, Nemesio espolea a su caballo y al trote se aleja de la casa donde quedan los canónigos en reunión.

—La urgencia y el riesgo de arribar de noche han sido en balde. Esta mañana zarpó la nao que las lleva al destierro —explica Cairasco y añade para consuelo—; ella iba tranquila. Antes de partir —continúa— pude darle confesión y también el nombre de un honrado comerciante de Sevilla, buen amigo y discreto, que estará encantado en comprar las joyas de su dote. Por ella no pase pena, podrá acomodarse con holgura donde guste.

Pedro Jaén no oculta la contrariedad que le produce la noticia, un golpe más a su maltratado ánimo; le hubiera gustado, aunque despedirla fuera imposible, verla partir y así guardar un último recuerdo diferente, no el rostro de la mujer que tantos años en silencio lleva amando, sumido en la vergüenza y aterrado entre los oficiales del Santo Oficio. Desde aquella noche él es la viva expresión de la tristeza; a veces, de un sordo y fiero rencor.

—La señora ha de decir que Don Luis se las compró a Juan el Alfaquí —comienza a exponer Pedro Jaén con la concisión de quien detalla su parte en un contrato— y que tras el accidente, ella se las devolvió a cambio de nada, pues también culpó a esas joyas de su desgracia.

—¿Y ese Alfaquí? —pregunta Cairasco.

—Camino de la Nueva España, pero tengo su testimonio y las joyas en cuestión.

Jaén le muestra dos piezas que ambos conocen: el brazalete de la serpiente y una pequeña placa, también de oro, adornada con el sol de rayos ondulados. Los dos canónigos se miran en silencio unos segundos.

—El Alfaquí tenía orden de quedar a disposición del Santo Tribunal —prosigue el notario del Santo Oficio—, pero embarcó con una docena de familias que a escondidas y cansados de esperar licencia, partieron ayer mismo al Nuevo Mundo. Él trajo el rumor a esta isla y así quedará tachado.

—¿Y sobre los niños muertos?

—Uno aún no había nacido, lea usted mismo la confesión de las madres.

Cairasco lee los legajos que Pedro Jaén le tiende. La primera declara que hace ya un año que falta su marido, un pescador que cayó en manos de Xabán Arráez y como no puede pagar rescate sigue preso en Berbería; por eso, porque está sin hombre, una noche vino a echarse con ella un fraile que ha poco que llegó a la isla y dice que anduvo en el Nuevo Mundo, y aunque sentía que le faltaba poco para alumbrar, era tanta su necesidad y al clérigo tan poco le importaba su estado, que estuvieron fornicando hasta agotarse. Al despertar notó que aquello se removía y sin tiempo de avisar a nadie ni casi dolor alguno dio a luz a un niño que nació muerto. Fue el fraile quien dijo que aquello también era brujería de Doña Constanza, como la muerte de Don Luis; que a él lo mató con la serpiente y al niño con el hautí, ese animal, como un perro con cabeza de hombre, que también está en las piedras de la iglesia y chupa la sangre de los niños aunque estén todavía en el vientre de su madre.

El otro tenía tres meses y estaba sano. La madre cuenta que la tarde que dieron sepultura al que nació muerto fue a acompañar a su amiga en el duelo, pues también ella está sola —su hombre anda recogiendo orchilla por Jandía—, y como estaban tan desconsoladas, y el fraile había dejado en la casa un pellejo de buen vino, cuanto más lloraban más bebían, sobre todo al caer la tarde y oír a los negros un son muy triste que ellos cantan solo cuando muere un niño. Dice que bebieron mucho por la tristeza y porque les gusta, y que ya en su casa, dando de mamar al hijo reconoce que debió quedarse dormida por culpa del vino y al despertar lo halló debajo de ella; amoratadito estaba todo él de pura asfixia. Pero por no confesar su culpa y que su hombre al enterarse la aborreciera, entre las dos acordaron culpar a doña Constanza, que todos saben que es bruja.

—Con esto —Cairasco le devuelve los legajos— Ximénez se queda sin proceso.

—Aún está el testimonio de su suegro y la sospecha de que su padre era marrano. Que Dios nos comprenda y nos perdone —se santigua el notario como despedida—. Será mejor que nadie más me vea en esta casa.

Nemesio, mientras tanto, ya está en Los Tarahales con el vestido de Doña Constanza y al pie de la cabaña explica a Múxica que no hizo falta despertar a nadie; Cairasco estaba en el Real esperando visita y no precisamente la suya.

—Grandes misterios tiene la iglesia, Nemesio; y creo que ni tú ni yo debemos preocuparnos por entenderlos —dice Múxica midiendo el vestido sobre el pecho de su criado—. Más o menos son de la misma talla, ¿no?

—Doña Constanza es más alta.

—Que tú —replica el teniente.

—Y que ella —responde Nemesio señalando la cabaña—. Y más hermosa —remata y salta atrás para esquivar la morrada que Múxica le lanza—. ¿Y ahora?

—Mejor te callas y te acuestas por ahí; tu trabajo ya está hecho.

—No me gusta dormir por donde hay cabras.

—¿Te dan miedo? —se burla Múxica.

—No es eso, señor… —balbucea Nemesio—, es que no aguanto el olor…

—No te hacía tan delicado. Haz lo que gustes, pero deja aquí el caballo.

Múxica se queda haciendo guardia a la puerta de la cabaña y Nemesio se dirige hacia el Real, a su casa. Cada cercado de cabras que encuentra a su paso, al paso le salen todas las tentaciones; y aunque el apuro es grande, grato es el recuerdo que conserva si no estuviera mezclado con vergüenza y desprecio hacia sí mismo. ¿Por qué tuvo que matarla?

Con la aurora, el sol aún está oculto bajo el mar, Múxica despierta a Carmelita que, después de algún gimoteo, al fin quedó dormida. Aunque el caballo de Cairasco no está ensillado para una dama, en él monta de un salto Carmelita, para sorpresa de Múxica, con seguridad y gracia. Al Real se dirigen. Entran por la puerta del castillo de Santa Catalina y enfilan hacia Vegueta, a la plaza Santa Ana. En el pilar amarran los caballos y ante la puerta de la catedral esperan.

Como Múxica sospechó, Alonso de las Hijas no tarda en aparecer camino del palacio de gobierno; los ve, desnuda su espada y hacia ellos va. Los pocos vecinos que pasan por la plaza se paran a mirar. Múxica sale a su encuentro.

—Señor, vengo a pedirle a su hija en matrimonio ante nuestra catedral. Sepa que no la he deshonrado, pero si no me la da haré cualquier cosa por lograrla —lo dice bien alto, lo suficiente como para que los curiosos puedan oírlo.

Y lo oyen, pero su atención ahora la ocupan los dos criados de Alonso de las Hijas, que salen corriendo del palacio de gobierno con su arcabuz al pecho, mientras el viejo deja caer la espada al suelo y abraza al teniente sin poder contener un par de lágrimas. A su hija, solamente la mira; y cómo.

Del palacio episcopal también salen cuatro oficiales del Santo Oficio, pica en mano, que rodean a Múxica dispuestos a prenderlo. El teniente desenvaina su espada y el viejo Alonso recoge la suya del suelo preparado también para hacerles frente; sus dos hombres con arcabuz, miran y dudan dónde apuntar.

—Quiten de ahí y apunten al cielo, carajo, que eso lo carga el diablo —les ordena Alonso—. Ya no hay motivo para prenderlo. Vamos a ver a Su Eminencia Santidad —toma a Múxica del brazo y lo conduce al Obispado—, él será quien los case. Y de padrino don Diego de Herrera; así se acabará tanta disputa, que un matrimonio une mucho, ya verá usted, ya verá, hijo mío…

Ante Fernán Ximénez se fijó en una semana el día de la boda y el inquisidor quedó sin motivo para prender al teniente, que eso de que está embarazada nadie lo sabe y así no hay deshonra alguna.