IV

A la misma hora que entra Múxica al palacio de Gobierno, llega a su casa, la casa de las Gemelas, María Correa la hija de la Farfana. Ni los tres hermosos pollos y el pañuelo de buena seda que trae, levantan el ánimo de su madre.

—Has de pedirle dineros, hija, que el teniente los tiene de sobra. Dinero suficiente para embarcarnos antes que llegue el inquisidor —apremia Farfana preocupada.

—¿Irnos, ahora que lo tengo bien amarrado?

—¿Amarrado, María? ¿Qué sabes tú de los hombres como él? Los de su condición y posición: ahora te tomo y después te dejo. Tienes buen cuerpo, mi niña; la carne prieta y blanca y ni una mancha en la cara. ¿Crees que yo siempre fui así? Ese hombre te usará mientras le des el gusto, después, si te he visto no me acuerdo —sentencia la madre.

Nadie hubiera pensado que aquella muchacha tan hermosa era hija de la vieja Farfana. Esplendorosa como sus diecisiete años, justa en carnes, pelo gualdo, labios carnosos y la nariz chata, y unos ojos azules que pierden a quien los mira; no es de extrañar que el mismo teniente del gobernador esté encaprichado con ella y le regale, casi a diario desde hace un mes, comida y ropa o cosas para la casa; «nada de dineros que eso, —dice—, es para las mujeres de la mancebía».

—Madre, tengo hambre. Podemos hacer una buena olla y convidar a las Gemelas.

—Tampoco nos conviene seguir en esta casa, hija.

—Son buena gente. ¿Qué mal pueden hacernos?

—Son reconciliadas, y ganas tendrán de hacer méritos ante el nuevo inquisidor.

—Calle madre, que siempre nos han tratado bien y cuando no hemos podido pagarles nada nos han exigido. Y más de una vez… si no fuera por su olla…

—María, que tú no sabes qué es la inquisición.

—¿Cómo que no?

—¡No, hija, no! Tú no conoces lo que es la Inquisición.

—¿No era inquisidor Tribaldos?, pues bien que lo conocí.

—Por eso no nos tocó, ¿o no te acuerdas ya quién te desvirgó?

—Madre, las preocupaciones crecen con el estómago vacío. Vamos a preparar los pollos, comemos bien y después pensamos qué se puede hacer.

Salió María a buscar a las Gemelas y tras ella su madre con el mismo guineo. Ana o Luisa, que tanto monta, le dice a la Farfana que Blasia de Cuxa anda buscándola, que parecía dolorida y que vino un par de veces. Bien lo sabía Farfana que estuvo esquivándola cada vez que la vio venir; también sabe por qué la busca.

—Hija, dame uno de esos pollos, que con los otros dos hay suficiente para las cuatro.

Farfana dijo que volvería cuando la olla estuviera lista. Ata las patas del pollo y con él sale a la calle, dispuesta a enfrentarse con Blasia de Cuxa y dejar las cosas claras de una vez por todas, mientras su hija y las Gemelas juntan con qué preparar el guiso.

«Bien verdad es —discurre la Farfana mientras va calle arriba al encuentro con Blasia— que tú me diste un queso de flor y medio celemín de trigo por un sortilegio para que tu marido no tuviera ni brazos ni piernas contra ti, pero el sortilegio no ha surtido efecto alguno, y un pollo no es cambio suficiente. Pues bien —cavila Farfana y concluye—, tú te quedas con el pollo y nos olvidamos las dos que hemos tenido ningún trato. Y si viene la Inquisición, que dicen que igual viene, ten en cuenta que tanto paga quien hace sortilegios como quien los pide; así que, por el bien de las dos, aquí paz y en el cielo magro. Que el pollo te aproveche, porque el trigo es pan comido y del queso no queda ni el olor».

Blasia de Cuxa es la mujer de un maestro de azúcar que, aunque vive habitualmente en el ingenio de Amurga, en Telde, tiene casa en la plaza de Peso de la Harina. Allí pasa el tiempo Blasia desatendida del marido, que viene a la ciudad cada vez menos, dicen, por el trato que tiene con una joven mulata del ingenio. Y cuando viene suele tomarla con Blasia, sobre todo cuando está bebido, y así suele estar cada vez que llega a la ciudad.

«Si Blasia vino a mi casa es que el maestro Pedro ya volvió al ingenio», deduce la Farfana cuando llega a la plaza empedrada. Claro que se había ido, pues ya está a punto de empezar la molienda de la caña y se pasará el día de la casa de calderas a la de las mieles; y controlando, también, que los pilones de azúcar sean bien blancos y sin impureza alguna.

—Algo falló Farfana, algo falló —lloriquea Blasia de Cuxa al ver a la vieja en la puerta de su cocina.

Blasia está sentada frente al hogar. Sobre los teniques tiene un puchero que revuelve lentamente. Está desnuda de cintura arriba y tiene la espalda con tantas marcas de azotes que ni le caben, toda enrojecida y en carne viva de los golpes que el marido le propinó con la cincha de la mula, lo primero que se le vino a la mano.

La vieja Farfana deja caer al suelo el pollo patiatado que lleva y se hace cruces ante la carnicería que el bruto del marido dejó en las carnes de la mujer, y mira que son carnes…, que Blasia es bien gorda; chaparrita pero gorda, con todas las carnes que le faltan a Farfana.

Blasia de Cuxa, sin dejar de gemir, quitándose lágrimas y mocos al tiempo, deja que la vieja curandera enfríe el empaste del puchero y se lo vaya aplicando por la espalda dolorida.

—Llegó con mala cara, como siempre, pero le di el vaso de vino y le mostré la carne que le había preparado y hasta me pareció que me sonreía —ella, sin embargo, sigue llorando a moco suelto—. Se comió todo y bebió con gusto. Cuando terminó, le traje el aguamanil y un paño para secarse; y tenías que haberlo visto. A su manera, claro, pero me miraba bien; y en vez de tomar el paño, así, como jugando, empezó a secarse con mis faldas y a palparme toda, y entre empujones fue llevándome a la alcoba… y allí… me tomó… —la cara de Blasia, redonda como un pan, está completamente llena de lágrimas y mocos, tan abundantes como sus hipíos. Mientras la vieja sigue extendiendo el ungüento por la espalda, Blasia se limpia la cara con un paño y mira con cariño a la vieja.

—Farfana —le dice—, fue como en los primeros días. Con la necesidad que yo tenía, qué a gusto me quedé; como una gloria.

—¿Y entonces, esto qué fue?… ¿de tanto gusto como tuvo? —la vieja Farfana, para sí, está reconsiderando todo. Blasia niega con la cabeza y la Farfana, por decir algo para ganar tiempo y pensar qué pudo haber pasado, añadió bien seria y segura—: No sé cómo hay gente que le dé gusto que le peguen…

—No, Farfana, que no. Tú sabes que yo no soy así.

Lo que la vieja Farfana sabe, es que ella traía un pollo para negociar con Blasia su silencio. Pero resulta, por lo que lleva oído, que algún provecho sí que hizo el conjuro, pues Blasia acaba de decir que su marido la tomó con ganas y gusto para los dos. Así que hasta ahí todo fue bien, según parece. ¿Qué fue, pues, lo que falló?

Blasia repasa, para la vieja Farfana, el mandado del hechizo.

—A primera hora, recién sacrificaron una res, compré una buena tajada de carne roja, y en casa —dice Blasia bien bajito, arqueando las cejas, bajando la mirada y enrojeciendo—, como me dijiste, pasé siete veces la carne por mi natura; bien abierta, sí, que me esparranqué toda en este mismo taburete y si alguien me llega a ver de esa manera y haciendo aquello, Jesús… —Blasia, un poco más turbada aún, sigue diciendo más bajito todavía, como temiendo que alguien más pudiera oírla—… entre que la carne estaba aún caliente y el restregarme mis partes con ella, y sus líquidos corriéndome por las ingles, y mi necesidad… pues, resulta que empezaba a darme gusto así, con tanto restriegue, Jesús, que tuve que parar al llegar a las siete pasadas que me dijiste me diera, que si fuera por las ganas hubiera seguido restregándome un buen rato. Y me quedé, Jesús, Farfana, a media gana, que es peor que nada. Y después me lavé mis partes con el vino y lo colé para que no quedara allí ningún pelillo. Y con esos pelos y los que se quedaron, del restriegue, en la tajada y otros más que me arranqué de las mismas partes, los tosté, y bien majaditos y con las tres gotas de sangre de mi flux que había guardado, todo bien mezclado, se lo puse en la pella de gofio. Y sí que comió y bebió con gusto, Farfana. Y me tuvo, ya te dije, como en los primeros días.

—¿Y entonces? —pregunta Farfana— ¿por qué la cogió contigo?

—Entonces, que cuando creí que dormía, metí los dedos bien dentro de mi natura para untarlos en los flujos y le hice la cruz en la espalda, como me habías dicho la otra vez, para que la aborreciese a ella; pero no estaba dormido y notó que algo le hacía y ni terminar me dejó, que empezó a gritar que qué mierda de suerte era esa que le estaba haciendo y agarró la cincha nueva de la mula que estaba colgada en la alcoba, nuevecita, flamante y sin estrenar aún, y la estrenó sobre mi espalda como un loco, Farfana, como un loco… —y volvieron los hipíos y las lágrimas y los mocos a la cara de la pobre Blasia.

—Mujer, pero no tenías ya bastante con que, además de no pegarte, te dejara bien folgada.

—Sí, Farfana, pero si esta vez el hechizo había surtido su efecto, por qué no probar aquel, el primero que me diste para que aborreciera a la mulata y no quisiera estar con ninguna otra mujer, y que solo conmigo se diera gusto y me tratase bien y trajera cosas para esta casa, que es la suya, y la tiene tan abandonada como a mí.

—Blasia, la avaricia rompe el saco…

—Y las carnes, mira si lo sé.

La vieja Farfana termina de extender el ungüento por la espalda de Blasia y se limpia las manos en el mismo paño con el que ella acaba de quitarse lágrimas y mocos de la cara.

—¿Y ese pollo? —repara Blasia al ver al animal patiatado a la puerta de la cocina.

—Como me dijeron que me buscabas y te habían visto algo tullida, pues me traje otro remedio… —improvisa.

—Qué buena eres Farfana —gime Blasia, otra vez con lágrimas en los ojos, abrazando a la vieja.

—Blasia, esto no lo confieses, por mi hija, que ya sabes que son igual de severos con quien hace hechicerías que con quien en ellas cree y las practica… y por ahí dicen que vuelve la Inquisición.

—¿Y ahora qué va a pasar?

—Si tú no dices nada…

—No… que si crees que volverá mi hombre o ¿tendremos que buscar otro remedio?

—No sé Blasia, déjalo ahora así y ya pensaremos algo si no vuelve manso, que esta vez lo estropeaste tú, maldita sea —le recrimina la Farfana cogiendo el pollo del suelo—. Este animal aquí, por ahora, no hace ninguna falta. Y tú, anda a la cama y descansa, que mañana estarás mejor.

Cuando la vieja Farfana sale a la plaza del Peso de la Harina ya es de noche. Camino de su casa, donde la calle de la Vera Cruz se cruza con la del Agua, vio a dos hombres caminando en dirección al Quemadero y en uno de ellos creyó reconocer al teniente Múxica. Aunque era desviarse de su camino y llevaba en la mano el pollo, y ese animal no es la mejor compañía para andar siguiendo a alguien con sigilo, pudo más la curiosidad por comprobar si en verdad era Múxica y saber con quién andaba a aquellas horas, dónde se dirigía y a qué otras mujeres satisfacía el teniente, que las ganas de cenar con su hija y las Gemelas. Los dos hombres al poco se pararon y, sin llamar, entraron en casa del mercader Martín Toscano cuando alguien que debía estar esperando les abrió la puerta con cautela.