XVII

Clarea la mañana del domingo cuando Múxica, con un encargo del gobernador, visita las casas de algunos caballeros del Real y de la Vega de Jinámar. Herrera lo envía solo a los hombres que sabe más fieles, algunos de los que salvó de ser vendidos en Berbería por Fleury; no quiere comprometer a nadie más de lo necesario. Va con su oficio saber en cada momento qué fuerzas debe arriesgar.

Les pide que ellos y sus criados acudan armados a la misa mayor. Y así, vestidos de hierro de los pies a la cabeza, con armadura, espada al cinto, lanza en mano unos, ballesta otros y adarga a la espalda todos, se presentan en la catedral más de veinte caballeros con sus criados y servidores. En total, más de cien hombres, en pie y bien armados, escuchan la santa misa ante el estupor de todos los fieles que esperan comprobar si Ximénez tiene valor para leer la excomunión contra Herrera.

Fernán Ximénez no se atreve. Abrevia la liturgia y debe contener la furia cuando, primero el gobernador y tras él los caballeros armados, uno a uno, con el morrión en la mano se acercan a tomar la eucaristía. También el inquisidor oye el murmullo de los fieles. Sabe que entre los artesanos y otras gentes humildes del común tiene aliados y simpatizantes, pero están asustados; carecen tanto de armas como de valor para enfrentarse al gobernador. Tampoco él se atreve a negarle la comunión.

Nemesio no asiste a la misa. Está en los calabozos del palacio de gobierno con Aquilino, el sacristán. Tiene el encargo de animarlo a beber y dispone de cuanta malvasía quiera. Y aunque es una tarea que Nemesio cumpliría muy gustoso, lo cierto es que no necesita animar al sacristán; cómo trasiega sin que lo anime. Mejor, cómo beben los dos.

A la salida de misa, en la plaza Santa Ana la vieja Farfana duele el látigo del inquisidor en sus pocas y secas carnes, pero nadie, a excepción de su hija María Correa, le presta la menor atención. Todos miran al verdugo y al cirujano que están en el centro de la plaza con el tajo y un brasero. Hacia ellos, Múxica con tres de sus hombres, arrastran al sacristán del inquisidor y asesino del sastre que, aunque borracho como una cuba, se resiste, aterrorizado y ebrio, a ser conducido al matadero; tras él se tambalea Nemesio, que trata de animarlo con alguna palmada en el hombro mientras pregona la sentencia del gobernador por el asesinato del sastre.

Diego de Herrera cumple su palabra. La excomunión no ha sido dictada y respetará, por tanto, la vida del sacristán. Pero no puede dejar el homicidio sin castigo y Aquilino se queda sin una mano, sin la derecha, la que empuñó la faca con la que mató al sastre en la mancebía.

A pesar de la borrachera, hizo falta la fuerza de los tres hombres, y hasta la ayuda del teniente Múxica, para sujetar al sacristán y que el verdugo pudiera ejecutar con limpieza su trabajo. En medio de la plaza y a la vista de todos, el hacha cayó sobre el brazo del sacristán por la muñeca y su mano derecha quedó, temblona unos segundos, en el rolo de palma que el verdugo usa de tajo. También sobre el tajo, cuando los hombres dejaron de sujetarlo, cayó desmayado el sacristán después de dar tremendo alarido. El cirujano hizo un torniquete al brazo mutilado para que dejara de perder sangre y aplicó sobre la herida la hoja del cuchillo que tiene en el brasero. Después, con unos trapos limpios vendó el muñón.

Allí, inconsciente en medio de la plaza quedó tendido el sacristán, hasta que Angelines, otra vez como siempre y como un ángel, salió del palacio episcopal con dos criados y allí dentro, sin conciencia ni dolor aún, se lo llevaron.