VII

Cuando mandan aviso a Ximénez de que la isla de Canaria está a la vista, el inquisidor lleva cinco días encerrado en su camarote queriéndose morir, botado sobre la cama y sin poder llevarse un bocado a su maltratado estómago; maldice hasta la primera leche que mamó y desea que la nave se suma en aquel océano infernal antes de seguir un día más en ella. Han sido los cuidados de Angelines, su sobrina, los que le han permitido aguantar con vida la travesía. Ximénez nunca se había hecho a la mar y, a pesar de sus temores iniciales, disfrutó tanto de los primeros días de navegación que estaba dispuesto a atravesar todo el Océano y llegar hasta el mismísimo Nuevo Mundo. La mar calma, la brisa ligera y el sol tibio de aquel final de primavera le hicieron dudar de tantas historias que había oído sobre travesías terribles, de tempestades que solo la ira de Dios puede provocar, de vientos salidos del mismo averno dispuestos a borrar de la superficie de la mar cualquier industria del hombre, de olas capaces de engullir la mayor armada que pueda construirse.

El domingo, la cuarta jornada de travesía, mientras Ximénez está oficiando la santa misa en cubierta, como cada día, la brisa se torna viento y las aguas, de un azul limpio y calmo hasta entonces, comienzan a cobrar tonos plomizos. El cielo se cubre de nubes bien oscuras que ocultan el sol y la nave empieza a cabecear de tal forma que duda poder mantener la compostura debida hasta terminar el culto. El viento ya tiene trazas de galerna, navegan a orza y resulta difícil mantener el equilibrio en los embates de unas olas que crecen por instantes. La flota, que hasta ese momento ha navegado en formación, comienza a dispersarse.

En pleno Credo, antes de despedir a los catecúmenos, Aquilino, el sacristán que acompaña a Ximénez desde Medina del Campo, su primera canonjía, salió corriendo a babor a arrojar cuanto tenía en sus tripas. Media feligresía lo siguió, qué digo media, si cuando se volvió para decir: «Ite, misa est», no seguían el oficio más que su sobrina Angelines, en pie, confirmándole que los ángeles no marean, y los seis esclavos negros que volvían a su dueño, el señor de Lanzarote, por una deuda impagada, que al ir encadenados y no ponerse de acuerdo en qué borda arrojar, terminaron en el suelo. Él aguantó hasta levantar el cáliz. Entonces, todo su estómago se le fue a la boca, las piernas se le doblaron y las rodillas dieron en cubierta; tuvo tiempo para proteger la santa sangre de Cristo, tapando con su pecho el cáliz, mientras arrojaba fuera de sí cuanto había comido, al menos, desde que subió a bordo. Después, fueron cinco días de infierno, los peores de su vida, en los que quiso morir. Los dos últimos días han navegado solos; solo un patache del convoy parece que va y viene, protegiendo su ruta. Por él se han enterado de la suerte que han tenido. Aunque ningún barco cayó en sus manos, la flota de Jean de Fleury aprovechando la dispersión del convoy por la tormenta, atacó a dos barcos canarios. Por suerte, los galeones de escolta acudieron en su ayuda y la flota del corsario se puso en fuga, sin poder llevarlos presos, pero uno quedó en tal estado que hubo que sacar hombres y mercancías antes de que se fuera proa al marisco. Cuando Angelines le contó lo de los piratas, Ximénez empeoró aún más.

—Tío, ya se ve la isla. Venga a cubierta, el aire fresco le hará bien.

Ximénez no tiene fuerza ni para responder. Enfebrecido, débil y demacrado, solo desea llegar a tierra o irse al fondo del mar y descansar de una maldita vez. Con la mano hace un gesto a su sobrina: que suba ella, que lo deje tranquilo en la oscuridad del camarote hediento, acabar de morir entre esas arcadas, como estertores, que le arrancan las entrañas. Pero no, ya sabe que de esta no muere, que si se ve la costa, pronto estará en tierra y eso ahora, lo que más desea, es lo que le preocupa. De ninguna manera quiere que nadie lo vea en semejante estado. Tiene que pensar. Seguro que están esperándolo en el puerto los fieles y las dignidades de la isla; por nada del mundo, ofrecerles esta impresión. Ha de reponerse antes de bajar a tierra y así se lo pide a Santa Ana, madre de la Virgen María y patrona de su nueva iglesia catedral, aceptando, al fin, que la voluntad de Dios dispuso así la travesía. Pero en el fondo de su aturdimiento está una confusa memoria de pecado. De aquel día, el primero de la gran tormenta, solo recuerda que, aunque pensó terminar la misa en su camarote, tuvieron que sujetarle en la cama con correas para soportar los bandazos de la embarcación y no irse, mareado y todo, al suelo del navío. Nada que no estuviera atado permanecía quieto. El hermoso sitial de palo de rosa que le habían construido en Sevilla corría por la habitación y en cada golpe de mar pensó que fuera a descomponerse en mil pedazos contra las paredes del camarote. Solo Angelines parecía flotar en medio de aquella revoltura, ajena a los meneos del barco, mejor aún que el propio capitán, que le ofreció un brebaje que si no servía para remediar su mal, sí al menos para que durmiera de seguido. Después de beber aquello empezó un delirio del que solo tiene algunas iluminaciones, terribles todas, menos una dulce neblina, aquella noche, abrazando el tibio cuerpo de Angelines.

De ángel era el pelo y la piel y el olor de su sobrina que en las imágenes fugaces que registra el desvarío de su memoria alucinada, está en su cama acoplada a él. La abraza por la espalda y con las manos recorre sus senos prietos y firmes, siente erizarse los delicados pezones, acaricia su vientre y el suave vello de su pubis, los muslos entre los que su sexo, vigoroso, se abre paso hasta penetrarla. La posee sin la pasión brutal con la que él siempre trató con hembras, arrepintiéndose en el mismo instante de estar pecando. Pero en los retazos de su memoria no hay nada violento en este acto, al contrario, es el mar quien parece que los mece, como si al tenerla entre sus brazos, acoplado al cuerpo de Angelines, también él hubiera aprendido a flotar ajeno a la tormenta, sin sentido de pecado ni arrepentimiento alguno; y el movimiento del mar, como el de ellos mismos, se volvía calmo, lento, delicioso, hasta sentir derramarse, todo él, en un océano de dicha.

¿Y si no fue más que otra alucinación producida por aquella pócima que le dio el capitán? Angelines sigue siendo un ángel y no tiene, en la mirada ni en el gesto, mácula alguna que le permita pensar que aquello fuera cierto. Todo en ella sigue siendo angelical, virginal. Sí, todo ha debido ser fruto del delirio, del bebedizo y la tentación, que el maligno es capaz de llegar hasta el pensamiento más precavido.

Fue de ver cómo bajaron a Ximénez del barco y de oírselo a quienes lo vieron, que fueron pocos. En cuanto se avistaron las velas de la Blanca Paloma, la noticia de su llegada corrió por toda la ciudad tan deprisa como el viento, que ese mediodía era mucho y fuerte. Mucha gente, sobre todo mujeres y niños, salen de la ciudad hacia la bahía de Las Isletas para recibir a la nao y al inquisidor. Unos expresan alegría y otros tantos ocultan sus temores sumándose al alborozo que el arribo de cualquier navío provoca en las tres mil almas del Real de las palmas. La llegada de un barco siempre es una fiesta. Y así era el ambiente de la ciudad y el puerto, aunque en este caso pensaran, y no eran pocos, que si hubiera de perderse algún navío en manos de piratas, esta nao hubiera sido la menos dolida.

Al pie de la fortaleza de La Luz, mientras la nao fondea, ya están Juan de Troya, deán de la catedral de Santa Ana, el canónigo, notario del Santo Oficio y Tesorero de la Cruzada Pedro Jaén y el teniente Múxica; todos ellos visten sus mejores prendas para el recibimiento.

—Si no es marinero, traerá un humor de perros —dice Múxica viendo que aun dentro de la rada, la mar hace danzar con fuerza al barco.

Troya prefiere ignorar el comentario, no lo oye. Pedro Jaén, sin embargo, no puede evitar una mueca de sonrisa que en él semeja, siempre, un gesto de idiotez. El deán tiene razones para estar preocupado, sabe de Ximénez, aunque nunca tuvo trato personal con él.

Dos barquetas van al encuentro de la nao y maniobran con precaución para acercarse, mantenerse a un costado y permitir que un par de marineros aborden la embarcación. Están observando estas maniobras cuando llega a la fortaleza el gobernador en su carruaje. Mientras Diego de Herrera saluda a su teniente y a los dos representantes de la iglesia, los criados que le acompañan tratan de acomodar una mesa para servir un refrigerio; el viento, fuerte, les dificulta la operación y Herrera, con un gesto autoritario, la aborta, toma las copas y él mismo las reparte entre sus compañeros de protocolo.

—Dicen que es fiero en el pleito, eminencia —le dice Herrera al deán, que rechaza la copa que le ofrece.

—Tenaz —apostilla Troya—. Y guárdese para él el trato de eminencia, no creo que le guste compartirlo con nadie; he oído que es muy mirado para esas cosas.

—Y para sus rentas, tengo entendido —añadió Múxica con media sonrisa—. Buen vino, gobernador —cambió el teniente de actitud al darse cuenta del reproche que Herrera le hace con la mirada.

Todos saben del pleito que Troya, como deán, en nombre del cabildo catedralicio, mantuvo con Ximénez cuando este fue nombrado chantre de Santa Ana. No fue el nombramiento lo que recurrieron, sino que cobrase las rentas de la chantría sin residir en la isla, y Ximénez entonces vivía en Toledo. Allí disfrutaba de una capellanía, la de los reyes Viejos, y ejercía también de fiscal del Santo Oficio. Pero el chantre les ganó el pleito y ahora que viene a la isla no trae solo el nombramiento de Inquisidor apostólico y general de las Canarias sino que, a falta de obispo en la diócesis, también ha logrado los títulos de vicario general y provisor. Demasiados cargos en manos de un solo hombre, piensan todos. Bueno, Pedro Jaén no se sabe lo que piensa ni dónde mira su ojo blanco; cuando sonríe, se duda que tenga esa capacidad, y la sonrisa hace rato que no se le ha ido de la cara.

Una de las barquetas ya viene a tierra, hacia la fortaleza, y a la vista está que no trae al inquisidor, sino a una muchacha y al capitán del barco.

Angelines, otra vez y más que nunca como un ángel, les transmitió los deseos de su señor tío. Viene indispuesto y prefiere recuperarse antes de bajar a tierra; rechaza al médico que le ofrece Herrera y no hace falta que lo esperen, al contrario, encarga al deán que llame a los fieles a la catedral, a un rosario de gracias por el buen fin de la travesía.

Ni Troya ni, mucho menos, Herrera y Múxica pudieron evitar una sonrisa, más que por los males del inquisidor, que también, por la belleza de aquella muchacha que parecía venir, no de Sevilla, como el barco, sino directamente del cielo. A Pedro Jaén, sin embargo, se le borró, aunque en su cara permanece un rasgo indeleble de sandez.

Ximénez está dispuesto a esperar la noche para desembarcar con tal de que nadie vea el estado en que llega. Las campanas de la catedral le evitan la espera en el barco que, ni dentro de la rada, deja de moverse. La llamada al rosario disuelve a las gentes y las conduce a la catedral. Solo un puñado de marineros permanece en la playa, así que, pocos vieron cómo lo bajaron, aunque esa misma noche toda la ciudad parecía haber sido testigo.

Apareció en la cubierta envuelto en su mejor capa de coro que el viento azota y hace que se le enrede entre las piernas y le entorpezca el caminar tanto como el bamboleo de la nave. Lo sujetan, en difícil equilibrio, su sacristán Aquilino y el capitán de la nao. Ya lo han convencido de que, con este viento y tal y como está la mar, no hay otra forma de desembarcarle sin riesgo de acabar en la marea. Débil, descompuesto, casi roto, acepta que sea como quieran; cuanto antes. Dos marineros traen el sitial y lo colocan en el centro de una red extendida en la cubierta. Arrebujado en su capa de coro, atan a Ximénez a su hermoso sitial y así, envuelto en la red que los marineros izan mediante polea, lo suspenden en el aire y bajan a la barqueta. Es la misma red y la misma forma que emplean para descargar a los terneros y otros animales, cabras, la mayoría de las veces. Ximénez sigue queriéndose morir, ahora también de vergüenza; además de agonizante y humillado, está aturdido y escucha en la barquilla, ya libre de la red, a los hombres que hablan como en jerga de marinería de la que poco entiende, aunque distingue que además de un andaluz, alguno debe ser italiano y, al menos otro, portugués.

—Pero ¿dónde estamos? —pregunta a su sobrina en el carruaje obispal que le lleva a la ciudad.

—Ya hemos llegado, tío. En Canaria, ¿dónde vamos a estar?

El carruaje deja atrás la torre de Santa Catalina, la fortaleza también que protege el Puerto desde la otra punta de la bahía y atraviesa una legua de arenales camino de la ciudad del Real de las palmas. Angelines disfruta de un paisaje extraño para ella; por un lado el mar y por el otro, todo un espeso bosque que cubre cuantos riscos y barrancos se extienden a la vista y deben continuar por encima de la nubes, ya que estas le ocultan las cumbres de la isla. Llegan al castillo de Santa Ana, la torre de la que parte la muralla septentrional y que protege la caleta pequeña y sin surgidero al lado de la ciudad. Cruzan la muralla y van dejando atrás los conventos de Santa Clara, la Concepción y San Francisco, y las pocas casas que hay a su alrededor. El carruaje pasa el puente del Guiniguada y al poco se para en la plaza de Santa Ana, al lado de la catedral, ante el portón del Palacio Episcopal.

Hacía tiempo que no se celebraba un rosario tan concurrido. Hasta la vieja Farfana, con su sambenito al cuello, está en la catedral, al fondo, muy cerca de la puerta, con su hija María Correa que está más pendiente de la calle que del oficio, y así ve cómo llega el inquisidor y en qué estado.

—Con suerte, este dura poco —le dice al oído a su madre. La Farfana mira a su hija como para fulminarla allí mismo y ojea después a quienes las rodean para advertir si alguien hubiera podido oír su comentario, cosa imposible de tan pegado al oído como se lo ha dicho, pero la Farfana no se fía ya de nada y menos en la iglesia, donde los santos tienen orejas y hasta oído.

—Toscano no ha venido, ni el herrero Méndez; esos tienen más miedo que yo.

—Hija… ¡Cállate, por Dios!

Cuando termina el rosario todos se van a sus casas y la ciudad queda como muerta, sin un alma por la calle.

Mientras el inquisidor duerme, alguien de los que habían dicho haber visto cómo lo desembarcaban en la red como a un cochino, añadió que se le veía tan delgado, tan pálido y tan flojo que igual traía la peste. El rumor salió de la mancebía y, a ciencia cierta, nadie sabe a quién se le puede atribuir. De conocer al autor de la habladuría, Diego de Herrera lo haría azotar.

Ximénez se recuperó con asombrosa rapidez. Solo le hizo falta dormir de seguido hasta el amanecer; el sueño recompuso su cuerpo y hasta su estómago recuperó el apetito. Con los primeros rayos de sol también entró Angelines en su habitación tan reluciente y limpia como la mañana.

—Ave María purísima.

—Mira a ver qué pueden traerme para comer… Sin pecado concebida, sí…, ve a la cocina y mira cualquier cosa que esté preparada.

Al punto subió una criada al aposento del inquisidor con un guiso de conejo en la tartera. Pidió agua y también vino. Comió y bebió con gusto mientras observaba, con auténtica devoción, manejarse a su sobrina dando órdenes a las criadas.

Volvió a la cama y se quedó otra vez dormido, pero con el sueño llegaron nuevas pesadillas que, ya al atardecer, le despertaron empapado en sudores.