VIII
Una vez recuperado, Fernán Ximénez dedicó sus primeros días en la isla al protocolo propio de sus cargos: se reunió con el gobernador Diego de Herrera y el concejo de la ciudad, después con el cabildo de la catedral y por último con los miembros del Santo Oficio que, en ausencia de inquisidor, han formado el Tribunal, aunque la mayoría de estos últimos pertenecen al concejo o al cabildo.
En realidad, la primera reunión de trabajo propiamente dicha la tiene con el notario de la Inquisición Pedro Jaén, un hombre que le parece de escasas luces, como ya columbró por el proceso de Antón Carreño, pero de tantos años como lleva aquí, buen conocedor de la vida y costumbres de la mayoría de las gentes de la isla. De ser cierto todo lo que le está contado, bien le parecería a un ignorante que esta tierra sean los restos de aquella Babel y de Sodoma y Gomorra destruidas por el gran diluvio y estas gentes descendientes de Magog, el cuarto hijo de Noé, el libertino que engendró la noche de su borrachera y tiene el encargo de esparcir el mal por toda la tierra en las vísperas del Juicio Final, y en vísperas estuviéramos: quien no está amancebado es marrano y lo que es peor, que nadie lo disimula. Empezando por su propia casa. El caso más singular es el de Pedro de Troya, el deán de la catedral, que no ha tenido reparo en bautizar a sus propios hijos y regalarles parroquias por las tres islas del Rey. Y de ahí hacia abajo, todos; si eso hace el principal de la Iglesia qué no harán los infelices fieles.
Ximénez está desayunando cuando entra su sobrina Angelines con Pedro Jaén: qué estampa, el día y la noche, la belleza y entre que el canónigo hiede a establo y que la leche de cabra que le han traído de bebida al desayuno le huele como a hierba verde recién segada, al inquisidor se le vuelven a revolver las tripas que ya sentía asentadas. Ni una ni dos, hasta cuatro o cinco veces tiene que interrumpir a Jaén, excusarse y regresar más aliviado a escuchar aquella sarta de maldades. Además está que Pedro Jaén tiene un ojo como muerto y perdido detrás de un velo blanco, que ejerce sobre el inquisidor tal atracción que le impide concentrarse en lo que oye. Así que le llega la información como a cachos, de lo absorto que está siguiendo la imprevisible dirección del ojo ciego del canónigo y la tensión con que espera cada retortijón de estómago. Aprovechó la soledad del retrete para tratar de organizar, sin la presencia del ojo perturbador y la sonrisa permanente y boba del canónigo, todo lo que le cuenta.
Que aquí, quien quiere guarda sábados como domingos, que al no haber libro de genealogías los marranos usan de lo prohibido y tienen cargos que no les corresponden, que no hay otro día prohibido para comer carne que el que falta dinero para pagarla, que no hay registros de matrimonio ni listas de amancebados, que o no lucen los sambenitos o los llevan como distinción y mejor propaganda de la reputación de sus artes: en fin, que las normas que rigen en todo el imperio se las saltan aquí tanto Aristóteles como su porquero.
No, aquel hombre no le gusta a Fernán Ximénez; ni cómo huele, ni su inquietante ojo blanco y ciego, ni su estúpida sonrisa ni, sobre todo, cómo miró a Angelines al salir de la habitación, pero como informador no tiene precio. Qué figurón hubiera hecho en el cabildo o en el consejo sin saber a quiénes se estaba dirigiendo; ahora, a grandes rasgos, se hace idea de cuánto tiene que insinuar que sabe, para crear suficiente inquietud entre quienes tengan la conciencia sucia; sembrado el miedo, las dudas de cuánto sabe y cuánto no de cada uno, abonan los arrepentimientos, las confesiones de gusto o por fuerza y aumenta la cosecha de penitentes que vuelven al redil: esos son sus trabajos y sus días.
Del gobernador Diego de Herrera sabía poco, y poca cosa sacó de su reunión con él y los miembros del consejo. Presentó sus nombramientos, fueron leídos, aceptados y guardados en la caja roja del archivo con la solemnidad protocolaria del caso.
A solas con el gobernador tampoco encontraron demasiados temas para conversar. Notó a Herrera esquivo y parco en todo, en palabras y en obras, como ya le había advertido Pedro Jaén. La atención del gobernador la ocupa la defensa de la isla y obtener privilegios de la corona que animen a otros colonos a asentarse aquí y así aumentar las riquezas del imperio y, sin duda, las propias. Tan parco estuvo que ni siquiera lo invitó a almorzar, cosa que, aunque el protocolo no lo exige, parece costumbre entre principales de cualquier lugar civilizado. Tal vez para hacérselo notar —después de expresarle que sería un honor recibirlo en el palacio episcopal para el almuerzo del domingo, al fin de la santa misa y la lectura de los edictos— le preguntó si para comer prefería la caza, carne o tal vez pescados.
—Todo es bueno, cada cosa en su tiempo —respondió Diego de Herrera.
El gobernador se guarda bien de que tanto sus palabras como sus gestos parezcan solo secos, no descorteses ni desconsiderados. Saber guardar la distancia exacta es lo primero que debe aprender alguien al servicio de las armas; en ello le va la vida.
—Usted sabe —dijo Ximénez al gobernador— que algún regidor también es miembro del Santo Tribunal…
—Ya ve, aún somos pocos para todos los cargos —explicó Herrera.
—Pero son incompatibles —replicó el inquisidor—. Pronto los cambiaré.
—Ese es su trabajo, Eminencia —dijo Herrera.
* * *
Mientras tanto, Nemesio Quiroga recorre toda la isla: Villas, lugares, aldeas, ingenios y caseríos, ya estén en la costa, en medianías o en barrancos; y hasta las cumbres de Texeda llega Nemesio con su mula pregonando el edicto del inquisidor que ordena comparecer el próximo domingo en la catedral de Santa Ana a todos los mayores de 12 años, sean hombres o mujeres, para oír el sermón y el Edicto de la Fe. Advierte que no se dirá misa alguna en ninguna iglesia, ermita o capilla de la isla y anuncia diversas gracias espirituales a todos los que acudan y penas de hasta 2.000 maravedíes para los que hagan caso omiso.
Nemesio sabe en qué lengua ha de leer el edicto, que en realidad resume dependiendo de la audiencia. Que si tuviera que leerlo entero en cada lugar, en cada plaza o cruce de caminos, ni la mitad se enteraría de nada de lo que dice, de lo enrevesado que escriben los bachilleres, ni con el doble de días tendría tiempo suficiente para recorrer toda la isla, que así de larga es la jerga de la iglesia. Y así, dicho en breve y claro como él hace, sea en portugués, flamenco o italiano, lengua de moros o de negros o en lengua de canarios, que todas habla o en ellas se hace entender, todos se enteran que la misa del domingo en la catedral de Santa Ana es de obligado cumplimiento so pena de multa grave y agravio al inquisidor, que es nuevo.
En la hacienda del viejo Alonso de las Hijas, en la que acostumbra a buscar posada en su recorrido por el norte de la isla, es uno de los pocos lugares donde lee el edicto con todos los miramientos que exige el hacendado. En perfecto estado de revista se reúnen ante la ermita todos los habitantes de la hacienda empezando por el propio Alonso y su familia: su mujer y sus catorce hijas, después el almocrebe, los maestros de azúcar y los cañaveros y otros oficiales del ingenio y la hacienda, y hasta los esclavos; todos reunidos esperan el toque de cornetín de Nemesio y la lectura detallada del pregón:
«Por orden de Don Fernán Ximénez, bachiller en decretos, chantre en la Iglesia Catedral de la Señora Santa Ana en la ciudad Real de las palmas en la isla de Canaria, inquisidor contra la herética pravedad y apostasía, dado y reputado por autoridad apostólica en la dicha ciudad y en todas las otras islas y lugares del obispado de Canaria, a todas y cualesquier personas, así hombres como mujeres de cualquier estado, condición, orden, dignidad y preeminencia que sean exentos y no exentos, vecinos y moradores y estantes, y a cada uno cualquiera de vos a quien lo infrascrito toca y atañe, y atañer puede en cualquier manera, como si los nombres y connombres de vos y cada uno de vos fuesen aquí expresados, salud en nuestro Redentor y Salvador Jesucristo que es verdadera salud…»
Y esto solo para el saludo, antes de entrar en materia. Por eso Nemesio acostumbra a llegar a la hacienda de las Hijas a la tardecita, cuando el sol está bajo y la brisa del mar refresca el valle, que si llegara cuando el sol está alto y tuviera que leer todo el pregón a la sombra de la ermita, aun leyendo lo más deprisa que pudiera, sabe que comenzar, comienza a leer en sombra, pero a la mitad, acaba por llegarle el solajero y no porque la iglesia sea tan pequeña que apenas haga sombra. Si además, como es el caso, también tiene que leer el pregón del gobernador Herrera por el que llama a alarde a todos los hombres de pechada con las armas que dispongan, termina su pregón a la luz de una candela; y eso que el gobernador es más discreto en el verbo y su escribiente solo añade los «otrosí» y «así mando hacer saber» que las fórmulas exigen.
Después, terminada la formularia lectura del pregón vienen los abrazos efusivos del viejo Alonso y los saludos a las damas y el refrigerio con la familia, siempre abundante en todo, con el que celebran cada visita del pregonero. Se sirve esa noche una cena de fiesta y en la mesa no faltan aves de hasta cuatro clases, un par de baifos y carne cochino frita en manteca, que con el calor y la humedad de aquí, no hay quien saque provecho de chorizos o jamones, «que no se secan como en mi tierra y aquí se echan a perder», siempre rememora con fingida nostalgia el padre de familia que, aunque trata de aparentar lo contrario, chorizos y jamones claro que vio en su niñez, pero catar, pocos cató, por no decir ninguno, que aquellos manjares eran de los señores y a él no le tocaba más que custodiarlos. Y pobre de él si notaban merma alguna. También se sirven buenos vinos, recios con la carne y después los olorosos que le envían a escondidas de Tenerife. Alonso de las Hijas era conocido antes como Alonso de la Garza hasta que su primogénito y único hijo, Luis, salió con aquel mismo connombre a la toma de Granada. Y conforme iban naciendo niñas, hasta llegar a catorce, todos comenzaron a llamarlo Alonso de las Hijas y así se siente a gusto.
—Nemesio, ahora explícale a mi mujer lo que se manda en el pregón, que la pobre ya no tiene cabeza para prestar atención a toda la lectura.
Y Nemesio termina también aquí, como siempre, haciendo su resumen. Y es que Alonso de las Hijas añora su pasada vida militar y sus costumbres, y la lectura del pregón, con todo el formulismo, no es otra cosa que la milicia; también entonces, con la excusa de su mal oído, siempre tenía quien le tradujera a palabras simples la orden del día, que su entendimiento no llegaba a toda la arenga; eso sí, su valor y camaradería estaban en proporción totalmente inversa. Echa de menos la vida militar aunque la hacienda está organizada como un destacamento y él sigue haciéndose llamar alférez. Y tanto la echa en falta que, dependiendo de la cantidad de nostalgia que la ingesta de vino le produzca al viejo, termina Nemesio con su cornetín haciendo todos los toques que conoce y son muchos, desde la diana floreada a la retreta, pasando por fajina, rebato y hasta generala a las tantas de la madrugada, para regocijo del viejo y susto del valle.
Durante la cena, las mujeres se interesan por la suerte de sus conocidos en la ciudad, por las pocas familias que quedan de los primeros años de la conquista —cada vez vamos quedando menos y vienen más extranjeros, que si de Génova y Florencia y Portugal y hasta flamencos, tantos que terminarán queriéndonos echar, sentencia siempre Alonso de las Hijas— y para todas mandan recuerdos y recados. Después se quedan los dos hombres solos en la mesa, ante abundante fruta y generosos vinos.
—Hace una semana que se fue Martín Toscano; dicen que vendió todos sus bienes al gobernador Herrera y que se fue sin despedirse siquiera —dice Nemesio cuando se han ido las mujeres y nadie puede oírlo.
Nemesio sabe que Alonso de las Hijas no simpatiza con Martín Toscano. Es de los pocos que conoce que son consuegros, aunque no sabe que, precisamente, por esa parentela fue por lo que discutió con su hijo y lo desheredó. En realidad a Alonso de las Hijas nunca le gustó que su hijo se casara en Sevilla sin haberle solicitado su consentimiento; ni le gustó que cambiara las tierras que había ganado en Granada por otras de la isla de Tenerife y de Fuerteventura, que aunque las había ganado con su esfuerzo, él habría sabido aconsejarle que se quedara en Granada, que siempre es mejor tener la tierra cerca de donde esté la corte, que a estas islas nunca va a venir. Ni le gustaba saber que cuando su hijo Luis de la Garza viene a la isla de Canaria se queda en la casa del padre de su esposa, de Martín Toscano, y nunca viene a visitarlos, si no a él, a su madre. Alonso culpa a Constanza del desapego de su hijo, de su único varón. El viejo se niega a admitir que su hijo marchó de casa harto de recibir castigos y palizas que, con cualquier pretexto, le arreaba; «para que crezca recto y recio», justificaba Alonso.
—Justo ahora que viene Inquisición se marcha don Martín Toscano… —Alonso de las Hijas dice el «don» con mucho retintín—. Nunca me gustó ese hombre, Nemesio.
No, a Alonso de las Hijas no le gustaba su consuegro, pues nunca vino a verlo ni como tal se presentó ni fue invitado a su casa. Supo, de pura casualidad, que Martín Toscano era el padre de Constanza un día que sabiendo a Luis en la isla, en el Real de las palmas, allí se presentó para afear a su hijo que se quedara en una casa ajena pudiendo hacerlo en la suya. Aquel fue el día en que Luis le pidió que no lo tuviera por hijo, aunque antes, en el calor de la discusión, le dijo que él se quedaba donde le placía y que aquella también era su casa, «pues es la casa del padre de mi esposa»; eso le dijo y luego añadió: «Si eres hombre de palabra, olvida que me has visto y cuanto hemos hablado».
—Quien decía que era judío, ahora está claro que algo sabía —Alonso se calló y se arrepintió de haberlo dicho nada más callar. De ser cierto, su hijo, y por tanto también él, había emparentado con esa raza. No, no es posible que la sangre de su hijo, su sangre, haya emparentado con judíos. Por distraerlo de los pensamientos en los que estaba silencioso, Nemesio sacó el recurrente tema de la boda de alguna de sus hijas.
—¿Y para qué quiero casarlas si no les falta de nada? Además, aquí siempre hay qué hacer y estando ellas, nadie que no sea de la familia tiene que andar por dentro de la casa.
Y es que Nemesio siempre termina por informar al viejo de los recados que trae de algún mozo con proposiciones para alguna de sus hijas.
—Josefita, cuando tenga edad, será la que case —la menor de sus hijas cuenta ahora con 11 años—. Y si Indalecio espera dos o tres años será suya.
—Si Indalecio espera y el Señor no lo llama a su lado, que ya ha cumplido los cuarenta —dice Nemesio.
—Ese es fuerte como su padre…
—Su padre murió más joven…
—Pero en pelea, carajo, que si no hubiera sido por el tajo que se le llevó el cuello y la vida, hoy estaría en esta mesa bebiendo con nosotros.
—De todas formas, Indalecio anda por Clara… —dice Nemesio.
—Que se aclare, que primero era Sagrario y después Blasa. Ahora dice Clara y yo digo Josefita.
Sin embargo, por la mañana, antes de partir, las catorce hijas de Alonso de las Hijas se las arreglan para verse a solas con el pregonero y confiarle sus recados más discretos; cada una tiene su mensaje y su destinatario, aunque este último suele cambiar conforme pasa el tiempo y cada pretendiente se aburre de las largas que les da Alonso y terminan por perder cualquier esperanza de emparentar con el viejo, al que todos tienen por avaro. Aunque son muchas las hijas, también son muchas las tierras y los ganados que tiene de las Hijas y las colmenas arrendadas y hasta la orchilla en los últimos años. Si lo sabrá la mayor de las hermanas que lleva viendo casarse hasta nueve pretendientes y los suyos no han sido los de menor paciencia, que tampoco había muchas mujeres entre las que elegir, y menos con una herencia como la que a ella le aguarda. También hubo veces, aunque Nemesio callara, que no dos, sino hasta tres compartieran devaneos y anhelos por el mismo mozo. Pero todas ellas siguen sin perder la esperanza, no así la virginidad que Nemesio sabe que no hace mucho su señor Múxica se benefició a un par de ellas y en la misma noche, por separado, eso sí, pero en la misma hacienda; mientras Nemesio entretenía al viejo entre toque de fajina y generala, Múxica tuvo a una en la cuadra de los camellos y después a otra en el horno.
Cuando Alonso de las Hijas despide a Nemesio ya ha hecho cuentas de su participación en el alarde. Él aportará diez hombres a caballo y cincuenta peones a pie, todos perfectamente armados de su peculio, y una yunta de bueyes llevará a la ciudad en un carro las dos piezas de artillería que posee y otras armas para repartir si hiciera falta. En limpiar lanzas, adargas y demás pertrechos tendrá ocupados a sus hombres las pocas horas de asueto que la hacienda deja.
—Maldita gota —dice el viejo cojeando y despidiendo a Nemesio—, tiene que venir cuando es menos oportuna.
—Hasta el domingo en la ciudad; y cuídese usted, Alonso —se despide Nemesio.
Nemesio salió de Laguete con las primeras luces del día tras recibir los encargos confidenciales de las quince mujeres principales de la hacienda, las catorce hijas de Alonso de las Hijas y su mujer, que siempre, a escondidas del marido, pregunta a Nemesio si ha visto a su hijo y a su nuera, y cómo son sus nietos, si los ha visto, que ella aún no los conoce.
Cuando el sol comenzaba a entibiar el aire llegó a Moya, resumió el pregón antes de que el calor arreciara y se internó en la montaña de Oramas para ir ascendiendo, primero hasta Terori y desde allí hacia las cumbres de la isla para llegar a Texeda. La montaña de Oramas tiene árboles tan grandes que hay sitios en los que el sol no toca el suelo en todo el año. Y tantos manantiales de agua limpia y fresca que, de no ser tan empinado el camino, sería un paseo delicioso de tantas clases de pájaros como allí se escuchan y se ven. Muchas veces Nemesio viene a esta montaña a cazar liebres y conejos para Múxica o para el gobernador Herrera, su caza favorita, pero entonces baja hacia La Vega y ahora debe llegar a Terori y continuar a Texeda donde, aunque hay más ganado que vecinos, también debe dar cuenta del pregón.
Fue en Terori, bajo el pino en el que se apareció la Virgen, de cuyas ramas hoy cuelgan las campanas de la iglesia construida a su vera y en la que se venera la imagen aparecida, donde se enteró de otra aparición, la del arcángel San Gabriel en el convento de las Agustinas Descalzas.
«Este es un lugar lleno de prodigios», piensa Nemesio. Por si no fuera prodigioso el árbol en sí —hacen falta siete hombres con los brazos extendidos para rodear el tronco del pino— arriba del tronco, donde salen las primeras ramas, hay todo un círculo de culantrillo tan fresco y lozano como en bernegal de obispo; y en este frondoso círculo, en el corazón del pino, nacen dos dragos que miden más de tres varas de la raíz a la copa. Allí, dicen que se apareció la virgen.
Que fuera un obispo —aunque ya nadie se acuerde—, el obispo Frías, quien encontrara la imagen de la virgen de cinco palmos de alto en el mismo centro del pino, entre el culantrillo, justo donde nacen los dos dragos y un reguerillo de agua que ahora se tiene por santa, a juicio de algunos deslució un poco la aparición; y si no hubiera sido por las huellas que la imagen dejó sobre la piedra que le sirvió de peana, más de uno, aunque nadie lo dijera, pensó que la habría puesto allí el mismo obispo. Pero ahora, del pino cuelgan más campanas y campanillas que en todas las ermitas de la isla y cinco de ellas más grandes que las que hay en la catedral de Santa Ana, y penden piernas y brazos y cabezas, todas de ceras y trapos, y muletas y tablillas y tantos exvotos y de tantos tipos que aquello siempre parece una fiesta a poco que el viento mueva las ramas. Y ahora un arcángel, aquí al lado. Sí que son prodigios.
A la llamada del pregón no acudió nadie. Bueno, casi nadie, solo el clérigo gordo y calvo que vigila para que todo aquel que bebe del agua de la fuente que nace del pino deje su limosna. La falta de audiencia le extrañó a Nemesio. El clérigo limosnero le contó, como con cierta preocupación, lo que había oído: primero, a la mañana, uno del que dicen que se entiende con la portera del convento, dicen que dijo que oyó, que a una monja se le había aparecido el arcángel San Gabriel. Después, alguien dijo que era verdad y que había dejado una pluma de sus alas en el convento y que era cosa de ver los colores y la gracia de la pluma del arcángel, y al poco y a la vez, el pueblo se quedó sin gente y por la traza que llevaban, todos deben estar llegando ahora a las Agustinas Descalzas.
Antes de agacharse a beber en la represa en la que el clérigo retiene las aguas del pino para que puedan beber a la vez más peregrinos, Nemesio le pidió permiso con los ojos y, por si acaso, se aseguró de palabra.
—Usted sabe que dejo limosna cuando puedo.
—Bebe hijo, bebe, que poca limosna espera hoy la Madre de Nuestro Señor. Que hoy le vaya mejor a las monjas del convento, que también tendrán sus necesidades —dijo el clérigo remarcando bien los «hoy» y pensando que no son buenos muchos sitios de peregrinación en un cacho tan pequeño, pues eso no aprovecha ni a unos ni a otros.
Nemesio dudó si debía ir al convento detrás de la feligresía o dejar el encargo al cura y un pregón clavado en la puerta de la iglesia. Y aunque de normal fuera absurdo pregonar ante convento de clausura y considerable el desvío que debía de hacer en el camino previsto a Texeda, Nemesio se encaminó hacia las Agustinas Descalzas.
Por suerte para Nemesio no había caminado ni una legua cuando se encuentra con el primer grupo de vecinos que volvían desengañados a la villa. Nadie les daba razón alguna de la aparición, y la portera se había negado a abrir la capilla que da a la calle, tras cuyas rejas y cortinas las monjas oyen la liturgia y en la que, dicen, han depositado la reliquia.
—Muchos se han quedado allí —le dice alguien a Nemesio—, por si vuelve a aparecerse San Gabriel, o algún otro ángel a dar algún recado.
Y allí mismo, en mitad del camino y mientras se iba juntando la gente, Nemesio resumió el pregón y confió en que pronto todos los vecinos se dieran por enterados, para retomar su rumbo camino de Texeda, donde nadie sabía aún nada de la aparición del arcángel y mucho se guardó Nemesio de dar noticia alguna, no fuera a ser todo una fantasía y después anduviera su nombre en bocas por propagar falsas apariciones. De allí salió con buena luz aún para enfilar los ásperos riscos que debe cruzar antes de llegar a Tirahana, en lo hondo de una caldera bien profunda donde todos viven en cuevas y tampoco se han enterado de la aparición, mayormente, porque casi todos son canarios, cuando no negros, y muchos aún no entienden otra lengua que la suya y pocas veces hacen caso alguno de cualquiera de sus pregones.
Estaban de duelo en Tirahana cuando llegó. Había muerto, no ha tres días, una mujer vieja que tenían reputada por santera, «harimaguada» dicen ellos, descendiente de un Faicán de Telde que, precisamente en aquellos riscos de Tirahana, en el de Ansite, prefirió morir a entregarse prisionero a los conquistadores. A la mujer ya le habían sacado las tripas y el estómago, el hígado y el bazo y todos los menudillos del interior, y ahora tienen su cuerpo mirlándose al sol; así, al sol, tendrán a la difunta unos días más, lo que dura el duelo, hasta que se haya amojamado y entonces la vendarán toda con cintas de cuero bien prietas, y la depositarán en una de las cuevas que tienen para sus muertos principales.
Por eso, Nemesio hizo su pregón aun más breve que su resumen habitual, por respeto al duelo del lugar. Llegó la noche y con ella también llegó cierta nostalgia al corazón de Nemesio; allí, entre aquellos riscos y entre aquella gente, le dio al pregonero por pensar qué habría sido de sus días de no haber muerto sus padres cuando él era niño. A su padre no llegó a conocerlo, solo que se llamaba Nemesio como él y que había muerto en la toma de Málaga. Su madre, Catalina, era hermana del guayre Aymedeyacoan, de quien se contaba que había perdonado la vida a la compañía de Pedro Cabrón, a la que hizo prisionera en el barranco de Arguineguín y por eso su familia fue respetada al fin de la conquista. En el reparto que hicieron de los canarios, Catalina le tocó al capitán Nemesio Quiroga. Pedro de Vera fue el padrino de la boda y con él partió su padre a la conquista de Málaga y Granada, dejando aquí en la isla a él ya nacido y a su madre. Cuando se supo que Nemesio no entró en Granada, sino que cayó muerto a los pies de la muralla de Málaga, Catalina cogió al niño, que contaba poco más de dos años, y se volvió para Telde. Pero allí no quedaban casi de los suyos, sino vascos del regimiento de Vera que ya cansados de tanto guerrear prefirieron la vida calma de la isla a seguir a su capitán y volver a coger las armas contra los moros. También, otras gentes que habían venido tras ellos y entre los que habían repartido tierras y casas. Catalina reclamó su casa, la cueva en la que nació y en la que siempre habían vivido los suyos. Su reclamación, que un escribano se ofrecía a redactar, debía verla el gobernador, si no el mismo rey. Por suerte, el cura ecónomo de Agüímez dio cobijo a la madre y al pequeño Nemesio, que guarda memoria de aquellos años de niñez. Del cura ecónomo aprendió las letras y algo de gramática, y de su madre la lengua de los canarios con los que hablaba cuando iba a Guayadeque. Allí, en Guayadeque, su madre encontró a los pocos parientes que quedaban de su familia y supo que su hermano ahora se llama Fernando Faicán y está a las órdenes de Alonso de Lugo en la conquista de la isla de Tenerife, peleando contra los guanches. Guayadeque pertenece a Agüímez y es un barranco bien crespo y escondido donde se refugiaron muchos canarios por ser Agüímez señorío del obispo; por eso, allí ningún otro los podía molestar y no sufrían los abusos de los colonos ni de los hombres de la conquista; «son las leyes», les decían y los animaban a presentar pleito si no estaban conformes. Mientras vivió su madre iba a Guayadeque con frecuencia, después no, al cura ecónomo no le gustaba y además, al poco, ascendió a canónigo y obtuvo plaza en Málaga; y a esa ciudad llegó Nemesio siendo un niño de cinco años. De haber vivido su madre ¿no se hubieran quedado en Guayadeque? ¿Cómo viviría él ahora, sin haber visto lo que ha visto y tocado y sin saber lo que sabe? No, no le gustaría vivir entre esta gente. Le gustan las ciudades. Y si quiere ir al Nuevo Mundo es porque le han dicho que allí también las hay y tan grandes como Sevilla y aun más ricas. «Además allí», también dicen, «importa menos si es medio canario o medio vasco», que de no haber vuelto a la isla nadie lo sabría y él, por pinta, bien puede pasar por andaluz o portugués; no por vasco, pero porque su lengua nunca la pudo aprender.
Con aquellas cavilaciones se durmió Nemesio en la ermita de Tiraxana y de allí salió para cubrir su última jornada de pregón en Agüímez y Telde, y volver a la ciudad con el mandado cumplido. Nunca entra en Guayadeque. El alcalde del obispo o el del gobernador, que esa villa tiene dos alcaldes, se encarga de hacerles saber el pregón, y Nemesio se evita así la extraña congoja que allí siente, que no es magua, pues está convencido de que nada bueno perdió él allí.
A dos leguas de Telde, por el valle de Jinámar y cerca ya del Real de las palmas, hay un bosque del que sale mucha madera para las calderas de los ingenios y los hornos de la ciudad. Cuando Nemesio atraviesa el bosque, oye a alguien, pero no lo ve, que no deja de gritar, con voz bien rara, muy fañosa: «¡Alabado sea Dios!»
Por más que Nemesio mira, no ve a nadie, se teme broma y chanza y empieza a amularse. Aprieta el paso, que no quiere burlas de este tipo. Al poco vuelve a oír las alabanzas al Señor como si vinieran de alguien escondido en lo alto de algún árbol.
—¡Alabado sea Dios! —vuelve a oír Nemesio a esa voz rara y fañosa.
—Ya te tengo, maldito… —es la voz de otro hombre, una voz normal, pero que también viene de las alturas.
—¡Socorro! ¡Favor! ¡Socorrrrrrro! —pide ayuda la voz fañosa.
Nemesio duda qué hacer, si acudir en auxilio o desentenderse y salir por pies. Cuando está a punto de tomar una determinación, salir por pies para qué os quiero, oye muy cerca un ruido como de romperse ramas, después quejidos y muchos juramentos nada piadosos. Hacia allí, hacia los quejidos y juramentos, va Nemesio y se topa con un hombre, al que nunca había visto, sentado en el suelo y palpándose una pierna que parece que le duele. Por las trazas de lo que ve, se ha caído de un árbol y hacia lo alto del árbol es hacia donde el hombre dolorido lanza juramentos y amenazas.
—Cuando te atrape… te vas a enterar —dice aquel hombre, amenazante, hacia lo alto de un árbol del que parece haber caído.
Allí mira Nemesio y no ve a nadie, solo ramas. Aspecto de orate no tiene, solo de alguien magullado e iracundo que increpa, eso sí, a un árbol o al cielo, duda ahora Nemesio. Pero, por la voz, deduce que no es él quien pedía ayuda. El que gritaba «socorro» era fañoso, y este, el que jura y se duele, tiene la voz normal.
—Alabado sea Dios —dice Nemesio al desconocido para hacerle notar su presencia.
—¡Y todas sus criaturas! —oye Nemesio, claramente, la voz fañosa que viene de lo alto.
—¡Te cortaré la lengua! —vuelve el desconocido a amenazar a las alturas.
Entonces, Nemesio sí que ve revolotear entre las ramas más altas un pájaro grande y con plumas amarillas y rojas y verdes y hasta azules; un pájaro tan grande como una buena gallina y de un colorido nunca visto. Nemesio se quedó asombrado.
—¡Alabado sea Dios! ¡Alabado sea Dios! —repetía el pájaro de forma clara, aunque con su voz bien fañosa, en lo más alto del árbol.
Nemesio quedó mudo. Ya fuera prodigio o sortilegio, nunca había oído él que un hombre se convirtiera en pájaro o que una gallina, muy bella eso sí, se pusiera a hablar. Mira al hombre, mira al pájaro y no sabe qué hacer o qué decir; desde luego no pensó, ni por asomo, responderle por muchas alabanzas al Altísimo que hiciera el animal desde lo alto, altísimo, del árbol.
Al pie del árbol, donde está una pajarera bien grande y vacía, se enteró Nemesio que no hay sortilegio ni encantamiento alguno, que aquel ave le llaman «guacamayo» y que si uno lo entrena con paciencia llega a decir muchas cosas, hasta una misa entera y de difuntos, le dice aquel hombre. También le cuenta que es lo único que él se trajo de la Nueva España, toda su fortuna, y que con ese pájaro pensaba ganarse la vida exhibiéndolo por ahí.
—¿Y solo eso —pregunta Nemesio señalando al pájaro—, con perdón, se trajo del Nuevo Mundo? ¿Es todo lo que conquistó?
Conquistar, le fue contando, conquistó, para su desgracia, a una mujer en La Española, una mujer —cuyo nombre mejor callar— que él creía soltera, pero que estaba casada con un capitán que andaba en la conquista de la Nueva España. Y cuando el conquistador volvió a la isla, bastante tuvo él con salvar la vida. Hace cinco días que un barco portugués, que se cobró el poco oro que tenía por sacarle de allí escondido pero vivo y traerle a estas tierras, lo dejó en una playa del oeste, entre grandes y crespos riscos deshabitados. Y antes de llegar a lugar alguno, en un descuido, el pájaro se soltó de la cadena con que lo amarra y ese tiempo lleva persiguiendo al animal.
—¿No tendrá usted azúcar? —pregunta el hombre a Nemesio.
—Un terrón llevo siempre en el morral.
—Por lo que más quiera, déjemelo solo un ratito y yo se lo devolveré sin quitarle un solo grano —le ruega el hombre.
En cuanto tuvo en la mano el terrón de azúcar empezó a pregonarlo y ofrecérselo al pájaro que seguía en lo alto del árbol.
—¡Azúcar! ¡Azúcar! —grita mostrándole el terrón.
—¡Alabado sea Dios! —responde el pájaro mientras baja rápido del árbol, de rama en rama, y se posa en el hombro del hombre.
Agarró al animal y le amarró una pata con la cadena, después devolvió el terrón a Nemesio, dándole las gracias. Cuando el animal notó que el azúcar no era para él y que, amarrado a la cadena, lo metía en la jaula, empezó a gritar: «¡Ladrón! ¡Azúcar, ladrón! ¡Azúcar! ¡Azuquíiita! ¡Azuquíiita!», hasta que el hombre cubrió la pajarera con un lienzo negro y grueso y el pájaro enmudeció.
—Sé quién te lo pagaría muy bien; lo que le pidas —dice Nemesio al dueño del animal.
—¿Venderlo? ¡Nunca! De él espero el sustento de mis días —responde.
Caminaron juntos un buen trecho. El suficiente como para que aquel hombre se interesara por quién pensaba Nemesio que podría comprárselo. Nemesio le habló de un canónigo, Bartolomé Cairasco, al que todo lo que sea raro y venga del Nuevo Mundo le interesa y está dispuesto a comprarlo. Y es muy rico.
—Venderlo, no. Pero puedo dejárselo unos días, si llegamos a un acuerdo… —dice el hombre.
—Si no está en la ciudad, búsquelo en Arucas, que allí también tiene casa —recomendó Nemesio antes de despedirse. Prefiere volver a la ciudad él solo, sin tan raras compañías; un hombre desconocido y un pájaro parlanchín.