III
Como todas las noticias que llegan de fuera, la del regreso de la Inquisición también viene del puerto. La Farfana lo oye a la puerta de la carnicería, donde se deja ver cada día por si le encargan algún remedio y saca así una tajada que llevar a la olla y a las tres muelas que le quedan en la boca, gracias a Dios en el mismo lado. Pero en la carnicería ahora no hay un alma. Han llegado dos barcos de Cádiz, los de Simón Maluenda, y están todos para el puerto, a una legua de la ciudad después de los arenales. Ella ve a un chiquillo que venía de allá y al pasar ante la casa del mercader Martín Toscano se puso a tirar piedras a las ventanas mientras gritaba: «Ya verás, judío asqueroso, ya verás ahora que viene la Inquisición como te gusta el tocino».
Así que lo oye, la vieja y flaca Farfana corre por la calle de los Portugueses arriba a pesar de su edad y el solajero que cae. Todas las campanas de la ciudad anuncian la hora del ángelus y la vieja se clava de rodillas en mitad de la calle mientras dura el toque, y con la cabeza tan baja que el sambenito que lleva al cuello le llega al suelo. Ha poco que el ángelus solo se tocaba al atardecer, a la puesta del sol, y no hacían falta tantos miramientos, pues a esa hora ya suele estar guardada en casa, pero con la nueva moda raro es el mediodía que no la encuentra por la calle y sus viejos huesos ya no están para tanta genuflexión.
«Seguro que hoy nadie me ve», también piensa la vieja malhumorada. Cuando las campanas enmudecen, todavía está un ratito quieta a pesar del calor y el dolor de las rodillas. Sudorosa, la Farfana se pone en pie y vuelve a correr calle arriba, de espaldas a la mar, sin cruzarse con nadie; los que no están en el puerto dormitan escondidos en la sombra más fresca. Entra en casa de las Gemelas, la casa en la que vive con su hija María Correa desde que llegó a la isla. Cierra el portón y va directamente al cuarto de atrás, al que ocupa con su hija, sin saludar ni a Ana ni a Luisa, a las que llaman «las Gemelas» porque lo son. Tampoco ellas, en el patio, a la sombra de la parra, junto a la puerta de la huerta y el corral, le prestan atención alguna. Ana o Luisa, que tanto monta pues no hay quien las distinga, está sentada en un taburete y Luisa o Ana, que tanto monta… en el suelo, entre las piernas de su hermana Luisa o Ana que a falta de hombre en casa, hurga en la cabeza de la otra a la caza de las liendres que crían en su abundante pelo para aplastarlas con las uñas. Al poco vuelve Farfana con la misma urgencia.
—¿Y María?
—Vino por ella el sirviente del teniente Múxica y con él se fue —responde Luisa o Ana que sigue despiojando a su hermana—. Pareces nerviosa.
—Lo estoy. Y vosotras ya podéis buscar el sambenito para volver a lucirlo; me han dicho que viene la Inquisición.
—¡Jesús! —dicen las hermanas al unísono; y las tres corren a ver quién se santigua más deprisa.
Ganaron sus sambenitos por razones bien distintas. Las Gemelas, por andar amancebadas con dos jóvenes clérigos que las sacaron de Astorga; con ellos llegaron a esta isla y aquí las abandonaron cuando los frailes siguieron rumbo a las tierras del Nuevo Mundo. Ellas tienen tres años de sambenito y solo ha pasado año y medio, pero desde que se fueron los jóvenes objeto de la penitencia, bastante penitencia tienen con su ausencia y, desde entonces, dejaron de lucirlo sin que le importara a nadie. La vieja Farfana luce su sambenito por hechicerías aunque, ciertamente, no lo necesita para anunciar su profesión, con su cara le sobra, como si lo llevara escrito.
—Señor. ¡Qué cruz! —se queja Tanto monta.
—Y lo contentos que se pondrán muchos —protesta también Monta tanto.
—Y el susto que tendrán en el cuerpo otros tantos —dice Farfana.
—O más… —responden al unísono Tanto monta y Monta tanto.
* * *
Pero el primero en conocer que el inquisidor ya había embarcado y viene en camino fue el gobernador Diego de Herrera. Y no fue esa nueva, desde luego, el motivo de su preocupación. Nada más atracar en la bahía de La Isleta, Simón Maluenda, capitán y dueño de dos carabelas en sociedad con el gobernador, sacó su caballo de las caballerizas de la fortaleza de La Luz, una de las dos torres que protege el puerto y cabalgó hasta el palacio de Gobierno, la residencia de Diego de Herrera. Atravesó a galope, siguiendo la costa, la legua de arenales que separa el puerto de la ciudad.
En el palacio de Gobierno, Herrera espera a su socio con la mesa preparada. Desde que perdió la pierna izquierda por culpa de un cañonazo y la gangrena, sale poco de palacio. Es un hombre recio pero sin gorduras y le gusta la mesa bien servida. Acostumbra a agasajar a Maluenda con pescado fresco, viejas, que sabe cuánto le gustan. Normalmente comen, beben y en el mismo salón, y a solas, disfrutan del baile de dos esclavas moriscas; y con ellas retozan en las alcobas anejas una larga siesta en la que el marino descarga todos los humores contenidos en la travesía. Después, con el sol ya bajo, discuten nuevos negocios y reparten las ganancias.
Hoy no. Simón Maluenda dejó el caballo a los soldados de la puerta y, ante la mesa preparada para la comida, le dice al gobernador que trae noticias que es mejor que corran con cautela. Herrera manda salir a los criados.
—Jean de Fleury está a poco más de una singladura —refiere Maluenda cuando se quedan a solas—. Él va en La Fleur de Lis y lleva otros tres navíos, La Pensé es uno de ellos, y cuatro galeones; su flota siempre va bien armada. No pudieron seguirme —se jacta—, el San Juan es marinero.
—O consideró que era mucho esfuerzo para poca ganancia —sentenció Herrera golpeando con el bastón su pata de palo.
—Es una escuadra de ocho naves al menos. Ver nos vio, eso es tan seguro como vi yo las tres flores de lis de su estandarte. Navegaba a media vela hacia las islas Salvajes, pero sabe que nosotros también lo vimos. Mandé un bote con tres hombres para dar aviso a Tenerife. Detrás de mí salió una flota para Indias, la que trae al inquisidor, pero no creo que se atreva con ella, viene bien guardada.
—Si no se atreve con ellos, atacará cualquier isla; Fleury no es de los que se conforman con irse de vacío. Piratas cerca acechándonos, y ahora vuelve la Inquisición. ¡Solo nos falta la peste!
El enfado hizo olvidar a Herrera que la peste era palabra que siempre evitaba ante Maluenda. Igual que evita ponerle en su mesa pescado sin escamas desde un día, al poco de conocerse, que alegó mal de estómago para no comer la fritura de morenas que le estaban preparando. Lo hizo sin intención, sino que a él le gusta la carne blanca de esas serpientes de mar, bien frita; y así, que no había malicia, ni burla, ni prueba de fe en aquella comida, lo entendió el marino. Tres años atrás, la última malura se llevó a su mujer y la peste más nunca se nombró entre ellos.
«Si la llegada del inquisidor Fernán Ximénez es una molestia que ningún bien puede traer, la presencia de Fleury es una amenaza seria», piensa el gobernador. El pirata francés es como un viejo conocido para Herrera y una leyenda para los corsarios desde que, no hace un año, capturó las tres naves que llevaban a España el fabuloso tesoro de Chapultepec.
Diego de Herrera lleva casi tres años de gobernador de la isla y ya se las ha visto con el corsario Jean Alfonse de Sainton; ese vino por malvasía y se hartó de agua cuando atacó, entre Canaria y Tenerife, tres naos que iban a Sevilla cargadas de vino y se hizo con ellas. Herrera salió tras el corsario francés y ahora, él y su nave están hartitos de agua en el fondo del océano.
También puso en fuga a la escuadra que formaron el Clérigo y el hijo de Cachidiablo para atacar la isla. Abortó los tres intentos de desembarco de las tropas piratas y les hizo tantas bajas que renunciaron y pusieron rumbo a otras costas, a las de Lanzarote, donde sí lograron entrar y hacer estragos y piraterías.
Diego de Herrera es un hombre de armas y acostumbrado al mando desde que nació. Al poco de llegar perdió una pierna en el rescate del castillo de la Mar Pequeña, en las costas de enfrente, en Berbería, cuando fue cercado y sometido por los hombres del Rey de Fez y Benamarín. Ahora, a pesar del impedimento y contar con cincuenta años, está ágil y fuerte, y a caballo o en la mar nadie atiende a su pata de palo.
Aún no hace un año que el corsario Jean de Fleury con una flota de doce barcos ligeros y bien armados anduvo acechando la isla. En un alarde de astucia y osadía, apareció por sorpresa persiguiendo a siete navíos que venían de Cádiz. Fue tan de sorpresa que cuando los vigías de la atalaya de Las Isletas prendían fuego para advertir con el humo la presencia de piratas, ya entraba Fleury en la misma rada y con tres disparos desarboló dos navíos. En una maniobra endiabladamente rápida, envolvió con su flota a los barcos andaluces cuando aún estaban fuera del alcance de tiro de las fortalezas y, sin más disparos, obligó a los barcos a seguirlo ante la impotencia y rabia de la isla.
En aquella flota venían muchas mercancías y más de treinta familias, además de otros hombres y mujeres que iban a avecindarse en la isla. El corsario francés, con su presa, puso rumbo a la costa africana. Diego de Herrera ordenó armar los cinco navíos que estaban al abrigo de la fortaleza, y él mismo, con Múxica como segundo, salió tras ellos a pesar de la desproporción de fuerzas. A la altura de Gando vieron las velas. La Candelaria, el patache al mando de Múxica, tenía orden de adelantarse a cortarles el paso. El francés debió pensar que las mercancías atrapadas y los pobres infelices que iba a vender en Berbería no eran ganancia suficiente para presentar batalla. Abandonó la flota que llevaba cautiva y se dio a la fuga.
Herrera fue recibido en el puerto como un héroe. Con las familias y las mercancías a salvo, y mientras la ciudad alborozada, igual que los colonos, preparaba fiesta y homenaje, volvió a la mar a perseguir a Jean de Fleury.
Hoy sabe que en aquellas gentes que salvó de ser vendidos como esclavos, tiene sus más fieles seguidores y que algunos ya son hombres de fortuna.
Poca fortuna tuvo el gobernador, sin embargo, para elegir la ruta de la persecución. Herrera pensó que el pirata dirigiría su flota hacia el cabo de San Vicente, donde podía esperar, cómodamente, a seguir su negocio haciendo presa en los barcos españoles. Pero Jean de Fleury viró hacia las Azores y esa fue la suerte del francés, que se topó con tres navíos que venían de México, camino de España, con el fabuloso tesoro de Chapultepec y gran parte de la fortuna que muchos conquistadores habían hecho en el Nuevo Mundo y enviaban a su tierra.
Mientras Herrera, en vano, le esperaba frente a la costa portuguesa, Fleury se hizo con los tres navíos y el tesoro; arcones y sacas con esmeraldas, cerbatanas de oro y plata, máscaras de oro e idolillos, mosaicos de piedras finas y muchas más cosas que se relacionan en la nómina que hizo el cronista González de Tordesillas en la Información sobre la pérdida de las joyas, plumajes y otras cosas enviadas al Emperador desde Nueva España y perdidas frente a Canaria. Poco le llevó a Fleury hacerse con los navíos. La batalla fue corta, pero antes de rendirse el último barco, lo que el cronista nunca llegó a saber fue que cuatro marineros, confabulados, aprovecharon la confusión de la refriega para escapar con unas pequeñas sacas de piedras finas y joyas de oro en una barqueta que tenían preparada. También trataron de hacerse con el espejo de obsidiana en el que Moctezuma podía ver el porvenir, el pasado y el presente de cualquier parte del mundo y a la vez. Pero el espejo, como el resto del tesoro, acabó en manos de Fleury.
El gobernador Herrera aunque sabe que el francés había vuelto a la mar, no lo hacía por estas aguas. Desea organizar una flota de avería para capturar a Fleury pero le faltan barcos y hombres. Él mismo quiere vérselas de nuevo con el francés. Lo primero será armar todos los navíos que hay en el puerto, mientras su gente da aviso a los caballeros de la isla y los hombres de pechada; tienen que estar preparados. Solo espera que llegue Múxica, su teniente, para darle las órdenes y que organice la armada.
Múxica llega a Palacio a media tarde alertado por su sirviente. Antes de entrar ya se le oye: Si me lo pidieras, yo me casaría, pero ahora no puedo, parto a Berbería.
—¡Qué voz! —protesta Herrera si, como hoy, hay alguien para oírlo.
—Voz tiene —sigue la broma Maluenda.
—Para guardar cabras —apostilla Herrera—. Si yacer con hembra le mejorara el canto la mitad que el humor, no salía del coro.
Siempre llega así después de cada encuentro con María Correa. Múxica es joven y sabe ejecutar pronto y bien las órdenes de Herrera, por eso el gobernador lo tiene y lo trata casi como a un hijo.
La guardia del gobernador, cien hombres de Berbería, deben de estar a pie de puerto y prestos para embarcar o presentar batalla si el pirata trata de tomar tierra. También ordena que se repartan armas y se revise la artillería de las fortalezas.