VI
Nemesio Quiroga deja pasar la tarde a la puerta de su casa, al lado de la muralla septentrional, junto a la puerta de los Reyes. Con él, sentado en el poyo de la calle está Amed Benhayá, el caudillo de la guardia mora del gobernador; un centenar de hombres de Berbería que acampan frente a su casa, pero justo al otro lado de la muralla, fuera de la ciudad. Nemesio, mientras espera que caiga la noche, repara un cepo para conejos y Amed se emperra en demostrarle cómo con un lazo se cazan limpiamente a la salida de la madriguera.
—Mira —explica Amed en su idioma por quinta o sexta vez colocando el lazo en el suelo—, aquí está la madriguera. El conejo asoma la cabeza y zas —con un rápido y seco tirón se cierra el lazo en el aire—; ya tienes un conejo.
—¡Ya! —desprecia Nemesio—, cazar el aire no parece difícil. Cuando vea ahí uno de verdad —señala el lazo vacío—, entonces veré si me convence.
Se oyen los cascos de los caballos y el ruido de la tropa; por la calle de los Reyes llegan los hombres de Amed que vuelven a su campamento y atraviesan la puerta de la muralla.
—¿Ya no hay piratas cerca? —pregunta Nemesio.
—Se han espantado y parece que pasan de largo… por ahora —responde Amed.
El sol se acerca a las cumbres de isla; poco antes de ocultarse, Amed se encamina al campamento. Nemesio sabe que es su hora de oración, como lo saben todos, aunque disimulen sus rezos en el interior de las jaimas.
A Nemesio Quiroga le extraña la hora, no el lugar, de la cita. Puede decirse que Nemesio está al servicio del teniente Múxica, aunque por su cuenta realiza trabajos para otros y también tiene su parte cuando van de cabalgada y lo llevan como lengua. Al servicio de Múxica, sí, pero también es cazador y pregonero, unas veces del gobernador, otras del regidor y otras más del cabildo catedral.
Tampoco es que a Nemesio le importe ni poco ni mucho, nada, si en aquella casa se judaíza y se leen libros que se burlan de Jesucristo y de la Madre de Dios, que es lo que algunos dicen que se hace en la casa del mercader Martín Toscano. Él es cristiano si hay que serlo, pero también sabría ser judío si viniera el caso, poco probable a su entender que eso pueda ocurrir por ahora; de la secta de Mahoma sabe sus costumbres y cuando está entre ellos las practica, por cortesía —donde fueres haz, lo que vieres— y porque piensa que tampoco hay ningún mal en ello. Debe de ser porque él es mezclado, de padre vizcaíno y madre canaria, y se crio con un capellán entre Agüímez y Sevilla, por eso habla latín, además del castellano y el canario, y el moro, de tantos como había en Sevilla, y otras lenguas, pues su oído es fino y las aprende fácil.
De lo que conoce a Martín Toscano, bien pudiera ser que se mantenga en la Ley de Moisés, pero las burlas sí puede decir que no son con su carácter. Es un hombre serio en la palabra y en el trato. Para él ha trabajado alguna vez; la última, de intermediario de Antón Carreño que quería vender, cuanto antes, unas sacas con diversos objetos de oro que, dijo, le había dado el diablo. Ahora, a la luz de la luna, espera al mercader en el huerto con dos caballerías como le dijo Múxica que hiciera.
* * *
«De noche como un rufián», piensa Martín Toscano, deja la ciudad en la que volvió a ser feliz y en la que amasó una considerable fortuna.
Se alejan de la ciudad y van camino de la cala de Sardina al encuentro del patache de un capitán portugués, amigo de Maluenda, que le conducirá hasta el puerto de Mazagan; de allí irá a Fez, donde piensa instalarse. Martín Toscano quiere satisfacer la curiosidad tantos meses reprimida. Desde lo de Antón Carreño no ha vuelto a hablar con Nemesio, como si los dos lo hubieran acordado; desde entonces ni siquiera se han visto ni cruzado palabra alguna.
—La verdad, para qué decir otra cosa, eso lo pensé después. En el momento solo vi mi comisión. ¿Y ese es el motivo de su marcha? —pregunta Nemesio. Ante el silencio del anciano, con sincero sentimiento, añade—. Nada tiene usted que temer, nadie sabe que usted compró las joyas, a nadie se lo he dicho, ni a Múxica. Además, si yo dijera algo sería culparme también a mí, así que puede estar seguro de que no lo haré mientras viva.
—¿Por qué me trajiste a mí las joyas?
—De los que tienen dineros en la isla, a usted es al único que he tratado.
—¿Y por qué no vino él directamente a vendérmelas?
—Andaba muy asustado —responde Nemesio—. Cuando me enseñó el contenido de las sacas no paraba de decir que aquello solo podía ser obra del diablo.
—Cuando le prendieron nunca habló del oro, solo de las esmeraldas.
—Tanta riqueza le trastornó el poco juicio que le quedaba —añade Nemesio—. Debió de pensar que si callaba, aquellos dineros no se los quitarían, que se conformarían con los de las piedras, que ya eran bastantes; más de los que nunca vio juntos en toda su vida.
Caminan despacio, tienen tiempo suficiente y la noche está agradable e iluminada por la luna llena. Nemesio silba una tonada triste. Evitan los lugares y las haciendas por caminos que él conoce y es capaz de recorrer sin tropiezo hasta en la noche más oscura. Han pasado cerca del bocabarranco y la cueva vieja pero Nemesio nada ha dicho. Lleva con él una especie de mala conciencia, convencido como está de que el viejo mercader marcha de la isla por la llegada de la inquisición y los rumores que la envidia de su riqueza han desatado: que si guarda los sábados, que si los viernes lucen candelas en su casa, como si no lo hicieran todos los días de la semana, que si no come tocino y que solo el aceite entra en su cocina. También, que en su casa se reúnen para mofarse del Hijo de Dios y de su madre la Virgen y de los santos, como si no hubiera en aquellas tertulias hasta canónigos, como el joven Bartolomé Cairasco o el viejo Pedro de Troya.
Bordean la montaña Quemada por los llanos de Berrial. Allí tiene Toscano cañaverales y piensa, con humor doliente, si no es burla tener que atravesar escondido sus propias tierras; al poco ya ven el abrigo de Sardina. Sopla una ligera brisa pero la mar está fuerte. Dejan las caballerías en el barranco y caminan hasta el pie de la playa. Nemesio lleva el pequeño arcón y Martín Toscano un zurrón con vituallas; pan tierno, queso duro y vino malvasía.
—Esta mar es de norte —dice Nemesio tras dar un trago— y con luna llena… Señor, aunque venga Inquisición, muchos hablarán en su favor…
—El que viene es mala gente, Nemesio, cuídate de él.
—¿Lo conoce usted?
—Por mala fortuna. Sí, lo conocí —dice con dolor Martín Toscano.
El viejo, tal vez harto de rumiar en soledad su desdicha, narra a Nemesio los motivos por los que deja la isla. Solo las olas y el griterío agudo de las pardelas, como viejas pleiteando o lloriqueo de niños, se oye sobre la voz queda y triste del anciano. Nemesio escucha con atención. Conforme el viejo desgrana su historia, la salida de Toledo, la pérdida de la mujer y el hijo —omite cualquier referencia a su hija, algunos, pero muy pocos, saben de su existencia y aunque ha estado en su casa, todos piensan que son los negocios del trigo lo que lo une con Luis de la Garza y su esposa Constanza—, el comienzo de una nueva vida, y ahora ya de viejo, volver a dejar esta tierra por la sinrazón, la envidia y la estupidez de un destino que le vuelve a cruzar con un hombre, Fernán Ximénez, que sabe que hará cuanto esté en su mano para buscar su desgracia.
Nemesio siente enguruñársele el alma y el queso se le hace bola en la boca y necesita más vino para pasarlo. Deben ser los efectos del alcohol, la tristeza del relato de un hombre de fortuna que de nada le sirve para vivir donde quiere, la simpatía que siente por el viejo y el pasar las horas de la espera lo que le empuja a sincerarse, a contarle lo que a nadie contaría.
—¿Se acuerda usted de Inés de Lezcano?
—¿No voy a acordarme? La que se tiró a la hoguera en que ardió Antón Carreño, ella era la que untaba con tocino la aldaba de mi puerta. La pobre mujer estaba floja de la sesera.
—Y no sabe usted cómo de loca estaba —dice Nemesio antes de empezar a explicar que quienes mejor sabían cuánto de loca estaba eran él y la vieja Farfana; esta por las veces que Inés le había pedido que conjurara a los demonios, que con ellos quería vérselas cara a cara, y él, por su trato con ella.
—¿Trato…? —se extraña el anciano.
—Sí señor, sí; de ese trato que imagina —confirma Nemesio.
Todos sabían de las excentricidades y arrebatos místicos de Inés de Lezcano, pero loca, lo que se dice loca, nadie se atrevía a asegurarlo. Muchos contaban cosas; que si la habían visto untando con tocino la puerta de Martín Toscano; que si estuvo hasta una semana removiendo el huerto entero en busca de sortilegios que, decía ella, alguien había enterrado allí para buscarle el mal; que si destocada y descalza la vieron por la noche rondando el cementerio; estos y más rumores corrían por la ciudad sobre Inés de Lezcano, unos ciertos y otros quién sabe si inventados. Lo cierto es que todos corrían en voz bien baja, pues aunque vivía sola, no en vano era hermana del Obispo Frías, el último prelado de la diócesis, y había casado con Silverio Lezcano, gobernador de la isla dado por desaparecido cinco años atrás en una cabalgada por la costa de Berbería.
—La Farfana al principio se resistió —dice Nemesio dando comienzo a su historia.
—Doña Inés, sepa que yo soy hechicera, no sé de brujerías y con los diablos no me atrevo; pero si lo deseáis, puedo hacer algún conjuro que nos dé noticias de su marido sin necesidad de llamar a diablo alguno. Sé algunas suertes que yo podría hacer…
—¿Y para qué quiero saber de mi marido? O está muerto o anda en tierra de moros y allí sigue por su voluntad, que si quisiera volver, dineros tengo para pagar su rescate.
«Dineros no le faltan, claro que no», pensó la vieja Farfana, «pero una cosa es andar en bocas por hechicerías y otra por bruja; por hechicera puede ir a la cárcel o recibir azotes, y la cárcel no es tan mala y los azotes, aunque sean fuertes y duelan, acaban por curar, pero la brujería está castigada con la hoguera y de allí sabe que nadie sale con vida». La insistencia de Inés y la necesidad de la Farfana hicieron migas y pudo más el olor a oro que la prudencia.
—La vieja —dice Nemesio— ideó un plan, me convenció, no sin esfuerzo he de decir, y confabulados lo pusimos en práctica.
—Nemesio, tú te pones esto por encima, te tiznas la cara y todo el cuerpo y la esperas dentro de la cueva. Seguro que del susto se le pasa la tontura y se deja de diablos y tanta majadería. Nos repartimos los dineros y todos en paz.
—No me gusta Farfana; con esas cosas no me gusta andar ni en bromas. Y menos en cueros…
—Nemesio, ¿tú sabes de algún diablo con calzón…?
Lo que pretendía Farfana que me pusiera por encima era una piel de carnero, con sus buenos cuernos en la testuz; un disfraz que había preparado un esclavo que andaba de pastor y que Farfana se había hecho con él a cambio de algún favor.
—¿Y si me pide algo?
—¿Qué te va a pedir?
—Qué se yo… que la lleve a algún sitio. Dicen que hay demonios que se llevan a las mujeres a España y hasta a Indias y las regresan en la misma noche.
—A lo que yo sé, para ir a España hacen falta a lo menos seis días y en buen navío; eso es lo que tardan los hombres de bien y los demonios, que claro que viajan, pero como nosotros y muchos vestidos de terciopelo y de sotana.
—Y si de verdad, de la burla, se presenta un demonio de verdad…
—Nemesio, desde niña llevo en esto y nunca he visto venir diablo alguno que no sea en barco; y casi siempre a mandar y a la luz de todos, y en vez de demonios, los llamamos «principales».
En estos y otros argumentos anduvo la Farfana varios días hasta que me convenció. Tentado también yo por el oro fácil, accedí al plan y vestido de aquella guisa esperé escondido en la cueva vieja la llegada de Inés. Al poco de esconderme oí una caballería que se acercaba a la cueva; después pasó Antón Carreño con su mula, que sin duda iba a pescar por aquella zona como era su costumbre desde que perdió la barca, y al momento oí los gritos de Inés que venía tras él.
—Titerón, Titerón, guashalá, yo te llamo gran cabrón —gritaba la loca Inés corriendo detrás de Antón.
Entre la oscuridad de la noche, lo retorcido y empinado del camino y las sombras y ruidos de la vegetación del barranco, Antón al oír aquellos gritos y ver el bulto que tras él corría, montó en la mula y salió de allí como alma que lleva el diablo. También yo me asusté de aquella escandalera que estaba montando Inés, me quité la piel del carnero y la cornamenta, me vestí como pude y, ocultándome en las sombras de la noche, marché corriendo camino de mi casa.
Al día siguiente Inés reclamaba y reprochaba a la Farfana por la calidad de aquel conjuro que le había dicho para invocar al demonio, que más servía para ahuyentarlo, pues, no bien se acercaba a la cueva vieja, vio que el demonio seguía de largo en vez de detenerse en ella y que cuando dijo las palabras del conjuro, el Berrendo había salido a galope del lugar y allí había quedado ella sin poder plantarle cara.
No le costó mucho a la Farfana convencerla de que la invocación no había sido hecha como ella le había dicho, que era ante la puerta de la cueva, de espaldas a la entrada y mirando a la mar, no corriendo tras él como una posesa, que el diablo también tiene sus costumbres.
Más trabajo, aunque no lo crea, le costó convencerme a mí para que volviera a repetir la farsa, por el miedo que pasé de ser descubierto por Antón o por cualquier otro que anduviera por allí. Sin embargo, que Antón no iba a volver a pescar por aquel lugar lo supe pronto. A la mañana siguiente me hice el encontradizo con el pescador y con disimulo y tiento le fui sacando lo que le había pasado la noche anterior. Antón me dijo que había oído gritos como de ánimas en pena y no quiso detenerse en más detalles ni yo insistir por no levantar sospechas.
No pasaron cuatro días para que me convenciera de que Antón había cambiado la cala en la que echaba la red, convencido de que por el Agujero había espíritus que espantaban si no la pesca, al menos a los pescadores temerosos de Dios como era él. También en esos días, yo visité la cueva vieja varias veces y a la luz del día.
La cueva está abierta en la pared del barranco desde donde se ve bien la cala entera, seguro que fue vivienda de los naturales de aquí, tiene de boca no más de dos varas de ancho y otro tanto de alto, y está protegida por una pared de piedra seca ante la que ha crecido una maraña de maleza que la oculta; pasada la boca de entrada, el hueco natural había sido agrandado por la industria de sus habitantes hasta formar una estancia de más de dos brazas de alta y el doble de anchura y algo más de profundidad, pero conforme se adentra se va estrechando y achicando; donde parecía que acababa, no era sino una piedra más dura que las paredes de la cueva y tras ella, donde solo se podía estar a gatas, hacía una curva que quedaba oculta a la vista y estaba cegada con piedras de distintos tamaños. Descubrí que podía apartar aquellas piedras y que, tras ellas, había otra habitación oculta y de menores dimensiones que la principal, donde no llegaba luz alguna. Hice un agujero suficiente y justo por el que, a rastras, podía pasar de una habitación a otra y volví a disimularlo con cuatro teniques. Pensé que disimulando aquella entrada podía usar la habitación recién descubierta como escondite seguro para lo que quisiera; primero escondí la piel y la cornamenta del carnero, después también pensé que aquel era el mejor lugar donde guardar los dineros que voy juntando con intención de empezar, cuando tenga suficiente, una nueva vida en el Nuevo Mundo.
—Es curioso ¿verdad? —detiene Nemesio el relato—, usted tiene fortuna y queriéndose quedar aquí tiene que irse; y yo ando juntando dineros para buscar fuera la fortuna que aquí no encuentro, y aquí sigo.
Nemesio vio la sonrisa de Martín Toscano y retomó su cuento.
El caso es que volvió Farfana a dar instrucciones a Inés, y yo, con la cara y el cuerpo bien tiznado, a esconderme en el fondo de la cueva. Con la noche caída, cuando apareció Inés en la entrada, volví a llenarme de dudas, y hasta miedo, y traté de entrar en la habitación secreta antes de que ella me descubriera, pero aunque las dudas y el miedo no abultan, la osamenta del carnero en la cabeza no me permitía pasar por el pequeño hueco que unía las dos estancias, así que cuando Inés repetía: «Titerón, Titerón, guashalá, yo te llamo Gran Cabrón», en vez de esconderme en la guarida no tuve más remedio que adelantarme, ponerme en pie y descubrir mi presencia.
Verme Inés y levantarse las faldas dejando al descubierto sus vergüenzas fue todo uno; y ver yo a Inés de aquella forma y saltarme la risa, por los nervios sobre todo, lo siguiente.
—Tómame Cabrón y húndeme en tu infierno —soltó Inés con todo lo suyo al aire.
Yo no daba crédito ni sabía qué hacer o qué decir y allí seguía quieto y tratando de contener las carcajadas que me llegaban a la boca.
—Tómame Inmundo, tómame —repetía ella con las faldas en lo alto.
Pero a mí aquello me seguía dando risa, risa que traté de disimular resoplando el aire de las carcajadas por la nariz. Todo yo estaba tenso, todo menos aquello que necesitaba, precisamente, tener bien tenso para satisfacer a la mujer.
—Ante ti me arrodillo, Maligno, y beso tu prepucio.
—Inés se arrodilló y empezó a besuquearme el miembro que comenzó a crecer tanto como crecía mi asombro.
—Así que era eso, que la Inés anda más caliente que una perra en celo —dijo Farfana muriéndose de la risa cuando le conté lo ocurrido en la cueva la noche anterior—. Así de espléndida ha estado.
—¿Cuánto? —pregunté.
—Buen trabajo debiste hacerle, compadre, que vale media dobla para cada uno.
Había pasado una semana cuando Inés volvió a mandar que llevaran a su casa a la Farfana.
—¿Por qué, Farfana, si hago la misma invocación y en el mismo sitio ya no viene el diablo a la cueva?
—Señora, ¿cree usted que va a tener a un demonio a su antojo cuando guste?, ¿y por el mismo precio? —respondió Farfana mostrando cierto enfado.
—Por dineros que no quede, que si hubiera aparecido nuevamente yo pensaba pagarte como la primera vez.
—¿Puede entrar ahora algún criado? —preguntó Farfana con la voz queda y misteriosa.
—Estás loca Farfana, no invoques aquí al Inmundo que no quiero que sepa donde vivo.
—No voy a llamarlo, sino a hacer una suerte para saber cuándo puede volver a aparecer.
Farfana se agachó, con el dedo hizo un círculo en el suelo, sacó de una talega cuatro tabas de carnero y las lanzó al aire; cayeron a tierra dentro del círculo, dos de carne, una de culo y otra de chuca. Después anduvo un rato dando vueltas alrededor con los ojos cerrados y girando sobre sus pies con los brazos extendidos, hasta que por fin paró y le dijo:
—El jueves, el jueves en el mismo sitio y la misma invocación. ¿La recuerda?
—Titerón, Titerón…
—Calle señora, ni en broma diga esas palabras sino en el día y el sitio que le he dicho.
Cuando Farfana me contó todo esto —sigue Nemesio su cuento— y que Inés había quedado tan contenta del servicio que había ido cada día a la cueva a repetir la experiencia, le juré que para broma bien estaba pero que yo no pensaba repetir. Aquella loca era capaz de cualquier cosa y capaz, también, de buscarnos la ruina. Pero Farfana insistió en que era mejor seguirle el juego, que pronto tendríamos una buena cantidad de dineros y que cuando me cansara, con decirle a Inés que el demonio se habría cansado de ella, que también en los diablos, como en los hombres, era cosa natural el hartarse de estar siempre con la misma mujer, se acababa el juego.
—Nemesio —dijo Farfana—, tú no tienes mujer y andas necesitado de hembra. Tus dineros te cuesta la mancebía cada semana cuando puedes hacerlo cobrando y con una señora principal, ¿me dirás?
—Principal y más loca que una cabra, Farfana.
Pero volví a aceptar, pues el caso es que me hice a la costumbre y le cogí el gusto a ella y al dinero. Y así llevaba ya un tiempo dándole a Inés lo que quería todos los jueves en la cueva vieja, hasta que un día volvió a aparecer por allí abajo, por la bocabarranco, a media tarde, antes de la puesta del sol, Antón Carreño. Llegó con su mula y su red y se barruntaba tormenta, y con la llegada de las primeras nubes, como con dudas y miedo, el pescador terminó por guarecerse en la cueva, obligándome a meterme en la habitación secreta; y allí estuve escondido y pasando nervios porque la mula, de puro intranquila no paraba de moverse y lanzar coces hacia dentro y pensaba que podía delatarme, y ante todo, porque Inés debía de estar por llegar en cualquier momento y ni imaginar quería lo que allí podía ocurrir.
El caso es que cuando Antón Carreño bajó a la marea se me ocurrió que si le daba un susto dejaría, de una vez, de venir a este barranco y poner en peligro aquella costumbre en la que ya no me encontraba tan incómodo; a saber, que el jueves era día de goce, de pecado y de soldada, tenía tiempo para acudir a confesión el viernes, cumplir el sábado la penitencia y el domingo tomar la eucaristía, que así tengo por costumbre desde niño. Así que cuando Antón Carreño salió de la cueva, esperé un buen rato y salí yo del agujero; bajé a la playa y anduve escondiéndome entre las rocas, buscando al pescador para aparecerle de repente. Pero el que había desaparecido era Antón, que no lo veía por la playa. Al fin, a la luz de un rayo que cayó en la cumbre, vi a Antón saliendo de la marea y me dispuse a darle el susto. Entonces cayó otro rayo que pasó justo sobre mi cabeza y fulminó a la mula; cayó tan cerca de mí, que de la fuerza de la estampida salí despedido y dando alaridos de dolor hacia donde estaba Antón. Que él se asustó es bien seguro, pero que yo me quedé sin resuello y dolorido mientras él corría barranco arriba, no es menos cierto.
Aquella noche, por la tormenta, seguro, Inés no apareció por la cueva, y no bien amanecía me presenté en casa de Antón con la excusa de encargarle pescado para el gobernador Herrera y enterarme si con el susto del rayo yo me hubiera descubierto y él reconocido. Yo sabía que a Antón le gustaba privarse, pero era tan temprano y la chispa tan considerable que me sorprendió. Además lo noté nervioso y venga a decirme que no, que no tenía pescado, que la mar estaba muy mala y que se había quedado sin mula; y no paraba de mirar a todas partes menos mirarme a mí, y eso a mí, también, empezaba a ponerme nervioso. Después, como si fuera a contarme un secreto, me soltó que solo había cogido un pez, pero muy grande, muy grande.
—Ven —dijo Antón Carreño cogiéndome del brazo y llevándome al pozo que tiene en la esquina del huerto, junto a la tapia—. Mira esto —me dijo después de volver a mirar por todas partes como si alguien pudiera vernos.
Levantó la tapa del pozo y de un agujero escondido en el brocal, por dentro, sacó unas sacas con piedras muy finas y adornos de oro.
—¿Y esto, Antón? —le pregunté.
Me dijo que la otra noche había sacado en la red un solo pez, pero de un tamaño mayor que el mayor mero que nunca había visto, pero con la forma como de un peje rey y de color amarillo, «más que el oro, Nemesio»; y que cuando lo abrió para limpiarlo, en sus tripas estaban aquellas sacas y lo grande que había sido su sorpresa cuando vio lo que contenían.
La verdad, aunque prodigioso, me era para creer, ¿no he visto yo mismo en las tripas de muchos pescados conchas y piedras de buen tamaño?
—¿Qué vas a hacer con esta fortuna? —le pregunté.
—Comprarme otra barca —me dijo.
—¡Y un galeón! —que parecía que no sabía lo que allí tenía.
—Nemesio ¿cuánto crees tú que vale todo esto?
—No sé muy bien, pero para muchas barcas, Antón, para muchas barcas. Aquí debe haber una fortuna para comprar cuanto quieras y hasta para regalar te sobra.
El hombre estaba azorado y no dejaba de darle a la jarra y de vaciar y llenar las sacas una y otra vez.
—Pero ¿y qué hago yo con esto? —preguntaba Antón Carreño.
—Venderlo —le dije, por decir.
—Nemesio, por lo que más quieras, guárdame el secreto. Ya sabes cómo es la gente, que le da por hablar e inventar cosas; y la envidia que se crea contra el que hace fortuna.
Entonces me preguntó Antón cómo y a quién podía venderle aquello, que cuanto más miraba, decía que debía ser cosa de un diablo marino como el que se tragó a Jonás. Me dijo que no quería que nadie supiera que aquello era suyo y que si podría ayudarle a venderlo con la mayor discreción, que yo tendría mi parte. Pensé en usted, fue el primero que se me vino a la mente. Y el resto ya lo sabe.
Bueno, lo que no sabe es que después de dejarle a usted las muestras para que las tasara, cuando salí de su casa dio conmigo la Farfana. Que como la noche anterior, con la tormenta, Inés no se atrevió a ir a su cita con el Tiznado, lo había emplazado para esa noche. Y cómo iba yo a pensar que a Antón le quedaran ganas de volver a aquella cala, y menos de noche. Pues volvió; volvió y nos encontró en plena coyunda. Y no me extraña nada que nos encontrara, que no sabe usted cómo se ponía la Inés en el alboroto, que hasta algarabía gritaba y montaba una escandalera de ayayays y cabrón, gran cabrón y grandísimo cabrón y de todos los tamaños, que debía oírsele a una legua. Cuando lo vi, debía llevar un rato en la boca de la cueva y nos miraba como un lelo. Claro que debíamos dar una pinta… yo de pie con los cuernos y la piel del carnero y ella de rodillas, que ni se enteró de la presencia de Antón de lo atareada que estaba lamiéndome mis partes, que es lo que siempre hacía cuando terminaba con el griterío.
No pensé que Antón tuviera tan floja la sesera. A la mañana siguiente fue él el que vino a mi casa, que quería vender ya mismo todo y por lo que fuera, que un diablo andaba buscándolo y que igual que le había puesto al alcance la fortuna, podía volver a quitársela. Que un diablo le rondaba era seguro porque lo había visto con sus propios ojos tomando a una mujer que, después, arrodillada le hacía reverencias.
Estaba más asustado que borracho y habría bebido ya un barril, pero no le iba a decir yo que no había diablo alguno, que el que creía diablo era yo fornicando con una señora principal cuyo nombre me callaba porque uno, aunque no es caballero, es discreto. Qué le iba yo a decir.
Martín Toscano escuchó a Nemesio aquella confesión que el vino, la noche y la espera había provocado. Nemesio se sintió mucho mejor después de contarle al anciano toda la historia que le pesaba llevar a solas sobre su conciencia. No, él no había deseado ningún mal al pescador, pero pensaba que igual había contribuido a que se le derritiera del todo la sesera, a él y a la pobre loca de Inés de Lezcano.
—No te culpes Nemesio, el destino es caprichoso. No sé muy bien cómo, aunque algo imagino, el azar puso en su boca más comida que la que podía tragar.
—Que no fue el diablo quien le dio el oro, es seguro.
—Pudiera ocurrir que fuera cierto lo de la barca y que sacó malheridos a los náufragos, y que cuando vio las riquezas que llevaban, él mismo terminara de rematarlos y volverlos a la marea.
—¿Y a qué tuvo que volver?, carajo.
—A ver si quedaba más, y en vez de eso volvió a ver al diablo y de qué manera, Nemesio, que tampoco hubiera querido verte yo en esa cueva y de aquella guisa sin estar avisado…
—El que estaba con el susto era yo cuando lo prendieron, pero de mí nada dijo. De todas formas, quedé más tranquilo cuando se colgó, y no terminaba de reponerme —dice Nemesio con rabia— cuando lo de Inés.
Lo de Inés lo habían visto todos, prácticamente toda la isla, pues toda la isla asistió al auto de fe del pescador. Cuando más fuerte estaba el fuego en el que ardía el cuerpo sin vida de Antón Carreño, ella entró en uno de sus famosos trances. Y cuanto más crecían las llamas de la hoguera más fuertes eran sus gritos, que allí la llamaba el señor por sus pecados y que allí la esperaba con sus brazos abiertos.
Sin que nadie pudiera impedírselo, pues nadie lo esperaba, corrió a la hoguera y a ella se arrojó ante el asombro de todos. Trabajo tuvieron los alguaciles y Nemesio, que también acudió en socorro, para sacarla del fuego y apagar las llamas en que ardía toda ella. Duró horas su horrible agonía y nada pudo hacer el cirujano por salvarla ni aliviar los dolores de las quemaduras que tenía en todo el cuerpo; pero tuvo tiempo de confesar que ella era quien tenía trato carnal con el maligno, con quien se encontraba habitualmente en una cueva que llaman la cueva vieja.
—Yo fui uno de los que la sacó del fuego y también ayudé a llevarla a su casa. Cómo quedó la pobre loca, qué olor… —dice Nemesio con una mueca de asco y compasión—. Estuve aún unos días con la piel sin tocarme el cuerpo; ni dormir podía de imaginar que la loca Inés me hubiera reconocido en alguno de nuestros encuentros de la cueva vieja, que no siempre el disfraz aguantaba ajustado tanto trajín. Hasta pensé en irme a Berbería.
Comenzaba a clarear y a dibujarse en el horizonte la impresionante silueta del volcán de la isla de enfrente, cuando vieron el patache y la barca que venía a recoger a Martín Toscano. Nemesio cargó el pequeño arcón hasta la barca, abrazó al anciano y le deseó suerte.
—¿Las lleva en el arcón? —le pregunta Nemesio al oído al despedirse.
Martín Toscano sonríe y le lanza una pequeña bolsa que Nemesio se apresura a abrir; mientras la barca se aleja de la costa, encuentra entre las monedas la figura de un pájaro de oro como su dedo gordo. Martín Toscano está ya subiendo al patache y él va a recoger las caballerías y buscar el abrigo de una cueva para dormir sin que le moleste la luz del sol que está saliendo.