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Y él les dijo: Así habla Yahvé, Dios de Yisrael: Ponga cada uno de vosotros su espada sobre su muslo, pasad y repasad por el campamento de puerta a puerta y matad quién a su hermano, quién a su compañero, quién a su deudo.
ÉXODO 32,27
Los apirus llevaban caminando cuatro días en dirección al monte Horeb. Al amanecer del quinto, emprendieron la marcha como de costumbre. A media mañana, Josué, que estaba al frente de la larga columna, señaló una extraña nube oscura que se cernía, a lo lejos, sobre el desierto.
—¡Son pájaros! —declaró uno de sus lugartenientes—. Aves carroñeras. Debe de haber habido una batalla.
Josué pensó al instante en los apirus que habían partido hacía un mes. Pero ya debían de haber alcanzado Egipto. Inquieto pese a todo, aceleró el paso, recomendando a sus guerreros que estuvieran preparados. Unos instantes después, el joven llegaba al fondo de una amplia depresión de piedras con un pequeño oasis en el centro, donde lo esperaba un espectáculo horripilante. El suelo estaba sembrado de centenares de cadáveres con los que se ensañaban las aves carroñeras y otros animales necrófagos. Una manada de hienas y algunos leones se disputaban los pedazos de aquellos cuerpos. En algunos puntos se veían largos regueros de sangre seca que manchaban las rocas. Un olor pestilente reinaba en el lugar.
Mosé y Aarón, una vez alertados, se reunieron con Josué, que se había quedado pálido.
—Son nuestros compañeros —murmuró el joven—. Los adoradores del becerro de oro.
Todos, hombres, mujeres, niños y ancianos habían sido asesinados sin piedad.
—¿Quién será el culpable de este horror? —gruñó Aarón, invadido por una súbita cólera.
No tardaron en observar que, entre los cuerpos, había algunos cadáveres de saqueadores.
—¡Los amalecitas! —escupió Josué—. Esos puercos inmundos. ¡Malditos sean todos!
—Esta batalla ha tenido lugar hace al menos cinco días —señaló Mosé—. ¿Por qué estarían tanto tiempo en el desierto?
La explicación les fue facilitada un poco después, cuando descubrieron, a poca distancia de la hondonada, a un grupito de niños aterrorizados que habían conseguido escapar de la matanza. La mayor, una niña de unos diez años, les contó:
—Unos días después de nuestra marcha nos paramos en este oasis. Bebimos agua. Muy poco después varias personas se pusieron enfermas. Nos vimos obligados a quedarnos aquí. Ya estábamos a punto de irnos cuando los bandidos nos atacaron. Nuestra madre nos gritó que huyéramos. Mis hermanos y yo fuimos a escondernos al desierto. Cuando volvimos, todo el mundo estaba muerto. Había muchos animales salvajes y grandes pájaros que devoraban a nuestros amigos. Salimos huyendo.
Se echó a llorar.
—No sabía qué hacer con mis hermanos. Casi no teníamos agua. Les pedí que no bebieran demasiada. Todavía nos quedaban algunos frutos secos. Pero ya hace dos días que no tenemos nada.
—No tengáis miedo —la tranquilizó Mosé—. Cuidaremos de vosotros.
Después de dejar a los niños al cuidado de sus esposas, regresó al oasis.
—No podemos dejar estos cuerpos así. Vamos a ahuyentar a las bestias y a dar sepultura a estos desgraciados.
—¡No se la merecen! —exclamó una voz detrás de él.
Mosé se dio la vuelta, furioso.
—¡Ezequiel! ¡Tú, otra vez!
—¡Esta gente renegó del Señor! —prosiguió el sacerdote—. Él me había ordenado matarlos a todos, pero tú me lo impediste. Hoy Dios ha hecho justicia.
—¿Osas decir que es el Señor quien te ordenó matarlos? —se rebeló Mosé.
—¿Crees que solamente te habla a ti? —replicó Ezequiel—. Tenían que morir, porque su crimen era aún más grande que el de los egipcios. Dieron la espalda a Jaho, y adoraron a un falso ídolo.
El sacerdote apuntó con un dedo acusador a Mosé.
—¡Pero tú te alzaste contra la voluntad de Dios! Nos impediste cumplir con su justicia. Los dejaste irse libremente.
Señaló los cadáveres.
—Pero en este día bendito vemos que nada puede oponerse a su cólera. Todos estos idólatras han perecido. El desierto será su tumba.
—¡Los han atacado los amalecitas! —rectificó Mosé—. Jamás el dios al que sirvo habría permitido semejante ignominia.
—¿Acaso dirás que se trata de una coincidencia? —espetó Ezequiel.
De pronto, el vértigo se apoderó de Mosé. Era como si la vista se le desdoblase. Josué lo sostuvo, junto con Aarón y Hori.
—¡Dios! ¡Dios te castiga por tu arrogancia! —exclamó Ezequiel triunfante.
—¿Te callarás, pájaro de mal agüero? —lo interrumpió Josué.
Mosé cerró los ojos. El vértigo se disipó, pero se le aceleró la respiración. Una nueva visión se impuso en su mente. Supo que la escena que se desarrollaba ante sus ojos había tenido lugar un mes atrás. Vio a los adoradores del becerro de oro marchándose del pueblo. Un instante después estaba al lado de Ezequiel. Este hablaba con dos esclavos amalecitas que habían sido capturados unos años antes, cuando los apirus habían vencido a los bandidos. Aunque no oía sus palabras, Mosé captó el sentido, como si estuviera inmerso en el espíritu del sacerdote. Este no admitía que aquel egipcio maldito hubiera podido liberar a los idólatras. Actuando así, se había alzado contra la voluntad divina. Y esta era clara: todos los adoradores del ídolo monstruoso debían morir. Entonces Ezequiel prometía la libertad a los dos esclavos. A cambio debían comunicar a los suyos que la caravana que acababa de salir del pueblo transportaba una gran cantidad de oro. Y que no tenía que haber sobrevivientes.
Presa de una repentina náusea, Mosé salió de su trance. Miró al sacerdote con un profundo asco. Ezequiel lo desafió con la mirada. Rubén le dirigió una sonrisa torcida. Mosé apretó las mandíbulas, pero no dijo nada. Jamás podría demostrar su culpabilidad. Aunque sus compañeros más fieles creyeran en su visión, los demás se mantendrían escépticos. Conocían el odio que los enfrentaba. A Ezequiel le sería fácil hacer creer que Mosé se había inventado aquella visión para desacreditarlo ante la tribu. Nadie prestaba atención a los esclavos amalecitas, y había pocas posibilidades de que alguien se hubiera dado cuenta de la desaparición de dos de ellos en la agitación de la marcha.
Mosé dio la espalda a Ezequiel y declaró con voz sorda:
—Hagamos lo que he dicho: enterremos a esta pobre gente.
Al día siguiente, más de trescientos montículos de piedra acogían los restos de los adoradores del becerro de oro. Los niños rescatados habían sido recogidos por Tiyi y Séfora, así como por Amrán y Jokebed.
Desgraciadamente, el discurso de Ezequiel había dado sus frutos. El drama había impresionado a la tribu. Naturalmente, seguían confiando en Moisés. Pero muchos se preguntaban sobre el significado de aquella tragedia. ¿Podía ser que Dios hubiera decidido la muerte de los herejes? Moisés había intentado oponerse. Pero no había podido impedir que se realizara la voluntad de Dios. Y la tierra se había abierto para engullir los cuerpos de los idólatras, que habían perecido entre atroces sufrimientos.
Josué, pragmático, preguntó a Mosé si planeaba una expedición de castigo.
—No serviría de nada. Los amalecitas ya deben de andar lejos. Aunque los encontrásemos y los matásemos a todos, no devolveríamos la vida a nuestros compañeros. Nos pondremos de nuevo en marcha.
Varios días más tarde, después de rodear el monte Horeb, la tribu llegó por fin a Qadesh Barnea. Sus habitantes acogieron a los apirus con su acostumbrada hospitalidad. Esta pequeña ciudad, situada en el cruce de caminos entre Madián, Palestina y Egipto, se levantaba alrededor de un pequeño oasis lleno de palmeras, sicomoros y acacias. En él crecían frutas variadas, dátiles, higos chumbos, caquis o granadas. También tenían campos de cebada, con la que elaboraban cerveza a la manera egipcia. Pero la auténtica riqueza provenía de los impuestos que el rey, Hassara, cobraba por el paso de las caravanas. Los indígenas no vivían en tiendas, sino que edificaban viviendas. Un campamento fortificado albergaba a unos cincuenta soldados destinados a proteger la pequeña ciudad de las incursiones de los saqueadores.
El soberano invitó a Mosé a una fiesta en su honor. Ya había ofrecido asilo al joven príncipe varios años atrás, cuando había huido de Egipto por primera vez. Desde entonces, había oído hablar de sus hazañas a través de los caravaneros, y estaba ansioso por oírlas de labios del mismo Mosé. Este, tras satisfacer la curiosidad de su anfitrión, le solicitó autorización para que los apirus se estableciesen en Qadesh Barnea. Hassara aceptó fácilmente, tanto más cuanto que los amalecitas ya les habían atacado dos veces durante el último año. Una alianza con una tribu tan importante como aquella, a la que precedía semejante leyenda, le interesaba enormemente. Así, los apirus se instalaron en Qadesh Barnea a la espera de partir hacia Canaán.
Si hubiera dependido de Ezequiel y sus amigos, la ciudad no habría sido más que una etapa en el camino que les llevaba hacia la Tierra Prometida. Pero Mosé deseaba, primero, enviar exploradores para saber en qué estado se hallaba el país, ahora que se había librado de la tutela egipcia. Aunque refunfuñando, Ezequiel se vio obligado a aceptar. Mosé llamó a Josué, que era un tan fino diplomático como valiente soldado, y le pidió que reuniera a una docena de hombres.
—Irás a Canaán. Abre los ojos y escucha lo que se dice. Mira si el país es rico, si el suelo es fértil, si los habitantes son débiles o fuertes, si viven en ciudades o en campamentos nómadas. Tráeme todas las informaciones que consideres útiles.
Y mientras los apirus plantaban las tiendas no lejos de la ciudad, Josué partió hacia el norte, en compañía de doce guerreros capitaneados por un joven llamado Kaleb.
Varios días después, la tribu ya estaba instalada. Mosé se preocupaba en especial de que los hombres jóvenes de la tribu no se acercasen demasiado a las mujeres de los autóctonos. Eleazar, el sacerdote amigo de Mosé, le aportó un apoyo considerable al exigir que se aplicaran estrictamente los diez mandamientos divinos. Así, a pesar de las ganas que tenían de visitar a las hermosas indígenas, los apirus se portaron correctamente.
La mayoría había olvidado el incidente en el que Miriam, a instancias de los sacerdotes, había exigido el repudio de Tiyi. Esta, en tanto que primera esposa de Mosé, gozaba de un respeto especial entre los apirus. Pero este respeto tenía otra razón de ser. Tiyi conocía el secreto de las plantas que curaban. Y eran muchos los enfermos que solicitaban sus cuidados.
Un día, Gersón, el hijo mayor de Séfora, cayó víctima de una infección que le inflamaba el pene. El muchacho no paraba de quejarse. La enfermedad le provocaba unas fuertes fiebres que podían causarle la muerte, y Séfora, fuera de sí, empezaba ya a llorar por la pérdida de su hijo. Después de examinar al niño, Tiyi tranquilizó a su amiga.
—No será nada —le dijo—. En mi país sabemos curar esta infección. Únicamente hay que exponer el mal al aire.
Mosé explicó que, como muchos egipcios, él también había sido sometido a aquella operación siendo joven, para quedar a salvo de las enfermedades. Se practicaba desde los tiempos más remotos de los Dos Reinos, generalmente cuando los muchachos llegaban a la edad adulta.
Después de aplicar un baño de agua hervida con plantas desinfectantes, Tiyi cogió un cuchillo afilado y efectuó una incisión, bajo la mirada inquieta de Séfora. Dos días después, la infección había desaparecido.
La noticia de esta curación milagrosa no tardó en dar la vuelta al campamento. Séfora la había comentado con entusiasmo. Pronto otras mujeres le llevaron a sus hijos, y Tiyi practicó nuevas circuncisiones. Después fueron algunos hombres quienes acudieron a Mosé para preguntarle si su esposa aceptaría curarles a ellos también. Ante el gran número de enfermos, Tiyi decidió formar a algunas mujeres para que la asistieran en su labor. Enseguida toda la tribu adoptó aquella operación con el fin de evitar dolorosas infecciones.
Pronto haría cuarenta días que Josué y sus compañeros se habían marchado. Mosé empezaba a preocuparse ya, cuando una pandilla de chiquillos corrió hacia él anunciándole su regreso.