26
Ahora pues, anda, yo te envío al Faraón para que hagas salir de Egipto a mi pueblo, los hijos de Yisrael.
ÉXODO 3,10
—Nos pondremos en marcha dentro de dos días —declaró Mosé al ver a Aarón.
—¿Qué quieres decir?
—El dios de la montaña me ha mostrado cómo liberar a tu pueblo.
Aarón vaciló, y preguntó:
—¿Jaho... te ha vuelto a hablar?
—Sí, me ha hablado.
—Entonces, ¿vamos a luchar contra Seti? —preguntó el apiru, sorprendido.
—No hará falta luchar —respondió Mosé—. Dios estará a nuestro lado. Él me dictará lo que deba decir y hacer.
Aarón contempló a su amigo con circunspección. Mosé parecía muy seguro de sí mismo.
—¿Nos seguirán nuestros amigos?
—Arriesgarían su vida inútilmente. Se quedarán aquí. Los reencontraremos a nuestro regreso.
—Cuando volvamos... Si es que volvemos. No veo cómo podremos vencer a las hordas de Set nosotros dos solos.
Mosé se echó a reír:
—¡No estaremos los dos solos!
Dos días después, Mosé y Aarón salían de Madián, seguidos por la mirada inquieta de sus esposas. Las tres jóvenes mujeres estaban convencidas de que jamás volverían a ver a sus maridos con vida. Séfora y Eliseba habían intentado disuadirlos de partir, pero Tiyi sabía por experiencia que era inútil oponerse a las decisiones de su esposo. Y además irradiaba tal fuerza desde que había subido a aquella extraña montaña, cuatro años atrás...
—Tranquilizaos, mis dulces compañeras —les dijo—. El poder de Seti no es nada comparado con el que yo desencadenaré contra él.
La confianza que vibraba en su voz terminó por convencerlas de que todo sucedería como él deseaba.
—Jetro y Hori velarán por vosotras y nuestros hijos. Dios os guardará en paz hasta mi regreso.
Tardaron casi un mes en llegar a Egipto. Se habían unido a una caravana que hacía la ruta hacia el delta. De vez en cuando Mosé era presa de las dudas. ¿Y si sus visiones eran simples sueños? Su empresa se basaba en buena parte en una insensata audacia. Si se equivocaba, si todo lo que había presentido no se realizaba, estaría caminando hacia la muerte, pues Seti no tendría ninguna piedad con él. Pero si Seti lo mataba, significaría que se había equivocado desde el principio, que el dios extraordinario e infinito en el que ahora creía no existía ni más ni menos que los demás. Entonces, poco le importaría la muerte.
Pero aquellos momentos de duda no duraban mucho. La sensación de plenitud se imponía de nuevo. Vacilar o retroceder estaban fuera de lugar. El poder infinito que sentía arder en él le aseguraba el triunfo.
De vez en cuando se preguntaba si no pretendería acaso, inconscientemente, vengarse de su padre. También entonces la respuesta era clara: ya no experimentaba el menor odio hacia Seti. Por el contrario, sentía por él una especie de compasión, pues sabía que el faraón tenía muchas posibilidades de perecer en la prodigiosa aventura que se avecinaba. Sus visiones correspondían a una realidad futura. Todo se desarrollaría como había presentido.
A veces también se preguntaba sobre el sentido de su expedición. ¿Por qué iba a poner en peligro su vida para liberar a los apirus? Él no pertenecía a aquel pueblo. ¿Qué le importaba que el faraón los tratase como a esclavos?
Además iba a tener que enfrentarse a una seria dificultad: ¿cómo convencerlos de que le siguieran? Él era egipcio, no tenían ninguna razón para creer en sus palabras. Jamás conseguiría que compartieran lo que él había vivido. Sin duda guardaban un recuerdo emocionado de su madre, Tajat, que antiguamente los había protegido. Pero aquel pueblo era muy diferente del suyo. Los apirus eran rudos, independientes, siempre dispuestos a quejarse o a rebelarse. Su vida errante y aventurera les había forjado aquel carácter. Eran astutos, indisciplinados, peleones, mentían fácilmente, regateaban duramente por lo que querían. Sin embargo, sabían mostrarse hospitalarios y serviciales con sus amigos. Habían adoptado a su madre. Mosé no olvidaba el dolor de Jokebed por la desaparición de Tajat. En realidad, sentía un afecto sincero por aquel pueblo, por sus cualidades, naturalmente, pero también por sus defectos.
Por todas estas razones, tenía que ir a socorrerlos. Ningún pueblo tenía derecho a maltratar a otro o a retenerlo contra su voluntad. Él poseía el medio para liberarlos y, por lo tanto, tenía que llevarlo a la práctica.
Afortunadamente, su hermano adoptivo, Aarón, que no se había separado de él desde su infancia, marchaba a su lado. Contaba con su elocuencia para ayudarlo a convencerlos. Aarón era un apiru. Creía en Mosé y, a través de él, en el dios de la montaña, al que llamaba Jaho, porque estaba convencido de que se trataba del dios de sus ancestros. Mosé no había intentado desengañarlo. Los hombres necesitaban dar un nombre a las divinidades. Eso los tranquilizaba. Por esa misma razón los encerraban en templos y los representaban bajo formas diversas. Pero la realidad era muy diferente. Dios no tenía ninguna necesidad de templos, puesto que estaba en todas partes. De nuevo, las palabras de Bakenjonsu volvieron a su mente:«Llegará un día, tal vez, en que los hombres aprendan a adorar a los dioses en espíritu. Entonces los templos serán inútiles, e inútiles también las estatuas. Por desgracia, los hombres todavía están lejos de alcanzar esta sabiduría».
En lo más profundo de su corazón rindió homenaje a su viejo maestro. Bakenjonsu había comprendido la verdadera naturaleza de los néteres, que en realidad se fundían en uno solo, un dios infinito de cuya esencia el hombre podía ser consciente pero sin llegar a comprenderla realmente. Los templos seguirían siendo indispensables durante mucho tiempo.
—Soy lo que vivo, soy lo que es... —murmuraba Mosé.
Este pensamiento le aportaba plenitud. Dios estaba ante sus ojos, cada día, a cada instante. Dios era la arena, la piedra. Era el pájaro, el cielo, el sol. Pero también vibraba en su alma y en su corazón. Mosé sentía en lo más profundo de sí mismo un poder invencible. No necesitaba para nada un ejército. Había visto lo que iba a suceder. Se producirían unos extraordinarios acontecimientos de los que se serviría para sacar a los apirus de las garras de Seti.
—¡Hablarás a tu gente por mí! —dijo a Aarón.
Poco antes de llegar a Pi-Ramsés hicieron un alto en Per-Amón para abastecerse de víveres y agua. Aquella noche, Mosé tuvo una nueva visión, más precisa aún que las anteriores.
Como cada noche, se retiró para meditar y entrar en comunión con la naturaleza, con Dios. Una vez más, sintió cómo su percepción se agudizaba, se expandía, como si se estuviera fundiendo con el mundo que lo rodeaba. En su interior se desarrolló una imagen que sabía surgida de un lugar lejano, de más allá del Gran Verde. La isla que ya había percibido estaba allí, de manera muy real, ante los ojos de su espíritu. Al oeste se alzaba el volcán destruido en sus tres cuartas partes mucho tiempo atrás, sin duda por una terrible explosión. Pero todavía se elevaba a más de dos mil codos por encima de las aguas. Un sordo rugido resonó en los pensamientos de Mosé. Vio la lava fluir por diferentes puntos de las laderas del coloso. De ellas se escapaban también espesas humaredas que subían hacia un cielo luminoso y lo manchaban, llenándolo de ardientes cenizas. Surgieron otras visiones. Barcos huyendo de la isla. Incluso podía oír los pensamientos de los habitantes. Los antiguos aún recordaban un cataclismo de una magnitud sin precedentes, que, en un pasado lejano, ya había destruido la vida en Tera Kalisté, Tera la Bella. En su mente, la criatura titánica aprisionada bajo el volcán intentaba liberarse otra vez. La visión se modificó de nuevo. Bajo las aguas del Gran Verde, el suelo temblaba. La formidable onda de choque se alejaba en todas direcciones. Golpeaba Egipto, donde el suelo vibraba con una potencia excepcional. Las casas y los templos se desmoronaban.
Cuando las visiones se difuminaron, Mosé permaneció un largo rato escuchando los ruidos de la noche. Unas fuerzas colosales se removían bajo la superficie. Las sentía como si formaran parte de él. Pronto afectarían a los Dos Países. También sabía que sus efectos serían menos devastadores si Seti aceptaba liberar a los apirus. Pero ¿era capaz el faraón de tener pensamientos generosos? Las imágenes de los empalamientos regresaron a la memoria de Mosé, y suspiró con tristeza. Sería difícil doblegar a semejante hombre, y Kemit se preparaba para vivir momentos terroríficos.