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Al día siguiente, como tenía por costumbre, Abner pasó a buscar a Ammihud para ir al puerto donde les esperaba la descarga de piedras del día. La casa del coloso era la última en el camino que llevaba al embarcadero. Detrás del joven apiru caminaba un grupo de obreros aún adormilados. Los primeros rayos del sol aún bajo recortaban las casas de adobe contrastando las sombras violetas y la luz rosa pálido. Al este, algunas nubes deshilachadas se manchaban de oro y escarlata presagiando calor.
Un tanto inquieto, Abner se extrañó al no ver a su amigo esperándolo en el umbral de la puerta y dirigiéndole aquella señal cómplice con la que le decía que su mujer y sus hijos aún estaban dormidos.
—¿Ammihud?
Intrigado, penetró en el interior. Un instante después salía y se apoyaba en el muro para vomitar. Ahimelek entró a su vez, seguido de los demás. El horror de la escena los dejó paralizados. Un olor a sangre y carne infestaba la casa. Seis cuerpos yacían en posturas grotescas, degollados, el vientre abierto y los intestinos arrancados y esparcidos por el suelo. Las caras estaban petrificadas en expresiones de pavor. Era evidente que Ammihud no había tenido tiempo para defenderse. Sus agresores lo habían atacado mientras dormía y se habían mostrado despiadados con su mujer y sus hijos, el más pequeño de los cuales no tenía ni dos años. Los apirus salieron de la casa, divididos entre la cólera y el espanto.
—¡Este crimen lleva una firma clara! —exclamó Ahimelek—. Ese perro de Useti se sintió humillado por nuestra rebelión. Se ha vengado en Ammihud porque él era nuestro portavoz.
Akassar levantó los brazos para intentar devolver un poco de paz a la asamblea reunida con celeridad. La noticia del asesinato se había difundido por el pueblo a la velocidad del viento. Un sentimiento de ira encendía los ánimos, reclamando venganza.
—¿Cómo es que nadie ha oído nada? —preguntó.
—La casa de Ammihud está situada en el límite de la ciudad. Los guardias han debido de introducirse en su casa en silencio, para tenderle una trampa.
—Ammihud era capaz de enfrentarse a seis hombres él solo —apuntó Abner—. Han esperado a que estuviera dormido y lo han atacado.
—La pobre Efira tenía la cabeza medio arrancada —exclamó otro—. Y al pequeño casi lo han cortado en dos.
Nadie había ido al puerto. Seguían llegando hombres y mujeres. Pronto apareció Madrali, seguido de sus guerreros fuertemente armados. Estos apartaron sin miramientos a los congregados. Los apirus no habían tenido tiempo de armarse. Se echaron hacia atrás.
—A ver, ¿por qué no estáis en el trabajo? —aulló Madrali—. Se os concedió lo que queríais.
—¡Uno de los nuestros ha sido asesinado! —exclamó Ahimelek, fuera de sí.
La cara angulosa de Madrali reflejó una leve sorpresa antes de contestar.
—Nos han informado de la presencia de una banda de saqueadores. Probablemente sean ellos quienes hayan cometido el crimen. No podemos hacer nada. Dad sepultura a vuestro amigo y volved inmediatamente al trabajo.
Sin esperar respuesta, Madrali les volvió la espalda y ordenó a sus guardias que se retiraran.
—¡Se están burlando de nosotros! —estalló Ahimelek en cuanto los soldados hubieron desaparecido.
—¡Tranquilizaos! —rogó Akassar—. No tenéis ninguna prueba de que Madrali sea culpable.
—¿Estás ciego? —replicó Abner—. Nadie ha oído hablar de una banda de saqueadores. Sabemos perfectamente quién es el responsable de este crimen.
—No podemos dejar que quede impune —añadió Ahimelek—. Recuerda las leyes de nuestra tribu, Akassar:«Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, vida por vida». Useti ha mandado matar a Ammihud. Él debe morir.
—No somos lo suficientemente poderosos para enfrentarnos a los egipcios —intentó razonar el anciano—. Lo mejor es ir a pedir justicia al faraón.
—¿Piensas que aceptará recibirte? No te hagas ilusiones. ¡Tenemos que hacer justicia nosotros mismos!
—Es una locura.
Nadie escuchaba ya a Akassar. Solamente lo habían elegido jefe del pueblo por su avanzada edad, porque era uno de los pocos apirus que habían nacido fuera de Egipto. Sin embargo, jamás había dado muestras de una autoridad real. Hasta la fecha eso no había supuesto ninguna dificultad. Pero esta vez se sentía incapaz de hacer entrar en razón a los jóvenes. Con Ahimelek y Abner a la cabeza, la muchedumbre enfurecida salió. Akassar, resignado, se derrumbó en una silla. No le gustaba nada lo que se estaba gestando.