12
A decir verdad, pese a las dudas que lo asaltaban, Mosé ardía de impaciencia. Soñaba con pelear y llevar a la práctica las lecciones del viejo general Patenemheb. Para un futuro soberano era importante probar su valor consiguiendo una victoria espectacular.
Al cabo de poco tiempo cruzaron la catarata mediante grandes naves sirgadas desde la orilla por yuntas de bueyes. La crecida facilitó en gran manera la maniobra, pues las aguas estaban altas. Pero tenían que luchar contra el caudal un poco más rápido del río, constreñido entre dos formaciones rocosas que reducían el valle a un angosto desfiladero con las orillas casi desnudas de vegetación.
El espectáculo que se descubría al otro lado era de tal belleza que cortaba el aliento. Más allá de los tumultuosos remolinos de la catarata, el Nilo se ensanchaba y exhibía sus aguas de un azul profundo. Al este y al oeste, el valle quedaba delimitado por altas montañas que alzaban sus estribaciones rocosas bajo un sol de plomo. Un calor agobiante oprimía a los soldados. En el centro del río se extendía una isla dedicada desde siempre a Isis. En medio se alzaba un templo, a cuyo alrededor se amontonaban varias decenas de fieles, los sacerdotes encargados del mantenimiento y campesinos y marineros que habían ido a rendir tributo a la bella diosa de la fecundidad. Mosé dio la orden de acostar la nave para ir al templo. Sentía un aprecio especial por aquella divinidad tan antigua como el mismo Egipto, símbolo de la madre, de la mujer, de la dulzura y la protección. En su mente la asociaba con su madre, Tajat.
Los hombres desembarcaron más lejos, en la orilla occidental. Apenas habían instalado el campamento cuando una columna de polvo les indicó la llegada de una numerosa tropa procedente del sur.
—Pero ¿qué están haciendo? —se asombró Murhat—. Vienen a meterse en la boca del lobo. No son lo bastante numerosos para atacarnos.
En unos instantes, los arqueros se desplegaron para recibir al enemigo. Pero Mosé les hizo señas de que no dispararan.
—No son guerreros —dijo de pronto—. Son campesinos que huyen del avance de los nubios.
En efecto, un millar de personas se dirigía hacia ellos, mujeres, niños y ancianos, protegidos por hombres armados únicamente con lanzas y mazas rudimentarias. Su piel oscura indicaba que venían de un sur muy lejano. Muchos de ellos estaban heridos. Al llegar ante Mosé, sus jefes se prosternaron.
—Apiádate de nosotros, mi señor. No somos tus enemigos. Unos demonios han irrumpido en nuestro pueblo. Lo han quemado todo, lo han saqueado. Han segado muchas vidas. Estos servidores tuyos hemos conseguido huir. Pero esos demonios vienen pisándonos los talones.
Mosé ordenó a los campesinos que se levantaran y se paseó por entre las filas de los huidos. Entre ellos podían camuflarse guerreros espías que aprovechasen la situación para destruir sus provisiones o sus armas. Pero no detectó a ninguno. Los pocos hombres en edad de combatir parecían tan aterrorizados como sus esposas. Ni siquiera tendría tiempo de formarlos para convertirlos en soldados.
—¿Dónde se encuentra el enemigo? —preguntó.
—Solamente a unas millas, mi señor —contestó un anciano de rostro surcado por los años y el sol—. En esta orilla.
—Compañeros —declaró Mosé—, debemos prepararnos para el combate. Esta vez ya no se trata de un entrenamiento.
Pocas horas después, los dos ejércitos se encontraban frente a frente. Era evidente que las filas de los nubios se habían reforzado con jinetes de piel más clara: los famosos tjemehus de los que había hablado Nefersetrá. Al menos sobre eso no había mentido. Los libios montaban unos caballos nerviosos y rápidos. Mosé calculó que serían más de un centenar. Al lado de ellos marchaba una multitud de guerreros armados con largas lanzas y mazas, claramente reclutados entre las tribus del gran sur. No ignoraba que entre ellos había unos feroces combatientes, los ñam-ñam, que tenían la costumbre de devorar a sus enemigos celebrando grandes festines orgiásticos después de las batallas.
Animados por sus anteriores éxitos, los nubios no se pararon a reflexionar. Su ejército, compuesto quizá por varios millares de hombres, parecía más numeroso que el de Mosé. De sus filas se elevó un inmenso clamor, mientras una marea humana se precipitaba hacia los egipcios. Mosé pensó que no debía cometer el error de responder a aquel ataque repentino y desorganizado. El choque y el combate cuerpo a cuerpo ocasionarían demasiadas pérdidas. Recordando los consejos del viejo Patenemheb, Masesaya se había tomado un tiempo para estudiar la situación. Había situado a varias compañías de arqueros en lugares estratégicos, utilizando cualquier pliegue del terreno. Detrás de ellos y dispuestos a intervenir, los soldados de infantería, protegidos por sus escudos, esperaban pacientemente las órdenes de sus jefes, escogidos entre los soldados de oficio.
En el momento en que los nubios se precipitaban hacia ellos, Mosé se volvió hacia sus nuevos reclutas y les arengó:
—¡Guerreros de los Dos Reinos, ha llegado el momento de demostrar vuestro valor y dar un nombre a los estandartes!
Una salva de exclamaciones respondió a sus palabras. Sus hombres estaban dispuestos para la lucha. Mosé comprobó que los carros situados un tanto apartados, ocultos a la vista del enemigo, estaban en formación de batalla. Esperaba no tener que utilizarlos. El suelo rocoso podía resultar fatal para las ligeras ruedas.
Seguido por Murhat y Aarón, se reunió con los arqueros. Estos tenían orden de no disparar hasta que él diera la señal lanzando personalmente la primera flecha. Enfrente, a una media milla de distancia, el enemigo seguía corriendo hacia ellos. Desde donde se encontraban, los nubios no podían ver a los arqueros ocultos tras los accidentes del terreno.
Tranquilamente, Mosé armó el arco. Con paciencia, esperó a que el enemigo estuviera al alcance de las flechas. Cuando los nubios llegaron a unos doscientos codos, disparó la primera flecha apuntando a uno de los jefes. El disparo salió silbando por el aire, describió una magnífica parábola... y fue a clavarse en el pecho de su objetivo. El hombre se desmoronó, como fulminado por un rayo. Un clamor de triunfo brotó del pecho de todos los arqueros situados alrededor de Mosé. Un instante después, se levantaron todos a un tiempo y lanzaron mil flechas en dirección a los asaltantes. Una lluvia mortífera segó las primeras filas, que cayeron al suelo deteniendo en seco el avance de las hordas nubias. Estas, pilladas por sorpresa, quedaron inmóviles por un momento aunque reemprendieron de inmediato la ofensiva. Pero los arqueros egipcios ya habían vuelto a cargar los arcos. Un nuevo diluvio de flechas se abatió sobre el enemigo, sembrando el pánico.
Entonces, los jinetes libios decidieron cargar. Ignorando a los soldados de infantería frenados en su impulso, se lanzaron en dirección a los arqueros de Mosé, decididos a machacarles en sus puestos. Para contener esta maniobra, Mosé ordenó a los arqueros que se replegaran en buen orden. Detrás de ellos, los de infantería se apartaron para dejarles ponerse a resguardo y cerraron de nuevo las filas para enfrentarse a los jinetes tjemehus. Se formó una barrera de grandes escudos rectangulares, erizada de largas lanzas que se apoyaban en el suelo rocoso. El choque fue espantosamente salvaje. Despreciando el peligro, los tjemehus lanzaron sus monturas sobre los egipcios, esgrimiendo puñales y hachas. Por todas partes resonaron los alaridos de dolor y de rabia. En su carrera, los caballos fueron a empalarse en las picas. Los espantosos relinchos de dolor se mezclaron con los aullidos de rabia de los combatientes. Los jinetes, comprendiendo su error, intentaron dar media vuelta, pero varios de ellos cayeron sobre los soldados egipcios que los mataron con hachas, espadas o mazas. Los otros quisieron dar marcha atrás, pero las hordas de nubios que habían retomado el asalto se lo impidieron. La situación se hizo muy confusa y degeneró en una sangrienta refriega.
Mosé, montado en el carro conducido por Murhat, se lanzó en persona al ataque. Armado con su arco, disparaba una flecha tras otra, derribando cada vez a un enemigo. Viendo a su joven jefe en el centro de la contienda, los egipcios combatieron con una energía centuplicada. Los guerreros novatos se enfrentaban con el enemigo en un cuerpo a cuerpo brutal, atenazados por un miedo que engendraba odio. Las espadas y las hachas abrían vientres, cortaban cuellos, segaban miembros, las mazas partían cráneos, las lanzas horadaban pechos, los escudos chocaban entre sí. Un espeso olor a sangre impregnaba el aire recalentado. Por todas partes caían cuerpos, mutilados, sin vida. A los clamores de rabia les sucedían los alaridos de dolor, los gemidos, las súplicas.
Durante un largo rato, el resultado del combate pareció inseguro. Varios centenares de cadáveres yacían en el campo de batalla. Un flujo escarlata teñía las oscuras aguas del Nilo con sangre de las víctimas. Pero Mosé aún tenía una baza escondida: los carros, que habían permanecido detrás, ocultos en un desfiladero. Cuando creyó llegado el momento oportuno, disparó una flecha encendida para enviarles una señal. Un instante después, doscientos aurigas mandados por Meri-Atum surgieron a galope tendido. El tronar de los cascos golpeando el suelo desconcertó a los nubios. Muchos de ellos rompieron el combate y huyeron. A una orden de Mosé, los soldados de infantería egipcios se apartaron para dejar que la marea de vehículos invadiera el campo de batalla. En unos instantes, los egipcios ganaron ventaja. El enemigo retrocedió en desorden, abandonando muertos y heridos en el campo de batalla.
Mosé renunció a perseguir a los fugitivos. Sus hombres estaban ya demasiado agotados, pues los combates habían durado más de seis horas. Pronto Ra subiría a la barca de la noche y cruzaría sus reinos secretos. De pronto estalló un clamor de victoria, proferido por los miles de guerreros vencedores, mientras el enemigo derrotado huía hacia el sur. Exhausto, con los músculos doloridos y la piel pegajosa de sangre rival, Mosé recorrió el campo de batalla junto con sus fieles compañeros y el general Zehuti.
El canto de victoria se calmó y dejó paso a las quejas de los heridos, nubios o egipcios, unidos todos en la misma angustia. Siguiendo la tradición, cortaron la mano derecha de cada enemigo muerto, para que los escribas pudieran contabilizar a los muertos. Así se formaron por todas partes unos amontonamientos macabros que expandían un olor acre y repugnante. Los prisioneros más gravemente heridos fueron rematados. Los demás fueron encadenados y conducidos a Yeb, de donde partirían hacia las minas de oro. En cuanto a los jefes, se les arrojó sin piedad a la hoguera. El salvajismo que habían demostrado sus víctimas no incitó a Mosé a la clemencia. Además, al interrogarlos, se dio cuenta de que tenía frente a él a algunos de los cabecillas de las bandas de saqueadores.
Mosé debería haberse sentido dichoso. Había desbaratado la trampa de su padre y había conseguido una magnífica victoria. Había demostrado su valor y coraje. Sus guerreros se inclinaban ante él con respeto, reconociéndolo como su auténtico jefe. Incluso el general Zehuti lo miraba de otra manera. Aquel triunfo era un nuevo paso hacia su ascenso al trono de Egipto.
Sin embargo, una oscura desazón se apoderó de él. No podía apartar la mirada de sus soldados heridos o muertos. Se demoró en el cuerpo de un joven al que se estaban llevando. Recordaba su nombre: Jaseb. Era un campesino del nomo de Tanis. Le había enseñado personalmente a tirar al arco. Tenía aptitudes para llegar a ser un excelente arquero. Mosé recordó que por la noche, cuando por fin los hombres se detenían para compartir el pan y la cerveza, le gustaba contar historias de su país, leyendas o chistes llenos de gracia. Mosé suspiró. Jaseb no era más que un campesino, destinado a obedecer. El joven príncipe pensó por un momento que él también habría podido nacer campesino; no habría tenido más derecho que el de obedecer órdenes y morir en un combate que él no habría decidido. La victoria que acababa de conseguir le dejaba un amargo sabor en la boca.
No obstante, se esforzó en no mostrar su malestar a sus compañeros, que exhibían caras de vencedores. Los combates no habían terminado. Al día siguiente tendrían que salir tras el enemigo.