INTRODUCCIÓN
¿Existió realmente Moisés?
En el siglo XIX, varios grandes arqueólogos intentaron encontrar huellas materiales que demostraran la verdad histórica del Éxodo. Sin embargo, las excavaciones realizadas tanto en Egipto como en el Sinaí y Palestina no aportaron ninguna prueba que confirmara el relato bíblico ni la conquista de Canaán por parte de los israelitas. Tampoco existen pruebas de que este pueblo viviera en cautividad en Egipto. Por consiguiente, es más que probable que el personaje de Moisés fuera inventado por los redactores de la Biblia.
En su momento, Sigmund Freud también se interesó por el problema. Imaginó a un Moisés discípulo de Ajenatón, de quien tomó el principio del monoteísmo. Esta hipótesis, sin embargo, no resiste un examen minucioso. La religión del faraón hereje no era realmente monoteísta, ya que Ajenatón admitía la existencia de otros dioses además del suyo. Existen, asimismo, numerosas divergencias entre ambas creencias. Si bien tanto Atón como Yahvé son demiurgos, es decir, divinidades creadoras, Atón representa el sol, cosa que no sucede con Yahvé. Atón aparece siempre acompañado por su hijo Ajenatón, semidiós que lo representa en la tierra. Moisés, en cambio, no es hijo de Yahvé, y aún menos un semidiós. Además, las leyes que Yahvé impone a su pueblo a través de Moisés no guardan ninguna relación con las enseñanzas de Ajenatón.
Entonces, si la hipótesis de Sigmund Freud carece de fundamento, ¿cuál puede ser el origen de Moisés?
Según el historiador alemán Rolf Krauss, doctor en egiptología, la Biblia se redactó entre los siglos VII y II antes de la era cristiana. En aquella época, el Oriente Próximo había sufrido la invasión persa, y los pueblos del Levante vivían bajo el dominio del invasor. En consecuencia, el objetivo de los redactores de la Biblia habría sido crear un fuerte sentimiento de identidad común en un conjunto de tribus que se enfrentaban regularmente en luchas fratricidas. Se inspiraron en diferentes elementos, hechos reales, tradiciones históricas o antiguos relatos, y los orientaron hacia el objetivo que pretendían alcanzar: reunir a los diferentes pueblos hebreos en una sola nación mediante la adopción de una misma religión.
Dado que la religión de los persas era la del profeta iraní Zoroastro, es probable que los redactores de la Biblia recibieran su influencia y adoptaran la visión persa del combate entre el Bien y el Mal, filosofía que no se encuentra, por ejemplo, en la teología egipcia, donde los dioses, los néteres, simbolizan las fuerzas de la naturaleza que se armonizan según el equilibrio establecido por Maat, diosa de la verdad y la justicia. En un principio, el dios Set, al que se considera muchas veces, erróneamente, el dios egipcio del mal, se inscribía en el ciclo inmutable de la vida y la muerte. Era «el que destruye la vida antigua para que una nueva vida pueda renacer». Más tarde se lo asoció con las divinidades malévolas de las religiones cristiana e islámica, Satán y Shaitán.
No obstante, las creencias hebraicas y persas difieren en numerosos puntos. El zoroastrismo es una religión basada en la alegría y el respeto a los demás. Los persas creen que el Mal es obra del diablo, Ahrimán, y sus legiones de demonios, que inspiran los actos de los hombres. La religión hebraica no reconoce a ningún rival divino capaz de enfrentarse a Yahvé. Él es el dios único, todopoderoso, que creó a los hombres para servirlo y vivir según su voluntad. Sus leyes son especialmente estrictas. Otra diferencia: la religión de Zoroastro se dirige a los pueblos del mundo entero. La de Yahvé solo concierne a un único pueblo, el elegido por él.
Yahvé es un dios surgido de una antigua tradición de la región del Sinaí, probablemente Madián, de la que se habla en la Biblia. Es un dios de la tormenta, un dios de cólera, venerado por algunas tribus de pastores nómadas. Sin duda procedía de la concepción sumeria del mundo. Los sumerios, dos o tres mil años antes de Cristo, imaginaban que el mundo había sido creado por el dios An, señor del cielo. Este había encargado a sus hijos, los annunakis, que cultivaran la tierra y criaran ganado. Pero, como los annunakis no tenían muchas ganas de trabajar, modelaron una raza inferior, la humanidad, para que los sirviera. En la cosmogonía sumeria, los hombres estaban irremediablemente sometidos a los dioses y no tenían la menor esperanza de escapar a su voluntad. La influencia espiritual de los sumerios fue tan grande que sus invasores, después de vencerlos, adoptaron su concepción del mundo. Los pueblos que se instalaron en Madián y en Mesopotamia heredaron aquella forma de pensar. Un dios no podía ser más que omnipotente y los hombres le debían una obediencia ciega, obediencia que la divinidad solía poner a prueba. Así el dios de Abraham sometió a este a la prueba del sacrificio de su hijo Isaac. Del mismo modo, Yahvé impuso un sinfín de pruebas a su pueblo de Israel.
Sin duda, el recuerdo de aquella divinidad se perpetuó entre las tribus nómadas que recorrían Palestina, Mesopotamia, el Sinaí y el norte de la península arábiga. Los redactores de la Biblia tal vez consideraron que ese era el único medio de inspirar un miedo suficiente y hacer entrar en razón a un pueblo dividido en múltiples tribus, siempre dispuestas a rebelarse, a discutir cualquier autoridad y a matarse entre sí. Por otra parte, los hebreos, al vivir rodeados de otras muchas naciones, tenían tendencia a adoptar sus divinidades. Era necesario un dios poderoso para unificarlas. El nombre de Yahvé lleva en sí mismo su significado: el verbo hebreo que le corresponde se traduce por: Yo soy el que es. Se sobreentiende que así niega la existencia de cualquier otro dios.
Los cinco libros que constituyen el Pentateuco —Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio— tenían la misión de forjar la unidad de un pueblo disperso, cuya élite había sido llevada cautiva a Babilonia. Esta deportación justifica el espíritu del Éxodo, que narra la liberación de un pueblo reducido a la esclavitud y liberado por un profeta directamente inspirado por Yahvé. Un pueblo que hubiese disfrutado de su soberanía no habría tenido razón alguna para inventarse un cautiverio antiguo, ni siquiera para recordarlo. El Éxodo y la conquista de Canaán debían dar a los hebreos un orgullo y dignidad nuevos, el sentimiento de que la liberación era posible. Estos textos exaltan un sentimiento nacionalista muy poderoso, como lo atestigua el principio básico de ser el pueblo elegido de Dios. La historia de la esclavitud en Egipto, por lo tanto, siempre según Rolf Krauss, no es más que el reflejo de la dominación de los hebreos bajo los persas.
Las obras que cuentan la vida de Moisés, al igual que las películas realizadas sobre el tema, en especial las americanas de los años cincuenta, presentan siempre la aventura de un modo maniqueo, con una inspiración exclusivamente religiosa y sin la menor preocupación por la verdad histórica, pero con el corolario de que es verdadera puesto que está extraída del libro sagrado que es la Biblia. La historia se desarrolla invariablemente bajo el reinado de Seti I y de su hijo Ramsés II. Una mezcla de amistad y rivalidad une al joven faraón y a Moisés, quien, según la tradición, fue «salvado de las aguas» por una hija de Seti I. El joven hebreo recibe así la educación reservada a un príncipe de Egipto. Ahora bien, en el plano histórico, no existe huella de semejante acontecimiento que tenga una relación, siquiera lejana, con este relato.
Parece, pues, innegable que los hechos descritos en la Biblia, fantásticos e inverosímiles, forman parte de una leyenda. Para empezar, en la época en que, según la tradición, fue hecho esclavo en Egipto, el pueblo hebreo todavía no existía. En cambio, sí se ha detectado en este período un pueblo cuyo nombre se relacionó más tarde con el de los hebreos (heberer). Se trata de los apirus, un conjunto de tribus originarias del Levante, que a veces prestaban sus servicios a los egipcios como canteros, vendimiadores o mercenarios. Es posible imaginar que algunas de estas tribus vivieran en Egipto bajo el reinado de Ramsés II y que contribuyeran a la edificación de templos y a la construcción de la ciudad de Pi-Ramsés, situada al este del delta.
Según esta hipótesis, ¿qué sucede con el personaje de Moisés? La historia de un niño depositado en el río por su madre —para librarlo de la venganza del faraón, que había ordenado matar a todos los recién nacidos de Israel para impedir el aumento de la población hebrea— es una aberración. En toda la historia de los Dos Reinos, no existe el menor rastro de semejante barbarie, y menos aún bajo el reinado de Seti I, que, por el contrario, dejó un buen recuerdo como soberano. Cuesta pensar que ordenara semejante brutalidad. Por lo tanto, la imagen que la Biblia da de los egipcios es totalmente falsa, y su única finalidad es la de servir a los intereses de los redactores.
En tal caso, ¿existió, en aquel período o inmediatamente después, un hombre que hubiera vivido realmente y que pudiera haber servido de modelo al Moisés bíblico?
Según Rolf Krauss, los redactores de la Biblia pudieron inspirarse en un príncipe egipcio, descendiente de Ramsés II e hijo de Seti II. Llevaba el nombre de Masesaya, y se proclamó a sí mismo faraón con el nombre de Amón-Masesa (a veces deformado, erróneamente, en Amemnés) desafiando la autoridad de su padre. Esta hipótesis ya fue planteada en el siglo XIX por egiptólogos como Karl Richard Lepsius y Brugsch, y por el filólogo Freudenthal.
Existen turbadoras semejanzas entre Moisés y este príncipe. Ambos nacieron a finales del reinado de un faraón. Ambos pasaron una temporada en Kush (Nubia), país en el que realizaron una campaña y sobre el cual reinaron. La presencia de Moisés en el sur de Egipto, actuando por cuenta del rey, no aparece en la Biblia, la cual oculta completamente su infancia. Pero está relatada por diferentes autores hebreos como Artapanos, Filón o Flavio Josefo. La veracidad de sus relatos, no obstante, debe tomarse con cautela, pues no pueden situarse con exactitud las fechas.
Ambos, Moisés y Amón-Masesa conocieron el fracaso o la derrota. El primero se vio obligado a huir hacia el país de Madián tras el asesinato de un capataz que maltrataba a un hebreo. El segundo fue vencido por su padre, Seti II, contra el cual se había rebelado. Otro hecho curioso se basa en la genealogía de los dos personajes. Moisés era hijo de Amrán y Jokebed, que eran sobrino y tía. Lo mismo sucede con los padres de Masesaya, puesto que Tajat, su madre, una hija que Ramsés II tuvo muy tardíamente, se casó con Seti II, hijo de Meren-Pta, hermano mayor de Tajat. También eran, pues, tía y sobrino, aunque Tajat tuviera diez años menos que Seti.
Es sorprendente, sin embargo, encontrar semejante estructura familiar en la Biblia puesto que, según el Levítico, el matrimonio entre sobrino y tía se consideraba incesto y, por lo tanto, prohibido: «No debéis tener relaciones con una hermana de vuestro padre, pues es pariente cercana vuestra» (Levítico 18,12). ¿Era posible esta estructura antes del Éxodo —y en tal caso, se trata de una extraña coincidencia—, o acaso no es más que el reflejo de la ascendencia egipcia de Amón-Masesa?
CUADRO COMPARATIVO DE LAS FAMILIAS DE MOISÉS Y DE AMÓN-MASESA
Por último, ¿qué fue de los padres de Amón-Masesa, Seti II y Tajat?
Según Rolf Krauss, en la gran sala hipóstila del templo de Amón, en Karnak, sala que fue construida durante los reinados de Seti I y Ramsés II, se encuentran dos estatuas, de pie y sin cabeza, que el arqueólogo Frank Yurco atribuye a un único y mismo rey, Amón-Masesa. En efecto, Yurco descubrió el rastro de su nombre debajo del de Seti II. La segunda estatua presenta, además, en la pierna izquierda, la denominación de una reina: «Tajat, hija y esposa real». Esta denominación es original, pero los jeroglíficos que forman el término «esposa real» son el resultado de la alteración de un signo más antiguo, el buitre, que significa «madre». Así pues, Tajat no era la esposa, sino la madre de Amón-Masesa. Curiosamente, una de las mujeres de Seti II llevaba el mismo nombre, muy poco frecuente, de Tajat. Por lo tanto, cabe suponer que se trataba de la misma mujer.
Así se puede reconstruir el esquema de la historia de Amón-Masesa, hijo de Seti II y de Tajat, que se alzó contra su padre proclamándose rey de Nubia y de una parte del Alto Egipto. Por ello encontramos su rastro en la gran sala hipóstila de Luxor. Cuando Seti II triunfa sobre él, manda borrar los nombres de su hijo y los sustituye por los suyos. Esa es al menos la conclusión, totalmente verosímil, de Frank Yurco y Rolf Krauss.
Es posible que los redactores, conocedores de la tradición histórica egipcia, se inspiraran en aquella historia para dar vida al profeta Moisés. Sin embargo, era difícil aceptar que un extranjero pudiera ser el artífice de la liberación de los israelitas. Por ello recurrieron al artificio del niño salvado de las aguas, lo cual justifica el juego de palabras aproximativo construido con el nombre de Moisés, de origen incontestablemente egipcio, como la misma Biblia admite. En efecto, muchos egipcios llevaban un nombre construido a partir de la raíz mos o mes (niño), o mesy (parir). Los Mosé y Mosis eran numerosos.
Ignoramos qué sucedió con Amón-Masesa tras su derrota. Tal vez lo mataron en el transcurso de la batalla. Tal vez consiguió huir.
Aquí se detiene la realidad histórica tal como la hemos podido reconstruir. Pero la historia de este príncipe quizá estuviera aún más próxima a la leyenda mosaica de lo que parece. Si los redactores de la Biblia se inspiraron realmente en el faraón rebelde que fue Amón-Masesa, entonces habrá que considerar que este rey, familiarmente llamado Mosé —y Moisés por los apirus—, regresó a Egipto y se puso a la cabeza de una pequeña tribu obligada a abandonar los Dos Reinos en busca de otra tierra de asilo. Esta tribu, mucho menos importante de lo que da a entender la Biblia, pudo dar nacimiento, al menos en parte, al pueblo de Israel, y su odisea constituyó el acontecimiento histórico que sirvió de base a la leyenda del Éxodo.
Este libro se apoya en la hipótesis del historiador alemán Rolf Krauss, completada por los trabajos del historiador italiano Emmanuel Anati sobre el itinerario real seguido por Moisés. Aporta una luz diferente sobre la leyenda mosaica al darle una dimensión realista, explicando de manera racional los acontecimientos fantásticos descritos en el Pentateuco. Pone de relieve los conflictos incesantes que surgen entre Moisés y los hebreos, conflictos que se justifican, sin duda, por el hecho de que el profeta no pertenecía al pueblo elegido. Por último, esta novela aporta una nueva visión de los diez mandamientos, basada en el humanismo y opuesta al integrismo y a la intolerancia.