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Entonces Yahvé dijo a Moisés: He aquí que voy a haceros llover pan desde los cielos.
ÉXODO 16,4
Tardaron aún varios días en alcanzar el otro extremo del mar de los Juncos. Por fin apareció tierra firme. El paso entre las aguas, formado por lodo y roca y bordeado por arenas movedizas, se había cobrado su tributo. Varios imprudentes habían encontrado la muerte, y eran incalculables los animales desaparecidos, enloquecidos por el maremoto o por las bandadas de aves migratorias.
Varias millas más lejos levantaron el campo en un palmeral, al borde de una vasta extensión de agua. Por desgracia, no era potable debido a la proximidad del mar. Habían transcurrido más de quince días desde su partida, y las provisiones empezaban a escasear. Hubo que racionar las reservas, con lo cual surgieron nuevas quejas. Estas se transformaron en malhumor cuando Mosé anunció que no irían directamente al país de Canaán. Primero deseaba volver a ver a su familia. Entonces los apirus, olvidando todos los esfuerzos que había realizado por ellos y los riesgos que había corrido, le abuchearon. Pero Aarón tomó la palabra.
—¿Así es como le agradecéis al príncipe Moisés sus esfuerzos? Gracias a él habéis recobrado la libertad. Sin él, todavía seríais esclavos de los egipcios. Es más, el faraón os habría matado como responsables de la muerte de su hijo.
Se hizo un tenso silencio.
—En verdad, sois unos ingratos. Y unos estúpidos. ¡Miraos! Estáis agotados, no poseéis armas. Y aunque las tuvierais, no sabríais utilizarlas. ¿Qué pasará si, una vez llegados a Canaán, sus pobladores os rechazan?
—¡Es el país de nuestros ancestros! —replicó Eliab, el sacerdote—. Lo ocuparemos por la fuerza.
—Y os destruirán del primero al último.
—¡No es cierto! Ahora somos un pueblo. Y Jaho vendrá a auxiliarnos.
—¡Os equivocáis! Es con Moisés con quien el Señor ha pactado una alianza. Él le ha confiado la misión de salvaros. Pero os negáis a obedecerle porque es egipcio. ¡Allá vosotros! Sois libres de marcharos inmediatamente hacia Canaán. Basta con que sigáis la costa por el lado del Gran Verde. Si os topáis con una tribu hostil o un rey susceptible y con un fuerte ejército, ya os las apañaréis vosotros solos. Por lo que a mí respecta, seguiré a Moisés, porque no estoy seguro de que, cuando ya no esté con vosotros, el Señor permanezca a vuestro lado.
Se hizo un gran silencio. Eliab intentó obtener algún apoyo, pero las palabras de Aarón habían impresionado a los apirus. Uno tras otro, se acercaron a Mosé. Uziel se inclinó ante él y le dijo:
—Perdónanos, príncipe Moisés. Aarón tiene razón: somos unos ingratos. Haremos lo que tú decidas.
Mosé condujo, pues, a los apirus en dirección al desierto. Ansiaba volver a ver a sus dos mujeres y a sus hijos, a saborear la paz en su compañía. Durante varios días, los apirus estuvieron tranquilos, y nadie formuló ninguna queja. Pero reaparecieron enseguida, debido a la sed y el hambre. Los menos previsores padecían cruelmente de la falta de agua y se lo reprochaban a Mosé.
—¿Por qué nos obligaste a abandonar Egipto? Allí al menos comíamos a nuestro antojo y teníamos agua en abundancia.
La paciencia de Mosé se veía continuamente sometida a prueba, pues cuando uno terminaba de recriminarle, otro tomaba el relevo. A veces, Aarón estallaba en cólera.
—Pero ¿cómo se atreven a quejarse? ¿Es que no sienten ninguna gratitud?
Mosé sonreía con indulgencia.
—Tienen hambre y sed. Hay que perdonarlos.
Al llegar la noche, cuando acampaban, se aislaba. Entonces recuperaba un poco la calma necesaria para entrar en comunión con el mundo. Había que encontrar una solución de inmediato, pues las reservas de agua estaban casi agotadas, y los niños serían los primeros en sufrir las consecuencias. Después habría que buscar comida. Por fortuna, conocía bien aquel desierto que había cruzado cuatro años atrás, y al que había regresado varias veces después. En varias ocasiones, había sentido la necesidad de irse de Madián para volver a la montaña de Dios. Le gustaba la paz que se desprendía de aquel lugar salvaje y misterioso. Ahí es donde había aprendido a abrir totalmente su corazón y su mente, a establecer una comunión que le permitía sentir la intensa vida del mundo. Era de esta manera como Dios le «hablaba». Conocía el emplazamiento de los torrentes, las épocas en que fluían, los oasis y los pozos. Pronto llegarían a uno de ellos. Pero tendría que imponer una severa disciplina si quería evitar que el agua quedara contaminada por culpa de la gran cantidad de viajeros.
Al día siguiente, guiándose por el sol y por determinados accidentes del terreno, Mosé encontró sin dificultades un pequeño estanque al que iban a abrevarse los animales, y que los nómadas llamaban Mara. En cuanto avistaron el pozo, los apirus quisieron precipitarse a llenar sus odres. Pero Mosé se colocó ante ellos agitando los brazos.
—¡Atrás! —gritó—. Si todo el mundo coge agua al mismo tiempo, se estropeará enseguida.
Y diciendo esto, golpeó el suelo con su cayado. Sobre la muchedumbre se extendió un silencio impresionante, únicamente perturbado por los rugidos del viento del desierto, que silbaba entre las afiladas piedras. Aarón se había situado junto a Mosé.
—No quiero ver a más de diez personas al mismo tiempo al borde del agua. Llenad los odres y dejad pasar a los otros.
Un gigante dio un paso adelante.
—¿Y qué pasará si no obedecemos?
—Me iré, y dejaré que vayáis solos al país de vuestros antepasados.
Eleazar intervino:
—¿Quieres callar, Rubén? No conocemos el desierto de Shur. Moisés es el único capaz de guiarnos.
—Aarón también puede hacerlo. No pienso obedecer las órdenes de un egipcio.
—Este egipcio os ha salvado de la muerte, Rubén. Así que no quiero oír nada más. Que cada familia prepare sus odres y que se formen filas.
Rubén se retiró rezongando. Como pudieron, las familias se organizaron.
Por la noche, siguiendo su costumbre, Mosé se alejó del campamento. Los conflictos de los días anteriores lo habían contrariado. En algunos momentos había estado tentado de abandonar. Aquellas gentes eran realmente difíciles de guiar. Después de todo, él no tenía ninguna obligación de ir a aquel misterioso país de Canaán.
Poco a poco, sin embargo, la serenidad del desierto invadió su ser y sintió un inmenso bienestar. ¿Las reacciones de Rubén y Eliab, el sacerdote, merecían que se les concediera importancia? La gran mayoría de apirus no tenían en cuenta su origen egipcio. Lo que habían visto y vivido les bastaba. Para ellos, Mosé era realmente el enviado de su dios, Jaho, y el hecho de que hubiera escogido a un extranjero para guiarlos no los extrañaba en demasía. Le habían llegado algunos rumores que le parecían divertidos. Algunos pensaban que quizá pertenecía a su pueblo, porque trataba a Jokebed y a Amrán como si fueran sus padres. Incluso habían inventado aquella inverosímil historia de un niño abandonado en el Nilo en una cesta, recogido por la princesa egipcia que lo había adoptado. Mosé lo consideró como una prueba de su afecto.
Una vez saciada la sed, los apirus se mostraron un poco más conciliadores. Solo por un tiempo, pues sus vientres gritaban de hambre. Al día siguiente, Rubén y algunos otros volvieron a quejarse.
—¿Por qué nos has traído a este desierto? ¡Moriremos todos de hambre! —exclamó el gigante, con la aprobación de los demás.
Naturalmente, Eliab estaba a su lado junto con una decena de sacerdotes más. Estos no hablaban apenas, pero observaban atentamente a Mosé, que casi podía adivinar sus pensamientos. Los prodigiosos fenómenos de los que habían sido testigos los habían convencido de que su dios había ido a socorrerlos. Sin embargo, no conseguían admitir que hubiera escogido a un egipcio que ignoraba los ritos y la historia de sus antepasados. Aprovechando la libertad recobrada, habían querido reanimar la vacilante fe de los apirus, pero se habían topado con una casi total indiferencia. Poco les importaba el dios que los había salvado. Eran libres, y eso era lo que contaba. Siempre y cuando no murieran de hambre por el camino. El alimento terrestre pasaba muy por delante del alimento del espíritu.
Afortunadamente, Mosé sabía cómo conseguirlo. Había observado que los tamariscos se cubrían de unas perlas de resina azucarada comestibles, que los vientos secaban y arrancaban de las ramas. En algunos lugares, se acumulaban a montones y solo había que cogerlas del suelo. Los beduinos llamaban a aquella resina «maná». Conocía un valle, un poco más lejos, donde aquel maná existía en grandes cantidades.
—Caminaremos un día más —dijo—. Mañana tendréis de qué comer.
Al día siguiente, los apirus descubrieron con estupefacción un valle en medio del cual corría un hilo de agua. Allí, en una gran extensión, el suelo estaba cubierto de una sustancia blanquecina. Mosé la dio a probar a los ancianos, y estos encontraron el extraño alimento a su gusto.
—Hay suficiente para saciarnos a todos —declaró—. Cogeréis cuatro medidas de este maná por persona.
Con sorpresa creciente, los apirus constataron que la resina seca caía del cielo, traído por el viento del desierto. Uziel exclamó:
—Jaho es quien nos envía este maná para que no muramos de hambre.
Mosé se guardó mucho de decirles que se trataba de un fenómeno natural que ya había observado en sus anteriores viajes. Ordenó que acamparan allí durante varios días. Ante la sorpresa de Aarón respondió:
—Estamos a principios del mes de farmuti. Pronto se producirá un nuevo fenómeno que nuestros amigos tomarán por un prodigio.
—¿Cuál?
—No quiero decir nada más. Espero no equivocarme. Si tengo razón, pronto tendremos carne en abundancia.
Aarón no quiso seguir preguntándole. Al día siguiente, Mosé le confesó:
—Esta noche he tenido una nueva visión. Di a nuestros compañeros que se preparen para realizar una cacería excepcional.
Aarón miró a su alrededor, intrigado. Aparte de una manada de dromedarios salvajes que había salido huyendo al amanecer, no había en los alrededores más que algunos jerbos y furtivos zorros de las arenas, casi imposibles de atrapar, y poco comestibles. Pero Mosé le señaló el cielo en dirección al sur. Ante los atónitos ojos del apiru, por encima del horizonte apareció una inquietante bandada, como una inmensa masa negra en movimiento. Avanzó lentamente hacia ellos, sembrando un principio de pánico. Pero pronto comprendieron que solo eran pájaros.
—¡Codornices! —explicó Mosé—. En esta época vuelan hacia el norte. Están agotadas y vienen aquí a descansar. No tendréis más que capturar tantas como podáis.
Los apirus constataron, estupefactos, que una vez más estaba en lo cierto. Por decenas, por centenares de miles, las codornices, muertas de fatiga, fueron a posarse en el valle, quizá para aprovechar también el alimento providencial que les ofrecía el maná y así recuperar fuerzas. Incapaces de reaccionar, las desgraciadas aves cayeron abatidas a millares23.
Por la noche, en torno a las hogueras, reinaba el buen humor. Incluso Rubén había terminado por callar. Había reconocido públicamente que una vez más el egipcio les había salvado del hambre.
—¡Recordadlo! —clamó Aarón, encantado de cerrarle el pico—. La profecía decía que un dios sellaría una alianza con el príncipe Masesaya. Ese dios es el nuestro. Él es quien inspira a Moisés. Porque Moisés habla con Dios. Por esta razón debemos seguirlo. Nos conducirá hasta la tierra que Jaho prometió a Abraham.
Pero el camino iba a ser largo y peligroso. Pensando en los niños y los ancianos, Mosé decidió permanecer varios días en el mismo sitio. Envió a varios grupos de exploradores para que encontraran nuevos puntos donde se acumulase el maná. Asimismo, había que aprovechar al máximo la migración de las codornices.
Una mañana, unos centinelas se presentaron ante Mosé llevando a un hombre extenuado y cubierto de sangre. De inmediato se formó un círculo a su alrededor. Constataron, horrorizados, que le habían cortado las orejas, la nariz y varios dedos.