33
Vino entonces Amaleq y atacó a Yisrael en Rafidim.
ÉXODO 17,8
—¡Es Yemuel! —exclamó Uziel—. Se fue hace tres días.
—¿Dónde están los demás? Eran seis —preguntó Aarón, inquieto.
El herido estaba al borde de la extenuación. Había perdido mucha sangre, pero, gracias a una voluntad sobrehumana, había encontrado fuerzas para regresar.
—Nos atacaron los beduinos, mi señor —explicó con voz impregnada de sufrimiento—. Encontramos un nuevo valle más allá, hacia el este. Hay más codornices que aquí y el maná es abundante. Estábamos a punto de irnos cuando una tropa nos capturó. Durante un día entero se divirtieron torturándonos a mis compañeros y a mí. Todos murieron, uno tras otro. Yo aproveché la noche para limar las ataduras con una roca y logré escapar. No creo que intentaran seguirme porque estaban muy borrachos. Acababan de asaltar una caravana que transportaba vino de los oasis egipcios y se habían embriagado.
—¿Cuántos eran?
—Unos cincuenta, mi señor. Pero debe de haber más. Decían venir de una ciudad llamada Rafidim, situada aún más al este. Decían también que este país les pertenece y que matarán a cuantos intenten establecerse o siquiera pasar por él.
Mosé suspiró. Ya conocía a sus enemigos.
—Son los amalecitas —dijo—. Aarón y yo ya luchamos contra ellos en el país de Madián. Rafidim es su ciudad.
Un sentimiento de cólera se apoderó de la muchedumbre.
—Debemos destruirla y terminar con todos ellos.
—¡Sí! ¡Matémoslos a todos!
Rubén se puso a gritar:
—El Señor dijo: «Tomarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano...».
—¡Esperad! —clamó Mosé.
Se encaramó a un peñasco y abrió los brazos. En unos instantes se hizo el silencio.
—¡Escuchadme! Vengaremos a nuestros amigos. Pero no debemos precipitarnos. Ahora formáis un pueblo, y todo pueblo necesita un ejército para defenderse. Un ejército y un jefe capaz de dirigirlo.
Con el dedo señaló a un hombre joven de cabellera negra, que aguardaba tranquilamente. Mosé ya había observado su sangre fría durante la travesía del mar de los Juncos. Casi siempre, sin que Mosé le pidiera nada, se quedaba atrás para ayudarlo, alentaba a los recalcitrantes y a los rezagados, y sostenía a los más débiles. Poseía todas las cualidades de un jefe.
—¡Josué, acércate! —dijo.
Hizo subir al joven a su lado en el peñasco.
—Este será el jefe de vuestro ejército. Le confío la tarea de reclutar a los hombres más valientes de entre vosotros, a los más capaces de combatir. Él y yo los formaremos en el arte de las armas. Cuando el ejército esté listo, Josué dirigirá el ataque contra Rafidim. Pero no antes. Porque, sin preparación, un ataque espontáneo y desorganizado se traduciría en una derrota.
Se volvió entonces hacia Miriam.
—Hermana, ¿quieres traerme un trozo de tela blanca?
Cuando tuvo la tela, la ató a una lanza y la enarboló ante la extrañeza de todos.
—Vuestro ejército no tiene estandarte. Aquí hay uno. Pero no tiene nombre. No lo tiene porque todavía no ha participado en ninguna batalla. Dios le dará un nombre en Rafidim. ¡Que sea un nombre de victoria!
Un clamor de entusiasmo acogió las palabras de Mosé. A Aarón, maravillado, le parecía haber retrocedido unos cuantos años atrás, cuando Mosé había exhortado a las tropas de jóvenes campesinos inexpertos. Un momento después, centenares de hombres se presentaron para ofrecer sus brazos a la batalla que se libraría. Algunos habían sido mercenarios en los ejércitos reales. Se presentaron ante Mosé para enseñar lo que sabían a los futuros combatientes. El joven príncipe los confió a Josué y se llevó a Aarón aparte.
—Siento que no podamos fabricar arcos sólidos —se quejó—. Tendremos que combatir cuerpo a cuerpo. Y esos amalecitas son terribles guerreros. Es imprescindible que nuestros apirus no se queden atrás y luchen ferozmente.
Los temores del joven príncipe no eran infundados. La mayoría de los apirus eran pastores. En Egipto se empleaban en las canteras o las viñas.
Trabajando a brazo partido, Mosé, Aarón y Josué, con la ayuda de los mercenarios, formaron a toda prisa un ejército de varios cientos de hombres. Tallaron mazas con la dura madera de los árboles del desierto; a falta de arcos, fabricaron hondas. Las piedras afiladas no escaseaban. Pero el arma más temible seguía siendo el largo cayado que los apirus empleaban para caminar por las rocas. Desde hacía mucho tiempo sus antepasados habían elaborado una técnica de combate muy elemental, pero eficaz para defenderse de los bandidos.
Un mes después, el ejército ya estaba formado. Las mujeres y los niños habían seguido recogiendo maná y cazando codornices, que seguían llegando a millares cada día. Pero, para cuando los guerreros estuvieron listos, ya empezaban a escasear. Entonces Mosé tomó la palabra:
—Las mujeres, los niños y los ancianos seguirán el camino en dirección al sur. Aarón los conducirá hasta la montaña de Dios. Allí estarán seguros. Yo combatiré a vuestro lado y llevaré el estandarte.
El entusiasmo de los combatientes no se había debilitado en el mes transcurrido. A pesar de los cuidados que le habían dispensado, el desdichado Yemuel había sucumbido a sus terribles heridas, y deseaban vengarlo más que nunca. Mosé y Josué recibieron una auténtica ovación.
Mientras la columna de las mujeres se dirigía hacia el sur, el ejército marchó en dirección a oriente. Según los cálculos de Mosé, solo tardarían cuatro o cinco días en llegar.
Por el camino hicieron un macabro descubrimiento. Detrás de un promontorio rocoso se extendía un valle también cubierto por el maná. En medio de la blanca resina seca yacían cinco cadáveres en avanzado estado de descomposición. Por lo que había contado Yemuel, aquellos desdichados habían sido despedazados vivos, y habían ido perdiendo sangre lentamente. Pero era difícil notarlo, ya que los animales carroñeros solo habían dejado de ellos unos esqueletos con algunos jirones de carne negruzca.
Dos días después, tras dar sepultura a los difuntos, los apirus llegaron a las inmediaciones de una ciudad que no era en realidad más que un vasto campamento, en cuyo centro se elevaban algunos edificios de piedra, probablemente las casas de los jefes.
—¡No hay murallas! —exclamó Josué—. La tarea será más fácil.
No obstante, no pensaba atacar de frente de inmediato. Según sus cálculos, los amalecitas eran un poco menos numerosos que sus tropas. Pero tenían la ventaja de conocer el terreno. En el suelo dibujó un plan que expuso a Mosé.
—Lanzaremos un ataque sobre la población con la tercera parte de nuestros guerreros —dijo—. Como los amalecitas se creerán superiores en número, saldrán a responder. Pero ya me habré ocupado de ocultar otras dos divisiones, una al sur y otra al norte. Cuando los amalecitas salgan de su ciudad, cerraremos la tenaza sobre ellos. ¿Qué opinas?
—No tengo nada que añadir. Salvo que sería prudente situar a los hombres más diestros con la honda en el centro, para recibir al enemigo con piedras.
Así lo hicieron. En cuanto distinguieron a los asaltantes, los amalecitas se precipitaron fuera de la ciudad con gran vocerío. Los hombres de Josué cargaron las hondas y dispararon. Las piedras, precisas y rápidas, dieron a varios enemigos en plena carrera. Pero se necesitaba mucho más para detener a aquellos beduinos convencidos de su superioridad numérica. De pronto, cuando estuvieron a medio camino de los apirus, dos nuevas tropas surgieron de las hondonadas del terreno donde se habían ocultado. Los amalecitas comprendieron demasiado tarde su error. Entonces se produjo la desbandada en sus filas; los apirus lo aprovecharon para emprender un terrible combate cuerpo a cuerpo. Tal como había anunciado Mosé, los amalecitas eran unos rudos combatientes. Además, estaban defendiendo su ciudad, donde se refugiaban sus mujeres e hijos. Las ansias de vencer animaban a los apirus. Corriendo de un extremo al otro del campo de batalla, Mosé arengaba a sus guerreros y sostenía a los que flaqueaban, al tiempo que enarbolaba el estandarte sin nombre. Josué había sabido alentar a sus hombres invocando al dios que había estado a su lado desde que habían salido de Egipto. También esta vez les daría la victoria, pues combatían para él. Este discurso había dado su fruto. Los apirus, menos expertos que los amalecitas, pelearon con un ímpetu fuera de lo común. Cuando veían el estandarte portado por Mosé, recobraban valor si se sentían flaquear.
Poco a poco los amalecitas fueron repelidos al interior de su ciudad. En la dirección opuesta, las mujeres y los niños huyeron en total desorden hacia el desierto. Comprendiendo que todo estaba perdido, los sobrevivientes cesaron el combate y huyeron a todo correr. Entonces los apirus penetraron en la pequeña ciudad y se apoderaron de cuanto pudieron encontrar, piezas de tela, cofres llenos de oro y piedras preciosas, reservas de comida, muebles. Se adueñaron también de los rebaños de cabras y ovejas, así como de algunos de aquellos extraños animales que solo los beduinos sabían montar: los dromedarios. Hicieron un centenar de prisioneros, que quedaron inmediatamente convertidos en esclavos, y cuya primera tarea fue cargar con los trofeos de los vencedores.
En aquel ambiente de triunfo los apirus emprendieron la marcha en dirección al oeste para volver con su gente. Cuatro días más tarde, llegaban a las cercanías del monte Horeb.
Donde nuevas dificultades esperaban a Mosé.