18
Mosé había escogido residir en Yeb, en la frontera norte del país de Kush. Sin embargo, antes de regresar a su pequeña capital, realizó una estancia bastante larga en Uaset con el fin de conocer la postura de los generales de la Casa de las Armas de la ciudad, así como la de los sacerdotes de Amón. Todos le consideraban el heredero oficial y le eran favorables. Habían oído hablar de los estragos causados por las «hordas de Set» en el norte y no tenían muchas ganas de que a Su Majestad se le antojara enviar a sus tropas al Alto Egipto. Si tal día llegaba, solo habría un hombre tan poderoso como para alzarse ante Seti: su propio hijo Masesaya.
Una vez de vuelta a la ciudad de los elefantes, Mosé se afanó en preparar su ejército. Hizo fabricar arcos nuevos, escudos, lanzas, espadas, cascos, para lo cual creó un taller de fundición y reclutó a los mejores metalúrgicos del país.
La dulce Tiyi recomendaba prudencia a su marido. Había que evitar a toda costa un enfrentamiento entre egipcios.
—Sería una guerra fratricida —decía—. Debilitaría peligrosamente a los Dos Países. Nunca podrán vencer totalmente a los pueblos del Mar o a los tjemehus. Por mucho que tu padre haya empalado a millares de ellos en Mennof-Ra, siempre seguirán llegando otros nuevos. La riqueza de Kemit los atrae.
A pesar del odio que sentía por su padre, Mosé hacía caso a su esposa. Aunque era joven, demostraba una sabiduría que hombres mucho mayores que ella le habrían envidiado. Y se llevaba muy bien con Pan-Nefer, que compartía su prudencia.
—No hay motivo alguno para alarmarte, mi dulce hermana15 —respondía Mosé—. ¿Por qué Seti dirigiría sus armas contra mí? No puede sorprenderle que fabrique mis propias armas. Soy gobernador de Nubia. Es normal que refuerce mi ejército para prevenir una nueva sublevación.
En efecto, oficialmente el faraón no podía reprochar nada a Mosé. Pero Tiyi no se hacía ilusiones sobre los motivos reales de su marido. Además, la mayoría de sus compañeros no dudaban de que el enfrentamiento acabaría produciéndose. Algunos, incluso, como Murhat y Meri-Amón, disgustados por lo que pasaba en el delta, empujaban a Mosé a tomar inmediatamente las armas contra Seti.
—Debes declararte rey del Alto Egipto —afirmaba Murhat—. Seti es un tirano, y tú eres el descendiente legítimo del buen dios Ramsés. Si te proclamas faraón, todo el Alto Egipto te seguirá. Los sacerdotes de Amón están contigo. Y estoy seguro de que puedes contar con el apoyo de muchos nobles del Bajo Egipto.
Siguiendo los inteligentes consejos de Tiyi, Mosé se resistía. Su padre hacía reinar el terror en el delta, pero no dejaba de ser el rey. Si se declarase faraón del Alto Egipto, el joven príncipe, pese a su condición, no sería más que un usurpador. Aunque el odio lo atenazaba, aunque bullía de impaciencia por hallarse frente a Seti, su ejército aún era demasiado débil para salir bien librado de un ataque a las hordas de Set. Debía tener un poco más de paciencia.
Pero un acontecimiento imprevisto trastocó el curso de los acontecimientos.
La serie de tormentas que afectaba al Bajo Egipto no había llegado todavía a la región de Yeb. Al contrario, gozaba de un clima de una suavidad excepcional. Las cosechas habían sido buenas. Todo estaba en calma y la región vivía un período de engañosa tranquilidad. Como la quietud antes de la tormenta. La gente notaba, por algunos indicios, que se avecinaban terribles acontecimientos. Los marineros que viajaban hasta las canteras de granito de la Primera Catarata informaban de tempestades y tornados que habían caído sobre el delta, dispersando a los rebaños y destrozando los cultivos. En las tabernas del Alto Egipto, en los puertos, en las cabañas de los campesinos, en las mansiones de los nobles, se hablaba de los jóvenes enrolados por la fuerza en el ejército, de las mujeres y los niños maltratados o incluso asesinados por los propios soldados egipcios, de las caravanas atacadas por escurridizos enemigos en los caminos de los oasis. Una inquietud latente se había apoderado de todo el mundo y se contemplaba el futuro con angustia.
Los ancianos hablaban con nostalgia del buen dios Ramsés, cuya sombra protectora ya no se extendía sobre los Dos Países. Todos conocían ahora el antagonismo entre el faraón y su hijo. Nadie se atrevía a mencionar los combates que, inexorablemente, se estaban preparando, pero nadie podía evitar pensar en ello.
Para despejar aquel ambiente enrarecido, Mosé decidió celebrar una serie de festejos. Encargó a cocineros y escanciadores la organización de suntuosas recepciones, e invitó a los nomarcas y grandes propietarios de los nomos vecinos, así como a los jefes que había nombrado en Nubia. Fue en el transcurso de una de ellas cuando sucedió el acontecimiento.
La fiesta estaba en su apogeo. Se habían instalado mesas en los jardines de palacio. Cientos de bandejas ofrecían asados, panes de mil formas diferentes, frutas frescas o secas, pasteles de miel y de sésamo, frascos de cristal opaco con los vinos generosos de los oasis; la cerveza corría en jarras de terracota decorada.
Mosé, confortablemente instalado, escuchaba complacido a un grupo de músicos especialmente hábiles. Una docena de bailarinas desnudas o vestidas con velos transparentes evolucionaban ante el regocijo de los hombres presentes. Tiyi, al lado de Mosé, le daba la mano. Con el tiempo, el amor que los unía se había fortalecido, alimentado por una complicidad y una confianza recíprocas. Mosé admiraba a su esposa. A diferencia de la mayoría de mujeres que habían ascendido en la escala social gracias a su matrimonio, ella conservaba la lucidez y no alentaba los deseos de confrontación de su marido solo por llegar a ser la nueva Gran Esposa real. Ella esperaba, aunque sin gran convicción, que los dioses mantendrían aquel precario equilibrio de paz.
De pronto, la atención de Tiyi se posó en Kanetotés, que estaba llevando un vaso de vino a Mosé. Sin saber por qué, se apoderó de ella una angustia tan repentina como violenta. Quería reaccionar, pero estaba como paralizada. No tenía ninguna razón objetiva para impedir que su marido bebiera de aquel vino. Mosé cogió el vaso e inclinó la cabeza para dar las gracias a Kanetotés. En aquel mismo instante, Pan-Nefer lo cogió del antebrazo. Mosé alzó los ojos, mirando con sorpresa a su amigo.
—¡No bebas, mi señor! Este vino está envenenado.
Tiyi sintió un inmenso alivio.
—Por los dioses, Pan-Nefer, ¿qué mosca te ha picado? —replicó Mosé.
Por toda respuesta, Pan-Nefer señaló con un dedo acusador a Kanetotés, cuyo rostro había palidecido súbitamente.
—Pregúntale mejor a Kanetotés qué son esos polvos que ha vertido en tu vaso.
El interesado protestó:
—¿Te has vuelto loco, Pan-Nefer? Yo no he echado nada en el vaso.
—Por muy bien que hayas interpretado tu papel de hombre sediento de venganza, nunca he creído esa historia de la casa saqueada y los padres asesinados.
—¿Osas poner en duda mi palabra? —explotó Kanetotés, llevando la mano a su puñal.
—¡Naturalmente! Y además te acuso de haber intentado asesinar al príncipe Masesaya Amón-Mose, nieto del buen dios Usermaatrá Setepenrá.
—Son los celos los que te hacen hablar así, Pan-Nefer —replicó Kanetotés—. Me odias desde el primer día. No has encontrado más que esta estúpida acusación para desacreditarme ante el príncipe.
Confundido, Mosé miraba alternativamente a los dos hombres. Pan-Nefer le cogió lentamente el vaso de las manos y se lo tendió a Kanetotés.
—Puede que digas la verdad. Hay una manera muy sencilla de saberlo. Bebe el contenido de este vaso hasta la última gota. Si te he acusado equivocadamente y no contiene veneno, te presentaré mis más sinceras excusas.
Desconcertado, Kanetotés vaciló un instante. Prosiguió luego en tono agresivo:
—No tengo ninguna necesidad de aguantar todas estas tonterías. Me has insultado y no me contentaré con tus excusas. Me rendirás cuentas de tu conducta en el campo del honor. Combatiremos armas en mano.
Mosé se levantó.
—Si mi amigo Pan-Nefer se ha equivocado al acusarte, Kanetotés, te concederé la reparación que exiges. Pero su petición me parece honesta y leal. Si no tienes nada que reprocharte, no arriesgas nada bebiéndote el vino, excepto que mañana tengas la cabeza llena de diablillos.
El hombre dio un paso atrás.
—Mi señor, creía que gozaba de tu confianza. Me puse bajo tu bandera para vengar a los míos.
La mirada de Mosé se endureció.
—¡Bebe! —dijo secamente.
Kanetotés palideció, pero tendió la mano hacia el vaso. Lo asió y se lo llevó a los labios con gesto decidido. De pronto, en el último segundo, lo lanzó a la cara de Pan-Nefer y desenfundó el puñal. Saltó precipitadamente sobre Mosé con el arma en alto. Pero el joven príncipe fue más rápido. Esquivando el ataque, agarró del brazo a su adversario y le hizo perder el equilibrio. Kanetotés cayó al suelo. Mosé, bien entrenado desde su infancia, no tuvo ninguna dificultad en arrancarle el arma. Con un gesto brusco le levantó el mentón y le rebanó el cuello con tanta violencia que la cabeza quedó medio colgando. Sonaron gritos de estupor y espanto. La confusión se adueñó de la sala. Mosé reaccionó con rapidez:
—¡Que detengan a todos los compañeros de Kanetotés! —ordenó.
Pero estos, que estaban presentes en la fiesta, se echaron corriendo a sus pies.
—Perdona a tus servidores —dijo Penrá—. Nosotros no tenemos nada que ver con él. No somos cómplices suyos.
—¿Cómo puedo creeros?
—No tenemos más que nuestra palabra para convencerte, mi señor. Kanetotés se unió a nosotros poco antes de que llegaras a Pi-Ramsés. Se había enterado de que deseábamos aliarnos contigo. Quería acompañarnos. Nos había contado su historia.
Otro añadió:
—Le creímos, mi señor. No teníamos razón alguna para dudar de su palabra.
Mosé no respondió. Tiyi se acercó a su lado.
—Creo que estos hombres son sinceros —dijo en voz baja.
—Tal vez, pero voy a pedir a Pan-Nefer que los vigile discretamente.
Pan-Nefer, por su parte, se había lavado con abundante agua para eliminar toda huella del vino envenenado. Por unos instantes temió que le salieran amenazadoras manchas por la piel, pero no fue así. Contó lo sucedido a Mosé:
—Desde el principio desconfié de él. Su historia parecía cierta, pero no la podíamos verificar. Sospechaba que el faraón quería introducir a un traidor en tu entorno. Me he mantenido a la sombra voluntariamente, para que no se oliera que le estaba espiando. Cada día le he visto hacer todo lo posible por hacerse amigo tuyo y borrar tu desconfianza. Yo mismo estuve a punto de caer en la trampa. Pero hace un rato lo observé mientras preparaba un vaso de vino. Vertió el contenido de una bolsita que llevaba oculta entre los pliegues de la ropa. No se dio cuenta de que le estaba vigilando.
—Has actuado con clarividencia, mi fiel amigo. Yo no habría desconfiado. No era la primera vez que me traía vino.
Mosé puso la mano en el hombro de su amigo.
—Gracias, Pan-Nefer, te debo la vida.
Se giró hacia el cadáver y añadió:
—Pero esta es la prueba de que mi padre ha querido librarse de mí mediante una maniobra baja y deshonrosa.
Dio unos pasos hacia la multitud de cortesanos que se habían congregado para enterarse de lo sucedido.
—¡Escuchadme todos! Este acto de traición es una nueva prueba de que el príncipe Nefersetrá es indigno de ocupar el trono de los Dos Reinos. Él mismo mató a la Gran Esposa, mi madre, la dulce Tajat. Ese crimen odioso no debe quedar impune. Sus guerreros imponen el reino del terror en todo el Bajo Egipto. Ahora tienen que luchar contra los invasores, pero, en cuanto los hayan repelido, Seti los enviará al Alto Egipto donde saquearán vuestras propiedades. No puedo aceptar ver el Valle Sagrado saqueado. Por eso, con vuestro apoyo y el de los sacerdotes de Amón de Uaset, yo, príncipe Masesaya Amón-Mose, nieto del buen dios Ramsés, deseo ser proclamado faraón.
Una formidable ovación rubricó sus palabras. Cuando por fin se fue calmando, Mosé levantó los brazos para imponer silencio:
—Así pues, respetaré vuestra voluntad y os agradezco la confianza que depositáis en mí. A partir de hoy seré vuestro nuevo rey y reinaré sobre Nubia con el nombre de Amón-Masesa, el hijo de Amón. Desde mañana mismo me entrevistaré con los sacerdotes de Amón para que me expresen sus voluntades.
Un hombre, llamado Meri-Hotep, un riquísimo comerciante de Uaset, se adelantó.
—Con tu permiso, mi señor, este servidor tuyo cree poder decir que ellos confirmarán tu decisión. Y solicito el gran honor de llevársela yo mismo en persona.
—Te lo concedo, amigo mío.
Se alzaron nuevos gritos de júbilo. A partir de aquel instante el entusiasmo de los festejos ya no tuvo límites. Mientras los miembros de la corte se congratulaban y comentaban la decisión del joven príncipe con pasión, Mosé llamó a Murhat.
—¡Cortadle la cabeza a ese traidor y llevádsela a Seti!
—No queda mucho trozo por cortar —respondió Murhat con mirada de experto.
La cabeza de Kanetotés fue enviada a Pi-Ramsés en una cesta. Un grupo de guerreros se encargó de llevarla a la Gran Casa antes de huir discretamente.
La respuesta de los sacerdotes de Uaset no tardó en llegar: apoyaban por completo al príncipe Masesaya Amón-Mose, al que desde ese momento consideraban el nuevo faraón. La noticia corrió como el viento a través del país. Apenas un mes después, a principios del Año Dos del reinado de Seti II, Egipto se hallaba escindido en dos. Un nuevo faraón de nombre Amón-Masesa reinaba en el sur del país y en Nubia.
Mosé hizo preparar activamente las ceremonias de entronización. Tenía que confirmar su decisión y hacerla oficial antes de que Seti pudiera reaccionar. Sabía por los marinos que el rey había tenido que batallar duramente en el noreste del delta. Por consiguiente, Seti no podría volverse contra él hasta dentro de algún tiempo. Pero un día u otro lo haría, pese a las nefastas predicciones de los oráculos. Mosé reforzó aún más su ejército, reclutando nuevos guerreros entre los campesinos en edad de combatir.
La entronización atrajo a Uaset a un gran gentío, procedente de las ciudades más alejadas de Nubia y de los Dos Reinos, incluido el Bajo Egipto. Algunos señores, al conocer la noticia, habían abandonado precipitadamente Pi-Ramsés para unirse al nuevo soberano.
Grandiosos festejos confirmaron la ascensión al trono del nuevo rey. De pie ante una incalculable muchedumbre que se prosternaba ante él, Mosé comprendió que la predicción del noble hitita empezaba a realizarse. Sin embargo, lamentaba amargamente que su madre no estuviera a su lado para compartir su triunfo.
El joven rey se adaptó rápidamente a su nueva condición. Tal como se había comprometido a hacerlo varios años atrás, el fiel Murhat se enfrascó en los planos de la morada de eternidad de su señor y amigo. Reunió a su alrededor a los arquitectos de más talento del Alto Egipto. Desplazó equipos a las canteras de Yeb y realizó estudios en el Valle de los Reyes para determinar el emplazamiento de la futura tumba. Mosé en persona dirigió la expedición. Escogió un lugar cercano a la tumba donde habían sepultado a su madre.
Hizo numerosas ofrendas al dios supremo, Amón, a quien le debía aquella su primera victoria. Habría otras más. Ahora estaba convencido. Naturalmente, tenía que terminar de equipar a su ejército rápidamente, pues seguía siendo menos numeroso que el de Seti. Pero este estaba ocupado con las fuerzas exteriores. ¿No era esa una señal del destino, que le dejaba a Mosé tiempo para organizarse?
Pi-Ramsés, dos meses después...
Cuando Seti recibió la cabeza de Kanetotés, emitió un terrible rugido de dolor. Kanetotés era uno de los pocos cortesanos por quien sentía una amistad real. Era digno de una confianza absoluta, y por eso Seti le había encargado introducirse en el círculo de amigos de Mosé, con la misión de envenenarlo después de adormecer su desconfianza. Su muerte debía parecer accidental y habría hecho desaparecer la amenaza de la predicción nefasta.
Pero Mosé había sabido desbaratar su plan, había matado a Kanetotés y se había proclamado faraón. Esta decisión despertaba en Seti una ira incontenible. El Alto Egipto se le escapaba, varios nobles se habían alineado bajo la bandera de su hijo e incluso allí mismo, en Pi-Ramsés, se mascaba la rebelión. ¡Había quien osaba contradecir sus órdenes! Sin duda, detrás de aquellas manifestaciones de desobediencia, había que ver la mano de Mosé. Esta vez, ese perro había sobrepasado los límites. A pesar de la funesta profecía, Seti no podía permitir que pisotearan su autoridad de aquella manera. Tenía que reaccionar, atacar, aniquilar de una vez por todas a toda aquella escoria y al traidor que la mandaba.
Sin embargo, una vez pasado el primer arrebato de cólera, su naturaleza calculadora volvió a imponerse. No debía precipitar las cosas. Su poder se basaba en sus ejércitos. Pero ahora sus soldados estaban debilitados por los largos meses de campaña contra los invasores. Había que dejarles recuperar fuerzas. En los últimos combates gran parte de los carros había quedado destruida. Los barcos tenían que traer madera de Levante. Ese intervalo le dejaba tiempo para preparar la guerra.
Masesaya podía esperar.