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—¡Has vuelto a ganar, padre! —exclamó Tajat con un mohín de despecho—. ¿Acaso eres invencible?
Ramsés le respondió con una sonrisa que parecía más bien una mueca. Hacía varios años ya que las articulaciones de los dedos le hacían sufrir, y a veces le costaba mucho manipular las piezas de marfil del juego de senet. Tenía la impresión de que le clavaban agujas en las falanges.
—¿Te encuentras mal, padre? —preguntó la muchacha, preocupada.
Ramsés la tranquilizó:
—Hija mía, por desgracia ya no soy joven. Pronto cumpliré setenta y ocho años.
Tajat no contestó. Lo que más temía en el mundo era la desaparición de aquel padre al que un pueblo entero veneraba como a un dios. Rodeó la mesa de mármol, se arrodilló a los pies de Ramsés y apoyó la cabeza en sus rodillas. El rey acarició con ternura la espesa cabellera oscura. Sentía un amor especial por aquella hija que tan tardíamente le había dado una de sus esposas. Con el tiempo había aprendido a penetrar en los misterios del alma humana, y la de Tajat era de una rara nitidez. Su compañía le reposaba de las intrigas de la corte.
Ante él, Egipto respiraba el polvo. Sin embargo, sabía que los alambicados cumplidos que le dirigían tenían por objeto, sobre todo, despertar su benevolencia a la hora de solicitar un puesto, mendigar una pensión o, sencillamente, disputarse el favor de una palabra amistosa. Los cortesanos acechaban sus reacciones como un perro busca llamar la atención de su amo. Los hombres estaban deseosos de honores, ávidos de gratitud. Estas debilidades le eran muy útiles para ejercer el poder. Había usado y, a veces, abusado de ellas, orgulloso al ver cómo personajes de alta cuna, temidos por todos, se arrastraban a sus pies. Había llevado a los Dos Reinos a la cúspide de un poder nunca antes igualado. En todas partes, desde las lejanas orillas de Kush hasta el Gran Verde, de las fronteras del Amenti hasta las ciudades del Levante, se alzaban templos y efigies con su imagen proclamando su gloria y su divinidad. Durante mucho tiempo se había sentido embriagado por aquellos fastos, por aquella arquitectura grandiosa que no tenía parangón en lugar alguno.
Ahora, en cambio, todo eso le parecía ridículo. Llevaba más de cincuenta y cinco años reinando y, llegado el momento, había comprobado con amargura que su condición divina no lo protegía de los achaques de la vejez. Pronto se trasladaría al Nilo celeste, como todos los reyes antes que él, y como el más humilde de sus súbditos. Su cuerpo antaño tan potente había perdido el vigor. Él, que había amado a tantas mujeres y que había engendrado a tantos hijos, había debido renunciar a los placeres de la carne.
Hizo un esfuerzo de voluntad para dominar el dolor. Estaba acostumbrado. Salvo sus allegados, nadie podía adivinar que su paso rígido disimulaba un gran sufrimiento. Al contrario, le confería un aire altivo que muchos le envidiaban e imitaban.
Con Tajat podía quitarse por unos instantes preciosos la máscara de soberano absoluto y convertirse simplemente en padre. La niña tenía quince años. El año anterior la había casado con su nieto Nefersetrá, hijo de Meren-Pta, decimotercer aspirante al trono tras haber fallecido todos los anteriores. Había pensado que tal alianza engendraría un heredero digno de asumir su sucesión. Nefersetrá era un hombre magnífico, de veinticinco años, codiciado por todas las mujeres de la corte.
Pero, por una vez, el soberano Grande de Victorias se había equivocado. Unos meses después del matrimonio se reprochaba haber entregado a su pequeña Tajat a Nefersetrá. La joven no había emitido ni una sola queja, pero Ramsés había notado un cambio en su actitud. Ella siempre había sido una chiquilla jovial, de carácter alegre y espontáneo, pero ahora se había replegado sobre sí misma. Su mirada se había inundado de tristeza. Finalmente, el rey descubrió las señales moradas dejadas por los golpes, y ella le confesó que Nefersetrá le pegaba. El rey reprendió duramente a su nieto, quien prometió, apretando los dientes, que se mostraría más cariñoso con ella.
Ramsés sabía que este no había cumplido del todo su palabra. Si bien los golpes habían desaparecido de sus relaciones, Nefersetrá ya no mostraba ningún interés por Tajat, demasiado joven y demasiado inexperta. Prefería pasar el tiempo en compañía de las prostitutas, que, desde luego, no irían a quejarse a nadie de sus malos tratos. No obstante, para suavizar el humor de su real abuelo, había encontrado algún momento para hacerle un hijo a Tajat. Con el embarazo la joven volvía a verse espléndida. Al fin y al cabo, el viejo monarca salía ganando con aquella situación. Le permitía disfrutar de la reconfortante presencia de su hija y del amor sin afectación que ella le mostraba.
De pronto la joven lanzó un grito.
—¡Ay! ¡Se está moviendo! Mira, padre, pon la mano aquí.
Divertido, el rey tocó el vientre abultado y sintió que la carne se removía bajo sus dedos.
—Será un buen mozo, hija mía. ¡El hijo de Amón!
—¡Amón-Mose! Ese será el nombre que le pondré —respondió Tajat con orgullo.
En ese momento, entró un criado y se prosternó ante el rey.
—¡Oh, Luz de Egipto, el señor Merihor desea hablar contigo!
—¡Que entre!
—Bendito sea mil veces este día pues me permite contemplar tu magnífico y glorioso rostro, oh, Toro Poderoso, Protector de Egipto, tú, tan grande por tus victorias, Amado de Amón-Ra...
Ramsés esperó con paciencia a que terminara su ditirámbico cumplido. Tajat, divertida, se había retirado para reírse a sus anchas. El rey observó al cortesano. Merihor cultivaba la grandilocuencia con arte consumado, convencido de que la longitud de sus cumplidos era proporcional a la benevolencia que le mostraba el faraón. Este apenas pudo reprimir un bostezo de aburrimiento. Irritado, le cortó:
—¡Está bien, Merihor! ¿Cuál es el objeto de tu visita?
Pillado desprevenido, Merihor contempló al monarca como si acabara de soltar una grosería. Aún no había terminado su cumplido, ni mucho menos.
—¡Al grano, Merihor, al grano! ¿Cómo van las obras del templo?
—Estará terminado dentro de los plazos previstos, oh, Maravilla de los Dos Reinos. Por desgracia, se han producido unos fastidiosos incidentes.
—¿Cuáles?
—Han matado a un apiru y a su familia. Al parecer han sido unos saqueadores procedentes del Sinaí.
—¡Qué extraño! Hace tiempo que están tranquilos.
—Esos miserables han degollado a uno de tus servidores y a su mujer, han destripado al hijo mayor y matado a los tres niños más pequeños. El capataz, Useti, teme nuevos ataques. Me ha pedido refuerzos.
—¿Esta es la razón de tu visita?
—Sí, oh Alimento de Egipto.
Ramsés II no respondió de inmediato.
—Creía haber establecido la paz en esa región —dijo al fin—. Los saqueadores no se atreverían nunca a atacar de este modo una ciudad defendida por una guarnición tan poderosa. ¿Estás seguro de que no se trata de un ajuste de cuentas?
—Tu clarividencia es grande, oh Sol de los Príncipes. Yo también me he hecho esa pregunta. Me ha parecido que los apirus estaban agitados estos últimos tiempos. Es posible que Useti tenga dificultades con ellos. Esos criadores de ovejas son arrogantes y siempre están dispuestos a rebelarse. El buen dios Seti fue demasiado generoso al acogerlos en el Valle Sagrado. Hoy en día se han multiplicado y no cabe ninguna duda de que están detrás de los crímenes cometidos en tu radiante ciudad de Pi-Ramsés.
—Mi padre acogió a esas gentes hace varias generaciones porque en su país se morían de hambre. Actualmente, la mayoría ya ha nacido en suelo de Kemit y son egipcios. No lo olvides nunca. A tal título deben obedecer las leyes. Pero también tienen derecho a gozar de mi protección. Quiero que realices una investigación sobre este asunto. Asimismo, voy a darte una orden para el comandante de la guarnición, Hotep-Nofrá, que destacará nuevos soldados para proteger el recinto de las obras.
Mientras el escriba real mojaba el cálamo en la tinta y dejaba caer dos gotas en memoria del gran Imhotep, Merihor se prosternó una vez más a los pies de Ramsés II, tocando el suelo con la nariz.
Useti había conseguido lo que quería.