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Un nuevo pacto

—Aceptaría correr muchos riesgos con tal de regresar al mundo de los vivos —dijo Tanis con lentitud, consciente de que, tal vez, con sus palabras se condenaba a sí mismo y a Brandella—. Sin embargo, no quiero cargar sobre mi conciencia el ser responsable de que Fistandantilus vuelva a Krynn.

—Cuán noble de tu parte —siseó el hechicero, con un tono rebosante de sarcasmo—. No quieres mancharte las manos, pero ¿qué me dices de la mujer? ¿Es caballeroso disponer también de su vida de un modo tan magnánimo sin preguntarle siquiera si piensa como tú?

—No es preciso que lo pregunte —intervino Brandella con decisión—. Nos ofreces la oportunidad de morir como héroes al rehusar tu propuesta. Te damos las gracias por ello.

Tanis le apretó la mano, pero no se atrevió a mirar a la valerosa mujer que estaba a su lado. Ella le devolvió con ardor la afectuosa caricia. De manera sorprendente, el semielfo descubrió que no le asustaba el destino que le aguardaba. Todo cuanto ansiaba, comprendió, era estrechar entre sus brazos a la tejedora. La presencia del invisible Fistandantilus, no obstante, lo mantenía paralizado en el mismo punto, como si hubiese echado raíces.

—Os preocupáis mucho por los vivos, pero ¿qué me decís de los muertos? —argumentó el nigromante con un timbre ominoso.

A espaldas de la pareja, un árbol sin vida crujió y se desplomó, lanzando una lluvia de astillas al chocar con el yermo suelo.

—Hablas de un modo enigmático —declaró Tanis con frialdad, complacido consigo mismo por no sobresaltarse ante los explosivos conjuros del nigromante—. Sé más explícito.

—Hay aquí muchos a quienes conocisteis —contestó el hechicero, cuya voz armonizaba con el frío viento que ululaba entre los retorcidos árboles muertos que se alzaban a espaldas de la choza derruida—. Puedo indagar en vuestras mentes y descubrir quiénes fueron aquellos a quienes amasteis y la muerte os arrebató. Ellos están aquí… en mi mundo. —El nigromante hizo una pausa en tanto otras cuantas rocas se quebraban y caían a tumbos como si el hechicero les hubiese insuflado vida. Si les quedaba alguna duda acerca de los propósitos de Fistandantilus, el mago las despejó con las siguientes palabras—. No puedo matar otra vez a vuestros seres queridos, pero sí hacer que su existencia en la Muerte se torne tan dolorosa como en los momentos más angustiosos de sus vidas.

Tanis sintió algo frío y viscoso sobre el cráneo. La sensación duró sólo un instante, pero supo con certeza que era el tacto de Fistandantilus. Un momento después, Brandella se estremeció y el semielfo comprendió que la joven había experimentado idéntica sensación.

—¿Qué haces? —demandó Tanis.

—Informarme —se oyó la sibilante voz—. Por ejemplo, Brandella tuvo una hermana, una encantadora niñita. Se llamaba Cadaloopee.

La tejedora se libró de la mano de Tanis con un tirón y se cubrió los ojos.

—Caddie pereció ahogada en una inundación —susurró, sacudida por los temblores.

—La pequeña juega aquí; corretea por un bosque bañado por la radiante luz del sol —prosiguió el hechicero, a la par que un rayo, salido de la nada, se descargaba sobre la choza, si bien en apariencia no causó ningún desperfecto—. Claro que puedo hacer que lleguen las lluvias y despertar en su mente infantil el terror de hundirse una vez más en las aguas turbulentas y profundas. —La voz del nigromante semejaba el ululante lamento del espíritu heraldo de la muerte—. Puedo hacer que Cadaloopee reviva sus peores pesadillas. Puedo…

—¡Basta! —gritó Brandella.

Tanis le rodeó los hombros con su brazo. Los temblores sacudían el cuerpo esbelto de la tejedora. El semielfo ansiaba desafiar al hechicero, y vencerlo. Mas él desconocía todo lo relativo a la magia y era un terreno en el que no podía presentar batalla.

El nigromante dejó escapar una risita que sonó como un zumbido.

—En cuanto al semielfo, me pregunto qué piensa acerca de su pobre madre, muerta al poco de nacer él.

Tanis se puso rígido. Sus ojos centellearon encolerizados, pero contuvo la lengua. Sintió el brazo de Brandella rodearle la cintura en un gesto de apoyo.

—Fue una hermosa doncella elfa, tan llena de vida… —continuó la voz—. Pero era frágil, muy frágil, tanto mental como físicamente. Aquí, en la Muerte, lleva una existencia idílica, atendiendo y atendida por aquellos a quienes amó. Me pregunto qué sentiría si arreglara las cosas de modo que tu brutal padre apareciera en el umbral de su puerta…

Tanis, a quien el corazón le latía dolorosamente en el pecho, supo en aquel momento la intensidad de su odio por el hechicero. El nigromante era digno de su tenebrosa montaña de horrores; Tanis deseó, como jamás había deseado algo, poder enterrarlo en lo más profundo de aquel monumento al Mal.

—¿Y bien? ¿No respondes? —inquirió Fistandantilus con un timbre corrosivo.

—No le harás ningún daño a mi madre —dijo Tanis con los dientes apretados.

—Oh, desde luego que no —respondió la voz, adoptando un tono de falsa aquiescencia—. Siempre y cuando tú te avengas a hacer lo que te pida.

Tanis tragó saliva con esfuerzo. El nigromante había detentado en vida un poder devastador; su montaña oscura y barrida por los vientos daba testimonio de ello. El semielfo consideró el legado que Fistandantilus había dejado a Krynn… y se estremeció. Con todo, fue en ese instante cuando Tanis vio un destello de esperanza. El hechicero había ejecutado su magia en Krynn; aquí, en la Muerte, era prisionero de su propia creación, existía a la sombra de sus horrendos actos. Y Tanis recordó algo que dijera Fuegomanso.

El semielfo refrenó sus pensamientos, deseando de manera consciente que se borrara la idea que empezaba a tomar forma. Si el hechicero le leía la mente, no quería que descubriera lo que se le había ocurrido.

Se volvió hacia Brandella.

—Deberíamos considerar su oferta —le dijo con suavidad.

Ella lo miró de hito en hito, conmocionada. Sus ojos oscuros bordeados de espesas pestañas contrastaban con la palidez del semblante.

—Tanto da si el Mal tiene su morada aquí o en Krynn —argumentó, al advertir la expresión de la joven—. La vida es corta en comparación con el tiempo que se permanece en este lugar. Más vale que Fistandantilus camine entre los vivos que aterrorice a los muertos por toda la eternidad.

—¿Lo dices en serio o sólo intentas convencerte a ti mismo? —instó la tejedora con frialdad.

—Trato de explicarte que es nuestra única alternativa. —Tanis detestaba seguirle el juego al nigromante, pero sabía que no tenía opción y se obligó a articular las siguientes palabras con un tono duro y despectivo—. ¿Serías capaz de vivir con el remordimiento de saber que tu hermana sufriría un perpetuo horror?

Los labios de la mujer temblaron; era incapaz de hablar.

Actuando como si intentara mantener una conversación en privado con Brandella, inclinó la cabeza y le susurró al oído:

—Fue derrotado en la Vida antes; puede ser derrotado una vez más.

Ni que decir tiene que el semielfo sabía que el nigromante había escuchado hasta la última palabra. Fistandantilus se mantuvo en silencio.

Brandella pareció indecisa, como si sopesara la idea de que, aun cuando se avinieran a las exigencias del nigromante, las consecuencias no serían irreversibles.

—Déjame que hable con él —insistió Tanis con un timbre persuasivo.

Bien que de mala gana, la tejedora aceptó en silencio.

—Dijiste que nos propondrías un trato —comenzó el semielfo—. ¿Cómo estaríamos seguros de que cumplirás lo pactado?

—De ningún modo. Tendréis cine confiar en mí porque no hay nadie más a quien podáis recurrir antes de que hayáis muerto. El principal interrogante es: ¿puedo confiar yo en que cumpliréis vuestra parte del acuerdo?

Tanis alzó la vista a la tenebrosa montaña, luego la dirigió a la patética imitación de choza y, por último, hacia el paisaje abierto y grisáceo que se extendía ante él, donde suponía se encontraba el invisible hechicero.

—Al parecer, habremos de confiar los unos en los otros por igual —dijo.

La voz prorrumpió en carcajadas; el sonido de las risas semejaba el entrechocar de piedras contra metal.

—¿Confiar los unos en los otros? No lo creo factible —gruñó sordamente Fistandantilus—. Olvidas con quién hablas. Te aseguro que, si hacéis el menor intento de engañarme, lo lamentaréis el resto de vuestras vidas (lo que no será demasiado) y durante el tiempo que seguirá, lo que significa un periodo mucho, muchísimo más largo; toda una eternidad. En ello empeño mi palabra.