17
Una aparición

La niebla que envolvía la playa era tan espesa que Tanis no sabía si el sol había salido o no. Caminó de regreso hacia la cabaña de Reehsha en medio del lúgubre amanecer que reflejaba su estado de ánimo. Comprendía que las oportunidades de encontrar a su padre eran más remotas que nunca. Había demasiados humanos y muy poco tiempo. Una vez que se reanudara la batalla, muchos morirían… tal vez, él mismo. Y, cuando uno de los bandos se alzase con la victoria, el otro sería masacrado. Había jurado a Yeblidod que se vengaría de su atacante. La vergüenza lo abrumaba; a juzgar por el giro que tomaban los acontecimientos, no cumpliría su promesa.

Abatido, remontó las peñas que conducían al hogar de Reehsha. Estaba muy cerca de la cabaña cuando, con un sobresalto, advirtió que ya no lucían las velas en el interior. ¿Habría ocurrido algo? Corrió hacia la puerta y, llevado por la ansiedad, la abrió de golpe, sin llamar.

Brandella alzó la cabeza, sorprendida. La joven estaba sentada junto al camastro y refrescaba la frente de la enana con un paño húmedo. La tejedora se llevó el índice a los labios, indicando a Tanis que guardara silencio. Yeblidod dormía.

El semielfo asintió con docilidad, a la vez que relajaba los músculos tensos del cuello y los hombros. Echó una ojeada alrededor y comprobó que las dos mujeres eran las únicas que se encontraban en la destartalada cabaña.

—¿Dónde fueron los demás? —inquirió con un susurro.

—Aguarda —articuló en silencio la joven, mientras se incorporaba y se acercaba a él. Cuando llegó a su lado, lo cogió del brazo y lo condujo a la puerta. Caminaron una corta distancia sin hablar, envueltos en la niebla gris mientras deambulaban entre las peñas hasta alcanzar la playa. Se veían el uno al otro, pero poco más; la cabaña semejaba un manchón oscuro que flotaba en la distancia.

—Kishpa, Mertwig y Scowarr regresaron a las barricadas —explicó Brandella—. Se marcharon no hace mucho.

La joven se echó el chal sobre la cabeza, pero la humedad del ambiente mojó los oscuros mechones caídos sobre la frente.

—¿Y Reehsha?

—Se fue a preparar su barca. Cuando vuelva, se ocupará de cuidar a Yeblidod. —Brandella lo miró con curiosidad—. ¿Y qué me dices de ti? ¿Te quedarás aquí o vas a luchar contra los humanos?

—Quizá, ni lo uno ni lo otro —respondió con sinceridad—. Vine con un propósito.

—Lo sé —comentó ella.

Tanis estrechó los ojos y la cogió por los hombros.

—¿Lo sabes?

Su reacción dejó perpleja a la joven, que se apartó un poco de él.

—Sí. Scowarr nos lo explicó anoche, después de que te marcharas a todo correr. Dijo que viniste a Ankatavaka en busca de dos personas.

—Oh, entiendo. —Tanis respiró hondo. Oía el romper de las olas en la distancia, pero el mar quedaba oculto tras el manto gris de la bruma. Volvió a inhalar. La niebla lo sofocaba; o, tal vez, fuera Brandella. Las húmedas volutas de vapor danzaban en torno a su rostro, suavizaban sus rasgos y le conferían un aura que encajaba a la perfección con una mujer que era un recuerdo en la memoria de un anciano moribundo.

—¿El humano a quien perseguías era una de las personas a las que viniste a buscar? —preguntó, a la vez que se las ingeniaba para soltarse con delicadeza de Tanis.

—No. —El semielfo no sabía ahora qué hacer con las manos. Por último simuló sentir frío; se sopló los dedos y se las frotó.

—¿Por qué corriste entonces tras él? —insistió Brandella.

—Ya no tiene importancia —dijo abatido. La humedad se le pegaba a sus ropas de cuero. Lejos, en el mar, se oían los gritos de las gaviotas.

—Creo que a ti te sigue importando —comentó la joven, mientras alargaba la mano y la posaba con suavidad en la mejilla del semielfo—. De lo contrario, no estarías tan triste.

Su amable gesto no sólo lo sorprendió a él, sino a la propia Brandella.

—Eres muy gentil —dijo con un susurro ronco.

—Y tú muy valiente. —Era una afirmación, no un cumplido. Sus ojos lo miraban con franqueza, no con coquetería—. Te vi en la barricada sur ayer. Tenía la esperanza de que sobrevivieras.

—También yo —dijo el semielfo con una sonrisa.

Ella rompió a reír; un alegre sonido pegadizo que brotó con fácil naturalidad.

—Parece que el sentido del humor de Scowarr se te ha contagiado —comentó.

—¿Encuentras gracioso a Scowarr? —Tanis arqueó una ceja.

Ella asintió con un destello de regocijo en los ojos.

—No sé si es lo que dice o el modo en que lo dice, pero, sí, me hace reír. Es extraordinario, ¿no crees?

—Sin lugar a dudas.

—No sólo es gracioso. También cuenta las historias más sorprendentes —prosiguió la joven—. A decir verdad, me parecen un poco difíciles de creer. Nos relató varias; por ejemplo, una relacionada contigo.

—¿Sí? —Tanis se volvió hacia el mar.

—Dijo que apareciste en el aire, justo en mitad de una reyerta. Al parecer, él observaba los acontecimientos desde el interior del tronco hueco de un árbol y, donde un momento antes no había nada, al siguiente allí estabas tú, de pie.

Por el rabillo del ojo Tanis vio que la tejedora lo observaba, atenta a sus reacciones. Intranquilo, removió con la puntera de la bota la arena húmeda. No sabía si se presentaría otra ocasión de poder hablar a solas con Brandella. Si iba a decirle el motivo por el que había venido a Ankatavaka, éste era el momento de hacerlo. Sin saberlo, la joven le había facilitado la tarea con sus comentarios; la cuestión era si lograría convencerla de que decía la verdad.

—Es cierto. Me materialicé en el aire —admitió en voz baja.

De manera involuntaria, la tejedora dio un paso atrás a la vez que se llevaba las manos a la garganta.

—¡Entonces no eres real! —susurró con los ojos desorbitados—. Eres un espejismo, una aparición.

Tanis echó atrás la cabeza y estalló en carcajadas. Las palabras de Brandella le resultaron tan irónicas que despertaron su hilaridad.

—¿Yo irreal? —dijo, entre risas, mientras se apartaba unos pasos de la joven y después se volvía de nuevo a mirarla—. ¿Yo una aparición? ¡Oh, cómo me gustaría que me viera Scowarr! Piensa que no tengo sentido del humor —añadió con una amplia sonrisa—. ¡Si él supiera!

—¿Si supiera, qué? —inquirió Brandella, aturdida por el extraño comportamiento de semielfo.

—Que aquí el único que es real, soy yo. Tú, Yeblidod, Kishpa, Scowarr, Ankatavka, los humanos al otro lado de las barricadas…, todos sois imágenes vivientes en la memoria de un viejo mago agonizante. Cuando muera, todos desapareceréis. Esta no es tu vida como la viviste en realidad; es del modo que él la recuerda. Yo soy de carne y hueso. Yo soy el único ser vivo que camina entre los fantasmas del pasado de un hombre. Invocó un hechizo y me envió aquí.

—¡Estás loco!

—No es eso lo que piensas —afirmó Tanis—. Sabes que Scowarr dijo la verdad. Sabes que vine aquí por una razón.

La confusión de la joven empezaba a dar paso a la cólera. Sus pómulos se tiñeron de rojo.

—¿Cómo te atreves a decirme, así sin más, que no existo? —protestó. En su furia, el chal se deslizó de su cabeza y dejó libre el hermoso cabello. Tanis contuvo el aliento.

De improviso, un sollozo escapó de la garganta de la joven y Tanis sintió un aguijonazo doloroso por obligarla a pasar por un trance tan amargo.

—¡No! —gritó Brandella, a la vez que se daba media vuelta y echaba a correr entre la niebla. Como el espejismo que en realidad era, su voz le llegó desde la bruma—. He soñado contigo…, ¡pero con miedo!

Tanis avanzó veloz y alargó las manos. Aferró a Brandella por los brazos y la acercó contra sí.

—No tengas miedo de mí —suplicó—. El anciano mago me envió aquí a buscarte, Brandella. A salvarte.

Ella se mantuvo firme; la brisa revolvía sus negros rizos.

—¿Salvarme de qué? ¿De mi existencia feliz? ¿Del hombre al que amo? Imposible. ¡Me niego a marcharme!

Tanis sacudió la cabeza.

—No lo comprendes. Es el último deseo de Kishpa antes de morir.

La joven se irguió en un gesto defensivo y retrocedió un paso.

—Kishpa no morirá. Tú mismo lo dijiste. Afirmaste que viviría hasta una edad muy avanzada.

—En efecto. Así es. Escúchame, por favor. De donde vengo, han transcurrido noventa y ocho años desde el día que cuidaste a Kishpa en la cabaña de Reehsha después de la batalla. De donde vengo, él es ahora un anciano que agoniza, abrasado por un incendio en una pradera, reclinado contra el tronco carbonizado de un árbol, imaginándote, recordándote en los días de tu gloriosa juventud. Y es él (el viejo mago, el anciano Kishpa) quien me ha enviado aquí para sacarte de su memoria antes de que exhale el último aliento.

—¡Mentira! —exclamó Brandella, con los ojos centelleantes—. Es una trampa. Kishpa sospechaba que no eras de fiar. Me lo dijo. Ahora veo que has venido para destruirnos. ¡No te lo permitiré!

Con gran sorpresa de Tanis, la tejedora sacó una pequeña daga oculta entre los pliegues del chal. Era ágil, y Tanis estaba demasiado perplejo para reaccionar. Mas, por fortuna, la joven tropezó en el mismo momento que lanzaba una cuchillada al semielfo; la sangre manó por el corte que le abrió en el costado, sobre la cadera.

Antes de que tuviera tiempo de atacarlo de nuevo, Tanis la agarró por la muñeca y apretó hasta obligarla a soltar el arma.

—Me haces daño —protestó la joven.

—Lo mismo podría decirte. —Mientras hablaba, el semielfo recogió la daga y la arrojó entre las rocas que bordeaban la playa.

Aunque poco abundante, la sangre manaba de manera constante por lo que, afortunadamente, era una herida superficial. Tanis contuvo la hemorragia presionando con un pulgar sobre el corte.

—Has cometido una injusticia conmigo —le dijo, más calmado de lo que la joven hubiese esperado de alguien a quien acaban de atacar—. No deseo hacerte mal alguno. Sólo deseo cumplir lo que Kishpa me ha pedido. Y me temo que no nos resta mucho tiempo. Podría morir en cualquier momento y ello significaría el fin para todos nosotros.

Ella empezó a darse la vuelta, pero, al parecer, lo pensó mejor.

—Estás mal de la cabeza —objetó.

—Por favor, piensa un momento. Ponte en su lugar. Por tus venas corre sangre elfa. Has vivido otros noventa y ocho años y la humana a quien una vez amaste ha muerto hace mucho tiempo. La recuerdas muy bien, piensas en ella en todo momento. Y ahora yaces malherido, próximo a morir. Sólo que ella, en tu recuerdo, aún es joven y está llena de vida, como siempre la imaginas, sin que le afecte el paso del tiempo. De estar en tus manos, ¿no querrías que esa imagen sobreviviera aun después de que la mente que la recrea haya dejado de existir? ¿No sería, en el momento de tu muerte, un regalo de amor más sublime de lo que jamás hubieses imaginado?

Brandella no respondió enseguida. Las lágrimas acudieron a sus ojos.

—Sí —dijo por último—. Sería un acto de amor sublime. —Se enjugó el llanto y recobró la compostura—. Es una idea maravillosa, pero no significa que estés diciendo la verdad. Me pides que abandone al hombre que amo por unas cuantas frases bonitas.

—No, Brandella. Por unas cuantas frases bonitas, no. Por amor —susurró, resultándole muy difícil pronunciar las palabras—. Anhelo el ideal que Kishpa ha encontrado. Toda mi vida he ansiado poseer lo que, en un tiempo, él compartió contigo. Lo aflige la tristeza por haberlo perdido. Yo jamás lo he tenido y me atormenta la idea de que jamás llegaré a conocerlo.

Brandella lo miró con los ojos relucientes.

Tanis sacó de un bolsillo interior de la túnica un trozo de tejido de colores desvaídos de los que todavía se advertían matices amarillos, rojos y púrpuras. Se lo tendió a la joven.

—Es uno de mis trabajos —dijo, estremecida por un escalofrío.

Tanis asintió en silencio.

Brandella le dio la vuelta, con las manos temblorosas; su rostro había adquirido un tinte ceniciento.

—Es un trozo de la bufanda que estoy tejiendo para Kishpa. ¿Cómo es posible que esté en mi casa, sin terminar, y al mismo tiempo lo tenga aquí, viejo y deshilachado? —Se llevó la mano a los labios temblorosos.

Tanis no podía hacer otra cosa que mirarla y compadecerla por el dolor y la confusión que la agobiaban.

—¿Te lo dio Kishpa? —preguntó al cabo la joven, alzando la vista hacia el semielfo.

—En muestra de su amor.

Brandella desvió la mirada y Tanis comprendió que creía en sus palabras.