27
Regreso a Solace

Tanis condujo a Brandella y a Scowarr hasta un lugar seguro, detrás de un grupo de árboles.

—No tardará en llegar —advirtió Alfeñique.

El humano tenía razón. Kishpa apareció por el recodo del camino; los pliegues de la túnica, cuyo color rojo parecía negro a causa de la mortecina luz, ondeaban al impulso de sus zancadas; una expresión de determinación se plasmaba en su semblante.

Brandella reaccionó de manera instintiva y trató de ir a su encuentro; sabía cómo se sentiría Kishpa cuando llegara al claro y descubriera que Mertwig había muerto. Tanis tuvo que sujetarla con fuerza para impedírselo.

—Yeblidod estará con él —dijo el semielfo en voz baja.

La joven asintió en silencio y empezó a sollozar quedo.

—Daremos un amplio rodeo para eludir el claro. Será mejor que nos pongamos en marcha —añadió Tanis, en tanto ponía el brazo en torno a los hombros de Brandella.

Viajaron a paso vivo, sin saber si el joven Kishpa los seguía a corta distancia, ni en qué momento el negro vacío de la muerte podría acabar con sus esperanzas de abandonar la memoria del anciano mago.

Al cabo de dos días, llegaron al bosque en el que Tanis, muchos años más tarde, sobreviviría a un terrible incendio y conocería a un mago agonizante. Los árboles no eran tan altos como los recordaba Tanis antes de ser pasto de las llamas, como tampoco era tan extenso el estanque. Con todo, resultaba fácil localizar el lugar donde Kishpa yacería sobre una manta mojada y pondría en movimiento sus poderes mágicos. Tanis condujo a Brandella hasta aquel punto.

—En este mismo momento, justo en este lugar, él te está evocando —le dijo.

Brandella se arrodilló y acarició la hierba fría y húmeda.

—Yo… —comenzó, y tragó saliva con esfuerzo—. He intentado imaginar qué aspecto tendrá Kishpa cuando sea anciano.

El semielfo no estaba en posición de esclarecer sus dudas a menos que le describiera también los estragos causados por el fuego. Miró en derredor en busca de una respuesta que no resultara dolorosa. Por fortuna, Scowarr vino en su auxilio.

—¿Os marcháis ahora? —preguntó el humano desde el borde del lago. Se advertía que hacía grandes esfuerzos por ocultar su tristeza.

—Lo intentaremos. Despidámonos, amigo mío —respondió Tanis.

Scowarr, cuya nueva vestimenta exhibía ya las señales del uso, pero con el cabello sorprendentemente limpio y peinado, lanzó un último guijarro a las aguas y después se acercó a donde aguardaban el semielfo y Brandella. Los abrazó a los dos.

—Detesto las despedidas. Nunca resultan divertidas —dijo.

Tanis asintió en silencio, mostrando su acuerdo con el comentario.

—Pensaré en ti a menudo —le dijo.

Brandella besó a Alfeñique en la mejilla y el hombrecillo se sonrojó.

—Tú, si quieres, piensa en mí cuanto gustes —le dijo al semielfo—. Pero yo pensaré en ella, amigo.

A despecho de la tristeza del momento, los tres estallaron en carcajadas.

Los ojos de Scowarr estaban llorosos; producto de la risa, insistió el hombrecillo.

—Vaya. Ahora te ríes. Me ha costado mucho trabajo conseguirlo, Tanis Semielfo.

El momento había llegado.

Alfeñique retrocedió unos pasos sin apartar los ojos de Tanis y Brandella, quienes se cogieron de la mano y llamaron a Kishpa para que los sacara de su memoria y los devolviera al presente.

Dijeron su nombre.

Le gritaron.

Le suplicaron.

No ocurrió nada.

—¿Tan pronto de vuelta? —chanceó Scowarr.

Tanis deambulaba por el bosque, lejos del lago. Tenía las piernas agarrotadas por la fatiga y la cabeza le dolía de tanto pensar en hallar algún modo que los pusiera en contacto con Kishpa. Al cabo, comprendió que tenía que hacer frente a la verdad: jamás abandonaría este tiempo y lugar. Lo había intentado y había fracasado. Su única esperanza era que el anciano mago viviera un poco más a fin de que él dispusiera de tiempo suficiente para sí mismo antes de precipitarse en la oscura nada.

Sabedor de que éste sería el último mundo que vería, sintió una terrible soledad. Había prometido a sus amigos que se reuniría con ellos al cabo de cinco años en la posada de El Ultimo Hogar; una reunión que jamás tendría lugar. Al no acudir a la cita, se preguntarían qué habría sido de él. Kit pensaría que la eludía… si es que la guerrera se presentaba a la reunión. Sturm propondría salir en su busca y Caramon saltaría de contento ante la perspectiva de una nueva aventura. Pero Raistlin, con una sonrisa enigmática, se opondría a que su gemelo emprendiera semejante proyecto. Raistlin. ¿Sospecharía el joven hechicero que era la magia lo que le impedía reunirse con ellos? A Tas le dolería la ausencia del semielfo, pero pronto lo habría olvidado pues así es la naturaleza de los kenders.

Flint era el que más lo preocupaba. El viejo enano había sido para él su hermano, su padre, su tío, su amigo. Flint lo iba a pasar muy mal si no regresaba. El enano era un gruñón, siempre dispuesto a la bravata, pero la verdad es que poseía una sensibilidad que lo hacía muy vulnerable; no era descabellado suponer que aquello le rompería el corazón. Flint llegaría a una conclusión que los demás ni siquiera se plantearían: si Tanis no había acudido a la posada de El Último Hogar era porque había muerto. Deseó con desesperación poder evitar al enano parte del dolor que sufriría en un lejano día del futuro.

En ese instante, el semielfo cayó en la cuenta de que estaba en sus manos hacerlo.

Volvió corriendo al calvero donde Brandella y Scowarr lo esperaban. En su afán por llegar cuanto antes apartaba las ramas de los árboles y saltaba sobre los matorrales que se interponían en su camino; su ansiedad no la motivaba el saber cómo salir de la memoria del anciano mago, sino porque regresaba al hogar para encontrarse con su más querido amigo. De todos sus compañeros, sólo Flint Fireforge existía en este tiempo. La vida de un enano supera con creces la centuria. Flint sería ahora joven y gallardo; o, al menos, todo lo gallardo que el enano pudo ser en sus años mozos, se corrigió el semielfo.

Ya que no le sería posible acudir a la reunión, por lo menos vería a Flint.

Brandella y Scowarr estaban sentados y lo miraron con sorpresa al verlo llegar como una exhalación. Acababa de salir del bosque y corría por la orilla del lago cuando ocurrió: todo cambió.

El estanque, los árboles, las suaves colinas en el horizonte…, todo desapareció para ser reemplazado al instante por el paisaje de Solace. Les habría llevado varios días de marcha cubrir la distancia existente entre su actual localización y la ciudad arbórea; sin embargo, habían llegado a Solace en un abrir y cerrar de ojos. Era como si su deseo se hubiese hecho realidad.

Sentados al pie del inmenso vallenwood, entre cuyas ramas se asentaba la posada de El Ultimo Hogar, se encontraban Brandella y Scowarr. Su expresión era tan perpleja como la del propio Tanis.

—¿Cómo hemos llegado aquí? —inquirió el hombrecillo, desconcertado.

—Lo ignoro. A menos que también forme parte de los recuerdos de Kishpa —contestó el semielfo.

Bajó los ojos, incapaz de sostener la mirada de la tejedora.

—Quede el tiempo que quede, deberías pasarlo con tu mago —le dijo. Ansiaba abrazarla y retenerla junto a sí, pero en lugar de ello, musitó—: Encuéntralo, Brandella. Demuéstrale que lo amas. —Hizo una pausa y, por último, manifestó sus propios sentimientos—. Se debe decir a la persona a la que amas cuánto significa en tu vida. Siempre. —Sus ojos relucieron.

El semblante de la mujer se iluminó. El semielfo se preguntó qué significaría aquella reacción, pero no se quedó a averiguarlo. Se despidió con un susurro y se alejó con premura.

El hogar de Flint no se alzaba sobre las ramas de los vallenwoods, como el resto de las casas de Solace, sino al pie de uno de los inmensos arboles. La hierba crecía entre las losas que conducían a la puerta. Tanis llamó con los nudillos en la hoja de madera. Desde el principio, el Enano de las Colinas se había mostrado receloso ante la perspectiva de vivir a varios metros del suelo, recordó Tanis con una sonrisa; la tentación de la cerveza era lo bastante fuerte para inducirlo a remontar la rampa espiral que llevaba hasta la posada de El Ultimo Hogar, pero el enano era partidario de instalar su vivienda a un nivel más bajo. La puerta de roble denotaba la pericia artesanal del forjador que habitaba tras ella; los goznes, los cerrojos, el picaporte, estaban realizados con artística maestría.

—¿Quién es? —preguntó una voz familiar, en la que se advertía el efecto de la cerveza.

—Un amigo.

—Impos…sible —replicó la voz—. No soy… —un hipido cortó la frase— amigo de nadie.

—Eso no es cierto.

—¿Me llamas mentiroso?

Tanis escuchó el ruido de una silla al ser retirada con violencia.

—No. Ni mucho menos —se apresuró a denegar—. Sólo digo que tienes amigos a quienes ni siquiera conoces.

Se produjo un silencio; el enano debía de estar reflexionando sobre sus palabras.

—Eh… ¡No es probable! —llegó por último su respuesta.

Tanis, cansado, se recostó contra la pared de la casa.

—¿Vamos a hablar todo el rato a través de la puerta, Flint?

—¿Sabes cómo me llamo?

Se oyeron unos pasos que se acercaban a la puerta. Tanis confiaba en que el temperamental enano no estuviera al otro lado de la madera con el hacha enarbolada en lo alto. Cuando habló, procuró que su voz sonara lo más afable posible.

—No sólo sé tu nombre, sino que sois catorce hermanos, entre chicos y chicas.

Hubo una nueva pausa.

—¿Quién te lo dijo?

—Tú mismo.

—¡Imposible!

—¿Por qué no abres la puerta, por favor?

Tanis oyó correr el pestillo. Un momento después, un Flint Fireforge joven, aunque borracho, abría la puerta de par en par. Al semielfo lo sorprendió aquel rostro sin arrugas; la nariz prominente aunque no bulbosa todavía; el cuerpo esbelto, si bien achaparrado. Con todo, eran las mismas mejillas rechonchas, la misma barba espesa, los mismos ojos vivaces. Tanis no se había dado cuenta de lo solo que se sentía hasta encontrarse cara a cara con su viejo amigo.

—Te encontré —soltó, de buenas a primeras, abrumado por una avalancha de emociones.

Flint no se mostró muy impresionado.

—Enhorabuena. Y, ahora, márchate con viento fresco.

El enano empezó a cerrar la puerta.

—¡Aguarda!

Flint resopló con impaciencia, pero hizo lo que le pedía.

—¿Qué pasa? ¿Qué quieres?

—Sólo hablar contigo.

Tanis sabía que Flint no lo conocía, pero guardaba la esperanza de que en el alma del enano se encendiese una chispa premonitoria de reconocimiento. Sin embargo, nada en la expresión del enano apuntaba esa posibilidad.

Se limitó a mirar de hito en hito al semielfo que tenía ante su puerta.

—Tu físico no me es familiar. Tu voz no me suena familiar. Ni siquiera tu olor me resulta familiar —dijo, iracundo—. Tienes un aspecto de quien ha pasado por numerosas batallas en muy poco tiempo.

Con todo, Flint sentía una extraña afinidad con aquel semielfo, tal vez por la expresión de imperiosa necesidad latente en sus ojos; una necesidad experimentada por él mismo en muchas ocasiones. «O, tal vez, —se dijo el enano—, es porque estoy borracho».

—¿Hablar? ¿De qué? —inquirió con un timbre poco amistoso.

—¿Puedo entrar?

—Prefiero salir yo. Si se trata de un asunto de negocios, tengo por costumbre discutirlo en la posada.

—Te invito a comer un plato de patatas picantes de Otik —ofreció Tanis.

El enano alzó los ojos hasta el semielfo con una expresión suspicaz.

—¿Qué Otik?

Tanis meneó la cabeza. Por supuesto; Otik no había comprado todavía la posada; ni siquiera había nacido.

—Olvídalo. Te invitaré a una cerveza —dijo.

Remontaron la rampa que conducía a la posada de El Ultimo Hogar, encaramada en el majestuoso vallenwood.

Los dos viejos amigos, que todavía no se habían conocido en este tiempo, se sentaron frente a frente mientras uno daba cuenta de un plato de patatas y el otro bebía una cerveza. Tanis recorrió con la mirada el salón de la taberna. Las paredes estaban cubiertas de hollín; los cristales de las ventanas estaban tan sucios que no se sabía si era de día o de noche. Por su aspecto, no se había fregado el suelo hacía más de un mes. Y el olor que impregnaba el ambiente era indescriptible. Tanis nunca apreció tanto a Otik como en este momento. En cuanto al actual tabernero, parecía un hombre honrado, si bien su apariencia era desaliñada. Era alto y delgado, con una nariz ganchuda y unos ojos verdes de expresión triste. Flint lo llamó.

—¡Eh, tú!

Ni la posada ni su propietario le importaban mucho al semielfo. Lo importante era que estaba con Flint Fireforge.

—¿Así que quieres comprar uno de los juguetes que realizo? —preguntó el enano entre sorbo y sorbo de cerveza aguada.

—No. Sólo quería… saber cómo te encontrabas —dijo Tanis que, nada más pronunciar las palabras, se sintió como un estúpido.

Flint estrechó los ojos y ladeó la cabeza. Parecía reflexionar; tarea algo ardua con toda la cerveza de mala calidad que había ingerido.

—Lo que quiero decir es que cómo te las arreglas sin alguien que te ayude con tu negocio —agregó el semielfo con torpeza.

—¿Para qué iba a necesitar un ayudante? ¡Me va bien así! —El enano adoptó una actitud defensiva.

—Bueno, tal vez llegue el momento en que te apetezca tener alguien a tu lado que te lleve los libros de cuentas, que cobre las deudas pendientes y ese tipo de cosas —sugirió Tanis.

Flint terminó el resto de cerveza y volvió la cabeza hacia el mostrador.

—«¡Eh, tú!», sírveme otra.

El tabernero estaba justo detrás de él y había escuchado la conversación.

—No sé si le hará falta alguien para todas esas cosas que has mencionado, joven; pero no cabe duda de que Flint necesita un ayudante que lo saque de aquí cuando ha bebido demasiado y se enzarza en una pelea. —El hombre encogió la ganchuda nariz, cogió la jarra vacía y limpió el tablero de la mesa con un paño que dejó la madera más grasienta que antes.

Tanis sonrió. Había sacado a rastras al pendenciero enano de casi todas las tabernas de Ansalon en sus viajes por el continente. Mas esto no ocurriría hasta que transcurriesen varias décadas.

—Algún día tendrás un ayudante que hará todas esas cosas por ti —le dijo con voz afectuosa.

El semblante del enano expresó incredulidad.

—Será el mismo día que llame a un kender mi amigo —rezongó.

A Tanis se le atragantó la patata que masticaba.

«¡Eh, tú!», sirvió una cerveza a Tanis para que le pasara lo que se le había atascado en la garganta. El semielfo bebió agradecido y ya casi había recobrado el aliento cuando una mano se posó con fuerza en su hombro derecho.

—Te he estado buscando —dijo Kishpa.