34
Fuegomanso
Todavía mojados y envueltos en toallas, Tanis y Brandella se dirigieron a la puerta trasera que conducía al patio interior de los baños. El semielfo se detuvo en seco.
—¡Atrás! ¡Vuelve adentro! ¡Deprisa! —ordenó a la tejedora.
La joven, cogida por sorpresa, resbaló en las losas húmedas del suelo, perdió el equilibrio y cayó de bruces en el vano de la puerta. Tanis, con la mirada prendida en la espantosa visión que se ofrecía en el patio y dominado por un terror que escapaba a su comprensión, no miró dónde pisaba. Como era de esperar, tropezó con las piernas de Brandella y cayó despatarrado sobre ella.
—¡Un dragón! —gritó.
—No tengáis miedo —tronó una voz fuerte y grave, pero amistosa—. Veo que Behobiphi no os ha advertido; a veces lo olvida.
El semielfo rodó sobre sí mismo y se quedó sentado a la puerta, junto a Brandella; la pareja no daba crédito a sus ojos.
Un viejo dragón plateado estaba tranquilamente tumbado en el patio, a la sombra de unos árboles; de sus ollares emergía una fina columna de humo.
—Soy Fuegomanso —se presentó, esbozando una mueca que debía de ser la versión de una sonrisa de dragón—. El calor de mi aliento os secará. Por favor, acercaos. No os quemaré.
La sensación de terror cedió y Tanis se incorporó, a la vez que se esforzaba por actuar con cierta dignidad; algo difícil de lograr cuando uno sólo se cubre con una toalla.
—Quédate aquí —susurró a Brandella.
—Si quisiera matarnos, ya lo habría hecho. Voy contigo —objetó la mujer.
Su argumento tenía sentido, por lo que Tanis no hizo objeción y los dos penetraron a la vez en el fresco patio.
—Ese es un buen sitio; quedaos ahí —dijo Fuegomanso.
El dragón expulsó una llamarada azul claro que pasó muy cerca de la pareja. Los dos compañeros dieron un respingo, pero se las arreglaron para controlar el impulso de salir corriendo. El aire que los rodeaba se caldeó, pero no alcanzó una temperatura molesta y, muy pronto, con cada aliento llameante, el agua que escurría por sus cuerpos empezó a evaporarse con rapidez. Incluso se secaron sus cabellos.
—El minotauro os traerá vuestras ropas limpias —anunció el dragón—. Entretanto, acercaos y rascadme debajo de la mandíbula. Es una sensación muy agradable que me encanta.
Tanis retrocedió, pero Brandella avanzó sin el menor temor hacia la criatura.
—¿Eras tan amistoso cuando vivías? —preguntó la tejedora, mientras pasaba las uñas por la mandíbula de la bestia.
—Ooooooh, fantástico —suspiró Fuegomanso, alzando aún más la cabeza para facilitar la labor a la joven. Se relamió los labios con su lengua bífida y después soltó una risita tenue y complacida. Por fin respondió a la pregunta de Brandella—. No. Cuando vivía y era joven provocaba el terror allá donde iba. Tendrías que haberme visto durante lo que llamáis la Segunda Guerra de los Dragones. Aquello sí que fue una batalla. Tuvo lugar un combate que…
Behobiphi apareció por la puerta de los baños y lo interrumpió.
—No irás a contarles tus viejas batallitas, ¿verdad? —le preguntó el minotauro.
—¿Por qué no? —instó, indignado, Fuegomanso. El vapor condensado de la sala de baños envolvía al dragón y formaba una aureola difusa, plateada, en torno a su corpachón—. Mis relatos te parecerán viejos a ti, pero para ellos son nuevos.
—Es posible. Pero hay otros clientes que aguardan su turno —replicó Behobiphi con energía—. Por favor, sé breve con tu historia y no te extiendas con anécdotas y adornos.
El dragón resopló con fastidio y el ardiente soplo de su aliento chamuscó una de las paredes del patio. Si esto ocurría con la actual mansedumbre de la bestia, se dijo Tanis, cómo sería cuando estuviera encolerizada. Decidió no despertar su ira.
—¿Adornos? ¡Debería reducir a pavesas tu establecimiento por semejante insulto! —protestó el dragón.
Tanis tuvo la impresión de que el minotauro y el dragón habían mantenido la misma conversación de forma regular durante los últimos siglos.
—Haz lo que gustes, pero hazlo rápido —rezongó Behobiphi, en tanto entregaba a la pareja sus ropas limpias.
Después regresó al interior del edificio.
—Nos encantaría escuchar tus historias, pero, por desgracia, tenemos prisa —dijo el semielfo—. Hemos de hallar un medio para volver al mundo de los vivos… y cuanto antes.
—Parece que es la obsesión de muchos de los que están aquí. Me pregunto por qué —observó el dragón.
—No podemos contestar por los demás, pero nosotros no tendríamos que estar en este lugar. Seguimos vivos, ¿comprendes? —dijo Brandella mientras rascaba a Fuegomanso detrás de la oreja.
—Aaaaaah… Oooooh… ¡Qué bien lo haces! —El dragón se estiró como si fuera un inmenso gatito.
Tanis se aproximó y también rascó a la bestia tras la otra oreja.
—Oooooh… Aaaaaah… Demasiado maravilloso para expresarlo con palabras. Sois unas criaturas encantadoras por hacerme este favor. Casi detesto el tener que ayudaros para que os marchéis. —Cerró los ojos con un gesto de satisfacción.
—Entonces, ¿existe un modo? —preguntó Tanis, excitado, mientras intercambiaba una mirada con Brandella.
La tejedora continuó pasando las uñas por el escamoso cuello del dragón plateado con movimientos rápidos y hábiles. La criatura golpeó el suelo varias veces con la garruda pata trasera. Varias ramas de los árboles se rompieron y cayeron con estrépito al suelo.
—Lo ignoro —ronroneó Fuegomanso—. Pero de lo que sí estoy seguro es de que el único medio factible para que salgáis de la Muerte es a través de la magia; con los otros que están aquí no funcionaría. —La criatura abrió los ojos; su expresión no era adormilada, sino perspicaz—. Un dragón broncíneo, amigo mío, me ha contado que hay un nuevo hechizo que se ha facilitado a todos los magos de este lugar; tal vez sea, exactamente, lo que necesitáis. —La mirada de Fuegomanso fue de Tanis a Brandella de manera alternativa. Luego prosiguió con su voz grave—: Según mi amigo, cierto mago que murió recientemente cuenta con una importante colección de hechizos raros que se salen de lo habitual y…
—Kishpa —susurró Brandella, mientras apretaba el brazo a Tanis.
Los párpados del dragón se cerraron de nuevo, pero su voz profunda no se interrumpió.
—Todos los magos gustan de intercambiar hechizos; trocar un conjuro de fuego por uno de oscuridad y cosas por el estilo, ya sabéis. —Fuegomanso torció el cuello a fin de que las uñas de la tejedora llegaran a una zona hasta entonces fuera de su alcance—. Huelga decir que no es mucho lo que pueden hacer aquí con su magia, pero disfrutan engrosando sus colecciones; con ello aumentan su prestigio entre sus compañeros. Sea como sea, el caso es que este nuevo mago llegó y, sin tardanza, regaló (pues no pidió nada a cambio) uno de sus hechizos a todos los magos con los que se encontró.
—¿Dónde está ese nuevo mago? —suplicó Brandella.
—Ojalá lo supiera, pero puede hallarse en cualquier parte —dijo el dragón, encogiendo los gigantescos hombros escamosos—. La Muerte es un lugar inmenso cuyos límites se extienden más allá de lo imaginable. Encontrarlo sería una tarea imposible.
Brandella suspiró.
—El hechizo que regaló, el que dices que tal vez nos ayudaría, ¿sabes cuál es? —preguntó Tanis.
—Esa es la parte más curiosa de todo este asunto. Es completamente inútil para los muertos que pueblan este mundo. El conjuro permite a los vivos escapar de la Muerte; es la clase de hechizo que…
—… que a Kishpa le habría gustado cuando estaba vivo —finalizó Brandella con regocijo—. Coincide exactamente con la clase de conjuros inservibles que coleccionaba: algo tan inútil en el mundo de los vivos como en el mundo de los muertos.
—Excepto para nosotros —agregó Tanis.
—Y él debía saberlo —concluyó la joven; unas lágrimas de gozo se deslizaron por sus mejillas.
—Como sigas así, tendré que secarte otra vez —advirtió Fuegomanso.
Brandella besó las duras escamas de la mandíbula del dragón. Luego se volvió hacia Tanis.
—¿Te das cuenta de lo que ha hecho?
—Sí —admitió el semielfo, sorprendido por los celos que despertaba en él la alegría de la mujer. Al parecer, aun después de muerto, Kishpa era un rival contra el que no podía competir—. Hemos de encontrar cuanto antes a alguien que sepa el hechizo; sin comida y sin agua, nos debilitaremos de manera gradual. Tiene que haber alguien que acceda a compartirlo con nosotros.
—Fuegomanso, he oído que ciertos dragones dominaban los secretos de la magia. ¿Sabes tú ese hechizo? —preguntó Brandella.
El viejo dragón plateado denegó con un movimiento de cabeza.
—En eso no puedo ayudaros. La única magia que conozco es protegerme las fauces para no quemármelas cuando exhalo fuego.
—¿Dónde podemos encontrar a un hechicero que sepa el conjuro? —insistió la tejedora.
Fuegomanso apuntó con el hocico hacia la oscura montaña.
—Como he dicho antes, la Muerte es un lugar de proporciones inmensurables; existen infinidad de sitios para acoger a los recién llegados. Que yo sepa, el hechicero más cercano es él. Sin duda, Fistandantilus conocerá el conjuro y el modo de llevarlo a cabo.
Tanis notó que un escalofrío le recorría la espalda. Fuegomanso clavó en él una mirada comprensiva, como si supiera muy bien lo que sentía hacia el maligno nigromante.
—Pero tened mucho cuidado —advirtió el dragón—. Si os ayuda, pedirá algo a cambio… Y puede que el precio que exija no sea el que os gustaría pagar.
—Tengo la garganta tan seca que apenas puedo tragar —se lamentó Brandella.
Por su parte, Tanis había estado soñando despierto con la cerveza y las patatas picantes de El Último Hogar.
—El agua que nos proporcionó Behobiphi no calma la sed, como tampoco sacia el hambre la comida que nos dio. Jamás he tenido tan seca la garganta —se quejó el semielfo.
No les quedaba otra alternativa que seguir adelante.
Fuegomanso les había dicho que Fistandantilus habitaba en una choza en lo alto de las estribaciones de la montaña; llevaban varias horas escalando, pero aún no habían encontrado la casa del hechicero.
Sobre el pico de la montaña de Fistandantilus se cernían unas nubes oscuras. Conforme ascendían, empezó a caer una fría llovizna, pero el agua no ofrecía alivio a sus lenguas resecas. No crecía vegetación alguna en la agreste elevación de escoria, producto del Mal; por las laderas se deslizaba un barro sulfuroso y por doquier sobresalían rocas afiladas cual dagas monstruosas.
Poco después, tropezaban con una choza destartalada, medio oculta por un alud de cieno. El techo de la cabaña estaba casi desplomado y del interior llegaba una serie de quejidos y gemidos lastimeros. Brandella se puso pálida y Tanis sintió que una punzada de terror le atenazaba las entrañas.
—Ahí dentro ocurre algo espantoso —susurró el semielfo.
—Quizás el hechicero está herido o enfermo —sugirió Brandella sin mucha convicción.
—Fistandantilus no es como Kishpa. Fue uno de los nigromantes más perversos que hayan existido. Me inclino a pensar que está torturando a alguien.
A juzgar por la expresión en los ojos oscuros de la tejedora, Tanis comprendió que era exactamente lo que pensaba la joven y que no le había hecho ningún favor al confirmar sus sospechas.
Los gemidos crecieron en intensidad y se hicieron más insistentes; daba la impresión de que, fuera quien fuese el doliente, sabía que estaban allí y los urgía a acudir a su rescate.
—¿Fistandantilus? —llamó Tanis.
Los gemidos cesaron.
—Déjate ver —instó el semielfo.
—No lo haré —replicó una voz chirriante.
Una planta muerta estalló en llamas a unos palmos de la pareja. Tanis se interpuso de un salto entre Brandella y el peligro. Se escuchó una risa burlona.
—No te molestes, Semielfo. Fistandantilus está en todas partes.
Tanis asió a Brandella de la mano.
—No te muestras porque no te es posible hacerlo —desafió Tanis, simulando una actitud provocativa.
La tejedora le dedicó una mirada admonitoria.
—Ten cuidado —susurró.
—¿A qué habéis venido? —demandó la voz.
—Si es cierto que eres tan poderoso, muéstrate —insistió el semielfo.
Se produjo un silencio tenso antes de que la voz del nigromante lo rompiera.
—Semielfo, estoy harto de todo esto. He permanecido en este estado de invisibilidad desde mucho antes de morir, cuando cedí mi ser corpóreo a cambio de unos años de vida. Ello significa que también accedí a renunciar a mi cuerpo en este mundo.
—Si no tienes cuerpo, ¿qué eres entonces? —preguntó Brandella, tiritando tanto por el miedo como por el húmedo y crudo viento.
—Soy magia.
Tanis sintió que la transpiración humedecía la mano de Brandella. O, tal vez, era su propio sudor; no estaba seguro.
A pesar de que no veían a nadie, notaban que Fistandantilus los observaba; se sintieron desnudos ante su escrutinio. Por fin, con un deje amenazante en la voz, el nigromante muerto preguntó:
—¿Qué trae a Tanis y a Brandella a mi montaña?
—Si sabes nuestros nombres, también sabrás el motivo —dijo Tanis, a quien sorprendió su propia osadía. Después de todo, Fistandantilus era el nigromante que había destruido dos inmensos ejércitos, entre los que se encontraban sus propias tropas, durante la Guerra de Dwarfgate. Así pues, nada le impedía acabar a su antojo con una humana y un semielfo. Un estallido de risas los envolvió.
—Cierto, cierto —dijo la sibilante voz con un deje de amenaza—. He caminado junto a vosotros por estas laderas hace un buen rato. Mal asunto lo de la sed; no os puedo ayudar mientras sigáis vivos. Mañana, sin embargo, cuando hayáis muerto, regresad y conjuraré para vosotros todo un océano de agua clara y fresca.
—Afirmas que eres magia —replicó con brusquedad Tanis—, pero careces de poder para ayudarnos. Dudo que seas capaz de ayudarte a ti mismo.
En esta ocasión el sonido que los rodeó no guardaba parecido alguno con una risa. Cual miles de voces clamando en agonía, un alarido hizo temblar las rocas y puso la carne de gallina a los dos compañeros. A continuación se escucharon unas palabras.
—No creé esta montaña de oscuridad, de aflicción, de horror, para socorrer a nadie…, salvo a mí mismo. —Se alzó un golpe de viento gélido y una rociada de agua ardiente les azotó el rostro al precipitarse la lluvia del tumultuoso cielo gris. La voz del nigromante prosiguió—: Lo único que me induce a ayudaros es que vosotros, a cambio, me prestaréis también ayuda. De lo contrario, moriréis.
—¿Qué pretendes? —inquirió, receloso, Tanis.
—Regresar a la Vida con vosotros.