16
Mantener una promesa

Una mujer maravillosa apareció junto a Kishpa; la luz trazaba sombras misteriosas en su bello semblante, oculto parcialmente por los rizos del oscuro cabello. Sujetaba al mago por un brazo para ayudarlo a sostenerse sobre las piernas temblorosas. Scowarr estaba encantado de haber hallado a Kishpa, pero la presencia de Brandella lo abrumaba.

—¿Quién es? —preguntó en un susurro a Tanis.

—Una mujer que no caerá en el olvido —replicó el semielfo.

—¿Eh?

—No importa. —Luego, dijo en voz alta al mago—: Les aseguré a Reehsha y a Brandella que te recobrarías.

El mago estrechó los ojos.

—Eso me han dicho. ¿Lo sabías o fue una mera suposición?

—¿Acaso tiene importancia, ahora que te has recuperado?

—Tal vez la tenga —respondió Kishpa, pensativo—. Pero no es el momento de malgastar tiempo en estas reflexiones. Entrad; los dos. Decidme lo que ocurre en Ankatavaka. He de saberlo todo.

Tanis y Scowarr se encaminaron hacia la puerta, pero un grito de alarma procedente del pueblo captó su atención. Todos giraron sobre sus talones para ver cuál era el problema. La muchedumbre que había seguido a Scowarr había descubierto, al parecer, a uno de los soldados humanos escondidos y lo perseguía. Kishpa, al igual que el semielfo, divisó aquello gracias a su visión élfica, si bien ambos dudaban de que ni Scowarr ni Brandella pudiesen captar los detalles. Tanis vio que el soldado era corpulento y alto y corría a largas zancadas.

El semielfo se esforzó por enfocar el rostro del hombre. No obstante, la distancia y la oscuridad se lo impidieron. Con todo, la constitución del humano era semejante a la del hombre con el que había luchado y que también había sido descubierto cerca de la playa. Podría tratarse de él, pensó Tanis. Quizás era su padre. Sin pensarlo dos veces, el semielfo echó a correr en dirección al humano.

Brandella tendría que esperar. El anciano Kishpa tendría que esperar. Todo tendría que esperar hasta que Tanis cumpliera la promesa que le hiciera a Yeblidod… y a sí mismo.

—¿Dónde vas? —gritó Scowarr.

Tanis no respondió.

Los demás se encogieron de hombros y entraron en la cabaña. Es decir, todos menos Brandella, quien se demoró en el exterior observando cómo Tanis desaparecía en la oscuridad de la noche.

Mientras Reehsha iba a ocuparse de su bote y Scowarr dormía hecho un ovillo en el suelo, Mertwig paseaba de un lado a otro de la habitación, meditando en el modo de solicitar la ayuda de Kishpa. Quería regalar a su esposa una hermosa bola de cristal, obra del famoso Piklaker.

Por desgracia, el precio superaba con mucho su capacidad adquisitiva. Pero si Kishpa lo avalaba, el artista no tendría más remedio que vendérsela.

Mertwig era un enano muy orgulloso. Pedir favores no le resultaba fácil. Por fin, no obstante, se las arregló para articular una frase.

—¿Cuánto tiempo hace que me conoces, Kishpa?

El mago, que descansaba en el banco cercano a la puerta, arrebujado en su túnica roja para protegerse del frío que reinaba en la cabaña, arqueó las cejas.

—Toda la vida. Lo sabes. ¿Por qué me lo preguntas?

Mertwig respiró hondo, tomó una decisión, y expuso su idea.

—Porque necesito que hables a alguien en mi favor.

—¿A quién? —inquirió el mago, con debilidad.

—A Piklaker. —El enano intentaba mostrar una actitud resuelta, pero lo traicionó el temblor de la barbilla.

—Oí comentar que habías estado mirando su mercancía —dijo el mago con aire dubitativo—. No deberías…

—¡Déjate de discursos! —lo interrumpió el enano, con un súbito malhumor—. Sólo quiero que le digas que podré hacer frente al pago de cierta chuchería de cristal. —Se apartó del mago y cruzó los cortos brazos sobre el pecho—. Ya está. Lo he dicho.

—Esa «chuchería» vale más de lo que ganas en un año —dijo el mago con sarcasmo.

Mertwig se dio media vuelta.

—¿Y qué? Vale su precio. Siempre me queda la salida de venderla si no puedo pagarla. Además, no te pido que me la compres, sólo que le digas a Piklaker que me avalas. —Su voz asumió un tono suplicante—. Si lo haces, viejo amigo, no se negará a vendérmela.

Mertwig vio que Kishpa miraba a Brandella y le pedía consejo. La muchacha asintió. El enano sabía que la tejedora consideraba que ni a ella ni a Kishpa les incumbía decidir si hacia bien o mal. El deber del mago, en opinión de la joven, no era juzgar a sus amigos sino ayudarlos en lo que pudiera y dejarlos que tomaran sus propias decisiones; si Mertwig quería endeudarse por su esposa, era asunto suyo. Siempre y cuando no le pidiera pagar la cuenta, no veía nada malo en lo que Mertwig sugería. Mas, al parecer, Kishpa no era de la misma opinión, advirtió preocupado el enano. Ojalá no hubiese iniciado esta conversación.

El mago frunció el entrecejo ante la reacción de Brandella.

—No sé… —dijo con lentitud—. Esto es una cuestión de honor. Si te avalo y no puedes pagar, quedaré como un estúpido ante Piklaker…, ante todo el pueblo. ¿No te das cuenta? ¿No ves que me pides que arriesgue mi reputación? Lo haría si necesitaras comida, o un techo sobre tu cabeza, algo serio de verdad. Pero quieres comprar una bola estúpida que no sirve para nada.

Mertwig pateó el suelo; luego volvió la mirada hacia el camastro donde dormía su esposa.

—No me hables de cosas estúpidas e inútiles —replicó furioso, aunque habló en un susurro—. ¿Qué me dices de tu colección de hechizos ridículos? ¿Es que no te ha costado nada?

La faz de Kishpa denotaba la fatiga del mago; la mano le tembló al llevársela a los ojos para apartar un mechón que le caía sobre la frente. Resultaba evidente que no sentía deseo alguno de discutir. Se limitó a suspirar y a dar una respuesta algo brusca.

—La diferencia está en que yo no compré nada que estuviera fuera de mis posibilidades.

Los dos hombres, que al amanecer se enfrentarían a lo que podría ser una batalla mortal, se observaron a través del abismo que se abría más y más en su larga amistad.

Mertwig apenas dominaba la cólera.

—Escúchame, he de conseguir esa bola para Yeblidod; especialmente después de lo que ha ocurrido esta noche. ¡Se lo merece! Además, le he dicho a todo el mundo que la iba a comprar.

Kishpa parecía debatirse entre lo que le dictaba el cerebro y el corazón. Sus ojos eludieron los de Mertwig.

—Yo… ojalá pudiera ayudarte.

—¡Por todos los dioses! ¡Si algo va mal, seré yo quien quedará como un estúpido, no tú! —dijo el enano, con una voz fría como el hielo—. No tienes más que decir a Piklaker que responderé a los pagos. No estoy pidiendo una limosna.

El mago se levantó del banco con esfuerzo y puso su brazo en torno a los hombros del enano, en un intento de romper la tensión. La austera túnica roja de Kishpa parecía casi ostentosa en comparación con las ropas oscuras y manchadas de Mertwig.

—Por favor. Le estás dando a este asunto una importancia que no tiene —dijo el hechicero. El agotamiento y el dolor reflejado en su rostro le dio la súbita apariencia del anciano en que llegaría a convertirse—. No hay razón para que te enfades conmigo. Entendemos las cosas bajo dos puntos de vista diferentes, nada más. Si quieres, puedo realizar un conjuro y crear una…

—No —lo interrumpió el enano con petulancia, a la vez que se libraba del brazo del mago—. Dije que compraría la bola para Yeblidod. Esa bola de cristal. Se lo prometí. Y yo mantengo mis promesas. ¿Vas a ayudarme o no?

—No.

Tanis vio al soldado humano hacer un brusco giro y entrar en un angosto callejón. También lo vieron los elfos y lo siguieron, en medio de gritos que exigían su sangre. Tanis, que iba tras la muchedumbre, temió que los enfurecidos aldeanos lo alcanzaran antes que él.

—¡Se ha metido en el establo! —gritó alguien.

El establo se encontraba justo al lado de la forja y Tanis sabía dónde estaba esta última. En lugar de seguir a los elfos, dio un rodeo que lo condujo a la parte trasera del establo; esperaba coger al humano cuando éste tratara de escabullirse por aquel lado.

No fue al único que se le ocurrió esta idea, sin embargo. Un grupo reducido de elfos se apartó de la multitud y corrió a la parte posterior del establo. Llegaron allí antes que Tanis y fueron ellos quienes se dieron de bruces con el humano.

Tres de los elfos portaban armas, en tanto que el cuarto llevaba una antorcha encendida que proyectaba un juego de luces y sombras en los rostros de los enfurecidos elfos. El semblante del humano permanecía oculto en las sombras. Conforme daba la vuelta a la esquina, Tanis escuchó las respiraciones jadeantes de los combatientes, así como el chisporroteo de la antorcha. Aceleró la carrera para unirse al grupo.

El cuarto elfo fue el primero en caer al atravesarle el pecho la espada del humano. El elfo y la antorcha cayeron al suelo y la luz no tardó en extinguirse en el charco de sangre, mientras moría quien la había portado.

En la súbita oscuridad que sobrevino, aliviada únicamente por el peculiar fulgor de la luna roja, otro de los elfos cargó contra el humano blandiendo su hacha. El soldado se apartó a un lado y eludió el golpe, a la par que asestaba una estocada con su espada; el arma abrió un corte profundo en el costado del guerrero elfo quien, con un alarido, dejó caer el hacha y se desplomó en el suelo.

Los dos elfos restantes se quedaron a la expectativa, esperando sin duda mantener a raya a su oponente hasta que sus compañeros llegaran. Pero el soldado humano se lanzó contra los dos aldeanos que se interponían en su camino.

A despecho de la oscuridad, Tanis vio, gracias a su visión élfica, las anchas espaldas de un humano alto quien, en ese momento, asestaba una estocada a un joven elfo que obviamente no era enemigo para él. Al punto, el inexperto guerrero cayó al suelo con la pierna derecha casi sesgada por un tajo brutal.

El contingente principal de elfos había escuchado los ruidos del combate y, a no tardar, acudirían en ayuda de sus compañeros. El humano tuvo que darse cuenta de ello, ya que se aprestó a acabar con el elfo que le obstaculizaba la huida.

Mas Tanis estaba allí para detenerlo. El semielfo saltó por el aire y se abalanzó contra el humano en el momento en que la espada del soldado se precipitaba sobre el indefenso aldeano. Tanis le golpeó con los hombros en las pantorrillas y lo derribó. El humano perdió su espada con la fuerza del impacto; los dos rodaron por tierra.

Tras varias volteretas, el humano acabó encima del semielfo y con rápida agilidad plantó las rodillas en los hombros de su oponente a fin de inmovilizarlo, a la vez que alzaba la mano hacia su cinturón, del que sacó un cuchillo de hoja fina y larga. Tanis alzó la vista hacia el hombre que se disponía a matarlo.

En el mismo instante, un chorro de sangre salió a borbotones de la boca del humano. La punta de una espada asomó por su garganta; el cuchillo resbaló de los dedos inertes mientras el hombre se desplomaba sobre Tanis, muerto.

El joven elfo, a quien Tanis había salvado momentos atrás, estaba de pie junto a ellos; sacó su espada de un tirón del cuello del humano y limpió la hoja, manchada de sangre, en la camisa de su víctima. Luego, de una patada, apartó el cadáver de encima de Tanis y tendió a éste una mano amistosa.

El semielfo tenía dos motivos por los que alegrarse; el primero seguir vivo. El segundo, no haberse visto privado de la satisfacción de matar a su padre.

El humano muerto era un desconocido.

La niebla procedente del estrecho de Algoni, que la brisa arrastraba tierra adentro, amortiguó aún más la mortecina luz grisácea del amanecer. Bajo la lúgubre claridad, los habitantes de Ankatavaka vigilaban y aguardaban en tensión.

Los que habían sobrevivido a la batalla del día anterior se encaramaban en las barricadas este, sur y norte de la ciudad, con el miedo como fiel compañero. Ayer habían sido animados con la presencia de Kishpa; por si ello fuera poco, dos arrojados forasteros —el intrépido humano, Scowarr, y su compañero, el enigmático semielfo— se habían sumado a sus filas. Gracias a ellos la batalla había tomado otro rumbo.

Al nacer el nuevo día, no obstante, los elfos descubrieron que Kishpa había desaparecido y tampoco Scowarr y Tanis se habían reincorporado a sus posiciones en las barricadas. Temían que los hubiesen abandonado. Lo que es peor, temían que su causa estaba perdida de antemano.

Se había corrido la voz de que los humanos contaban en sus filas con el refuerzo de hechiceros. Todo daba a entender que los defensores de la sitiada Ankatavaka tenían poca o ninguna posibilidad de salir con vida del enfrentamiento. Al parecer, los humanos los arrojarían al estrecho, como prometieran hacer. En su interior, muchos elfos empezaron a considerar la alternativa de coger algún bote de pesca y darse a la fuga antes de que fuera demasiado tarde. Conforme se acercaba el alba, esta idea se afianzó y dio paso a comentarios e intercambios de opiniones. Cuando oyeron que los humanos levantaban el campamento y se preparaban para el ataque, los defensores empezaron a abandonar las barricadas en desbandada, en medio de fuertes discusiones y alguno que otro enfrentamiento a puñetazos.

Al principio, unos cuantos elfos del parapeto oriental bajaron a la calle y corrieron hacia el mar, en medio de los gritos y denuestos de quienes se quedaban en la barricada. Muy pronto, no obstante, el ejemplo de los que huían cundió entre las filas defensoras y más y más elfos tiraron las armas, abandonaron los tres parapetos y corrieron por la calle principal del pueblo hacia la playa, donde estaban amarrados los botes.

A mitad de camino del muelle, sin embargo, se dieron de bruces con un enano, un joven mago y un hombrecillo de aspecto gracioso. El trío se erguía en medio de la calle adoquinada, cortándoles el camino.

—¡No pasaréis! —proclamó el hechicero.

El enano y el hombrecillo que lo flanqueaban desenfundaron sus espadas en advertencia para aquellos que pensaran desobedecer la orden.

No era un batallón de intimidantes soldados lo que se interponía en el camino de los elfos que huían. Sólo eran tres hombres, uno con su magia y los otros dos con sus armas, los que se enfrentaban a sus vecinos en aquel lóbrego amanecer. El mago estaba débil y su piel tenía un tinte macilento; sus compañeros no parecían guerreros experimentados. Aun así, los elfos se detuvieron. No deshonrarían a su hechicero, ni a su viejo y querido amigo, ni a su héroe…, ni a ellos mismos.

—Vuelvo a las barricadas —anunció el mago, cuyos ojos azules centelleaban—. No me derrotarán. Protegeré vuestro pueblo, vuestros hogares, vuestro modo de vida. Regreso a mi puesto. Venid conmigo.

Antes de que nadie pronunciase una palabra, el hombrecillo de gracioso cabello encrespado y hombros escuálidos se adelantó.

—También yo regreso a mi puesto. Vuestra lucha es mi lucha. Hoy, como ayer, vuestro pueblo es mi pueblo. Y hoy, como mañana, mi sangre es vuestra sangre. Regreso a la barricada. Venid conmigo.

Terminada su arenga, Scowarr sintió un escalofrío. Tal vez, se dijo, debería olvidar las bromas y concentrarse en comportarse como un héroe.

Un murmullo de incertidumbre se alzó en la multitud.

—Vuelvo a la barricada —dijo por último un elfo enjuto de rostro marchito. Giró sobre sus talones y dos amigos fueron en pos de él.

Ya fuera por vergüenza o por coraje, una creciente columna de aldeanos dio media vuelta y se encaminó hacia las barricadas, con la cabeza bien alta y la esperanza recobrada.

Los que habían permanecido en sus puestos para defender el pueblo, aguardaban el ataque de los humanos con el entrecejo fruncido y el gesto adusto cuando, de manera inesperada, se alzó a sus espaldas un bullicio de sonidos entre los que se escuchaban silbidos, vítores y voces entonando una canción. Los desertores regresaban como si fueran un nuevo ejército de refuerzo. Con todo, lo que más levantó los ánimos fue la presencia de Kishpa y Scowarr que marchaban a la cabeza.

El hombrecillo les había prometido que encontraría al mago y lo traería consigo. Había cumplido su palabra.

Cuando el hechicero y el héroe del día precedente treparon por fin a la barricada, Ankatavaka no era ya un pueblo dominado por el miedo.

Mas la batalla aún no había comenzado.