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Marea alta

—Algunas personas son granjeros, otras, curtidores. Hay caldereros, herreros, maestros, clérigos, soldados. Todo el mundo tiene una profesión. Yo cuento chistes —dijo Scowarr.

—¿Para ganarte la vida? —inquirió Tanis dubitativo, mientras inspeccionaba su espada para comprobar si había sufrido algún daño.

El enteco humano, cuyo rostro —por lo demás juvenil— exhibía unas profundas arrugas risueñas en torno a los ojos y a la boca, no respondió y se limitó a remover con un palo la pequeña fogata que ardía sin humo en la cueva de la pared del acantilado.

Tanis creyó que el silencio de su nuevo amigo se debía a que su pregunta lo había humillado.

—Lo siento —se disculpó con suavidad.

Yo sí que lo siento —replicó Scowarr taciturno—. De todos los pisaverdes a los que pude salvar hoy, elegí al que no ríe con mis chistes ni aprecia mi ingenio, ¡y que ni siquiera ha oído hablar de mí!

—¡Chist! No sabemos quién más puede andar por estos túneles —advirtió Tanis, señalando el último agujero por el que habían pasado. Scowarr había conducido al semielfo a través de una colmena de pasadizos hasta llegar a una cueva orientada al oeste y situada justo al norte de Ankatavaka. El sol de mediodía caía a plomo sobre el mar, pero en la húmeda cueva el frío se dejaba sentir.

El humano dirigió una mirada nerviosa por encima del hombro, respiró hondo, y cerró los párpados un breve instante.

—No me des esos sustos —pidió—. En una ocasión que me encontraba enfermo fui a un curandero y le confesé que tenía miedo a morir. Él respondió: «No te preocupes. Eso será lo último que te ocurra».

Tanis sonrió.

—¿Eso es todo? —protestó Scowarr—. Uno de mis mejores chistes y toda tu reacción se reduce a torcer a medias los labios.

—Supongo que tengo la cabeza en otros asuntos —se apresuró a calmarlo el semielfo—. Perdona.

—Perdona —lo imitó Scowarr. El hombrecillo puso un gesto enfurruñado y se encerró en un mutismo que, conforme transcurrían los minutos, se hizo incómodo. Al cabo de un rato, dijo—: Me sacaron a rastras de mi casa porque tenía fama de ser un tipo gracioso y querían que contara mis chistes a ese ejército de humanos idiotas. —Pronunció la palabra «humanos» con sarcasmo.

—Pero tú también eres… —comenzó Tanis, si bien lo pensó mejor y se inclinó sobre la espada sin acabar la frase, como si acabase de encontrar una mella en la hoja.

Scowarr siguió con su cháchara, como si no hubiese advertido la interrupción.

—«Diviértelos», me ordenó el oficial. «Hazlos reír; se encuentran lejos de su hogar y tienen baja la moral. Tú consigues siempre hacer reír a la gente, Alfeñique. Es lo que dicen tus vecinos. Haz que mis hombres se rían. Hazlos reír, o tu nuevo mote será Guiñapo, o algo peor».

—¿Por eso estás aquí? —intervino Tanis.

Scowarr asintió con la cabeza.

—Empiezo a creer que lo que querían mis vecinos era librarse de mí —dijo.

Tanis no estaba seguro de si el último comentario era o no un chiste. Por fortuna, el hombrecillo no explotó cuando el semielfo no dio muestras de regocijo.

—Nos encontrábamos a unos cuantos kilómetros de aquí —prosiguió Scowarr—. Eso fue ayer. Debían de ser por lo menos trescientos soldados los que se sentaban en la falda del cerro mientras su comandante aguardaba nuevas órdenes.

»“Hazlos reír. Ahora”, me dijo.

»“Pero la tarde acaba de empezar —le respondí—. Hace calor. Están cansados y de mal humor. No es el momento más oportuno”.

»“Tienen calor, están cansados y de un humor de perros —dijo el comandante—. Precisamente por eso necesitan que los animen y los hagan reír”.

»“No es el momento más oportuno”, insistí. Me puso una daga en el cuello y… no tuve más remedio que contar mis chistes.

Tanis se echó hacia adelante, compadecido de la pobre y frágil criatura sentada al otro lado de la fogata.

—¿Qué ocurrió? —inquirió, sabiendo que Scowarr necesitaba hablar sobre ello.

El hombrecillo desvió la mirada hacia la entrada de la cueva, desde donde se divisaba el estrecho de Algoni. Las olas se mecían en la distancia, pero Tanis sabía que Scowarr no veía la belleza del paisaje. Había retrocedido en el tiempo y revivía la humillación sufrida ante cientos de soldados.

—Se rieron. Se rieron mucho. Yo rebosaba satisfacción. ¡Un público tan numeroso! —Su voz subió de tono una vez más. Removió otra vez la lumbre—. Qué estallido de carcajadas, qué bullicio; lo bastante para hacerte sentir como un dios. Sólo que, no se reían de mis chistes, Tanis. Después de contar ocho o diez, uno de los soldados, ¡uno de mi propia raza!, me disparó una flecha.

Tanis, horrorizado, se echó hacia atrás con tanta brusquedad que chocó contra el muro de la cueva. Scowarr se apresuró a reanudar el relato.

—Oh, su intención no era clavármela. Y no lo hizo. Pero su acto dio pie a que, primero unos cuantos soldados y después docenas de ellos, tuvieran otra idea. ¿Te lo imaginas? —El rostro de Scowarr enrojeció al rememorar su miedo y su humillación—. No les gustaban mis chistes, así que decidieron matarme. ¡Les pareció que aquello sí era divertido!

—¿Cómo escapaste? —preguntó el semielfo, perplejo ante la crueldad espontánea y pueril de la raza humana.

—Me tiré de cabeza bajo una carreta. De no haber tenido dónde resguardarme, sin duda habrían acabado conmigo. Sin embargo, he sacado algo bueno de todo este asunto —afirmó, más animado.

—¿Y qué es?

—Me inspiró un nuevo chiste. ¿Quieres escucharlo?

Tanis asintió en silencio y Scowarr se incorporó. Su voz bajó de tono. El semielfo casi podía imaginarlo subido a un escenario.

—¿Sabes lo de aquel tipo gracioso que contó los mismos chistes durante tres días seguidos?

—No —contestó Tanis para animarlo.

—No se hubiese atrevido a contarlos de haber permanecido quieto.

Tanis sonrió.

—Es bueno —dijo con amabilidad.

Scowarr, evidentemente frustrado, se pasó la mano por el corto y crespo cabello castaño. Aquel corte de pelo no era un estilo habitual entre los humanos, a excepción de los niños y algunos guerreros. Tanis sospechó que el hombrecillo lo llevaba así para provocar la sonrisa en la gente. Aunque, también podía deberse a que se lo cortara él mismo. Sin embargo, la faz de Scowarr denotaba ahora cualquier cosa menos alegría.

—¿Cómo que «es bueno»? ¡Ni siquiera te hizo reír!

—Pero sé que es gracioso —protestó Tanis.

—Tienes que sentir que es gracioso, no saberlo. —Scowarr se volvió hacia el mar; al semielfo le recordó de repente a un airado gorrión con las plumas erizadas.

Sin embargo, y a despecho de sí mismo, a Tanis le empezaba a gustar Scowarr. Iba a decírselo, cuando una ola rompió contra la pared del acantilado y lanzó una rociada de gotas al interior de la cueva.

La hoguera siseó. Otra ola inundó el suelo de la gruta y apagó el fuego. Al momento, Tanis y Scowarr se habían puesto de pie; el agua les llegaba a los tobillos.

—La marea está subiendo —dijo el semielfo, aventurándose a la boca de la cueva y oteando el estrecho—. Tenemos que salir de aquí.

Entonces divisó un barco anclado en la entrada del puerto del pueblo elfo. Pequeñas embarcaciones pesqueras, muy hundidas en el agua, transportaban ciudadanos hasta el barco.

—Están evacuando —dijo Tanis con tristeza—. Tiene que ser muy numeroso el ejército reunido por los humanos para que los elfos hayan decidido abandonar sus hogares.

Scowarr se reunió con Tanis en la boca de la cueva. El humano era una cabeza más bajo que él.

—Sí. Esa escaramuza en la que tomabas parte era sólo el inicio de la batalla. Los humanos quieren apoderarse de todo el territorio al norte de Qualinesti y no han guardado en secreto su intención de empujar a los elfos hacia el sur o al mar si es preciso. Algo que, al parecer, están a punto de conseguir.

Otra gran ola rompió contra el acantilado y los empapó de espuma. Scowarr, con la fina ropa pegada al cuerpo descarnado, tiritó.

Tanis temía que los túneles se inundaran antes de que los dos alcanzasen un terreno más alto. Tenían sólo dos opciones. Una era saltar al mar desde la cueva y nadar hasta un lugar seguro. Sin embargo, la marea rompía con fuerza contra la pared del acantilado; un movimiento desafortunado, y podían estrellarse contra la roca y perecer ahogados. La otra posibilidad era trepar de algún modo por la escarpada pared y llegar arriba. El problema obvio que presentaba esta opción, pensó Tanis asomándose con precaución por la boca de la cueva, era que la pared parecía inaccesible; aunque, no del todo imposible…

—¿Te atreves a escalar? —preguntó el semielfo.

Scowarr se asomó con temeridad al borde del precipicio y miró a lo alto. Tanis se abalanzó hacia adelante y agarró al hombrecillo por la camisa para evitar que cayera de cabeza al mar y lo metió de un tirón en la cueva. Scowarr, aparentemente ajeno al peligro que había corrido, miró al semielfo con los ojos como platos ante la vía de escape sugerida.

—Ahora sé por qué no te ríes de mis chistes. Estás loco —sentenció.

—La cumbre no está tan lejos como parece. Quizás a unos nueve o diez metros. Por otro lado, entre las rocas sobresalen raíces de árbol que podemos utilizar de asideros.

—Ve tú primero —insistió el gracioso hombrecillo.

Era lo que Tanis había pensado hacer desde el primer momento; por consiguiente, asentó con cuidado un pie en un saliente rocoso e inició la escalada. Encontró otro hueco para el pie derecho, una pequeña prominencia donde agarrarse con la mano izquierda, luego un arbusto que crecía en la pared rocosa en el que apoyar el pie izquierdo, después otro saliente para la mano derecha, y de tal modo prosiguió hasta llegar a mitad de camino de la cima. La marea seguía subiendo y las olas se estrellaban con tanta fuerza contra el acantilado que Tanis temió por la seguridad del hombre que esperaba abajo.

—¡El agua me llega a la cintura! —gritó Scowarr, cuya voz llegó hasta el semielfo transportada por el viento salado—. ¡Allá voy! ¡No te caigas o me arrastrarás también a mí!

—Al menos ha avisado sin hacer un chiste —dijo entre dientes Tanis.

—… lo que sin duda ¡pondría las cosas al remojo vivo! —remató con aire triunfal el hombrecillo.

Tanis sofocó un gruñido.

El semielfo continuó escalando, con las manos cortadas por las aristas de la roca; la sangre se mezclaba con el sudor y todo lo que tocaba estaba resbaladizo. A pesar de las dificultades, avanzó poco a poco hacia la cima y la seguridad que ofrecía. Apoyó el pie izquierdo en una raíz de árbol; su pie derecho descansaba en una piedra saliente. Se sujetó con la mano izquierda a un pedazo fosilizado de madera y a continuación alargó la otra mano hacia un arbusto grisáceo de flores agostadas que crecía a su derecha.

El arbusto cedió.

La planta se desprendió de la pared rocosa en medio de una lluvia de terrones, chinarros y raíces podridas. El polvo le cayó a Tanis en la cara; perdió el equilibrio y ambos pies resbalaron de los asideros…