21
El desafío de la verdad

Fue una fiesta que se recordaría después de muchos años.

Las hogueras ardían a lo largo de la playa y hubo gran regocijo. Scowarr se alegraba de que Tanis estuviera en lo cierto al afirmar que los elfos no olvidaban a sus héroes. Durante toda la mañana y parte de la tarde, al humano lo asediaron los aldeanos que alababan su heroísmo. No, no lo habían olvidado, después de todo. Su semblante se iluminó con una amplia sonrisa.

Más tarde, cuando Scowarr buscó a Tanis, encontró al semielfo sentado en un saliente rocoso, solo, alejado del bullicio, absorto en la contemplación del monótono y relajante movimiento de las olas.

—¿Dónde has estado? —preguntó Alfeñique.

—Durmiendo. Casi había olvidado lo que era un buen sueño.

Justo en ese momento, Mertwig llegó con Yeblidod; el vendaje que cubría el corte de la sien quedaba en parte disimulado con un sombrero de ala amplia que llevaba la enana. Estaba pálida, pero parecía encontrarse mucho más fuerte. La conmoción causada por el ataque estaba superada y el largo descanso había obrado maravillas.

Canpho, el curandero, corrió hacia Yeblidod para ver cómo se sentía. Fue obvio que la respuesta lo complació puesto que sonrió de oreja a oreja.

—Amigos —dijo luego—. Hoy hemos vitoreado a muchos héroes, pero aquí tenemos a otro a quien no hemos cantado sus alabanzas. Con sus innegables dotes curativas, contribuyó a salvar la vida de muchos de vosotros y de vuestros compañeros tras la batalla del primer día. Ella misma estuvo a punto de morir anoche, pero, por fortuna, ahora vuelve con nosotros, sana y salva. ¡Viva Yeblidod!

Todos se unieron a la ovación.

La faz de Mertwig rebosaba satisfacción y contemplaba a su esposa con un fervor rayano en la adoración. Ella correspondió a su mirada con otra de evidente turbación.

—No sé qué decir —susurró a su marido.

—Di sólo gracias —contestó con ternura él.

La mujer agachó la cabeza con humildad, incapaz de hablar. Kishpa y Brandella prorrumpieron en un aplauso que al punto fue secundado por todo el mundo.

Mertwig pidió silencio con un ademán.

—Canpho, tú y todos nuestros amigos sabéis cuánto significan para mí mi esposa y mi hijo —proclamó, una vez que se acallaron los aplausos—. Al igual que vosotros, quise enviar a mi familia fuera del pueblo antes de que se iniciara el combate. Pero Yeblidod, como otras cuantas mujeres, se negó a marcharse. —En este punto, Kishpa dirigió una intensa mirada a Brandella. Mertwig prosiguió—. Embarcó a nuestro hijo para ponerlo a salvo, pero ella se quedó para complementar con sus dotes curativas las portentosas facultades de Canpho.

Un elfo, con evidentes señales de haberse excedido con los brindis por la victoria, se incorporó y prorrumpió en nuevos vítores, si bien no quedó claro si aclamaba a Yeblidod, a Canpho, al triunfo obtenido sobre los humanos, o a la cerveza. Sus compatriotas, en medio de risitas contenidas, lo obligaron a sentarse otra vez en la arena. Mertwig alzó la mirada al cielo con gesto paciente y aguardó a que reinara de nuevo el silencio.

—En lo que a mí se refiere, al igual que todos vosotros, hice cuanto estuvo en mi mano para defender las barricadas —dijo el enano, en cuyo rostro arrugado la luz del sol proyectaba sombras extrañas—. Con el peligro que corrimos, muchos de vosotros, estoy seguro, prometisteis a nuestros seres queridos que haríais esto o aquello si todo iba bien tras la batalla. También yo hice una promesa.

La expresión azorada de Yeblidod se tornó en otra de sorpresa.

—Y, con vosotros como testigos, cumplo ahora aquel juramento —declaró su marido.

Mertwig abrió una pequeña caja de la que extrajo una frágil y delicada bola de cristal que relució como un inmenso diamante a la luz del sol.

—Ante todos vosotros, entrego esto a mi amada Yeblidod.

La esfera cristalina que reposaba sobre la palma de Mertwig era casi transparente, con unos sutiles trazos celestes y verdosos. El enano tendió las dos manos para entregársela a Yeblidod con delicadeza.

—La transparencia del cristal es como la pureza del amor de mi esposa —proclamó, fijando la mirada en los ojos de Yeblidod—. Las vetas azules representan el cielo que presencia este momento. Las bandas verdes…, bien, sencillamente, me recuerdan los dulces ojos de mi único y verdadero amor —concluyó.

La multitud exhaló un suspiro colectivo en tanto Yeblidod, ajena a los dos lagrimones que se deslizaban por sus mejillas, acariciaba la bola de cristal para luego alzarla hacia el sol. Incluso Tanis estaba conmovido. La muchedumbre prorrumpió en un estruendoso aplauso a la par que vitoreaba. Todos, salvo Kishpa… El mago frunció el entrecejo con un gesto de desaliento y miró a Brandella. También ella exhibía una expresión preocupada. No obstante, la joven se sumó al aplauso, enternecida por el gesto romántico del viejo enano.

Concluido su discurso, Mertwig condujo enorgullecido a su esposa entre la multitud, si bien guardó las distancias con Kishpa. También se mantuvo alejado de Tanis. El semielfo estaba perplejo por el extraño comportamiento del enano.

De repente, sobrevino una oscuridad total. El sol desapareció. Y la playa. No se oían los sonidos de la muchedumbre. Todo era vacío, salvo el fuerte e irregular latido de un corazón. No había arriba o abajo. Ni este u oeste.

Tanis se encontró atrapado en un vórtice por el que ni subía ni descendía. Tendió las manos frente a sí, ansioso por aferrarse a cualquier cosa que encontrara en medio de las tinieblas. Pero no había nada. Sólo el latido que parecía debilitarse a cada momento.

El semielfo alargó la mano hacia su espada. Fue un gesto inútil; no había enemigo contra el que combatir. Desesperado, sin saber qué hacer, Tanis gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡Tienes que vivir! ¡Salvaré a Brandella! ¡Sigue luchando!

¿Lo escuchó Kishpa? Tanis no lo sabía. Pero, un instante después, el sol reapareció. Se encontraba de vuelta en la playa, todavía encaramado en la roca, y la fiesta proseguía. Sin embargo, el día estaba mucho más avanzado que hacía un momento. El sol estaba bajo en el cielo y proyectaba sombras ambarinas en la arena. Lunitari, la luna roja, asomaba por el horizonte.

Aun más preocupante era el hecho de que la hermosa escena de armonía y felicidad, que había vivido hacía escasos segundos, se había convertido en un enfrentamiento entre Mertwig y un elfo de piel pálida al que no conocía Tanis. Los semblantes de los presentes exhibían una expresión sombría.

—Te vi escabullirte a escondidas de la casa de mi tío —declaraba el elfo, cuyo cabello rubio oscuro le llegaba a los hombros. A mi tío no le gustabais ni tú ni tus artimañas de enano.

Mertwig abrió la boca para replicar, pero Canpho, con el entrecejo fruncido por la preocupación, lo atajó.

—Este es un momento de alegría y felicidad —dijo el sanador, interponiéndose entre el joven elfo enfurecido y el angustiado enano—. Esas palabras duras sobran. Estás dolido por la muerte de tu tío. Lo comprendemos, pero…

—¡No comprendéis nada! —gritó el elfo, sin apaciguarse—. ¡Este enano, sabedor de que Azurakee había muerto, irrumpió en su casa y la saqueó mientras el resto de nosotros combatíamos en las barricadas!

Ante la grave acusación, un profundo silencio cayó sobre la asamblea de elfos. Sólo se escuchaba el romper de las olas en la orilla y el crepitar de las hogueras. El tenue aroma a venado asado se mezclaba con los olores habituales de la playa.

Por fin, Canpho rompió el mutismo con cautela.

—Recapacita un momento, joven. Piensa en lo que has dicho. Mertwig te perdonará, estoy seguro, si te retractas de la tremenda acusación que has hecho.

—No me retracto —dijo el elfo con resolución.

—¡Entonces no te perdonaré! —estalló Mertwig—. ¿Cómo te atreves a calumniarme de ese modo? Y además, aquí, delante de mi esposa, de mis amigos…

—¡Tu no tienes amigos, ladrón!

Mertwig se abalanzó sobre el joven elfo, que retrocedió y chocó con quienes lo rodeaban. Canpho y otros cuantos asistentes agarraron al enano y lo contuvieron.

—¡Enanos! —rezongó un anciano elfo, en cuyos ojos azules se plasmaba la consabida convicción de la superioridad elfa, una actitud que daba un aspecto negativo a esta raza. El propio Tanis, blanco habitual del odio tanto de humanos como de elfos, se compadeció del audaz enano que había tenido el valor de convivir con elfos.

—¡Pero lo vi! —insistió el encolerizado joven, cuyas mejillas pálidas temblaban por la indignación—. Salió de la casa de Azurakee con una bolsa al hombro. Entré nada más marcharse él y todas las cosas de valor habían desaparecido. ¡Robadas! ¡Desvalija a los muertos!

—¡Mentira! —replicó Mertwig, con la frente perlada de sudor—. ¡No le hagáis caso!

—¿Tienes pruebas? —demandó Canpho al joven elfo. El denunciante alzó la barbilla con actitud orgullosa.

—Solo lo que vi con mis propios ojos.

—¡Ahí tenéis! —explotó el enano—. No dispone de la más mínima evidencia que respalde su ofensiva acusación.

El elfo se debatió para librarse de las manos que lo sujetaban.

—¡No miento! Preguntad al enano cómo se las arregló para comprar esa bola de cristal para su esposa. Todos sabéis que es pobre. ¡Preguntádselo!

Tanis había seguido la disputa a la par que buscaba a Brandella entre el gentío. Cuando se mencionó la bolsa que supuestamente Mertwig se había llevado de la casa, el semielfo volvió la mirada hacia el grupo. Había visto al enano esconderse tras una bolsa grande durante la lucha contra la araña. Aun así, Mertwig le había salvado la vida.

Todo cuanto le pidió a cambio fue su silencio y él lo había prometido. El semielfo deseó no verse en la disyuntiva de romper su juramento. Pero, sobre todo, lo que más ansiaba era que Mertwig fuera inocente.

En ese momento Tanis localizó a Brandella. Estaba sentada junto a Kishpa; los dos se mostraban serios. El semielfo descendió de la roca y se aproximó a ellos lo bastante para captar su conversación.

—Tienes que hablar en favor de Mertwig —decía Brandella al mago en voz baja, en tanto lo cogía de la mano.

—¿Y decir qué? —preguntó él con una actitud reposada aunque se advertía una frustración desesperada.

—Que confías en él. Diles que lo apoyas. Eso tendrá un gran peso. —Sus oscuros ojos brillantes contrastaban con el tono verde de su blusa.

Kishpa no parecía convencido.

—¿Y si es culpable?

—En ese caso, te habrás equivocado en una cosa pero habrás acertado en otra —argumentó la joven.

—¿En qué otra? —El mago arqueó las cejas.

—En ser leal con tu amigo —se limitó a apuntar la tejedora.

Kishpa vaciló; era obvia la lucha interna en la que se debatía.

—Mi lealtad está con la verdad —dijo por último, con rabia.

Brandella ladeó la cabeza y acarició la aterciopelada manga de la túnica roja.

—¿No me defenderías aun en el caso de que mintiera o robara?

—Es diferente —contestó el mago, eludiendo los ojos.

—No lo es.

—Sí —insistió él.

—Bajo mi punto de vista, no.

—Por favor. No digas una palabra más —pidió—. Déjame que escuche.

La joven le soltó la mano.

Tanis pasó entre la cada vez más tensa y acalorada multitud.

—Hice un trueque para obtener esa bola de cristal de forma legal —dijo Mertwig indignado.

—¿A cambio de qué? —demandó el elfo.

—Eh… Eso a ti no te importa.

Su respuesta evasiva levantó un murmullo entre los reunidos.

—¿A quién compraste la bola? —preguntó cauteloso Canpho.

—Prefiero no decirlo —respondió Mertwig.

—Prefiere no decirlo —repitió con sorna el joven elfo—. Si lo hiciera, sabríais que las posesiones de mi tío pagaron esa bola de cristal.

—Pero ¿dónde se encontraba Mertwig cuando los humanos atacaron? —inquirió con actitud pensativa otro elfo que había seguido con paciente atención todas las declaraciones.

—Se marchó con Scowarr Alfeñique a buscar una araña para Kishpa —contestó otro elfo, cuyas puntiagudas orejas asomaban entre los rubios mechones de cabello.

—Sí, pero no regresó —puntualizó otro de los asistentes.

El nerviosismo de Mertwig crecía por momentos ante el giro que tomaban los comentarios.

—No quise volver sin traer una araña. Ignoraba que Scowarr hubiese encontrado una tan pronto.

—Una excusa muy oportuna —dijo irónico el joven elfo.

—Es la verdad —insistió Mertwig.

Scowarr se abrió paso a empujones con intención de defender al desventurado enano.

—Lo que dice es cierto —proclamó Alfeñique—. Nos separamos para así tener más oportunidades de encontrar lo que necesitaba Kishpa.

—¿Dónde lo dejaste? —insistió Canpho.

—No conozco muy bien el pueblo —concedió el humano—. Creo que fue enfrente de una cabaña grande y blanca, con montones de flores azules en el porche.

—¡Es la casa de mi tío! —exclamó el joven elfo.

El murmullo entre los aldeanos se hizo más ominoso. Los amigos del denunciante ya no lo sujetaban.

Canpho se pasó una mano sobre la calva cabeza en tanto miraba con atención al enano.

—Será mejor que nos digas a quién compraste la bola —dijo.

Tanis sintió que Yeblidod daba un respingo.

—Es increíble —balbuceó Mertwig—. ¿Dais crédito a las palabras de este infame calumniador?

—Insisto en que sería mejor que nos dieras el nombre del vendedor —instó Canpho, sin responder a su pregunta—. De ese modo, podremos desechar los cargos presentados en tu contra.

Mertwig enrojeció. Tanis advirtió que los ojos de Yeblidod, llorosos poco tiempo atrás con lágrimas de felicidad, empezaban de nuevo a humedecerse.

—Bueno, no logro comprender de qué serviría —dijo el enano—. Además es una gran injusticia. Quiero mantener en secreto el precio que he pagado por ella. La bola es un regalo y mi esposa no tiene por qué saber cuánto me costó. —Dedicó a la concurrencia una mirada suplicante mas, al parecer, la opinión se había vuelto en su contra. Sólo unos pocos elfos movieron la cabeza en un gesto de ánimo al acosado enano.

Yeblidod se aproximó a su esposo y enlazó su brazo con el de él en un gesto tierno. Mertwig le dedicó una mirada fugaz, turbada, y después apartó fa vista.

—Así que vas a decirnos quién te la vendió, ¿verdad? —inquirió Canpho, asumiendo una actitud aliviada.

—Fue el artista, Piklaker —dijo Mertwig.

—¿Se encuentra Piklaker entre nosotros? —llamó el sanador.

Al no recibir respuesta, Canpho insistió.

—¿Alguien lo ha visto?

Un sordo murmullo se alzó en el aire mientras los reunidos hablaban entre sí, preguntando quién había sido el último en ver al conocido artista. Por último, alguien que se hallaba de pie cerca de Kishpa alzó la mano.

—Mi hermano dice que lo vio marcharse del pueblo poco después de la retirada de los humanos.

—Otra respuesta muy conveniente —bramó el enfurecido elfo que había iniciado el incidente.

—No lo sabía —replicó el enano.

—Dinos cómo le pagaste. ¿Con qué hiciste el trueque? —insistió el joven.

Mertwig vaciló. Se encontró con los ojos de Kishpa y, en ese momento, le suplicó con la mirada que dijese algo en su favor.

El mago permaneció en silencio, con los ojos inexpresivos.

—Le…, le di…, le prometí algo —tartamudeó el enano—. Le dije que…, que le pagaría con mi trabajo.

—¡Mientes! —afirmó el joven elfo—. Ni con un año de trabajo podrías pagar los precios de Piklaker. ¡Quizá ni siquiera con dos!

—Di a esta insolente sabandija que sujete la lengua cuando hable con personas mayores —instó Mertwig a Canpho, haciendo acopio de toda su dignidad.

—¡Lo hago cuando hablo con personas mayores honradas! —replicó el joven.

Mertwig trató de agarrarlo, pero unas manos se lo impidieron sujetándolo con firmeza. El elfo se quedó a un lado, erguido, con los puños en las caderas y una expresión de convicción en el rostro.

Entretanto, Canpho volvió la mirada hacia Kishpa, esperando que el mago zanjase la disputa al salir en defensa del enano. El mago, sin embargo, siguió sentado, casi sin pestañear; el único movimiento era el de su cabello negro al ondear con la brisa. Ni siquiera devolvió la mirada a Canpho. Su actitud fue más esclarecedora para el sanador que todo lo dicho hasta el momento.

—Este no es el lugar apropiado para debatir los cargos presentados —dijo Canpho—. Mañana, el consejo de ancianos se reunirá para escuchar las pruebas y dar su veredicto. No hablemos más del tema hoy.

Mertwig no salía de su asombro.

—¡No! —gritó, mientras se debatía para soltarse de las manos que lo sujetaban; las manos de los que no hacía mucho llamaba sus amigos—. ¡No me someteré a un juicio por el mero hecho de ofrecerle a mi esposa un regalo! Antes prefiero abandonar Ankatavaka para siempre que sufrir semejante humillación. —Canpho no dijo nada.

Kishpa mantuvo su empecinado silencio.

Por contra, Tanis fue incapaz de permanecer callado.