10
El sortilegio
La espada con incrustaciones de plata que blandía la mano de Tanis pesaba tanto que podría haber sido una roca. El semielfo tenía el brazo tan debilitado que apenas podía levantar el arma. Conforme avanzaba el anochecer y después de más de cuatro horas de intensa lucha, Tanis y el resto del grupo, todavía encaramados en lo alto de la barricada, hacían frente a una nueva oleada de soldados humanos.
Eran ocho defensores contra casi cincuenta guerreros descansados. Tanis dirigió una mirada aprensiva sobre su hombro. Aunque no lo cogió por sorpresa, le asustó ver las calles vacías a sus espaldas. Nadie venía en su ayuda. Los aldeanos habían marchado en persecución de los humanos que habían entrado en el pueblo tras salvar la barricada. Libraban pequeños enfrentamientos y escaramuzas de puerta en puerta, ajenos al desastre que los amenazaba si Tanis y su reducido grupo eran derrotados. El semielfo se obligó a blandir la espada, exhausto, sosteniéndose de pie gracias a un gran esfuerzo de voluntad. ¿Fue ayer, se preguntó, cuando el incendio los acorraló a él y a Clotnik, o el fuego no tendría lugar hasta que transcurriera casi un centenar de años?
Scowarr se encontraba cerca de Tanis, con los vendajes manchados de sangre del enemigo. No había matado a ninguno, pero su presencia entre las filas elfas había sido sin duda la clave que inspirara la valiente resistencia. Hacía mucho tiempo que habían cesado sus gritos aterrorizados, principalmente, pensó Tanis, porque el hombrecillo estaba afónico e incluso susurrar alguna palabra parecía causarle dolor. El humano —a quien Tanis juzgara débil en principio— había dejado de sentir miedo y en su mente enfebrecida afloraba el recuerdo de las batallas en las que había tomado parte y de las que salió indemne. Tanto daba si sentía la garganta como si se hubiese tragado brasas ardientes; nada ni nadie le impediría hablar…
—Creo… No, estoy convencido, de que debería haber sido un Caballero de Solamnia —afirmó.
Tanis lo miró de soslayo y contuvo una sonrisa a duras penas al comparar a Alfeñique con el fornido Sturm Brightblade.
—¡Fíjate! —graznó Scowarr—. ¡Enfrentado a todos esos soldados durante tanto tiempo y todavía estoy vivo! ¡Ni siquiera tengo un rasguño! —agarró al semielfo por el brazo y exclamó—: ¡Corren al ver que me acerco a ellos! ¡Figúrate! Claro que, no tengo que decírtelo. ¡Lo estás viendo con tus propios ojos! Me temen a mí y a mi espada, se encogen con que sólo dé un paso hacia ellos. ¡Adelante, acercaos cobardes! —desafió con un chirriante grito afónico.
Con los violentos movimientos, algunos mechones del cabello castaño claro se habían salido del vendaje, pero el hombrecillo no pareció advertirlo; adoptó una pose desafiante a la mortecina luz del atardecer.
—¡Acercaos! —proclamó—. ¡Ved lo que os espera a manos de Scowarr Alfeñique! No os temo. ¡Ya no! ¡Nunca más! ¡Repito: acercaos cobardes!
Tanis hubiese querido abrazar a esta criatura exaltada que estaba dispuesta a morir con la dignidad de un gigante. Si cualquiera, amigo o enemigo, se atrevía a decir a Alfeñique la verdad, el semielfo juró que acabaría con el deslenguado. La idea ilusoria de Scowarr era una postrer bendición de los dioses. Tanis esperaba que cuando llegara su hora, se enfrentara a su destino con la misma dignidad y orgullo.
La primera línea de soldados humanos, con las espadas y las hachas dispuestas al combate, trepó por la barricada al encuentro del semielfo y los demás defensores, en medio de gritos destemplados y juramentos.
Tanis se mantuvo en su puesto con estoicismo, pero no así Scowarr. Alfeñique los replicó con pullas, a pesar del dolor que le causaba chillar.
—¡Mataré hasta el hartazgo! ¡Creéis que tenéis ventaja porque sois más numerosos, pero con ello no conseguiréis otra cosa que morir más a mis manos! ¡Vamos! ¡Morid!
Si Scowarr los había atemorizado antes con sus aullidos incongruentes, ahora los acobardó con su abierto arrojo. Los humanos parecían poco dispuestos a enfrentarse a un guerrero salpicado de sangre que daba señales inequívocas de locura. Los soldados abrieron filas y treparon por el parapeto eludiendo a Scowarr, prefiriendo atacar a cualquier otro que no fuese aquel demente luchador con la cabeza vendada.
Tanis alzó el escudo que recogiera antes de un soldado humano muerto. Se lo arrojó a un soldado que se abalanzaba sobre él; el brazo con que blandía la espada estaba demasiado débil para sostener el arma con una sola mano. Aferró la empuñadura con ambas manos y se preparó para lo que sabía sería su último combate.
De improviso, sin que mediara una señal que lo advirtiera, un extraño cosquilleo le recorrió los dedos y subió por sus brazos. A la mortecina luz del ocaso, pareció que su espada irradiaba un fulgor rojizo y, para su sorpresa, se tornó increíblemente ligera. Se preguntó si él, al igual que Scowarr, era víctima de una ilusión. Si era ése el caso, tenía intención de aprovecharlo al máximo.
Enarboló el arma y cargó contra un soldado que lo atacaba. Con una agilidad más propia en el manejo de una daga que de una espada, trazó un amplio arco que segó la mano de su adversario con un tajo rápido y limpio.
Otro humano, aprovechando el momentáneo desequilibrio de Tanis, asestó una estocada con el propósito de atravesarlo. Veloz como el rayo, el semielfo recuperó la estabilidad a la vez que su espada centelleaba en el aire y frenaba el golpe brutal. Un momento después, el soldado yacía en un charco de sangre, víctima del acero dotado de un resplandor rojizo.
A su derecha, Tanis oyó los aullidos de Scowarr.
—¡Ah! ¿Con que no queréis enfrentaros conmigo? ¡En tal caso, llevaré la lucha hasta vosotros!
«Oh, no, —pensó Tanis—. ¡No lo hagas, Scowarr!»
Blandiendo la espada en lo alto, el hombrecillo hizo exactamente lo que se temía Tanis: descendió por la barricada y cargó en solitario contra las tropas enemigas.
El semielfo no podía cruzarse de brazos mientras lo asesinaban. Sabía que era un suicidio pero, si iba a morir también, lo haría con el mismo estilo aguerrido de Alfeñique.
—¿Quién será mi siguiente víctima? —gritó como un poseso, imitando la encolerizada petulancia de Scowarr, mientras descendía a la carrera por la barricada en pos de su amigo y derribaba a cuantos encontraba a su paso—. ¡Muerte a los que osen interponerse en mi camino! ¿Quién luchará conmigo? ¿Quién desea morir?
Tanis atravesó a un humano que se disponía a descargar un golpe de hacha en la cabeza de Scowarr. Acabó con otro soldado que intentaba ensartar a Alfeñique con una lanza. Por su parte, el hombrecillo parecía ajeno al peligro que corría; blandía su espada a diestro y siniestro, sin dejar de proferir gritos. Era un ser poseído por el convencimiento de su propia inmortalidad.
En cuanto al semielfo, sabía que la muerte no tardaría en llegar. Sin embargo, el brazo que manejaba la espada no daba señales de debilidad y el acero hendía incansable el aire. Cayó otro soldado y después otro más. Pero la experiencia acumulada en campos de batalla le advertía que el enemigo era muy numeroso y estrechaba el cerco. No podía enfrentarse con todos ellos. Tras él, Tanis escuchó los gritos salvajes de los elfos con los que había defendido la fortificación.
De repente, los humanos frenaron el ataque y echaron a correr.
—¿Qué demonios…? —farfulló el semielfo, al ver que los soldados huían de forma atropellada, abandonando tras de sí a sus muertos.
Otro grito elfo hendió el aire de la tarde. El arranque de furia de Scowarr había contagiado a sus compañeros y les había insuflado un arrojo que iba más allá del valor. Al ver a Scowarr y a Tanis lanzarse a la carga, desecharon todo vestigio de precaución y se les unieron en la reyerta con demencial entusiasmo, casi con alegría.
Era mucho más de lo que podían soportar los humanos. Luchar contra aquellos ocho seres enajenados no entraba en sus cálculos; en consecuencia, dieron media vuelta y huyeron.
—¡Regresad, cobardes! —chilló Scowarr, reacio a renunciar a lo que sin duda era el momento más glorioso de su existencia. Echó a correr en persecución de los humanos.
Por fortuna, Tanis reaccionó con prontitud y lo sujetó por el extremo ondeante del vendaje medio deshecho.
—¡Ya terminó todo! —le dijo con firmeza—. Tranquilízate.
El hombrecillo lo miró entre las rendijas del vendaje. Sus ojos se enturbiaron y… se desmayó.
Las antorchas ardían aquella noche por calles y callejones de la población. Algunos humanos merodeaban por Ankatavaka y tenían que encontrarlos. Además, había que desarrollar otros planes defensivos en caso de que el ejército enemigo reanudara el ataque al amanecer.
Tanis enfundó en la vaina la espada animada por el extraño fulgor rojizo y dejó que sus compañeros de armas se ocuparan de Scowarr. Los elfos lo habían transportado al interior de un edificio cercano y ahora, a la luz de una antorcha, quitaban el vendaje del hombrecillo, deseosos de ver el rostro del valiente que había hecho posible la victoria. Tanis observaba, retirado del grupo.
Por fin, la última tira de tela se desprendió y dejó al descubierto el rostro de un hombre delgado y el corto cabello castaño claro.
—¡Un humano! —exclamó ofendido uno de los elfos.
—¿Qué?
—¿Un humano?
—¿No es un elfo?
Se sucedieron las preguntas de los reunidos, que miraban boquiabiertos a Scowarr.
Un pesado silencio se adueñó del grupo, a la par que más de una veintena de ojos almendrados examinaban los rasgos innegablemente humanos de Scowarr. Un trozo de venda colgaba todavía de una de sus redondas orejas. La abierta sonrisa de Alfeñique se tornó en una mueca insegura al advertir la reacción de los que hasta hacía un momento habían sido sus compañeros. Por último, carraspeó:
—¿Sabéis el chiste del clérigo, el mago y el calderero? —preguntó con nerviosismo.
Tanis contuvo el aliento, esperando no verse en la disyuntiva de tener que defender al hombrecillo contra aquellos a quienes Scowarr había salvado la vida. El silencio se prolongó, en tanto que la sonrisa de Alfeñique se desvanecía al ver que los elfos seguían intercambiando miradas desconcertadas. Uno de ellos dejó escapar una risita contenida y miró de soslayo a sus compañeros.
—¡Un humano! —musitó, sin salir de su asombro.
Otro combatiente elfo, sucio de polvo y sudor, se echó a reír.
—¡Que me condene si lo entiendo! —comentó. Luego alargó el brazo y palmeó con afecto la espalda de Scowarr.
Otro rostro elfo se distendió con una amplia sonrisa que al punto se convirtió en una carcajada estentórea.
Conforme la algazara se propagaba en el grupo, Tanis respiró aliviado y abandonó el edificio. Al salir a la calle, escuchó el comentario de levantar un monumento en honor al heroico Scowarr…, si es que Ankatavaka sobrevivía, claro está.
La luz de más de quinientas antorchas bañaba el pueblo costero con un resplandor anaranjado. Tanis recorrió las calles en busca de alguna pista que lo condujera hasta Brandella o hasta su padre.
—¿Conocéis a una mujer llamada Brandella? —preguntó a unos elfos con los que se cruzó en su deambular por las calles.
—Sí.
—¿Dónde puedo encontrarla? —inquirió.
—Con Kishpa, desde luego —respondieron todos.
—¿Y dónde esta él?
Nadie lo sabía.
No se había visto al mago desde las últimas horas de la tarde. El hechicero, aparentemente, había desaparecido. Se habían destacado varios grupos que salieron en su busca. Sin su magia, los habitantes del pueblo no tenían la menor esperanza de resistir el ataque del ejército humano.
Tanis discurrió un nuevo modo de localizar a la amada de Kishpa. Recordaba que Clotnik comentó que Brandella era tejedora.
—¿Dónde tiene el telar Brandella? —preguntó a un corpulento herrero elfo.
—¿Dónde va a ser? Trabaja y vive en la misma casa, muchacho —dijo el herrero, mientras afilaba una de las incontables espadas que le habían llevado para reparar durante la noche—. A mi esposa le encantan los chales que teje, ¿sabes? Siempre lleva puesto alguno. Me cuesta una fortuna, pero merece la pena si con ello tengo a mi esposa contenta, ¿no crees?
—Desde luego —se mostró de acuerdo Tanis, procurando contener la impaciencia. Sin duda, sostener una charla despreocupada ayudaba al herrero a mantener la ilusión de que la vida normal y diaria seguía su curso. No obstante, insistió—. ¿Puedes indicarme dónde vive?
—En la planta alta de ese edificio —dijo, apuntando calle abajo con el desgastado martillo—. ¿Ves aquel balcón?
Tanis asintió en silencio.
—Es su casa. Mi esposa…
Tanis le dio las gracias y echó a correr por la adoquinada calle, dejando al herrero con la palabra en la boca.
Cuando llegó al edificio, alzó la vista hacia las ventanas altas. No se veía luz. Entró en la casa y subió los escalones de tres en tres.
Llamó con los nudillos a la puerta que encontró al final de la escalera. Aguardó impaciente, preguntándose cómo sería Brandella y qué reacción tendría.
Para su desaliento, nadie respondió a la llamada.
Tanis echó una fugaz ojeada al oscuro portal. Una vez seguro de que no había nadie por los alrededores, empujó con el hombro la hoja de madera, que cedió y se abrió con un sonoro crujido. Tanis torció el gesto, temeroso de que el portazo hubiese alertado a alguien.
Tras unos segundos de espera, penetró en la habitación y encendió una vela que había cerca de la puerta. Se encontraba en una amplia estancia. En un rincón vio el telar y al lado unos cestos con hilos de colores rojo, amarillo y púrpura. En el lado opuesto había una cama deshecha; las sabanas desprendían un aroma exótico. También allí divisó otros cestos con hilos. Sólo entonces reparó en lo que debió llamarle la atención en el primer momento: las cuatro paredes estaban cubiertas con una inmensa pintura mural. Incluso el techo formaba parte del envolvente cuadro.
A pesar de la escasa luz, el colorido de las vigorosas imágenes resaltaba en la penumbra. Tanis no sabía dónde empezaba y dónde terminaba el mural pero, cuanto más lo contemplaba, ese detalle perdía significancia. La pintura representaba una historia que no necesitaba principio ni fin. Eran escenas de Kishpa, cuyo físico estaba plasmado a la perfección, el rostro sin tacha, su fuerza interior emanando de los ojos azules. Pero no era la magia del mago lo que las hacía espléndidas, sino el arte del magnífico pintor.
También había escenas de juegos infantiles. Uno de los niños —una chiquilla de rizos negros y alborotados—, aparecía en ellos siempre de espaldas al espectador. En otro, unos bailarines elfos, exquisitamente vestidos, danzaban al son de una música que casi podía percibirse. También allí aparecía una muchacha cuyo cabello flotaba en espesos y oscuros bucles que le caían por la espalda; una vez más, su rostro quedaba oculto a la vista. Había escenas de alegres fiestas presenciadas —no cabía duda—, desde el balcón situado a la derecha de Tanis.
Todas las representaciones, dondequiera que se mirase, eran alegres y divertidas; a excepción de una. En el techo, sobre la cama, el semielfo divisó la imagen de una mujer de negros cabellos rizados, cuyo rostro, en esta ocasión, quedaba oculto tras el hombro del personaje que la acompañaba: un hombre. Los dos corrían hacia una luz que parecía encontrarse muy distante. El hombre la sostenía con delicadeza entre sus brazos y la ayudaba a avanzar; toda ella parecía decir: «Iré contigo hasta la misma fuente de esa luz».
En un intento de atisbar algún detalle de la faz de la mujer, Tanis alzó la vela. Nada. El pintor había ocultado bien sus rasgos. Al mover la luz, algo llamó su atención. La vela se soltó del candelero y cayó en uno de los cestos de hilos que había junto al lecho. El semielfo recogió con premura la vela y sofocó el fuego incipiente; al hacerlo, encontró un pedazo de papel, algo chamuscado, en el fondo del cestillo.
Insertó de nuevo la vela en el candelero, acercó el papel a la luz y leyó:
«Amada mía.
»Por favor, haz lo que te pido y piensa sólo en tu propia seguridad. Un hogar no es más que un lugar en el que vivir; no merece la pena arriesgar tu vida por defenderlo. Sé lo que piensas; que soy un hipócrita por pedirte que te marches mientras yo me quedo aquí para luchar. Lo hago porque es mi obligación. Mis antepasados se avergonzarían de mí si abandonase a los hijos de sus amigos cuando más precisan de mi magia. No me quedo impulsado por el orgullo ni por mi propia voluntad. Mi único deseo es estar contigo. Te llevo en mi corazón y en mi mente a todas horas, día tras día. Por favor, tu vida humana es demasiado corta para que la arriesgues en esta lucha. Ve a Qualinesti. Nuestra gente te conoce y estarás a salvo con ellos a pesar de tu raza. Sálvate para que así pueda amarte después. Me reuniré allí contigo, cuando la batalla haya terminado. Busca a un pescador llamado Reehsha; me ha prometido que te llevará al barco anclado en el puerto que zarpará para Qualinesti. Ten por seguro que reservará una plaza en su bote para ti. No te demores. Hazlo por mí. Te amo.
»Siempre tuyo,
»K»
—Reehsha —susurró Tanis.
Se disponía a salir del cuarto y encaminarse al puerto cuando recordó que algo de la pintura representada en el techo lo había sorprendido de tal modo que había dejado caer la vela. Se apresuró a levantar la llama para echar una rápida ojeada. El hombre que llevaba a la muchacha de oscuros cabellos hacia la luz… ¡era él!
¿O no?
Los rasgos del hombre representado en el techo eran demasiado perfectos, demasiado atractivos, demasiado mayestáticos. No, concluyó para sí. Se trataba sólo de un cierto parecido, pero nada más. Nada más.