26
Emboscada
Era un desatino viajar durante la noche, cuando los caminos se tornaban peligrosamente mortales. En la oscuridad, cabía la posibilidad de precipitarse en una zanja y romperse una pierna, o ser víctima de una banda de asaltantes. Sin embargo, Tanis, Brandella y Scowarr no tenían más opción que afrontar los riesgos de la negrura.
Se encaminaron hacia el este, con la única luz que les proporcionaba una antorcha. No habían llegado muy lejos cuando, de improviso, Brandella se detuvo.
—¡Alto! —ordenó la joven.
—¿Qué ocurre? —inquirió con nerviosismo Scowarr. El cabello castaño del hombrecillo estaba revuelto en mechones tiesos. Esta noche, su aspecto era más acorde con el de un comediante que con el del héroe salvador de Ankatavaka.
—Acerca la antorcha a Tanis.
El semielfo, perplejo, se quedó inmóvil en tanto Scowarr hacía lo que la joven le había pedido.
—Como sospechaba: sangre —dijo Brandella con un deje de reproche—. ¿Por qué no me lo advertiste?
—Yo…
Ella lo interrumpió.
—No importa. Lo sé. No querías que me preocupara. O las heridas no te duelen. O cualquier otra excusa estúpida. Bien, haremos un alto ahora mismo y te curaré; a no ser que quieras desplomarte muerto encima de uno de nosotros.
—No hay tiempo para… —comenzó Tanis.
—¡A callar! —Ahora no era la tímida tejedora quien hablaba, sino la Brandella a la que Tanis viera disparar una lluvia de flechas sobre el enemigo hacía… ¿Cuánto? ¿Sólo un día?—. Arriesgaste la vida por mi causa; lo menos que puedo hacer a cambio es arriesgar mi futuro. Haremos un alto, digas lo que digas —decidió con una energía que no admitía discusión.
Tanis dejó que le examinara los cortes y los limpiara con otro trozo de tela que, en esta ocasión, desgarró del nuevo atuendo de Scowarr, no sin las lógicas protestas del hombrecillo.
—Al menos los cortes ya no sangran. Ojalá tuviésemos un poco de ungüento —comentó, en tanto curaba las heridas. Estaba tan cerca de Tanis que éste sentía su aliento en la piel.
—No te preocupes. Estoy bien —le aseguró.
Sus manos eran cálidas y suaves… Un remedio más que suficiente para el semielfo.
Al cabo, Brandella dio por finalizada la cura y anunció que podían reemprender la marcha. Caminaron durante gran parte de la noche con alguna que otra parada en las que la tejedora examinaba atentamente las heridas de Tanis. Por último, no obstante, el cansancio se adueñó de ellos.
—Adelantaremos más por la mañana si dormimos un rato hasta que amanezca —sugirió Scowarr después de tropezar con una piedra y caer de bruces al suelo. El hombrecillo se frotó la espinilla que se había golpeado con la piedra.
—Tiene razón —admitió Brandella.
Aunque de mala gana, Tanis aceptó la sugerencia. Encontraron un pequeño claro herboso no muy lejos del camino y se acomodaron para un corto descanso. Scowarr se ofreció para realizar él primera guardia.
Poco después se había dormido.
Tanis despertó sobresaltado por un ruido. Parpadeó y, a la luz grisácea del nebuloso amanecer, vio que la antorcha se había consumido. Se sentó y aguzó el oído, preguntándose qué lo había sacado del intranquilo duermevela. ¿Sería un animal entre la maleza? ¿Lo habría soñado? ¿Tal vez Scowarr había soltado un ronquido fuerte?
—¡Ronquido! —rezongó en voz baja—. ¡Scowarr!
El delgaducho humano se limitó a cambiar de postura mientras murmuraba algo ininteligible. Tanis oyó de nuevo el ruido que lo había despertado. Procedía del camino, un poco más adelante; el cavernoso bosque transmitía el eco. Era un grito, no cabía duda, a pesar de sonar amortiguado.
—¡Arriba! —gritó Tanis, incorporándose de un salto, a la vez que empuñaba la espada.
—¿Eh? —murmuró Scowarr, en tanto sus ojos vidriosos se posaban en el semielfo—. No estaba dormido.
Brandella se puso de pie con cautela. Sus pasos eran sigilosos como los de una gacela. No dijo una palabra, pero en sus ojos había una expresión interrogante.
—Seguidme, pero guardad silencio —susurró Tanis—. No os dejéis ver si podéis evitarlo.
Sin más preámbulos salió disparado sendero adelante. Dejó la funda de la espada en el claro; la hoja de acero relucía anunciando la reyerta. Los árboles semejaban manchones borrosos que flanqueaban su veloz carrera. Los gritos se oían con más claridad. Se acercaba al lugar de los hechos y refrenó la marcha. El alboroto parecía provenir del otro lado de un recodo del camino.
El semielfo salvó la curva de la senda y se dio de bruces con una banda de cuatro goblins que atacaban al enano, Mertwig, y a su esposa, Yeblidod. La enana gritaba a la par que arrojaba piedras a las repulsivas criaturas. Mertwig sangraba por varios cortes pero seguía luchando contra las bestias. No obstante, eran demasiados enemigos para el acosado enano. La poderosa hacha de guerra no era suficiente para derrotarlos. Tenía varias heridas y el largo colmillo roto de uno de los goblins le sobresalía en el muslo derecho. Aun así, no se daba por vencido.
Tanis cargó contra los goblins a la vez que profería maldiciones con cada mandoble que propinaba.
Las criaturas, que disfrutaban con una pelea siempre y cuando la ventaja estuviera a su favor, no dieron muestra de que les preocupara la aparición de otro contendiente. Después de todo, los superaban en dos a uno y el enano estaba próximo a desfallecer.
El más alto de los goblins, una repugnante criatura con ojos amarillos, se encontraba cerca de Tanis. Giró sobre sí mismo para enfrentarse al semielfo; en una mano empuñaba una espada bastarda en tanto que en la otra sostenía un garrote que guardaba una sospechosa semejanza con una tibia humana. Con un gesto veloz, el goblin arrojó el garrote a la cabeza de Tanis. El arma volteó en el aire; el semielfo alzó la espada para frenarlo y el acero partió el hueso limpiamente en dos mitades… ¡a lo largo! La criatura que había lanzado el garrote se quedó perpleja, resopló y articuló una palabra en el idioma goblin. Tanis, que entendía algunas frases de esta lengua, esbozó una sonrisa desabrida. La palabra pronunciada significaba: «¡un golpe de suerte!». El goblin arremetió con la espada al recién llegado con la evidente esperanza de que Tanis cometiera la estupidez de abalanzarse directamente contra el afilado acero. El semielfo no frenó su acometida. Un golpe de suerte, sí.
Tanis no se ensartó en la cortante espada, sino que frenó la estocada con destreza. Avanzó un paso y estrelló su puño en la garganta de la criatura. El goblin se desplomó, medio asfixiado.
Al ver lo ocurrido, los otros tres asaltantes abandonaron la lucha con Mertwig para enfrentarse a la amenaza que representaba el nuevo combatiente. Dos de los goblins se acercaron a Tanis; una de las bestias blandía un hacha de guerra; la otra una espada ensangrentada. El tercero, que manejaba un destral, dio un rodeo para situarse a espaldas del semielfo.
Pronto estaba en posición, con el destral enarbolado, listo para descargar el golpe. De improviso, una piedra grande lo golpeó con fuerza en la cara y le rompió el pómulo y la nariz; el monstruo cayó de costado.
Brandella había arrojado el proyectil de granito.
Scowarr corrió junto al desplomado goblin para asegurarse de que no volvería a levantarse. Se arrodilló al lado de la aturdida criatura.
—¿Eres uno de esos tipos desafortunados que en caso de llover sopa tiene en la mano un tenedor? —se chanceó.
El goblin no rió su broma. No le era posible puesto que tenía la garganta cortada de oreja a oreja. Los ojos, tan obtusos en la muerte como en la vida, se pusieron en blanco.
Los dos goblins restantes retrajeron el hocico y enseñaron los colmillos. Los intrusos habían nivelado la ventaja. Tanis aprovechó el desconcierto de las criaturas para hundir la espada en el vientre de una de ellas, pero el horrendo ser había aferrado la hoja y no la soltaba. Al retroceder con brusquedad, la moribunda criatura arrancó la empuñadura de la mano de Tanis. En ese instante, el otro goblin asestó un golpe fulgurante al semielfo con su hacha de guerra y lo alcanzó en el mismo hombro en el que lo había herido Kishpa. Tanis hizo un gesto de dolor y retrocedió tambaleante; estuvo a punto de trastabillar con la raíz saliente de un árbol.
El goblin aprovechó la ventaja y arremetió de nuevo. El semielfo eludió el golpe saltando de costado mas, en esta ocasión, perdió el equilibrio y cayó al suelo. El asaltante esbozó una mueca cruel… que se tornó en otra de sorpresa cuando el hacha de Mertwig se incrustó en la parte posterior de su cráneo.
—Un exceso de confianza, hacer caso omiso de mí de ese modo —espetó el enano al asaltante muerto a sus pies.
Después se sentó con esfuerzo, incapaz de evitar un gemido.
Yeblidod corrió hacia su esposo.
Tanis extrajo el colmillo clavado en el muslo de Mertwig; a continuación, Yeblidod recurrió a sus artes curativas para sanar a su esposo; o, al menos, lo intentó. El enano estaba muy malherido; el hecho de que hubiese combatido con tanto arrojo y durante tanto tiempo ponía de manifiesto el valiente corazón que latía en su pecho. El que siguiera vivo cuando el sol se alzaba en el firmamento se debía única y exclusivamente a los cuidados prodigados por Yeblidod.
—Me has salvado la vida dos veces —dijo Tanis, con respeto, al moribundo enano.
Mertwig meneó la cabeza y tosió. Un hilillo de sangre resbaló por la comisura de sus labios.
—Me defendiste… en dos ocasiones —respondió con voz ronca—. Estabas allí… cuando más…, cuando más lo necesitaba. Jamás lo olvidaré.
—Chist… Descansa —susurró Yeblidod.
Las copas de los árboles, envueltas en la neblina matinal, se mecieron al impulso de la suave brisa; la bucólica serenidad del paisaje contrastaba con la angustiosa escena que tenía lugar al borde de la senda.
—¿Qué hacéis aquí, en el camino que lleva a Solace? —preguntó Brandella a la enana.
Yeblidod refrescó con un paño húmedo la ardiente frente de su esposo antes de responder.
—Camino de un exilio voluntario. Canpho insistía en celebrar un juicio y Mertwig no soportó el insulto. Partimos anoche.
—¿Después de tantos años os marcháis así, sin más? —preguntó la tejedora.
—Sí. Yo no quería abandonar nuestro hogar, pero era el deseo de Mertwig. Recogimos nuestras posesiones, las cargamos en un carro y partimos —fue la comedida respuesta de la enana, en cuyos ojos verdes había un brillo de ternura al mirar a su esposo.
—Pero vuestra carreta… —comenzó Brandella, confusa. Observó con los ojos entrecerrados el carro de mano pintado con brillantes colores que aparecía a unos pasos, envuelto en la neblina—. Ese no es vuestro…
—El suyo se precipitó al mar cuando intentó salvarnos a Scowarr y a mí —la interrumpió Tanis.
Un leve sonrojo tiñó los pómulos de la enana.
—Un vecino y amigo nos prestó éste. Todavía tenemos amigos en Ankatavaka, aunque Mertwig no lo crea así —agregó con un deje de tristeza.
Los tres guardaron silencio un momento al advertir que los párpados del enano se cerraban vencidos, al parecer, por el sueño.
—No podéis seguir adelante —dijo de improviso Tanis a la enana—. Mertwig está muy mal. Y tú misma sufriste hace horas una penosa experiencia. Debéis regresar a Ankatavaka. En este momento, su vida es más importante que su orgullo.
Mertwig parpadeó y abrió de nuevo los ojos.
—¡No! ¡No volveré allí! —bramó, en tanto cogía la mano del semielfo con fuerza.
—¿Por qué? —inquirió Brandella.
El enano miró hacia otro lado.
—No tengo…, no tengo amigos… en Ankatavaka —dijo entre jadeos.
—Por supuesto que los tienes. ¿Qué me dices de Kishpa? —insistió la tejedora.
Mertwig meneó la cabeza con una expresión de infinita tristeza. A Brandella se le llenaron los ojos de lágrimas.
También a Yeblidod.
—Kishpa y tú habéis estado tan unidos durante tanto tiempo… No es posible que una amistad así acabe de este modo —dijo la tejedora con tono apaciguador.
Las dos mujeres se incorporaron y se alejaron una corta distancia cogiéndose por la cintura.
Mertwig las observó mientras se distanciaban.
—¿Dónde está el humano? —preguntó a Tanis, sin soltarle la mano.
—Scowarr hace guardia. ¿Por qué? ¿Quieres hablar con él? —preguntó el semielfo, a la vez que se empezaba a incorporar.
—No —se opuso Mertwig con voz ronca—. Quiero hablar contigo. A solas. Mientras pueda hacerlo.
Tanis se acercó al enano.
—¿De qué se trata?
Mertwig apretó los labios y dirigió una mirada escrutadora al semielfo.
—No tengo valor para… decírselo a Yeblidod… ni a Kishpa… ni a ninguna otra persona. —Hizo una pausa para recobrar el aliento—. Pero… necesito contárselo a alguien.
—¿Contar qué? —lo animó a seguir Tanis, manteniendo un tono suave y tranquilo.
—La verdad. Antes de morir. No puedo…, no puedo llevármelo… a la tumba.
Tanis inició una protesta, mas al punto enmudeció. Era evidente que al enano no le quedaba mucho tiempo.
—Te escucho —dijo con afabilidad.
—Soy culpable…, culpable —musitó Mertwig, y se estremeció—. Robé…, robé para comprar…, para comprar la bola de cristal. Mentí. Pero no podía… admitirlo. No con Yeblidod allí. ¿Lo entiendes?
Tanis iba a contestar cuando Scowarr se plantó de un salto a su lado.
—¡Alguien se acerca! ¡Creo que es Kishpa! ¡Hemos de marcharnos cuanto antes! —anunció, tan nervioso que sus palabras resultaron casi incoherentes.
El semielfo alzó la mano en un gesto conminatorio que calló a Scowarr y se volvió hacia Mertwig para decirle que lo comprendía.
Mas el viejo enano había muerto.