Capítulo 26

NUEVA York, julio de 1990

—¿Puedes pasar por aquí cuando tengas un minuto? —preguntó Arlan sin preámbulos.

Su sequedad extrañó a Hillary.

—¿Algún problema? —Intentaba imaginar lo que ocurriría, cuando un ruido sospechoso le hizo fruncir el entrecejo—. Arlan, ¿estás fumando? —No hubo respuesta—. ¿Arlan?

—Sólo uno.

—De eso nada. ¡Arlan, lo llevabas tan bien!

—He tenido un mal día.

—Pero se trata de tu vida.

—Mira, yo no te digo cómo vivir, así que no me lo digas tú a mí. ¿Cuándo puedes pasar?

Parecía enfadado con ella por primera vez en la historia de su relación.

—Bueno, si es tan urgente, dentro de una hora.

—Bien. Te veré entonces.

Una hora después, Hillary entró en su oficina. Arlan tenía un cigarrillo en la mano y la miraba con expresión provocadora, como si pretendiera desafiarla a decir algo al respecto. Ella no lo hizo. Se sentó, apoyó un codo en uno de los brazos de la silla, y colocó los dedos debajo de la nariz. En respuesta, Arlan dio una larga calada al cigarrillo y exhaló una columna de humo aún más larga.

—¿Lo ves? —dijo Hillary incapaz de resistirse—. Al no fumar, has aumentado tu capacidad pulmonar y ahora puedes aspirar el humo más profundamente que antes.

—Lo dejo.

—Eso me dijiste antes.

—No; no me refiero al tabaco, sino al trabajo.

—¿Qué? —dijo ella parpadeando con rapidez.

—Dejo mi empleo. Tu contrato ha sido cancelado.

Esta vez, Hillary no parpadeó. Fue como si se hubiera quedado paralizada.

—¿Qué?

—Me has oído perfectamente.

—Pero ya lo he firmado.

—No fue refrendado y ahora puedo asegurarte de que no lo harán.

—¿Qué quieres decir? —No entendía nada. Un contrato era un contrato—. Habíamos llegado a un acuerdo. La editorial no puede retirarse ahora.

—La editorial —dijo él con disgusto— puede retirarse en cualquier momento antes de firmar.

—No. Un contrato verbal implica un compromiso. —Pero eso no era lo fundamental—. Mi libro es bueno. A ti te gustó, a tu jefe también, y al gerente de la editorial también.

—El presidente del consejo cree que publicarlo es demasiado arriesgado.

—¿Demasiado arriesgado? ¿De qué hablas?

Arlan la hizo esperar mientras daba otra calada al cigarrillo, pero esta vez no lo hizo para desafiarla, sino por pura y simple necesidad.

—John St. George ha amenazado a Templar —dijo con las últimas volutas del cigarrillo en la boca.

—¿Qué?

—Ha amenazado con demandarnos por calumnias si la editorial sigue adelante con el proyecto.

—Pero no tiene en qué basarse. En el libro no se dirá nada que no sea verdad. Puedo probarlo todo. No puede ponernos un pleito.

—Templar cree que sí y eso es lo que cuenta.

Durante unos instantes, Hillary se limitó a mirarlo fijamente. No sabía con quién estaba más furiosa, si con John o con Simón Templar. Pero ninguno de los dos estaba allí, de modo que se desahogó con Arlan.

—¡Maldita sea! —exclamó dando un puñetazo en la mesa—. No puedes permitir que me hagan esto.

—Me he pasado toda la mañana discutiendo, pero no ha servido de nada.

—Entonces no has usado los argumentos adecuados. Vuelve a hablar con Templar. Dile que no puede revocar el contrato o seré yo quien lo demande. Hazle cambiar de idea.

—No lo hará. Ya ha dado órdenes de destruir los papeles.

—No puede.

—Pero lo ha hecho.

—¡No debes permitírselo!

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Arlan—. He hecho todo lo posible. ¿Qué esperas de mí?

Hillary intentó controlarse. La culpa no era de Arlan y sabía que le decía la verdad. También sabía que el libro le había encantado. Se sentó con un esfuerzo deliberado.

—Mira —dijo Arlan con tono más moderado—, nos iremos los dos. Llevaremos tu libro a otra editorial. Nos lo sacarán de las manos.

—Eso no es lo importante —dijo con voz temblorosa, conteniendo la rabia—. Es una cuestión de principios.

—¿De modo que demandarás a la editorial? ¿Qué crees que vas a conseguir? Si ganas y los obligan a publicar el libro, no lo harán bien. Lo dejarán en las estanterías; mejor dicho, no saldrán del almacén. ¿Eso es lo que quieres?

Desde luego que no. Quería que el libro se vendiera y se publicitara. Quería que todas las librerías del país lo recomendaran. Quería que apareciera en todas las listas de éxitos editoriales. Y no conseguiría ninguno de aquellos objetivos si la editorial no la respaldaba.

—¡Maldita sea! —exclamó con frustración—. Templar no puede joder a sus escritores de ese modo. Y John no puede joderme a mí.

—Eso díselo a él.

—Puede que lo haga. —Imaginó la escena y le gustó lo que imaginó—. Lo haré. —Cogió el teléfono de Arlan y marcó el número de John.

—Eh, que es una llamada interurbana.

—Mala suerte. —Después de varios timbrazos, Christian respondió que hablaba con la residencia de los St. George—. Hola, Christian —dijo con aparente indiferencia—, habla Hillary Cox. Tengo que hacerle una consulta a John. ¿Está por ahí?

—Lo siento, señorita Cox, pero aún no ha vuelto de la oficina.

—¿A qué hora vuelve?

—Dijo que regresaría a eso de las cuatro y que volvería a salir a las seis. ¿Quiere que le diga que ha llamado?

—Sí; aunque pensándolo bien, no estaré en casa cuando vuelva. Lo llamaré en otro momento.

—De acuerdo, señorita Cox.

—Gracias, Christian.

Colgó el auricular con una sonrisa tensa, se levantó y se dirigió a la puerta.

—Voy hacia allí.

—¿Ahora?

Hillary miró el reloj. Eran casi las dos.

—Si puedo coger el tren de las dos y media, estaré esperándolo en la puerta de su casa cuando llegue.

—Espera, Hillary. Deberías pensarlo mejor. Quizá no sea buena idea ir a ver al león en su propia madriguera. Tal vez...

—Déjalo, Arlan. Voy hacia allí.

Había mucho tránsito en dirección a La Guardia. Hillary perdió el tren de las dos y media, pero cogió el de las tres. De modo que en lugar de esperar en la puerta, subió la escalinata y llamó al timbre.

Christian la miró con asombro.

—¿No llamaba desde Nueva York? —preguntó con cortesía.

—Sí —respondió Hillary entrando en la casa—. ¿Está arriba?

—Si quiere esperar en la salita mientras yo...

—Está en casa, ¿verdad? Cuando John dice que volverá a las cuatro, lo hace. Nunca llega tarde.

—Si desea ponerse cómoda...

—¿Para darle la oportunidad de salir por la puerta de atrás? De eso nada. ¿John? —llamó desde el pie de la escalera.

Miraba hacia arriba cuando la voz de John la sorprendió a su espalda.

—Aquí estoy, Hillary. —Luego le habló a Christian—: La recibiré en la biblioteca. —Se giró hacia allí.

Al verlo, Hillary experimentó la emoción de siempre, pero la emoción pronto dio paso al dolor que le había causado con su crueldad y luego a la furia. Lo siguió con la cabeza alta. En el breve trayecto desde el vestíbulo a la biblioteca, su rabia creció. Quizá los encantos de John siguieran grabados en algún lugar de su mente, pero en aquel momento no era consciente de ellos.

—Vengo de la oficina de mi editor. Me ha contado lo que has hecho.

—No me dijiste que estuvieras escribiendo un libro sobre mí. No fuiste sincera conmigo, Hillary.

—¿Cómo te atreves a amenazar a Simón Templar?

—Yo no he amenazado a nadie. Me limité a explicarle lo que haría en caso de que la editorial publicara el libro.

—Lo que tú llamas una explicación para mí es una amenaza. Intentas manipularme a mí manipulando a Templar. ¿Qué piensas que vas a conseguir? ¿Quién te has creído que eres?

—Soy un hombre que no quiere que todo el mundo conozca sus intimidades —dijo con un tono sereno que enfureció aún más a Hillary.

—¿Por qué no? Eres un pez gordo, una propiedad pública.

—No; si me dedicara a la política quizá fuera justo, pero no es el caso.

—Eres famoso; podrás superar alguna que otra estocada. ¿No crees que a la gente le interesa tu vida privada? Después de tu aparición en 20/20, muchas personas se habrán preguntado si eres de carne y hueso como los demás.

—Soy un hombre respetado y no quiero que nadie me robe ese respeto.

Su pomposidad enfureció a Hillary, que tuvo que esforzarse para mantener la compostura.

—Si quieres respecto, no deberías haber sido tan ruin. ¿De verdad crees que siempre podrás salirte con la tuya? ¿Piensas que el solo hecho de donar diez de los grandes a una institución u otra garantiza tu buen nombre?

—Tengo una carrera —dijo con los ojos brillantes de furia—, y no permitiré que la eches a perder.

—De modo que prefieres echar a perder la mía. No puedes hacerlo, John. Vivimos en un mundo libre. La constitución protege la libertad de expresión y mi libro es un ejercicio de ese derecho.

—Bien dicho —se burló él—, pero ese argumento no te servirá de nada conmigo. Me importa un pimiento lo que diga la constitución. Si tengo que escoger entre tu libertad de expresión y mi derecho a protegerme, naturalmente optaré por mí.

—La ley no te dará la razón y te aseguro que si no haces que me restituyan el contrato, tal como se firmó hace dos meses, te llevaré a juicio. Demandaré a la editorial y te demandaré a ti.

—No tienes ninguna posibilidad de ganar. Te desacreditaré y te arruinaré.

—¿Cómo? ¿En qué te basarás para desacreditarme? ¿Alguna vez he hecho algo ilegal? ¿Alguna vez he falsificado un testamento? No tienes nada contra mí.

—Lo encontraré.

Hillary sacudió la cabeza.

—La única estupidez que he cometido en toda mi vida es ir a tu encuentro cuando me llamabas. Pero eso se ha acabado, John. Se ha acabado.

—¿De veras? —dijo él con una media sonrisa.

—Definitivamente.

—Eso sí que sería una estupidez. —Se aproximó a Hillary con ese andar lento que ella encontraba tan atractivo—. Nos llevamos bien, Hillary. Tenemos unas pocas diferencias...

—¿Unas pocas? Tenemos tantas diferencias que es un milagro que alguna vez hayamos podido estar juntos en la misma habitación. En todas las cuestiones importantes, estamos a kilómetros de distancia.

—En una no. —Extendió la mano para tocarla, pero Hillary se la apartó.

—No, John. No he venido para eso.

—¿No?

—No.

—Pues es una pena. Lo haces mejor que nadie. Me vendría bien un poco de pasión.

Hillary le dedicó una mirada fulminante, inmune a sus intentos de seducción.

—Por mucho que insistas no conseguirás nada. Esta vez has llegado demasiado lejos.

—Todavía no he llegado a ningún sitio, pero si me das la oportunidad, lo haré. —Esta vez la cogió por la cintura y la atrajo hacia él sin darle tiempo a esquivarlo.

—Suéltame, John —dijo Hillary empujándolo.

—Me gusta sentir tu cuerpo junto al mío.

Ella empujó con más fuerza.

—Déjame... suéltame o...

—¿O qué?

—Te acusaré de violación.

—Nunca podrás probarlo.

—Pero armaré suficiente alboroto para fastidiarte.

—Eres una zorra —dijo con una sonrisa y sacudió la cabeza—. Violación. —Rió—. Bésame, Hillary. Te he echado de menos.

Cuando le buscó la boca, Hillary giró la cabeza, pero John volvió a girársela cogiéndole la barbilla con firmeza y le cubrió los labios sin darle tiempo a protestar. Hillary intentó gritar y luchó para liberarse. Finalmente, le dio una patada en la espinilla. John la soltó con brusquedad y se agachó para masajearse la pierna.

—¿Qué demonios te pasa?

Hillary retrocedió con un brazo sobre la boca.

—¿Qué me pasa? —No podía creer que lo preguntara—. ¿Qué crees que me pasa? Que no quiero que me beses. ¿Acaso no me has oído? ¿Estás sordo?

—Aunque lo hayas dicho, no es verdad. Me deseas.

—En este momento lo único que deseo es verte abierto en canal. No tienes salvación.

—Nunca he buscado la salvación.

Hillary afirmó lentamente con la cabeza. Lo admitía y al mismo tiempo reconocía su error.

—Tienes razón. Nunca la has buscado. Pero yo supuse que quizá en algún momento pudiera cambiar algo en tu vida. Me equivoqué.

Dio media vuelta y comenzó a andar hacia la puerta, pero John la cogió de un brazo y la obligó a girarse.

—¿Adonde vas?

—Fuera. Vuelvo a Nueva York. Estar contigo es una pérdida de tiempo.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Entro aquí furiosa porque has saboteado mi carrera —dijo Hillary con una mirada fulminante— y lo único que se te ocurre decirme es que te deseo. ¿Crees que el sexo es la respuesta a todos los problemas?

—Entre nosotros, sí.

—¡Pues ya no! —exclamó alzando los brazos—. Ya he tenido suficiente.

—Antes siempre funcionaba —añadió él con descaro.

—Tienes razón —respondió Hillary con otro exagerado gesto de asentimiento—. Antes funcionaba y fue culpa mía, de mi debilidad. Me bastaba con mirarte para empezar a temblar. Te acercabas a mí y me derretía. No me importaban las cosas horribles que hacías a los que te rodeaban. Me gustaba hacer el amor contigo y lo hacía siempre que tenía ocasión. Como una chica fácil. —Sacudió la cabeza—. Pero se ha acabado. Ya no me derrito y si tiemblo es sólo por la furia; furia hacia ti porque te has comportado como un cabrón y hacia mí por haberlo tolerado durante tantos años". Siempre te he defendido, ¿sabes? Cuando alguien hacía la menor insinuación sobre ti, yo salía en tu defensa. ¿Y cómo me pagas? Yendo a ver al presidente del consejo de la editorial y obligándolo a rescindir su contrato conmigo.

—Deberías darme las gracias. Ese libro habría sido una mierda.

—Ese libro es obra mía —respondió Hillary golpeándose el pecho con un puño—. Tenía derecho a publicarlo tanto si era una mierda como si no. Pero olvídalo. Siempre puedo buscarme otro editor; siempre hay alguien dispuesto a publicar mierda. Y no podrás detenerme, a menos que decidas matarme. Supongo que podrías hacerlo. Ya eres un criminal, teniendo en cuenta que obligaste a Pam a abortar y estuviste a punto de matar a Cutter. Pero te advierto que he dejado una copia de mi libro en un sitio seguro. Si me pasara algo, todos los indicios te señalarían a ti y eso no ayudaría a reforzar la imagen respetable que tanto te interesa, ¿verdad?

—No soy ningún criminal, maldita sea —dijo John disgustado—. Estás diciendo tonterías.

—Estoy diciendo verdades, y la mayor verdad es que eres un hombre perverso. —John alzó la vista al techo—. Eres aterrador. Tienes tu propia idea del bien y del mal: todo aquello que sirve a tus propósitos está bien y cualquier cosa que se interponga en tu camino está mal. Arremetes contra todo y contra todos sin el menor escrúpulo.

—Cualquier hombre de negocios eficaz hace lo mismo.

—No sé nada sobre los demás hombres de negocios. Sólo hablo de ti.

—Soy un ejecutivo eficaz.

—Eres un hombre patético, triste y solitario. Has llegado a la madurez con dinero y una fortuna, pero no tienes nada más en la vida. Ni familia ni amigos.

—Tengo amigos...

—Ninguno íntimo. No permites que nadie se te acerque y dudo mucho que alguien quiera hacerlo. Tienes una faceta oscura capaz de ahuyentar a cualquiera; de modo que estás solo.

—He elegido mi soledad.

—Porque todavía te sientes inseguro. A pesar de todo lo que has hecho, de todo lo que has conseguido, en el fondo te sientes inseguro.

—Tonterías.

—Apuesto a que todavía tienes pesadillas sobre tu infancia, cuando vivías en Timiny Cove e intentabas complacer a tu padre sin conseguirlo. Nunca pudiste superarlo, ¿verdad? Nunca aceptaste el hecho de que no podías alcanzar las metas que él había fijado para ti. —Hillary soltó una risa amarga que le ayudó a aliviar el nudo que sentía en la garganta—. Vaya ironía. Si viviera, si pudiera ver la mitad de lo que has hecho, se maravillaría.

—Si viviera —dijo John con voz inflexible—, no me habría dejado hacer nada de lo que he hecho. Le hablaba de mis ideas y él siempre me decía que estaba equivocado.

—Era un hombre conservador y le asustaba correr riesgos tan grandes como los que proponías. No era tan astuto como tú. No tenía visión de futuro, y cuando tú querías compartir la tuya con él, se negaba a aceptarlo. Ésa era su limitación, John, no la tuya. En tantos sentidos has conseguido llegar más lejos que Eugene... —Se interrumpió y sacudió la cabeza—. ¿Me oyes? Sigo justificándote. —El nudo que sentía en la garganta creció—. Supongo que siempre lo haré. Igual que siempre he aceptado la peor parte en esta historia. Has vivido tanto tiempo lleno de odio y envidia, que sin esos sentimientos te encontrarías vacío. —Sintió que sus ojos —se llenaban de lágrimas. Intentó contenerlas, pero no pudo—. Lo malo son el odio y la envidia, John, no tú. Tú no eres intrínsecamente malo, pero te has dejado llevar por ellos. Has permitido que esos sentimientos te impidieran crecer emocionalmente y has perdido muchas cosas.

—No he perdido nada —dijo John con las piernas abiertas y las facciones tensas—. Tengo todo lo que quiero en la vida.

—No; y es muy triste.

—No hay nada triste en mí —dijo con los ojos brillantes de furia—. Tengo más de lo que la mayoría de la gente se atreve a desear.

—¡No tienes nada! Te vas a trabajar, vuelves a cambiarte de ropa, sales y regresas otra vez a casa... siempre solo.

—Mira quién habla. ¿Acaso tu vida es mejor? No tienes una relación estable con nadie; nunca lo has hecho. Trabajas, sales, vuelves a casa y estás sola. ¿Por qué te crees con derecho a criticarme?

—¡Porque yo no quiero estar sola! Nunca lo he deseado y lo admito.

—Entonces ¿por qué lo has hecho?

—Porque durante todos estos años te he querido y esperaba que algún día me correspondieras. Pero no puedes. Eres incapaz de amar a otra persona. Estás demasiado ocupado queriéndote a ti mismo, porque temes que si no lo haces tú, no lo hará nadie. Eso es lo más triste. —Sus ojos se llenaron de lágrimas y su voz se quebró—. No puedo seguir así, John. Espero algo más de la vida. Quiero que alguien me ame. Ya no puedo tener hijos; también perdí esa oportunidad por tu culpa, aunque supongo que jamás habrías querido hijos, porque habrías temido que compitieran por el amor de tu mujer. Tal vez sea demasiado mayor para encontrar a alguien que me ame como yo quiero, pero no puedo seguir esperándote, preguntándome si vas a volver a mí o no, conteniendo el aliento y rezando. Es demasiado doloroso —añadió con un hilo de voz—. Amarte es demasiado doloroso. —Las lágrimas le nublaron la cara de John. Hizo un ademán de impotencia y susurró—: Ya no puedo más. —Se volvió, sintiéndose agotada, vencida, y se marchó de la casa de John.

Él no la siguió. Hillary deambuló por las calles de Boston durante un rato y por fin cogió un taxi a la estación. Una vez en Nueva York, en lugar de volver directamente a su apartamento, caminó un rato más y se detuvo a comer. Pero no tenía hambre y no pudo resistir la soledad. Ni siquiera tenía alguien con quien compartir la mesa. De modo que se marchó del restaurante prácticamente sin haber tocado la comida.

Cuando volvió a casa, encontró cuatro mensajes en el contestador automático, ninguno de ellos de John.

Durante los días siguientes no hizo más que darle vueltas y más vueltas a sus problemas. No atendió el teléfono. Si Arlan la llamaba para decirle que John había cambiado de idea y que Templar iba a publicar el libro, o bien que se marchaba a otra editorial y se llevaba el libro consigo, dejaría el recado en el contestador. Pero no llamó y John tampoco.

En el pasado se había sentido sola muchas veces, pero ahora era peor. Había roto con John para siempre. Esta vez era verdad. El vacío que sentía era igual al que creía que sentiría John si alguna vez se libraba de la envidia y del odio que llevaba dentro. Hillary se habría sentido dichosa de llenar ese vacío. Pero él no la necesitaba y era ella quien se sentía vacía.

Para combatir esa sensación, volvió a concentrarse en su libro. Invirtió la poca energía que le quedaba en seguir escribiendo, y aunque no tenía contrato ni editor, se sentía incapaz de detenerse. Tenía que terminar el libro. Era la única forma de librarse de John para siempre.

Escribió sin descanso durante semanas. Era verano; la mayoría de sus amigos estaban fuera y el calor era lo bastante sofocante para mantenerla encerrada en casa. Cambió algunas cosas, corrigió otras e hizo algunas llamadas para confirmar datos. Si quería ofrecer el libro a otra editorial, tendría que estar perfecto. Debía ser capaz de probar todo lo que escribiera para que John no pudiera amenazarla.

Entonces ocurrió algo inesperado: consiguió localizar al abogado que había redactado el testamento de Eugene. Hillary lo había dado por muerto, pero en sus esfuerzos por no dejar cabos sueltos, descubrió que estaba retirado y que vivía en el norte de Arizona. Lo llamó por teléfono y el abogado la atendió con cordialidad. Parecía perfectamente lúcido y recordaba muy bien a Eugene.

A la mañana siguiente, Hillary cogió un avión a Arizona. Grogan no había participado en la sucesión de Eugene y por lo tanto ignoraba que Cutter jamás había recibido su legado. Sin embargo, recordaba el contenido del testamento y se prestó a firmar una declaración jurada, con el capataz del rancho y un funcionario local como testigos.

Hillary regresó a Nueva York radiante y aterrorizada al mismo tiempo. Añadió la declaración de Grogan al libro, pero se sentía inquieta con ella. Era una prueba irrefutable y auténtica de un delito; una bomba en potencia.

En realidad, casi todo lo que había escrito era explosivo, por eso John quería detenerla. No se limitaba a contar secretos; aportaba toda clase de pruebas para refrendar lo que decía. Gracias a su relación con Timiny Cove, encontró a algunas personas deseosas de hablar, y gracias a su relación con John, pudo escuchar las confidencias de algunas personas de su círculo. Comenzó a verlo con más claridad que nunca y su nueva imagen de él se reflejó fielmente en el libro.

Poco a poco comprendió lo que tenía entre manos: Poder. Por primera vez en su vida contaba con los medios para influir de alguna manera en la vida de John. Fue un descubrimiento aterrador.

Durante las semanas siguientes, ese descubrimiento cobró mayor importancia. El verano llegó a su fin, pasó el día del Trabajo, y la ciudad volvió a sus actividades habituales. Una noche salió a cenar con Cutter y una semana después comió con Pam. Ambos parecían impacientes, y ante su insistencia, confesaron que su inquietud tenía que ver con la compañía St. George.

Una parte de Hillary —la que siempre había amado a John— quería ponerlo sobre aviso. En su imaginación, John estaba solo con su arrogancia y, en consecuencia, indefenso. Había cometido muchos errores —la falsificación del testamento, la agresión a Cutter, el aborto— y tenía en su haber infinidad de ofensas; pero estaba a punto de caer y una parte de Hillary aún deseaba ayudarlo.

No sabía cómo prevenirlo. No podía traicionar la confianza de Cutter y Pam. Además, no sabía nada de John desde la noche en que había roto con él. Pensó en llamarlo, aunque sólo fuera para charlar, pero temía que se negara a hablar con ella. No habría podido soportar el dolor.

En el fondo todavía lo quería. Lo odiaba por no correspondería, pero lo amaba. Era un amor enfermo. Se lo habían dicho Cutter, Pam y Arlan y sabía que tenían razón, pero no tenía poder sobre sus sentimientos. Era algo visceral, irracional. No podía chascar los dedos y hacer desaparecer su amor. Habían pasado veintisiete años y aquel sentimiento estaba arraigado en lo más profundo de su ser.

John era parte de ella; había influido en su vida más que cualquier otra persona. Lo había descubierto en los últimos meses. Aunque su libro se hubiera inspirado en sus ansias de venganza, sabía que había algo más. Su larga dedicación a la literatura obedecía tanto a su necesidad de obtener la aprobación de John como al deseo de distinguirse del resto de su familia. Quizá escribiera para superar sus frustraciones, pero John era la raíz de esas frustraciones.

Habría preferido que las cosas fueran diferentes, que no le importara nada de él. Habría deseado odiarlo más de lo que lo amaba. Pero no era así. Cualquiera que fuera su destino, no la dejaría indiferente.

Por eso, cuando Pam la llamó un domingo gris de finales de septiembre para contarle que ella y Cutter se encontrarían con John en la biblioteca de Beacon Hill al día siguiente, Hillary preguntó si también podía ir.