Capítulo 3

TIMINY Cove, 1964

Pam aprendió a mentir a los ocho años, jugando a póquer en la trastienda del almacén de Leroy Robichaud. Al principio no lo hacía adrede. Era inocente y entusiasta y arriesgaba sus magros ahorros cuando ningún otro estaba dispuesto a hacerlo, porque no sabía lo que significaba contar los céntimos para sobrevivir.

Los demás habían tenido que hacerlo. Rufus y Dwayne Wardwell seguían haciéndolo, aunque no tanto como en otras épocas, antes del descubrimiento de las piedras preciosas; y en cuanto a Eugene, bueno, aún recordaba otros tiempos. Le contaba a Pam anécdotas de la época en que vivía al día. Ella escuchaba esas historias con la incredulidad de una niña, pero no le parecían verosímiles. En su vida no quedaba el menor vestigio de los tiempos difíciles de los veinte o los treinta. En la década de los cuarenta, Eugene había convertido las minas de turmalina en un negocio lucrativo, y en los cincuenta, cuando ella había nacido, ya era propietario de Beacon Hill en Boston, la imponente casa de ladrillos de Timiny Cove, y un Cadillac. Sin embargo, Pam escuchaba sus historias durante horas, porque adoraba a su padre.

—Haz tu apuesta, pequeña —dijo Dwayne arrojando dos peniques en el pote después de estudiar con expresión sombría las cartas que tenía en la mano.

Pam estudió las suyas. No era una mano especialmente buena, no había ninguna de sus figuras preferidas, pero tenía un par de cuatros y algo era algo.

—Voy —decidió.

Puso otro penique en el centro de la mesa y sonrió a Dwayne.

—Se supone que tienes que doblar como tu padre y Rufus —le explicó.

Cuando Eugene se inclinó a espiar las cartas de Pam, ella las apoyó sobre el hombro.

—Puedo hacerlo sola, papá —susurró.

—¿Sabes cómo? —respondió él con otro susurro.

—Sí.

Separó un dos de trébol y un tres de diamantes, los dejó con suavidad sobre la mesa y cogió las dos cartas que le pasaba Eugene: un nueve de corazones y un tres de picas. No le sirvieron de nada. Sin embargo, abrió un poco los ojos simulando entusiasmo, se compuso y miró a Dwayne con serenidad.

Dwayne la miraba con atención, que era exactamente lo que Pam pretendía. Lo conocía bien. Era el más fácil de engañar de los tres, sencillamente porque no tenía hijos que lo embaucaran. Sabía que a los niños les gustaban los dulces y siempre llevaba una piruleta en el bolsillo de su camisa de franela descolorida para dársela a Pam antes dé que se marchara.

Rufus se aproximó estudiando con seriedad las cartas que tenía en la mano.

—Tengo que contarte un chiste muy bueno, Pammy. Es sobre un viajante de comercio.

—De acuerdo —respondió ella. Rufus a veces intentaba distraerla con sus chistes, pero puesto que en aquel momento el que se esforzaba por concentrarse era él, no le importó oírlo—. Cuéntamelo.

—Verás, había un viajante de comercio que tenía un caballo. Estaban en Rumford cuando el caballo enfermó y murió.

—Chist —protestó Dwayne—. No puedo concentrarme.

Rufus bajó la voz:

—El caballo murió en la calle Picatawogue, y se reunió una multitud alrededor. Entonces apareció un policía para hacer su informe. Preguntó cómo se escribía Picatawogue y todo el mundo se miró. Nadie lo sabía, ¿entiendes?

—Rufus —se quejó Dwayne.

—Así que como nadie sabía escribir Picatawogue, el policía cerró su libreta y le dijo al público: «De acuerdo, amigos, echadme una mano y llevaremos el caballo a la calle siguiente.»

Pam permaneció en silencio. Miró primero a su padre y luego a Dwayne, pidiendo ayuda. Ocultando las cartas contra el pecho, Dwayne murmuró:

—No, no, no. Lo has contado mal. No es así. Tenías que decir: «De acuerdo, amigos, echadme una mano y llevemos el caballo a la avenida.»

Entonces Pam rió, porque incluso ella sabía escribir «avenida» y porque Eugene también rió, cosa que le encantaba. En Boston no solía hacerlo con frecuencia.

Entonces Dwayne jugó, colocando tres cartas boca abajo sobre la mesa. Cogió otras tres de Eugene y las mezcló con las que tenía en la mano. De inmediato, su expresión se volvió sombría. Dirigió una mirada de disgusto a Rufus y dejó con brusquedad sobre la mesa un par de sietes, una reina de corazones, un rey de trébol y un dos de diamantes.

Abriendo las cartas en abanico junto a las de Dwayne dejó que los demás vieran su par de cuatros, mientras recogía los peniques con sus manos pequeñas.

Esta vez Eugene rió con más fuerza.

—¡Eres estupenda, Pammy! —dijo mientras recogía las cartas y las barajaba para la siguiente mano.

Pam estaba radiante. Adoraba a su padre. Era un hombre exigente, y su voz resonaba como un trueno cuando algo iba mal en casa, pero nunca la tomaba con ella. A veces le gritaba a su madre y a menudo a John, pero nunca a ella. Le decía que ella era su pequeña piedra preciosa, y aunque ya era demasiado mayor para subirse sobre sus hombros cuando la llevaba a la mina, seguía llamándola así. Mientras admiraba una turmalina en bruto en sus manos, se apresuraba a decir: «Pero tú eres mi piedra preciosa especial, Pammy.»

Había aprendido a verlo como hombre a través de la mirada de su madre.

—Tu padre es el hombre más apuesto del mundo —decía Patricia cuando Pam tenía sólo tres o cuatro años—. Nunca olvidaré el día en que lo vi entrar en el banco. Tan corpulento y seguro de sí mismo. Me cautivó de inmediato.

—Tu madre sólo tenía dieciocho años —bromeaba Eugene—. Se dejaba cautivar por cualquier cosa. Entonces era tan hermosa como ahora, pero aquel día estaba maravillosa con las mejillas sonrosadas.

—¿Cuántos años tenías tú, papá?

—Ya era un viejo.

—Mentira —decía Patricia, tomándolo como algo personal—. Tenía cuarenta y siete años, pero era más joven de cuerpo y corazón que muchos muchachos de veinticinco. En cuanto entró en el banco, supe que era el hombre de mi vida, aunque no creía que tuviera ninguna posibilidad de conquistarlo.

—Le encantó mi casa —dijo Eugene con un brillo pícaro en los ojos y Patricia se apresuró a decir que eso no había tenido nada que ver, aunque Pam sabía cuánto le gustaba Beacon Hill.

Patricia disfrutaba con las miradas envidiosas de los transeúntes cuando regresaba a casa y subía por la escalinata de piedra.

Pam pensaba que la suya era una vida de cuento de hadas, sobre todo cuando veía a sus padres prepararse para una fiesta. Su madre era tan hermosa como decía su padre, menuda y esbelta, con rasgos delicados, cabello rubio, largo y lacio como el de Pam, aunque la niña era morena. Quizá a causa de aquella diferencia de color, Pam no hacía las típicas comparaciones entre su aspecto y el de su madre. Sabía que era diferente, pero igualmente hermosa. Su padre no dejaba de repetírselo y ella confiaba en sus palabras.

Su padre era su héroe. Era más alto que la mayoría de los hombres, tenía más pelo que los demás, un cabello grueso, plateado y las mejillas más rojas. Mientras se echaba un vistazo en el espejo del armario, Patricia le decía que era fuerte y rubicundo. Y cuando llevaba la corbata bien anudada al cuello y la chaqueta del esmoquin le caía perfectamente sobre los hombros, Pam coincidía con ella. Tenía un aspecto grandioso, como el padre de Wendy Darling en Peter Pan.

Pam sabía que a su madre le gustaba más cuando estaba vestido para salir.

—Hacerse ver es muy importante —solía decir Patricia a Pam—. El nombre de tu padre comienza a ser popular. Algún día será un hombre muy importante en esta ciudad.

—¿Qué quieres decir? —preguntaba Pam algo insegura, pues la expresión de su madre sugería que las cosas podían cambiar y ella no quería que nada cambiara. Le gustaba su vida tal como era. No podía imaginar que las cosas fueran mejor.

—Para empezar, será muy rico.

—¿No lo es ya?

—Ahora tenemos una buena posición.

—Tenemos dos casas. Melissa Gentile dice que somos ricos porque ella no tiene dos casas.

—Pero la que tiene es mucho mejor que la nuestra.

—A mí me gusta la nuestra.

—La de Melissa es más grande. Es una mansión con amplios jardines.

—En Timiny Cove tenemos un jardín muy grande. Y nuestra casa es la más bonita del pueblo.

—Timiny Cove es un pueblo sucio, miserable y pobre —gruñó Patricia.

—A mí me gusta —objetó Pam, aunque sabía que no conseguiría cambiar la opinión de su madre sobre Timiny Cove—. ¿Qué otra cosa hará papá?

—¿Además de ganar mucho dinero? Tendrá una oficina todavía más lujosa que la de ahora. Es probable que incluso sea el dueño del edificio, y si no de ése, lo será de otros. El negocio inmobiliario es una buena inversión, una buena forma de ganar dinero.

—Pero si ya tiene mucho dinero, ¿para qué quiere más?

—Por seguridad —dijo Patricia con un tono que no dejaba dudas sobre la importancia del asunto—. Eres una niña muy afortunada, Pamela. No sabes lo que es ser pobre. Todavía recuerdo cuando tenía que usar los mismos zapatos durante tres años, aunque mis pies ya hubieran crecido. Recuerdo cuando mi madre me enviaba a la carnicería a comprar un trozo de carne para el guiso, sabiendo que el dinero no alcanzaría, pero con la esperanza de que el carnicero se compadeciera de nosotros y nos diera un trozo más. Recuerdo...

Cuando era su padre quien relataba esa clase de recuerdos, Pam los encontraba agradables y divertidos. A pesar de las penalidades que describía, su voz reflejaba cierto afecto por la época en que había sacado el máximo provecho de las malas cartas que le habían tocado. En cambio, cuando Patricia hablaba de los viejos tiempos, no había nada agradable o divertido en su voz. Su tono era frío. Toda ella se volvía fría cuando mencionaba aquella época y si Pam estaba sentada en su regazo, se levantaba para sentarse en el suelo o pasearse por la habitación. Su madre no era feliz al hablar del pasado, y a veces no parecía mucho más contenta al hablar del presente.

—Hasta que conocí a tu padre no tuve ninguna seguridad en la vida. Ahora tenemos algo, pero no suficiente. El futuro está en los negocios inmobiliarios. Voy a convencer a tu padre para que hable con Franklin Dowd en la fiesta del sábado, después del concierto. Franklin ha ganado mucho dinero en los últimos años.

Pam era demasiado pequeña para conocer a Franklin Dowd, para comprender por qué el futuro estaba en los negocios inmobiliarios o qué necesidad había de acumular inversiones. Sin embargo, era sensible a las emociones simples y las expresiones faciales o el tono de voz influían en su humor. Así como sabía que su madre se ponía nerviosa cuando hablaba de negocios con su padre, también notaba que su padre estaba satisfecho. Parecía coincidir con Pam; su vida estaba bien. Amaba las cosas que podía comprar con dinero y adquiría tantas como deseaba, pero nunca se lo veía tan feliz como en Maine, vestido con un mono de trabajo, controlando el trabajo en las minas o visitándolas con sus amigos, los hombres que conocía de toda la vida.

Pam los conocía a todos. Cada vez que iba a Maine, Eugene la llevaba a todas partes y se lo enseñaba todo. Le enseñaba a apreciar los trabajadores, las minas y el aire fresco y límpido de las noches de Maine. Algunas de las cosas que hacían, como escaparse a nadar al arroyo a medianoche, eran secretos entre los dos, pues Patricia no las habría entendido. Otras, como compartir una merienda en el campo con el alcalde, también eran secretas porque John no las comprendería.

John no entendía muchas cosas. Era dieciséis años mayor que Pam, fruto del primer matrimonio de Eugene, y procedía de un mundo diferente. Pam no podía creer que alguna vez hubiera sido niño. No jugaba, no contaba chistes ni veía la tele. Además, no le gustaban ni las turmalinas ni Timiny Cove. Tampoco le gustaban Eugene, Patricia o Pam.

—Está celoso —decía a veces Eugene, cuando John se comportaba peor que nunca con Pam y, a pesar de su inocencia, ella lo entendía.

No había cabida para John en el mundo que ella compartía con su padre. Cuando Eugene y John estaban juntos, rara vez se tocaban. Si se hablaban, rara vez sonreían. Ambos tenían mal carácter. Pam también tenía ese defecto, y aunque con el tiempo aprendió a controlarlo, a los ocho años, en la época de las partidas de póquer, todavía no lo había conseguido.

Llevaban poco más de una hora jugando cuando John irrumpió en la trastienda.

—Tenemos un problema —anunció a Eugene sin preámbulos—. Tu capataz está robando piedras.

Eugene le lanzó una mirada fulminante. Luego se volvió hacia Rufus y seguidamente hacia Dwayne.

—Ésa es una acusación grave —dijo y volvió a mirar las cartas con los labios apretados.

—He estado revisando los libros —continuó John. No se molestó en mirar a Rufus o a Dwayne, y Pam se alegró de ello. Las miradas que solía dedicarles no eran agradables—. Están hechos un lío. ¿Cuándo los revisaste por última vez?

Eugene arrojó una moneda al pote para igualar la apuesta de Dwayne.

—No tengo por qué controlar los libros. Para eso le pago a un contable.

—Entonces tu contable es tan ladrón como Blaise —respondió John con brusquedad—. Sacamos más piedras de las que están registradas.

—Hablaremos de esto en otro momento, John.

—Simón sabe que lo hemos descubierto.

—¿Se lo has dicho? —preguntó Eugene alzando la vista.

—Estaba allí. No vi por qué tenía que esperar.

—¿Lo has despedido?

—No. Pensé que te correspondía hacerlo a ti.

—Bien, pues no lo haré. Simón Blaise ha trabajado para mí durante veinte años, mucho más de lo que llevas tú aquí. ¿Qué derecho tienes a interferir y molestar a mis empleados?

John miró a los demás hombres, obviamente resentido por la forma en que su padre lo desautorizaba en su presencia. Pam no le dio importancia. Todo era culpa de John. Él había empezado.

Consciente de que no tenía escapatoria, se volvió hacia su padre.

—Fuiste tú quien quiso que viniera. Yo habría preferido quedarme en Boston. Allí tengo suficientes ocupaciones, pero me obligaste a venir para poder corretear por ahí con ella —añadió mirando a Pam con furia—. No dejas de repetirme que debo interesarme por la compañía. Pues bien, no he hecho más que poner al descubierto a un empleado deshonesto. Blaise está robando.

—Eso dices tú. Estamos ganando muchísimo dinero, pero tú afirmas que nos están robando. El estado nos concede un premio por nuestros servicios, pero tú dices que los libros son un desastre. Pues yo afirmo que Simón Blaise es un hombre honrado.

Aunque Pam hubiera estado sorda, habría notado la furia de Eugene en la expresión de su mandíbula. Finalmente, ella también se enfadó. Disfrutaba del tiempo que su padre le dedicaba y no quería que John lo estropeara todo.

Pero John parecía resuelto a hacerlo.

—Nos está esperando. Le dije que iríamos. Si tardamos demasiado, es posible que se largue del pueblo.

Las cuatro personas sentadas a la mesa mantenían las cartas en la mano, pero no prestaban atención al juego. Cuando Eugene dejó las cartas sobre la mesa y se incorporó, Pam se arrodilló en la silla y protestó:

—Estamos jugando, papá.

—Esto es más importante que el póquer —dijo John.

—Sólo porque tú has conseguido que lo sea —dijo Eugene.

De pie, Eugene era cuatro o cinco centímetros más alto que John. Sin embargo, el parecido entre ambos resultaba asombroso. Los ojos brillantes, la mandíbula cuadrada y tensa, la postura beligerante. No cabía duda de que eran padre e hijo.

—No deberías haberle dicho nada a Simón, John. No acostumbro a hacer acusaciones gratuitas, sobre todo cuando se trata de mis empleados. Si sucede algo raro, habrá alguna razón.

—Sí. Codicia. ¿Te parece una buena razón?

—No. Simón no es así. Deberías saberlo. Has estado trabajando para esta compañía durante dos años, sobre todo en el verano. Ya deberías saber en quién puedes confiar y en quién no. —Se volvió hacia los demás y dijo—: Tengo que hablar con Simón. Debo asegurarme de que no se marche. Rufus te acompañará a casa, Pammy.

—Pero acabamos de empezar. Quiero seguir jugando.

—Ya es hora de que te vayas a la cama —dijo John.

Pam no le hizo caso.

—¿Puedo esperarte aquí, papá? Cuando acabes podrás volver.

—El problema es que gracias a tu hermano no sé cuándo acabaré. Ya que nos ha estropeado la noche, echaré un vistazo a los libros. —Se inclinó y abrazó a la niña—. Mañana jugaremos otra vez. ¿De acuerdo, Rufus?

—Sí.

Dwayne también asintió y sacó la piruleta del bolsillo, pero Pam ya no quería el dulce. Lo cogió para no herir los sentimientos del pobre hombre, pero no lo desenvolvió y lo llevó apretado en la mano durante todo el camino a casa.

Una vez allí, corrió al interior. Buscaba a Marcy, que seguramente se aliaría a su causa, pero en su lugar se encontró con Hillary Cox.

—¡John no está! —gritó mientras daba una patada en un peldaño de la escalera—. Está enredando a mi padre.

—¿Dónde está Marcy? —preguntó Rufus a Hillary.

—Ha ido a ver a su madre. No tardará. Le prometí que me quedaría aquí mientras estaba fuera.

Pam se acurrucó en un rincón, al pie de la escalera, y se negó a despedirse de Rufus. En cuanto éste se marchó, cansada de esforzarse en contener su furia, gritó:

—¡Lo odio! ¡Lo odio!

—¿A Rufus? —preguntó Hillary.

—A John. Es un cerdo. Siempre lo echa todo a perder. Lo odio. —Acompañó los insultos con varios puntapiés a la barandilla de la escalera—. Debería haberse quedado en Boston. Detesto que venga aquí. Cuando él está, es imposible divertirse.

Hillary abandonó su puesto en el arco del vestíbulo y se sentó en el peldaño superior al de Pam.

—¿Qué ha hecho?

—Ha hecho enfadar a papá. Siempre hace lo mismo. —Miró a Hillary con ojos brillantes de furia—. Sabes, creo que John fue un error.

—¿Qué quieres decir?

—Que se equivocaron de bebé. No es hijo de mi padre.

—Esas cosas no pasan.

—Claro que sí. Mi amiga Sharon me contó un caso similar. Y todo encaja: papá y John no se llevan bien; no hacen más que discutir.

—Pero son idénticos.

—No. Papá siempre sonríe.

—Eso es algo externo, como la ropa que usan aquí. La de tu padre es más vieja y gastada, porque la ha llevado más tiempo. John no pasa mucho en Timiny Cove, así que su ropa es más nueva. En la ciudad siempre lleva traje. Sin embargo, basta con mirarles el cuerpo y las facciones para saber que son padre e hijo.

—Pobre papá —se apresuró a decir Pam al ver que Hillary salía en defensa de John—. A ti te cae bien John sólo porque te parece guapo. Has venido a verlo, ¿verdad?

—¿Sabes cuándo volverá?

—No. Y no me importa. ¡Es un cerdo!

—No sé...

—¿Eres su novia?

—No lo sé.

—Pues yo sí —gritó Pam—. John odia este sitio. Si eres su novia no lo serás por mucho tiempo, porque se marchará.

—Yo también —contratacó Hillary.

Esa afirmación consiguió distraer la atención de Pam por un instante, aunque no pareció sorprenderla. Todo el mundo sabía que Hillary Cox era distinta de los demás habitantes de Timiny Cove. Para empezar, tenía un aspecto diferente, algo sofisticado, con su cabello moreno y rizado y su piel pálida. Por otra parte, no se relacionaba con nadie, igual que el resto de su familia. Pam había llegado a la conclusión de que eran gente extraña porque no podía entender que hubiera una sola familia en Timiny Cove que se negara a asistir a la fiesta anual de primavera. Su padre decía que los Cox eran unos genios, pero eso no explicaba que fueran tan reservados.

—¿Adonde te marchas? —preguntó.

—A la Universidad de Boston. Quizá allí nos veamos más a menudo.

—Te vas para estar más cerca de John —dijo Pam. Ella no sería un genio, pero no tenía un pelo de tonta.

—Me voy para completar mi educación.

—Cometes un gran error. John es un cerdo; echa a perder todo lo que tiene a su lado. Si tú estás con él, te echará a perder también a ti.

—Eso espero —dijo Hillary con una sonrisa.

Pam no tenía edad para comprender la sonrisa de Hillary. Además, al mencionar a John recordó que le habría gustado seguir jugando al póquer con su padre y las razones por las que habían tenido que abandonar la partida.

—Bueno, si eres tan estúpida para buscarte problemas, puedes quedártelo. Porque John sólo sirve para crear problemas. Es un cerdo y un aguafiestas. ¡Lo odio!

Pam arrojó contra la pared la piruleta que le había dado Dwayne, se incorporó y corrió escaleras arriba para ir a llorar a solas.

A la mañana siguiente, las lágrimas de Pam se habían secado. Se había desahogado pataleando en la cama. John había regresado a Boston, y aunque eso dejaba menos tiempo libre a Eugene, la paz volvía a reinar en la vida de Pam. Cuando las vacaciones terminaron y la niña regresó a Boston, seguía tranquila. Se alegró de ver a su madre y se adaptó a las reglas más rígidas de ésta con una facilidad que era fruto de la costumbre.

A Pam también le gustaba aquella vida: el colegio, los amigos, las compras con su madre, las comidas en restaurantes, las fiestas. La vida en Boston era entretenida y variada, un agradable contraste con la informal espontaneidad de Timiny Cove.

Todas las noches formulaba el mismo deseo a la primera estrella que aparecía en el cielo: que Eugene regresara pronto. Cuando su padre viajaba a Maine, cosa que hacía con una frecuencia cada vez mayor, lo echaba mucho de menos. Sólo regresaba a casa para las fechas importantes, el día de Acción de Gracias, Navidades y Pascua y Pam iba a verlo al norte todas las vacaciones, pero él, Patricia y Pam rara vez hacían cosas en familia. Las pocas actividades de ese tipo eran las favoritas de Pam, las que la hacían más feliz. Por ese mismo motivo adoraba sus cumpleaños. Cuando cumplió nueve años, Eugene volvió a casa y las llevó a Patricia y a ella a cenar al Ritz. Para su décimo cumpleaños, las invitó a Nueva York. John se las ingeniaba para desaparecer cada vez que su padre estaba en casa, y Pam se alegraba de ello. Había decidido que si alguna vez le echaba a perder una fiesta de cumpleaños, lo golpearía con el atizador de la chimenea.

Afortunadamente nunca lo hizo, y la mayor parte del tiempo se limitaba a evitarla. Tenía sus propios amigos. Trabajaba en las oficinas de las minas St. George en Boston, pero los fines de semana se iba a Long Island, Newport o Bar Harbour con los hijos de los jueces, abogados y banqueros de la ciudad. Patricia lo alentaba a hacerlo y a Pam no le importaba, pues en las pocas ocasiones en que se quedaba en casa y se dignaba dirigirle la palabra, sólo le decía crueldades.

Pam jamás hablaba del tema con Patricia, en parte porque sabía que a su madre le caía bien John y en parte porque algo le decía que no debía hacerlo. Cuando quería desahogarse, recurría a Marcy.

Marcy Willow era delgada como un junco y muy pálida, pero a pesar de su aspecto indefenso, parecía saber mucho de la vida. Cuando Pam le preguntó a Eugene cómo era posible que alguien supiera tanto con sólo dieciséis años, él le explicó que Marcy había visto los aspectos más crudos de la vida, pues no había crecido entre algodones como ella.

Aunque no hubiera tenido razones para compadecerse de ella, a Pam le habría gustado Marcy. Para empezar, la joven procedía de Timiny Cove, y aunque su casa allí no era más que una chabola destartalada, Pam amaba todo lo relacionado con ese pueblo. Por otra parte, Marcy era tímida, modesta y poco exigente, y en consecuencia era un placer hacerle regalos o llevarla de paseo. Aunque la chica estaba en St. George para trabajar como criada, para Pam era como una hermana mayor. Era la única persona con quien podía confiarse cuando lo necesitaba, la única que le ayudaba a comprender los enfados de John.

—¿Qué ha querido decir con lo de «feto de cinco meses»? —preguntó. Marcy y ella acababan de regresar del mercado y estaban sentadas junto al estanque de las ranas. Habían ido de compras a Charles Street y estaban comiendo los helados de chocolate que Pam había comprado en un puesto cercano—. Ya lo ha dicho otras veces. ¿Qué significa?

Marcy tardó un poco en contestar; una costumbre que le añadía encanto a los ojos de Pam. Con la actitud tranquila que caracterizaba a casi todos los habitantes de Timiny Cove, solía rumiar cuidadosamente sus palabras antes de ofrecer una respuesta.

—¿Tu madre no te ha hablado de ello?

—Nunca habla de niños, excepto para decir que no piensa tener otro. ¿Quiere decir que no puede tenerlo?

—Puede —dijo Marcy después dando un lento lengüetazo al cono de helado—. O puede que no quiere tener otro porque sabe que nunca será tan bueno como tú.

—Yo no soy buena; al menos no siempre. ¿Y qué hay del feto de cinco meses?

Marcy se apoyó contra el borde de cemento del estanque y miró a la gente que pasaba.

—¿Tu madre te ha contado de dónde vienen los niños?

—No, pero lo sé.

—¿Cómo lo sabes?

—Melissa y yo siempre hablamos de eso. Ella tiene un libro sobre bebés y lo hemos leído juntas. —Pam se acercó a Marcy y bajó la voz—. Y tiene otro sobre la regla. A Janice Brooks ya le ha venido y pensamos que debíamos informarnos.

—Janice Brooks tiene doce años y vosotras diez.

—Eso no importa. El libro dice que te puede venir a los diez o a los once años.

—No es lo más común. También puede venirte a los dieciséis. Es probable que tengas que esperar.

—¿Tú ya la tienes? —Marcy reflexionó un instante y luego asintió—. ¿Así que si quisieras podrías tener un niño? —Marcy volvió a asentir en silencio—. Tardaría nueve meses en nacer. Pero el libro no decía nada sobre quinquimesinos. John parece enfadado cuando me llama así. ¿Qué quiere decir?

—Será mejor que se lo preguntes a tu madre.

—No creo que me conteste.

—¿Porqué no?

—No lo sé, pero estoy segura de que no lo hará. Seguramente se reirá de mí. John le cae bien. Por eso te lo pregunto a ti, Marcy. Vamos, eres mi mejor amiga y sabes muchas cosas. ¿Qué quiere decir con lo de «feto de cinco meses»?

—Se refiere a un niño nacido cinco meses después de que lo encargaran.

Pam era una niña lista y no tardó en hacer sus cuentas.

—¿Quiere decir que mis padres me hicieron antes de casarse? —preguntó despacio.

—Puede ser.

—¿Que se casaron sólo porque iban a tenerme?

—Lo importante es que estaban casados cuando tú naciste —respondió Marcy.

—¿Tuvieron que ¿casarse por mi culpa?

—No.

La seguridad de la respuesta de Marcy reconfortó un poco a Pam, pero de todos modos preguntó:

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque te quieren y se quieren el uno al otro. Las parejas que se quieren se casan tanto si esperan un niño como si no. —Al ver la expresión escéptica de Pam, añadió—: Sabes que te quieren, ¿verdad?

—A veces creo que no se quieren el uno al otro. Papá pasa demasiado tiempo en Maine.

—Eso es por las minas. Tiene que estar allí.

—No —dijo Pam con expresión ausente.

—Sí. Si no pasara tanto tiempo en Maine, tú no tendrías todas las cosas bonitas que tienes. Tu padre es un buen hombre, mucho más bueno que la mayoría. Estoy segura de que si pudiera pasaría más tiempo aquí contigo. Y con tu madre.

Pam no siguió discutiendo, aunque tuvo la impresión de que Marcy había añadido la última frase sin convicción. Entendía por qué Marcy intentaba persuadirla de que Patricia y Eugene estaban enamorados. Los padres de Marcy mantenían una relación tormentosa, a juzgar por los gritos que la niña había oído en las visitas a su casa. En comparación, cualquier cosa le parecería mejor.

Sin embargo, Pam tenía otra fuente de comparación. Con frecuencia evocaba recuerdos de su primera infancia, y pese a reconocer su propia inocencia en aquellos años, veía el cambio que se había producido en la relación de sus padres. Los buenos momentos eran cada vez más raros. Si era cierto que Patricia y Eugene todavía se querían, su amor no era tan grande como en otros tiempos.

Pam estaba convencida de que algo iba mal y los acontecimientos de los meses siguientes no hicieron más que confirmar su impresión. Eugene pasaba la mayor parte del tiempo en Maine y Patricia estaba tan disgustada por ello que viajaba a verlo por sorpresa cada vez que podía.

—¿Cómo puedes culparme por dudar de ti? —le preguntó indignada un viernes por la noche. Había ido a buscar a Pam al colegio y luego había conducido directamente hasta Maine, sin advertir de sus planes a Eugene.

Eugene se había mostrado gratamente sorprendido, tal como esperaba Pam. Al menos eso hacía creído desde la perspectiva inocente de sus doce años. Los tres habían ido a cenar al mejor restaurante de la zona, a unos treinta kilómetros del pueblo, y más tarde se habían sentado a hablar de lo que había hecho cada uno de ellos desde su último encuentro. Cuando la conversación tomó un giro más serio, Pam se retiró en silencio. Sin embargo, las palabras se oían con claridad desde el pasillo de la planta alta de la casa y la niña apoyó la oreja sobre la pared para escuchar.

—Claro que te culpo —respondió Eugene—. Si te digo que estoy aquí porque es importante, deberías creerme. No necesitas pillarme por sorpresa para confirmar que estoy trabajando.

—He venido porque te echaba de menos. Han pasado tres semanas.

—Muchas veces paso más de tres semanas aquí.

—Pero no deberías hacerlo. No es preciso que sea así. Te necesito en casa.

—En casa me vuelves loco. Me obligas a vestirme de gala y a ir a fiestas, bailes o exposiciones de arte todas las noches.

—Son importantes.

—Son aburridas.

—Esas fiestas y exposiciones son los sitios ideales para hacer contactos que te permitirían prosperar. Y eso es precisamente lo que deberías estar haciendo.

Pam percibió con claridad la tensión en la voz de su padre cuando éste contestó:

—Mi trabajo consiste en sacar turmalinas del suelo para venderlas y, por cierto, me va muy bien.

—Pero podría irte mejor. ¿No lo entiendes? Podrías sacar mucho más provecho de tu dinero. Vendes las piedras, pagas al personal, compras máquinas nuevas de vez en cuando y pones el resto del dinero en el banco, donde no hace más que acumularse. Si hicieras otras inversiones, podrías obtener el doble de rendimiento.

—Todo esto me suena familiar. ¿Has estado hablando con John?

Pam se apretó más contra la pared. Conocía la respuesta a esa pregunta. Había notado la ansiedad con que Patricia esperaba el regreso de John todas las noches y a menudo los oía discutir mientras bebían una copa, antes de cenar.

—¿Con qué otra persona puedo hablar? —replicó Patricia—. Tú no estás nunca.

—¿Por qué necesitas hablar con alguien? ¿Por qué no confías en mí?

—Confío en ti, pero a veces tengo miedo. Hemos puesto todos los huevos en un mismo cesto. ¿Qué ocurriría si pasara algo aquí? ¿Y si hubiera una inundación en las minas o no encontraras más turmalinas? ¿Qué harías?

—No ocurrirá nada semejante —dijo Eugene armándose de paciencia—, pero aun en el hipotético caso de que ocurriera, estaría tranquilo sabiendo que el dinero que tengo en el banco evitaría que nos muriéramos de hambre.

Pam lo imaginó sonriendo, con aquella sonrisa amplia y confiada que lo caracterizaba. La niña también sonrió, pero Patricia no parecía dispuesta a dejarse convencer con tanta facilidad.

—¿Por qué te niegas a invertir para ganar más dinero? ¿Por qué no diversificas el negocio? Si trabajaras en otra cosa, podrías pasar más tiempo en Boston. Te necesito, Gene. Cuando estoy sola, comienzo a tener fantasías tontas. Me entra miedo.

Hablaba con rapidez, y a pesar de la distancia, Pam notó el temblor de su voz.

Era evidente que Eugene también lo había notado y que su madre había conseguido conmoverlo.

—Patsy, cariño...

Su padre continuó, pero sus palabras se desvanecieron en un murmullo demasiado bajo para oírse desde lo alto de la escalera.

Pam se dijo que ahora que Eugene conocía los temores de su madre, se haría cargo de todo, y se marchó a la cama más tranquila. No volvió a oír voces, y si sus padres durmieron juntos en la amplia habitación principal, ella ya estaba dormida cuando subieron.

Patricia y Pam permanecieron allí todo el fin de semana, y cuando se disponían a volver el domingo por la tarde, la niña se sentía optimista. Sus padres parecían haber resuelto sus diferencias.

—¿Vendrás a vernos pronto? —preguntó después de besar a Eugene por última vez.

—Pronto, pequeña. Muy pronto.

Eugene cumplió su palabra y regresó a Boston una semana después. Sin embargo, permaneció allí una sola noche y volvió a marcharse. Patricia estaba más decepcionada e irritable que de costumbre, lo que a su vez contribuía a aumentar el desconsuelo de Pam, pues cuando su madre estaba enfadada se desahogaba con John.

Pam estaba convencida de que John era una de las personas más frías del mundo. Con el pelo perfectamente peinado, el nudo de la corbata siempre impecable y una postura perfecta, solía meterse una mano en el bolsillo para aparentar despreocupación incluso cuando estaba nervioso.

Pam podría haberle perdonado esa actitud; lo que no podía perdonarle era que siempre tuviera la frase justa para tranquilizar a Patricia. A los ojos de la niña, eso era función de su padre.

Pero Eugene no estaba allí, y puesto que John se prestaba de buena gana a llenar el vacío dejado por su padre, Patricia recurría a él con excesiva frecuencia.

Pam no sabía qué hacer. Cada vez que hablaba con su padre, le suplicaba que regresara a casa, pero él siempre tenía una excusa para no hacerlo. Por fin llegaron las vacaciones y la niña se marchó a Timiny Cove. Cuando Eugene mandó llamar a John, Patricia lo acompañó y pasó unos días con la familia en el pueblo. Sin embargo, cuando John regresó a Boston, Patricia se marchó con él.

Al verla partir, Pam experimentó una dolorosa sensación de pérdida. Ya no estaba tan unida a su madre como en otros tiempos, no hablaban mucho, ni reían o fantaseaban juntas como antes. Incluso cuando estaban en la misma habitación, Patricia parecía muy lejos. Aquel día, mientras el coche de su madre se alejaba, Pam supo con certeza que la relación entre ambas había cambiado.

Incapaz de culpar a Eugene, a quien quería con todo su corazón, o a Patricia, que parecía confusa, Pam atribuyó toda la responsabilidad a John.