Capítulo 23
BOSTON, 1979
Pam pasó una semana intentando asimilar lo que John le había contado, hasta que por fin sucumbió y fue a ver a Bob Grossman. A lo largo de los años se había convertido en un amigo, pero era principalmente el psiquiatra de su madre. Pam nunca le había pagado por su tiempo. Por lo tanto fue directamente al grano.
—John dice que mi madre y él tuvieron una aventura. ¿Es verdad?
La expresión de Bob reveló que no esperaba que estallara esa bomba. Pam sospechó que en otras circunstancias Bob habría hecho una de sus habituales bromas. Como era de esperar, el psiquiatra le devolvió la pregunta con serenidad:
—¿Tú qué crees?
Pam vaciló un instante. Decir las cosas en voz alta era una forma de darles legitimidad. Sin embargo, había ido precisamente a eso.
—Si lo fuera, me explicaría ciertas cosas.
—¿Como cuáles?
—Como el hecho de que estuvieran tan unidos. Como la actitud posesiva de John hacia mi madre o sus constantes visitas a su dormitorio. Nunca entendí qué veía en él. La relación entre ellos me molestaba, pero nunca creí que tuviera carácter sexual. Cuando John me lo contó el otro día, quise creer que mentía. —Todavía quería hacerlo—. Pero todo encaja. Si mi padre los encontró en la cama, es lógico que se pusiera furioso y saliera precipitadamente de la casa. Luego mi madre, aterrada por la posibilidad de perderlo habría corrido al coche con él, en cuyo caso es probable que mi padre hubiera conducido con imprudencia. —Sin embargo había un argumento todavía más fuerte—. Si eso es verdad, explica por qué mi madre se encerró en sí misma después del accidente. Pensé que tenía que ver conmigo.
—En cierto modo lo tenía —dijo Bob con serenidad—. La culpa de Patricia se intensificaba cada vez que te veía. Le recordabas a Eugene y a todo lo que podría haber pasado si no hubiera ocurrido el accidente.
La confirmación era indirecta pero estaba allí. Pam revivió la furia que había intentado contener durante semanas.
—¿Por qué tuvo que acostarse con él? Si tanto necesitaba un hombre podría haber viajado a Maine. Mi padre estaba siempre allí. Tenía una casa grande, hermosa y confortable, además de ayuda doméstica. Nadie le pedía que fuera a vivir en una choza rústica y que encima la limpiara.
Bob le dedicó una sonrisa comprensiva.
—Las personas ven las cosas de distinta forma. Tú siempre amaste Timiny Cove, pero Patricia nunca se sintió cómoda allí.
—Sin embargo, amaba a mi padre. Al menos eso decía.
—Lo amaba. Todavía lo ama. Es uno de los conflictos que debería superar.
Pam no estaba segura de haber comprendido.
—¿Superar?
Bob se giró para mirarla a los ojos.
—Después del accidente, Patricia puso a tu padre en un pedestal. Idealizó todo lo que tuviera que ver con él. En consecuencia, ella se convirtió en la mala de la película. Se atribuyó toda la culpa por los problemas del matrimonio. En su mente, ella era el villano.
—Y lo era. Lo traicionó.
—Tenía razones para hacer lo que hizo. No fue un acto perverso, no se acostó con muchos hombres. John fue el único. Tu madre era una mujer frágil, y él se aprovechó de ella. En cuanto a Eugene, a él le gustaban las mujeres fuertes. Cuando descubrió que Patricia no lo era, en cierto modo la apartó.
Pam se apresuró a salir en defensa de su padre.
—Elle era fiel.
—Tal vez en el sentido sexual, pero emocionalmente no estaba allí cuando ella lo necesitaba.
—Estaba allí para mí.
—Porque tú eres básicamente una persona fuerte. Podía aceptar tus flaquezas porque tenías fuerza. En el caso de tu madre, lo que predominaba eran las debilidades. Tu padre se lo decía, y eso aumentaba su malestar. El problema se convirtió en un círculo vicioso. —Bob apoyó un codo sobre el respaldo del sofá y entrelazó los dedos—. Lo que intento hacer, lo que he estado intentando hacer durante un tiempo, es ayudarle a ver las cosas como eran. No digo que ella fuera una santa, como tampoco digo que tu padre fuera un pecador. Intento crear un equilibrio en la mente de Patricia. Tiene que aceptarse a sí misma, que respetarse a sí misma, y poner en perspectiva sus sentimientos hacia Eugene. Si desea seguir adelante, debe olvidar al hombre y amar sólo su recuerdo.
—¿Lo conseguirá?
—Quizá con el tiempo. Todavía le falta mucho. Este hospital representa seguridad para ella. No se siente capaz de sobrevivir fuera de él.
—Quizá no lo sea —dijo Pam otra vez enfadada. Bob guardó silencio, una señal inequívoca de que esperaba que continuara. Pam estaba lo suficientemente resentida y confiaba lo bastante en él para hacerlo—. Al tener una aventura con John, lo estropeó todo. Ya era bastante malo que engañara a su esposo, pero además John era su hijastro. Y encima su escoria.
—Ésa es tu opinión —dijo Bob levantando un dedo.
—¿Tú crees que no lo es?
—No lo conozco lo suficiente para decirlo. Rara vez viene por aquí.
—¿Rara vez? —se burló Pam.
—Casi nunca.
—¿Cuándo vino por última vez? ¿Hace tres, cuatro años?
—Dos. De todos modos, Patricia se niega a verlo.
—¿No lo ha visto? —preguntó con una sonrisa. Bob negó con la cabeza—. Bien por ella.
—No lo creas —dijo Bob—. Tarde o temprano tendrá que enfrentarse con él, pero lo evita. No quiere hablar con él, ni siquiera quiere pensar en él.
A Pam le pareció justo. No era que John fuera a preocuparse por ello. Para él, Patricia no significaba nada, pues no podía ayudarlo en su carrera.
—John dijo que si la verdad se difundía, la destruiría. ¿Crees que sería así?
—No mientras esté aquí. En este sitio no se enterará. Sin embargo, algún día, cuando se marche, podría hacerle daño. —Reflexionó un instante—. Aunque, ¿tanto como para destruirla? Eso dependerá de lo fuerte que se sienta entonces.
—¿Y cómo se sentirá si se entera de que yo lo sé?
—Avergonzada, culpable, incómoda.
—Entonces no debería decirle nada.
—Eso depende de cómo se lo digas —dijo Bob arqueando las cejas—. Si estás tan enfadada, y creo que lo estás, para gritarle y decirle cuánto se equivocó al traicionar a tu padre, entonces no deberías decirle nada. Ella ya lo sabe. Oír esas cosas de tu boca, sólo serviría para reabrir la herida. —Hizo una pausa—. ¿Estás muy enfadada?
—¿Ahora mismo? No tanto como hace unos minutos, antes de entrar a verte. —Bob sonrió—. Sin embargo, cuando me enteré me puse furiosa. El enfado va y viene. A veces es furia, a veces desilusión, a veces pura y simple repulsión. Quiero decir que realmente siento náuseas cuando pienso en él... En ellos. Es enfermo.
—Pero no fue incesto, Pam, recuérdalo. Eran dos personas atractivas, de edad similar, ambas solitarias a su manera.
—Si me pides que apruebe lo que hicieron, no puedo hacerlo.
—No te pido eso, sino que intentes comprender cómo se sentía Patricia. Estaba asustada, insegura y sola. Se metió en una relación que le prometía alivio, y cuando se lo dio, quiso más. Se volvió dependiente de John desde el punto de vista emocional mucho antes de que ocurriera nada físico. Con el tiempo, lo emocional y lo físico se convirtieron en una misma cosa. Necesitaba lo uno para obtener lo otro. En cierto modo, era un toma y daca.
Esa forma de actuar le resultaba familiar a Pam.
—Así es John. Da con una mano y coge con la otra.
—Por fin lo has entendido.
—Pero ella no necesitaba acostarse con él.
—Seguramente no lo habría hecho si hubiera sido capaz de pensar con claridad, pero no lo era. Por fin ha llegado a entenderlo y lo que más necesita en el mundo es perdón. —Bob respiró hondo—. Ahora, para responder a tu pregunta sobre si deberías decirle a tu madre lo que sabes, creo que si eres capaz de perdonarla, la ayudarías a perdonarse a sí misma.
Pam lo miró con tristeza.
—Eso suena muy bonito, noble y bondadoso.
—Tú eres bonita, noble y bondadosa —dijo Bob con una sonrisa—. Puedes hacerlo.
Le llevó un tiempo. La primera vez que Pam vio a Patricia, sabiendo lo que sufría, se sintió extraña. Le llevó café y bollos —los bollos ligeros que le gustaban a Patricia, recién salidos de la panadería y espolvoreados con azúcar y canela— y los comieron juntas. Exteriormente, nada había cambiado. Interiormente, el dilema seguía presente. Mientras bebía el café, Pam miró a Patricia e intentó imaginársela haciendo el amor con John.
«Dos personas atractivas, de edad similar, ambas solitarias a su manera», las palabras de Bob se repetían una y otra vez en su mente. Las recitaba en una silenciosa letanía que continuó mucho después de dejar la clínica.
En la siguiente visita, Pam le llevó a su madre un chal de ganchillo. Tenía hebras rosadas y verdes y parecía tan delicado como la propia Patricia. Pam también llevó esmalte de uñas rosado para combinar con el chal y le pintó las uñas a su madre. Cuando terminó y se apartó para contemplar su trabajo, mientras Patricia la miraba con timidez, Pam vislumbró a la bondadosa mujer que tanto sufría interiormente.
En la tercera visita, le llevó una casette del Cascanueces de Chaikovski. Cuando Pam era una niña, Patricia la había acompañado al ballet más de una vez. La música evocó recuerdos de una época más feliz y tranquila.
Patricia también debió de sentirlo así, porque cuando la cinta concluyó y pasaron varios minutos en silencio, preguntó con suavidad pero con intensa curiosidad:
—¿Eres feliz?
—¿Feliz? ¿Con mi vida? —Patricia asintió. Pam reflexionó con cuidado antes de responder—: He tenido suerte. Me encanta diseñar joyas. Es muy gratificante.
—¿Pero eres feliz?
Era la primera vez que Patricia la presionaba. Pam quería pensar que era una buena señal. Pero también quería responder con sinceridad y esperaba que fuera lo correcto.
—Sí y no. Algunas cosas van muy bien y otras no.
—¿Amas a Cutter?
La pregunta sorprendió a Pam. Cuando ella mencionaba a Cutter, Patricia nunca respondía. Al parecer, sin embargo, la había estado escuchando.
—Siempre he amado a Cutter.
Patricia pensó en ello sin que su expresión delatara sus verdaderos sentimientos.
—¿Es un amor adulto?
—Sí.
—¿Por qué no estás con él?
Esta vez Pam se tomó más tiempo para responder. Sintió un arrebato de indignación hacia Patricia por tener que preguntarle, por no estar cerca de ella y saberlo. Controló su furia, inspiró hondo y dijo:
—John no lo permite.
La cara de Patricia no delató ninguna emoción, pero su voz se volvió más débil.
—No es una decisión que le corresponda tomar a John.
—¡Deberías decírselo a él! —exclamó Pam, y un segundo después se arrepintió de haberlo hecho. Los ojos de Patricia se llenaron de lágrimas.
—No puedo —murmuró. Siguió mirando a Pam con los ojos llenos de lágrimas que no acababan de caer.
Pam vio en ellos impotencia, desesperación, dolor. Si la visión de esos sentimientos la asombró, su intensidad la dejó desolada. En los últimos años Patricia había sido un ente pasivo, tanto que a veces parecía tonta. Pam sabía que las emociones estaban allí porque Bob se lo había dicho, pero nunca había visto una prueba de ellas. Ahora la tenía delante. Los sentimientos enterrados durante tanto tiempo salieron de repente a la superficie, tras una provocación involuntaria y sutil. Al ver aquellas emociones y el dolor que reflejaban, Pam sintió una oleada de furia.
—No es justo, ¿sabes? No es justo que estés castigándote a ti misma de ese modo, mientras él vive feliz y contento.
Sin decirlo explícitamente, estaba reconociendo que sabía lo de la aventura.
Patricia respondió sacudiendo la cabeza.
—Merezco el castigo.
—¿Pero cuándo será suficiente? ¿Hasta cuándo durará?
—Hasta que me muera.
—No. Mereces algo más. Papá habría querido algo mejor para ti.
—Él me odiaba.
—Te quería.
—Lo traicioné.
Pam intentó recordar todas las cosas que le había dicho Bob.
—Lo traicionaste cuando te sentías débil e infeliz, pero tuviste ayuda; no lo hiciste sola. Si John no hubiera estado allí para provocarte, jamás habría ocurrido.
Patricia bajó la vista a su regazo, donde sus manos reposaban inmóviles. Las miró durante un largo rato, aunque Pam dudaba que viera algo. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
—Tú también me odias —murmuró por fin.
—Te quiero.
—Me odias.
—Si te odiara, ¿crees que vendría a visitarte?
—Piensas que debes hacerlo.
—Quiero hacerlo.
—Pero no tengo nada que ofrecerte.
—Eres mi madre. Me diste la vida, ¿no crees que es suficiente?
—Debería de haberte dado algo más.
—Eso es agua pasada. No puedes volver atrás; sólo seguir adelante.
—No puedo seguir adelante —gimió Patricia.
Pam se sintió absolutamente impotente. No sabía qué hacer o decir, pues era evidente que lo que su madre había hecho no estaba bien. Movida por un impulso, cogió la mano de Patricia y se la llevó a la mejilla.
—Algún día —dijo haciendo una pausa para tragar el nudo que tenía en la garganta—, podrás. Algún día te irás de aquí y volverás a casa, que es donde debes estar.
Patricia volvió a sacudir la cabeza con fuerza, aunque de inmediato hizo un gesto afirmativo. Luego, como si la combinación de esos dos gestos contradictorios hubiera producido un cortocircuito en su mente, pareció tranquilizarse. Se hundió en la silla y guardó silencio.
Pam le estrechó la mano durante un rato, luego se la besó y la dejó otra vez sobre el regazo. Se puso de pie.
—Volveré dentro de unos días —dijo suavemente.
Al llegar a la puerta, miró hacia atrás. Entonces vio la imagen de una mujer frágil atada a una silla de ruedas, cuyas piernas encogidas, la cabeza caída y los ojos hundidos hablaban de la tristeza de alguien que vive una vida de castigo autoimpuesto.
En ese instante, Pam comprendió la profundidad del sufrimiento de su madre y la perdonó. De inmediato, toda la furia que había canalizado hacia Patricia volvió a dirigirse hacia John.
Una semana más tarde, Pam viajó a Nueva York. Oficialmente, había ido allí para encontrarse con un cliente que quería encargarle unas joyas. En realidad, iba a encontrarse con Cutter a escondidas. El muchacho sólo pasaría una noche en Manhattan después de diez días en Texas y antes de una semana en París, y aunque Pam hubiera preferido encontrar un momento más oportuno, lo que tenía que discutir con él no podía esperar.
Su cliente se alojaba en el hotel Lowell y Cutter la había citado a las cuatro en un salón de té. Pam terminó su reunión temprano, y llegó al salón de té mucho antes que Cutter. De modo que se acomodó en uno de los sillones de época y esperó su llegada con creciente entusiasmo. Incluso después de tanto tiempo, no podía evitar maravillarse cada vez que lo veía. Esta vez llevaba una camisa de seda negra, pantalones con pinzas grises, una americana espigada amplia y zapatos importados sin calcetines. Su cabello impecablemente cortado estaba sensualmente despeinado. Tenía la cara ligeramente bronceada, con una sombra de barba en la mandíbula y en el labio superior. Caminaba con paso elegante y sus ojos brillaban de alegría. Su aspecto era espectacular.
—Hola, nena —murmuró mientras se sentaba en el sofá para dos y le besaba el cuello con una sonrisa.
—Hola —murmuró ella. Le llevó la mano a los labios y los acarició—. ¿Has planeado esa entrada?
—¿Qué entrada? —preguntó él mientras la contemplaba como si quisiera comérsela con la mirada.
—La que acabas de hacer.
—Sólo he atravesado la puerta. —Le levantó la barbilla con la mano.
—Pero de una forma maravillosa. —Pam tomó aire y separó los labios, preparándose para el beso. Cuando terminó, su respiración era aún más agitada—. Te he echado de menos —murmuró.
—Yo también —respondió él. Le había cogido el cuello con una mano y le acariciaba la mejilla con el pulgar—. Eres un auténtico espectáculo para estos ojos aburridos.
—Embustero. Te has pasado toda la semana mirando a modelos maravillosas.
—Amazonas de dos metros. Me gustan las mujeres pequeñas, porque puedo mirarlas desde arriba.
—Qué comentario más machista.
—Soy un machista. Contrariamente a la moda, creo en las diferencias entre hombres y mujeres. —Bajó la mirada a los pechos de Pam y al mismo tiempo deslizó la mano hacia sus caderas. Con los labios pegados a los de la chica, preguntó—: ¿Quieres que cambie?
—Jamás.
—¿Pido que nos traigan té?
—Sólo si piensas beberlo.
—¿Y tú? —Pam se adelantó apenas una fracción de centímetro para fundir su boca con la de él en un profundo beso. A esa altura, Cutter parecía aún más excitado que ella.
—Vamos a algún sitio, Pam —dijo con voz ronca.
—¿A mi casa o a la tuya?
—La tuya es más bonita, pero la mía está más cerca.
—Entonces a la tuya. Llevo esperándote una eternidad.
En realidad había pasado poco más de un mes desde la última vez que se habían visto, pero teniendo en cuenta la impaciencia que Pam sentía de camino a su apartamento, cualquiera hubiera dicho que era una eternidad. Él caminaba delante con pasos rápidos, tirando de su mano y obligándola prácticamente a correr. Cuando un semáforo les hacía detenerse en una esquina, ella se estrechaba todo lo posible contra su cuerpo.
Una vez dentro del edificio, Cutter la llevó hacia el ascensor. En cuanto la puerta del ascensor se cerró, la empujó contra la pared cubierta con paneles de madera, apretó su cuerpo contra el de ella y comenzó a moverse. No paró hasta que llegaron al apartamento, se quitaron la ropa e hicieron el amor.
Por fin, tendida desnuda junto a Cutter, Pam protestó.
—Debería haber previsto que pasaría esto. Te miro y ya no sirvo para nada.
—A mí me has servido de mucho —protestó él, aunque sus labios apenas se movían. Parecía medio dormido.
—Quiero servir para mucho más. —Pam se incorporó sobre un codo—. Cásate conmigo, Cutter.
El no se movió ni abrió los ojos.
—Hummm.
—Quiero casarme. Ahora.
—No estoy vestido.
—No bromeo, Cutter. —Le sacudió un hombro—. Quiero casarme.
—No puedo hablar de esto ahora, me has agotado.
—Pero para eso he venido. Quería hablar concretamente de esto contigo.
—Entonces no deberías haberme hecho el amor primero.
—No he podido evitarlo.
Cutter le pasó un brazo por encima de los hombros y la atrajo nuevamente a su lado.
—Déjame abrazarte un minuto. Luego hablaremos.
Él la abrazó. Pam inclinó la cabeza y estudió su cara. Totalmente relajado, parecía joven y vulnerable. No es que con treinta años pudiera considerársele viejo, pero sin duda hacía mucho tiempo que no era vulnerable. Era un hombre fuerte e independiente; un hombre con amigos y recursos. Ella era la débil. ¡Podía perderlo con tanta facilidad!
Pam se estremeció y Cutter la estrechó con fuerza, pero fue sólo un instinto. La regularidad de su respiración le indicaba que se había quedado dormido. La joven apoyó la mejilla sobre el vello suave y rizado de su pecho, cerró los ojos, aspiró la cálida fragancia masculina y se recreó en la dicha de su compañía.
Esa dicha era como un sedante. Pam también se adormeció y cuando despertó lo encontró incorporado sobre un codo, mirándola con aprobación.
—Cuando duermes pareces un ángel.
—No estaba dormida. —Se estiró, sintió la suavidad de su piel sobre la suya y se apretó contra él. Luego recordó el motivo de su visita y le apoyó una mano en el pecho.
Cutter se la llevó a la tetilla, que ya estaba dura y dejó escapar un profundo suspiro.
—¡Oh, no! —Pam recuperó su mano y se sentó. Se retiró el pelo de la cara con dos dedos y se acomodó frente a él con las piernas cruzadas—. Lo que te he dicho antes sobre el matrimonio iba en serio. —Cutter le miraba la entrepierna—. ¿Cutter?
—¿Sí? —dijo él alzando la vista.
—Casémonos.
—Cuando sea el momento oportuno, lo haremos.
—Hagámoslo ya. Estoy cansada de esperar. —Pam había conseguido atraer su atención; él la estudiaba con curiosidad—. Ya he acabado de estudiar y tengo un buen sueldo. El tuyo es incluso mejor que el mío. No puedes esgrimir el argumento de que gano más que tú porque ahora es más bien al revés. Casémonos.
Pam notó cómo la curiosidad de Cutter se convertía en incredulidad.
—¿Así de fácil? ¿Como si fuéramos dos personas que se conocieron el año pasado y se enamoraron? ¿Como si no hubiéramos estado deseando casarnos desde que tú tenías diecisiete años?
—Así de fácil.
La incredulidad de Cutter se intensificó.
—Pero nada ha cambiado, Pam. John sigue ahí, amenazándonos.
—Nosotros hemos cambiado —protestó ella—. Somos mayores, más fuertes. Estoy harta de vivir mi vida según las reglas de John.
Cutter se pasó una mano por los ojos y se apoyó el brazo sobre la frente. Mirándola por debajo, dijo con tono cansado:
—Creo que ya hemos discutido esto antes.
—Y yo estoy tan harta como tú, así que hagamos algo. Casémonos.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque no es el momento oportuno.
—Eso ya lo has dicho antes, pero el momento es tan oportuno como cualquier otro. John no envejecerá y desaparecerá de la faz del planeta de la mañana a la noche, y si crees que pronto se ablandará, te equivocas. Te odia, Cutter. Preferiría degollarme a dejarme casar contigo.
—Por eso hay que esperar el momento oportuno.
—Pero yo quiero casarme contigo ahora.
—¿Porqué?
—Porque te quiero.
—¿Alguna otra novedad?
La amargura de la voz de Cutter hizo que Pam se sintiera desolada. Sabía que él no iba a recibir la propuesta con alegría porque la habían discutido antes. Sin embargo, habría deseado que demostrara un poco de entusiasmo.
—¿Por qué ahora? —continuó él ante el silencio de Pam—. No podríamos pasar mucho más tiempo juntos. Tú tienes tu carrera y yo la mía; ambos estamos realmente ocupados. Rara vez estoy en casa. No siempre será así, pero ahora lo es, y no es forma de comenzar un matrimonio.
—Quiero casarme —repitió ella.
—Explícame por qué, Pam. —Cutter bajó el brazo—. ¿Por qué tanta prisa?
Pam lo miró a los ojos y habló con los dientes apretados, recordando la cara de John.
—Porque quiero controlar mis acciones y las de mi madre. No quiero esperar dos años, hasta que cumpla los veinticinco. Deseo controlarlas ahora.
—¿John te ha hecho algo? —dijo Cutter incorporándose sobre un codo.
—No directamente, nada nuevo. —Pam respiró hondo y le contó lo de la aventura de John con Patricia—. ¿Lo sabías?
—¿Cómo iba a saberlo? Yo vivía en Maine.
—¿Eso quiere decir que no había rumores?
—Ninguno. —Cutter resopló y añadió con indignación—: Caramba, ese tipo se ha metido en todas las camas.
—En la mía no —le espetó Pam.
—No porque no lo deseara. Lo sabes, ¿verdad?
Pam lo sabía muy bien, pero en ese momento estaba preocupada por Patricia.
—La depresión de mi madre ha sido culpa de John. Él es la razón de que no pueda hablar, no pueda pensar, no pueda actuar. Es el verdadero motivo de su incapacidad para afrontar la vida. Alguien tiene que detenerlo Cutter. Si puedo controlar mis acciones y las de mi madre, entre las dos tendremos más que él. Quiero ese poder. Y también quiero casarme.
—Si el matrimonio fuera la solución, nos habríamos casado hace años —dijo Cutter sacudiendo la cabeza—. ¿Crees que no me habría gustado? Pero nada ha cambiado. Nuestra boda no detendrá a John. Obtendrás el control sobre tus acciones, pero no sobre las de Patricia. ¿Realmente piensas que John se dará por vencido?
—Conseguiré una orden judicial.
—¿Basada en qué? Tú no eres una mujer de negocios, eres una artista.
—¿Y eso qué tiene que ver?
Cutter se sentó para mirarla a la cara.
—John es un hombre de negocios. Aunque lo odiemos, tenemos que reconocerlo. Es un buen negociante. Ha construido una compañía sólida.
—Ya era sólida cuando la dirigía mi padre.
—Pero más pequeña. John ha conseguido hacer algo distinto y más grande. Se ha manejado bien con los accionistas. Teniendo en cuenta tu falta de experiencia y la mucha que tiene él, ningún tribunal te daría el control de las acciones.
—Pero yo soy su hija.
—Y él su hijastro.
—¡Pero mira lo que le ha hecho a mi madre!
—El tribunal no lo sabrá, a menos que tú lo saques a colación.
—Si es necesario, lo haré —dijo ella alzando la barbilla.
—No lo harás, porque te perjudicaría a ti y a Patricia. Te lo advierto, Pam, no tienes ninguna oportunidad de hacerte con esas acciones. De modo que casarse es una locura.
—Si me quisieras, no dirías eso.
—Te quiero —dijo él alzando la vista al techo—. Ésa no es la cuestión. La cuestión es permitir que John dicte lo que debemos hacer y cuándo. Quiero casarme contigo, Pam; hace años que lo deseo, y tú lo sabes. Pero ahora no es el momento oportuno. Estoy cerca de la meta, pero aún no he llegado.
—¡Pero tienes muchísimo dinero!
—Todo es relativo. He ganado mucho e invertido mucho. Poco a poco he ido acumulando acciones de la compañía St. George, pero todavía no poseo las suficientes para rivalizar con John, y hasta entonces, no tendré el poder de evitar que él lleve a cabo sus amenazas. No cabe duda de que si nos casamos él arremeterá contra todo y contra todos. No puedo arriesgarme.
—¿Arriesgarte? ¿Casarte conmigo es un riesgo? Si realmente me quisieras, lo harías.
Cutter la cogió de los brazos, y por un minuto Pam pensó que iba a sacudirla. Parecía furioso; pero él se limitó a estrecharla con fuerza.
—Te quiero, te quiero de verdad. Hace años te dije que eras la única mujer con la cual me casaría y no he cambiado de idea. Pero no pienso casarme contigo ahora. Todavía no.
—¿Por qué no?
Entonces sí la sacudió, una sacudida breve y brusca de frustración.
—¡Porque tengo mi orgullo, caramba! Casarme contigo puede ser el acto más importante de mi vida, pero lo haré cuando quiera. Lo haré cuando haya conseguido la estabilidad necesaria. Aún no ha llegado ese momento, pero llegará.
—¿Y si yo no quiero esperar? —Pam se sentía lo suficientemente herida para preguntarlo.
Él la miró fijamente unos instantes, y luego le soltó los brazos.
—Si no quieres esperar me habrás perdido.
—¡Maldito arrogante! —Pam se bajó de la cama y buscó su ropa—. Tú también perderás, aunque eres demasiado obstinado para verlo.
—¿Adónde vas?
—Vuelvo a Boston. Necesitas tiempo para pensar si me quieres a mí o si sólo quieres poder.
—No tiene por qué ser una cosa u otra.
—Pues así es.
—No hagas eso —advirtió él con voz grave que hizo temblar las manos de Pam mientras se abrochaba un botón de la blusa.
—¿Qué? —preguntó Pam mientras continuaba con los demás botones.
—No me des ultimátums. No me digas que si no me caso contigo te irás. Es una táctica típica de John.
Pam se hizo un agujero en una media y soltó una maldición. Sintió que los ojos se le nublaban y supo que las lágrimas no tenían nada que ver con el agujero.
—No. Es una táctica humana. Debería haberlo hecho hace tiempo. Si me amaras, te casarías conmigo. Así de sencillo.
—No es sencillo. Nada ha sido sencillo en la relación entre tú y yo.
Pam se puso de pie para meterse la blusa dentro de la falda.
—Puede que eso tenga un significado.
Sin preocuparse por su desnudez, Cutter se levantó de la cama y se acercó a mirarla de frente.
—Hablas como una niña malcriada.
—Tengo veintitrés años y soy lo bastante mayor para casarme y tener hijos. —Con la chaqueta en la mano, cogió su bolso—. Podría haber tenido uno tuyo, Cutter. Nuestro. Ahora tendría cinco años, pero nunca vio la luz porque John lo hizo matar.
Durante un instante interminable, Cutter se mantuvo completamente callado.
—¿Qué?
—¿No lo sabías? —preguntó desde la puerta. Su voz temblaba. Su cuerpo entero comenzaba a temblar—. ¿Hillary no te lo dijo?
—¿De qué hablas? —preguntó Cutter siguiéndola.
—Del aborto. —Pam comenzó a caminar más aprisa.
—¿De qué aborto?
—Del que John me obligó a hacerme después de drogarme. —Al llegar a la puerta de entrada, se volvió—. Mató a tu hijo, Cutter. Pero tú nunca supiste de su existencia, por eso nunca lo amaste ni lo lloraste como yo. Tú tienes tu carrera, tu dinero, tu poder. —Abrió la puerta—. ¡Muy bien! Quédatelo todo. Espero que te hagan feliz.
Pam dio un portazo y corrió hacia la puerta del ascensor. Se sentía demasiado herida para llorar. Demasiado furiosa para pensar en mirar atrás y ver si él la seguía. Ya en la calle, detuvo a un taxi y fue directamente al aeropuerto. Antes de medianoche estaba de vuelta en Boston. Aunque no tenía ninguna prisa. Tal como ella lo veía, la carroza se había convertido en calabaza mucho antes de lo previsto.
Durante días esperó que Cutter la llamara para decirle lo mal que se sentía, cuánto la amaba, cuánto ansiaba casarse con ella. Cuando él no llamó, fue Pam quien lo hizo, pero siempre se encontraba con el contestador automático. No sabía si Cutter estaba de viaje o simplemente no quería responder a sus llamadas. Pam esperó y esperó, y él no la llamó.
La joven estaba desolada, convencida de que la culpaba del aborto. También estaba furiosa; furiosa con Cutter por su obstinación, furiosa con John por su perversidad. Con el primero no le quedaba otro remedio que sufrir, pero con John era otra cosa.
Quería librarse de él. Necesitaba el control de las acciones para ayudar a su madre. A medida que pasaba el tiempo, se convencía más y más de que era lo único que podía hacer. Ella era la única persona que podía ayudar a Patricia a vengarse de John.
El matrimonio era la única respuesta y Pam tenía la edad apropiada; muchas de sus amigas se habían casado. Y allí estaba Brendan McGrath, un hombre amable que se lo había pedido más de una vez.
De modo que se casó. Por el bien de ella, de su madre e incluso de Cutter, se casó con Brendan. Fue una boda sencilla en la sala de la amplia casa de Brendan en Milton. Un juez de paz presidió la ceremonia y los únicos testigos fueron los dos hijos mayores del novio.
Brendan era un banquero que le doblaba la edad, mayor y más respetado en los círculos financieros que John. Su primer matrimonio había sido feliz y su mujer había sido su mejor amiga hasta el día de su muerte, cinco años antes. Pam lo había conocido poco después y había entablado amistad con él. Era un hombre amable y suave, interesado en las cosas que hacía ella, respetuoso de sus logros. También era un hombre fuerte y seguro, pero no egoísta. A los cincuenta años y con hijos independientes, le interesaba más la compañía que la pasión.
Era la solución perfecta para Pam. Brendan le ofrecía su nombre, su hogar, su afecto, y a cambio sólo le pedía que estuviera a su lado los fines de semana. En cierto modo era una figura paterna, y si alguna vez le parecía extraño que un marido interpretara ese papel, se decía que podía haber sido mucho peor. Brendan McGrath era un buen hombre.
Quizá por eso la sacudiera tanto la enormidad de su error cuando se dio cuenta de él. Incluso antes de que acabara la luna de miel, lo percibió por primera vez mientras Brendan le hacía el amor con ternura y timidez, y la cara de Cutter apareció en su mente. No la había amado lo suficiente para casarse con ella, pero ahora estaba más lejos de ella que nunca, y todo por su culpa. Pam sabía que había actuado de forma impulsiva. Estaba tan ansiosa por desafiar a John, que no había reflexionado sobre sus actos. Podía culpar a John, pero sólo hasta cierto punto. Debería haber tenido más sentido común, más compasión.
Seguramente Cutter estaría furioso. Más por orgullo que por cualquier otra cosa. Estaba convencida de ello y le dolía. Si aún sentía algo por Pam, todo habría acabado. Eso también dolía. Pero también le dolía pensar en Brendan. No era más que una pieza inocente en un juego cuyas reglas desconocía. Pam lo había usado, y en ese sentido no era mucho mejor que John.
Ese pensamiento y otros la mantuvieron reservada y complaciente durante los siete días que ella y Brendan pasaron en Key West. En general estaba serena y satisfecha, pero por momentos se desesperaba y otras veces temblaba ante la idea de lo que había hecho. Sin embargo, cuando regresaron a casa, su propio orgullo entró en juego. Sabía que había cometido una seria injusticia con Brendan, pero también sabía que tenía dos opciones: recrearse en la culpa o asumir las consecuencias. Optó por lo segundo. A pesar de lo mucho que echaba de menos a Cutter, se juró que haría feliz a Brendan.