Capítulo 8
MIENTRAS Cutter se dirigía a su casa, John llevaba a Pam a la mansión de ladrillos.
—Prepara tus cosas —ordenó con poco afecto y menos paciencia mientras entraban en el vestíbulo—. Quiero salir para Boston dentro de una hora.
Pam lo siguió al salón.
—¿A Boston? Pensé que nos quedaríamos aquí toda la semana.
John notó el desencanto en su voz, pero no se conmovió en lo más mínimo. No le importaba cómo se sintiera Pam, sobre todo después de la arrogancia con que se había apartado de él delante de Cutter.
—He cambiado de planes —dijo con brusquedad y cogió la licorera más alta del bar—. Quiero estar en la oficina por la mañana.
Pam lo siguió. Aunque había crecido, todavía conservaba el aire tierno de su infancia que tanto molestaba a John. Aunque pareciera una niñita dulce, no lo era. Era demasiado lista.
—Creí que papá quería que te quedaras.
—Simón se ocupará de todo hasta que él vuelva.
—Pero en Boston no hay nada que hacer.
—Tal vez no para ti —dijo John tras beber un trago de whisky escocés—. Yo tengo con qué mantenerme ocupado.
—Muy bien; entonces vuelve tú. Marcy y yo nos quedaremos.
—No. Tienes que estar allí el fin de semana y no pienso hacer el viaje dos veces.
—Marcy me llevará a casa.
—Marcy no tiene coche.
—Pediremos uno prestado.
—De ningún modo, princesa. —John se dirigió a las escaleras con el vaso en la mano—. Quiero que estés lista dentro de una hora. Y dile a Marcy que se prepare.
—John...
La voz suplicante de Pam lo siguió mientras subía las escaleras. Pero él se dirigió a su habitación sin vacilar ni mirar atrás y comenzó a preparar su equipaje. Ya había guardado las pocas cosas que había traído de Boston y estaba preparando el neceser con los artículos de tocador, cuando Eugene apareció en la puerta.
—Pam dice que os vais.
John lo miró con expresión de disgusto.
—Debí haber supuesto que iría directamente a contártelo.
—No lo hizo. Me encontré con Marcy abajo. Mañana me marcho a Nueva York, John, y contaba con que vigilaras el negocio aquí.
Hablaba con un tono de voz moderado, un tono que cada vez empleaba más con John y que éste encontraba paternalista. Prefería el vozarrón que tanto lo había asustado en su infancia. Ya no era un niño y no le tenía miedo. Por el contrario, le gustaba mantener una buena discusión a gritos con su padre.
—Simón puede hacerlo. Lo has entrenado para ello y sabe lo que quieres.
—Quiero que te quedes tú.
—Tengo cosas que hacer en la oficina.
—Te quiero aquí. Eres mi hijo y prefiero que te quedes hasta que vuelva.
John comenzaba a perder la paciencia. No le importaba que Eugene estuviera más viejo y canoso, ni que en ocasiones pareciera muy solo. Representaba todo lo que él detestaba y no podía disimular su desprecio.
—No necesitas a nadie aquí. Ni siquiera necesitas estar tú, pero es el único sitio donde puedes estar solo. No encajas en la ciudad y Timiny Cove es el único lugar donde te sientes cómodo, por eso te quedas aquí y te engañas diciéndote que te necesitan. Pues no es así. La mina funciona prácticamente sola. Si quieres perder el tiempo aquí, puedes hacerlo, pero yo no.
Bebió el último sorbo de whisky y luego se deleitó en la expresión de su padre, que se había ruborizado.
—Estas minas son tu medio de vida. Lo olvidas constantemente. Sin ellas estarías en una pequeña oficina de la ciudad, lamiéndole el culo a algún jefazo. ¿Eso es lo que quieres?
—No es preciso escoger, puesto que las minas son nuestras de todos modos.
—Las minas son mías. Todavía no son tuyas.
—Pero lo serán, porque soy el único, además de tú, que sabe lo suficiente sobre el negocio para dirigirlo. En ese sentido has hecho lo que debías. Aunque me resistiera, me obligaste a venir aquí y a aprender. En ese sentido, no me queda más remedio que reconocer que has hecho algo bueno.
—No me importa el reconocimiento de alguien que no es más que un fracaso —dijo Eugene sacudiendo la cabeza.
—¿Me llamas fracasado? —replicó John indignado.
—En realidad estoy reconociendo mi fracaso contigo. Aunque te haya obligado a aprender sobre el negocio y te concediera un puesto importante en la empresa, nunca conseguí sacarte un solo sentimiento. Eres más frío que el hielo, John. Desde que tu madre murió...
—No la metas en esto.
Era lo único que no podía tolerar. Eugene la había traicionado. Incluso trece años después de su muerte, John no soportaba que Eugene la nombrara.
Pero su padre no le hizo caso y continuó:
—Desde que murió tu madre, has sido más duro que una piedra. Es probable que conozcas este negocio mejor que cualquiera, pero está claro que no lo amas como me habría gustado.
—¿Amarlo? —preguntó John con incredulidad—. ¿Qué tiene que ver el amor con esto? Un negocio es un negocio. Tenemos pozos, montañas, minas y tierra. También tenemos piedras preciosas y métodos para venderlas lo mejor posible. Si hay algo que amar en todo esto, es el resultado económico, que sería mucho más impresionante si me permitieras expandir la compañía. Pero tienes una mentalidad tan estrecha...
—¿Qué? —dijo Eugene con la cara roja de furia.
—¿Qué pasa? ¿No debería decirlo? Pues es la verdad, sólo que no lo sabes porque sigues viviendo como un paleto.
—Cuida tus palabras, chico.
Pero John ya no se dejaba intimidar por la mirada furiosa de su padre.
—Hace tiempo que no soy un niño. Si pudiera tomar las riendas de la empresa mañana mismo, la convertiría en algo grande en menos de un año.
—La arruinarías.
—La levantaría. Ahora es algo estático, inerte, como todas las cosas y todas las personas de este maldito pueblo. —No pudo resistir la tentación de extenderse sobre ese tema, pues sabía que enfurecería a Eugene—. Aquí nadie hace nada. Tienen el cerebro pequeño y las ideas pequeñas. Si no fuera por las minas St. George, esta gente viviría igual que hace treinta años. No saben lo que es la ambición. Pues yo sí lo sé y podría convertir a la compañía en algo que ningún habitante del pueblo sería capaz de imaginar.
Eugene respiró hondo e irguió los hombros.
—Es probable que algún día tengas que tragarte esas palabras, chico. Quizá cuando llegue el momento yo no esté aquí para reírme, pero puedes apostar a que estaré allí arriba, recostado en las puertas del paraíso, observando cuál de vosotros consigue más.
—¿Cuál de nosotros? —dijo John con un nudo en el estómago—. Sabía que Eugene dejaría algo a los demás en su testamento, pero suponía que se trataría de dinero o de alguna acción—. ¿Piensas permitir que Pamela tenga algo que ver en la compañía? ¿O Patricia? Ninguna de las dos sabe nada del negocio.
—Cutter sí.
Por un instante John no pudo respirar. No podía creer que hubiera oído bien.
—¿Cutter? —Cuando Eugene asintió, repitió—: ¿Cutter Reid?
—No conozco a ningún otro Cutter.
—Cutter Reid no tiene nada que ver con esto —dijo John con incredulidad.
—Pero tendrá que ver. Le dejaré Little Lincoln.
—Dices que... le dejarás Little Lincoln... —Era una afirmación, incrédula, pero afirmación al fin.
—Así es.
Que mencionara Little Lincoln, la montaña que John llevaba años deseando explotar, ya era malo. Pero que mencionara a Cutter Reid, que era como una espina en el pecho de John, era aún peor. Sin embargo, fue la arrogancia en la voz de Eugene lo que le llevó a perder la compostura.
—¿Te has vuelto loco? —rugió en una inesperada e involuntaria imitación de su padre—. ¡No puedes hacer eso! Es probable que Little Lincoln contenga las bolsas de turmalina más ricas de las que hemos hallado hasta ahora. No puedes dejarle esa montaña a Cutter Reíd. No es un miembro de la familia, no lleva tu sangre, y no sabe nada de negocios. ¿Cutter Reíd? Te has vuelto loco.
—Yo no lo creo, y tampoco Joe Grogan.
—Entonces el viejo leguleyo está tan loco como tú —Le dio la espalda, convencido de que todo era una broma, pero enseguida se volvió, menos seguro—. Estás bromeando, ¿verdad? —Eugene negó con la cabeza—. ¡Cutter Reid no es más que un buscapleitos!
—Es un buen trabajador.
—¡Es un holgazán! Si pudiera, permitiría que los hombres descansaran una vez por hora.
—Los demás lo respetan. Es un líder nato.
—Es un provocador.
—Cree en la dignidad humana.
—¿Y por eso vive en esa chabola apestosa en el bosque? ¿Por eso se pasea por el pueblo en moto, haciendo suficiente ruido para despertar a los muertos? ¿Por eso robó todo lo que pudo durante años? —Al ver que Eugene no reaccionaba, arrojó el hacha de guerra—. ¿Por eso coquetea con Pamela? Acabo de regresar del pueblo y allí estaba, pegado a ella delante de la tienda de Leroy. Es un enfermo. Pam es una niña, aún no ha cumplido los trece años y él tiene veinte. ¡Es obsceno!
—Confío en él —dijo Eugene, imperturbable.
—¿Tanto como para permitirle que tontee con tu hija?
—No hace nada de eso —contestó Eugene con un gruñido despectivo—. Pam le cae bien, como le cae bien a todo el mundo. Además, es una de las pocas personas que ve a Cutter como realmente es en lugar de fijarse en su procedencia. Algún día llegará lejos, John, y yo pienso ayudarlo.
—Pero ¿por qué? —gritó John—. ¿Por qué Cutter Reid? Siempre has sentido preferencia por él, desde el mismo día en que le contrataste. ¿Es tu pequeño proyecto? ¿Tu causa? ¿Eso es todo? Recogiste a un niño destinado a la cárcel, le diste un trabajo y lo cambiaste; de modo que ahora sientes que has hecho una inversión personal en él, ¿verdad? ¿Es una cuestión de amor propio? Sin embargo, no estarás aquí cuando herede Little Lincoln, así que ¿por qué derrochar una excelente fuente de recursos minerales?
—No será ningún derroche.
—No sabrá qué hacer con ella.
—Lo sabrá —dijo Eugene mirando a John con una expresión extraña—. Lo que no entiendo es por qué te preocupa tanto que le deje una propiedad. Tú te quedarás con el negocio y sabes bien que eso incluye muchas otras propiedades. Tenemos montañas en todo el condado. Si lo piensas, Little Lincoln no es más que una colina.
—Pero una colina rica.
—Y pasarán años antes de que podamos trabajar allí. Según nuestro contrato con las familias de la zona, no podremos abrir las minas hasta que se marchen. Pueden pasar veinte o treinta años.
En el pasado, John había dedicado bastante tiempo a pensar cómo zafarse de aquel contrato.
—Les ofreceré dinero para que se marchen antes. Cutter no lo haría; no tiene dinero para hacerlo.
—Puede que le deje esas tierras precisamente por eso —dijo Eugene—. Ya he ofrecido dinero a la gente del lugar y no lo quieren. Prefieren quedarse donde están. Tú los presionarías, pero yo no lo admitiré. —Sacudió la cabeza con aire resuelto—. No. Cutter ha nacido y crecido aquí. Siente más respeto por la gente del que tú sentirás en toda tu vida.
—El respeto por la gente no hace prosperar a un negocio.
—Hasta ahora lo ha hecho.
—No tanto como podría, si quieres mi opinión.
Eugene se irguió hasta su máxima altura, la cual, para desconsuelo de John, no se había reducido con la edad.
—No he pedido tu opinión —dijo mientras se dirigía a la puerta.
Pero John no había acabado de discutir. Tenía que conseguir que Eugene cambiara de idea... y también el testamento.
—De acuerdo —dijo siguiendo a su padre al pasillo—. Tienes un interés personal en Cutter Reid. Si quieres ayudarlo, déjale dinero. Vive como un miserable.
—Si vive de ese modo —respondió Eugene deteniéndose en lo alto de las escaleras—. Es porque hace lo que le enseñé e ingresa la mayor parte de su sueldo en el banco. Tiene dinero y si quiere gastarlo, puede hacerlo.
—De acuerdo. —John también podía afrontar ese argumento—. De modo que se comporta con prudencia, tal como tú le enseñaste. Déjale un poco de dinero y no tendrá necesidad de ser tan prudente.
—Está satisfecho con su vida —dijo Eugene desde el centro de la escalera—. Si quiere derrochar, podrá hacerlo.
—Pero de todos modos necesitará más dinero —dijo John cogiéndose de la barandilla—. Pronto conocerá a alguien y querrá casarse, luego tendrá un montón de hijos. Necesitará efectivo y pasarán años hasta que obtenga alguna rentabilidad de Little Lincoln. Eso siempre y cuando se decida a invertir dinero allí.
La sonrisa de Eugene, mientras lo miraba desde el pie de la escalera, fue como un puñal en las entrañas de John.
—Le has planificado la vida, ¿verdad, John? Siempre has sido muy organizado, incluso cuando eras un niño y ordenabas con cuidado los juguetes en tu habitación. Pero la vida de Cutter no es uno de tus juguetes. No tienes ninguna influencia en ella. —Eugene hizo una pausa para respirar y continuó—. Para serte franco, no sé qué planes tiene Cutter. Creo que ninguno. Por el momento, no le gusta hacer planes para el futuro, por eso Little Lincoln es la propiedad ideal para él. Cuando llegue el momento de poder explotarla, Cutter sabrá lo que quiere. —Arqueó las cejas y añadió con tono amistoso—. Te sugiero una cosa, guarda tu dinero en el banco y cuando llegue ese momento es probable que puedas comprarle la montaña. Por supuesto, Little Lincoln no será barata. Y al paso que vas, para entonces Cutter te odiará tanto que disfrutará viéndote sufrir —dijo mientras abría la puerta de la calle y se marchaba.
El orgullo no fue más que uno de los sentimientos que evitó que John corriera tras él. Una profunda rabia lo paralizó durante unos instantes y permaneció de pie junto a la escalera de la segunda planta, apretando con fuerza la barandilla. Sólo cuando comenzaron a dolerle los dedos comprendió lo que hacía. Regresó a la habitación y terminó de preparar el equipaje rumiando su venganza.
—¡Pam! —gritó mientras corría con el bolso escaleras abajo—. ¡Ven aquí, Pam! —Si no hubiera sido el único que podía llevarla a casa, la habría dejado. Si aguantar su compañía ya era bastante malo en circunstancias normales, en el estado en que se encontraba entonces sería francamente insoportable—. Nos vamos, Pam —gritó—. Tráela aquí, Marcy. ¡Me marcho! ¡Voy a buscar el coche! —dijo mientras salía precipitadamente de la casa.
Pasaron otros quince minutos hasta que salieron a la carretera. La noticia de la partida repentina había cogido a Marcy haciendo un pastel, de modo que la chica había tenido que limpiar la cocina antes de prepararse, y correr a llevarle comida a su madre, que estaba en cama con una costilla rota.
—¿Le ha vuelto a pegar? —preguntó John con irritación cuando Marcy subió jadeando al asiento trasero del coche.
—Está bien —dijo Marcy acomodándose en un rincón.
Pam, sentada en el asiento delantero, se volvió para mirarla.
—¿Hay alguien con ella?
—Lizzie.
—¿Dónde está Jarvis?
—Se ha largado. Volverá dentro de un par de semanas. Siempre vuelve.
—Es culpa de ella —dijo John con brusquedad—. Le pegaba antes de casarse y sin embargo siguió adelante. Fue una estupidez.
—Tenía razones para casarse con él —dijo Pam volviéndose hacia él.
—Claro. Necesitaba a alguien que le calentara la cama, de modo que escogió al primer hombre que se cruzó en su camino.
—Quizá se sintiera sola o asustada. Marcy era un bebé. ¡Caramba, John! ¿Eres incapaz de imaginar cómo debía de sentirse?
—Francamente, ese casamiento fue una estupidez. Y ahora tiene que hacerse cargo de las consecuencias.
—No merece lo que le hace Jarvis.
—Entonces debería echarlo.
—Lo hace, pero siempre vuelve.
—Pues entonces debería llevarlo ante los tribunales.
—No tiene dinero para eso.
—Por lo tanto se limita a sentarse y aguantar. Es tan estúpida ahora como lo era entonces. Hay gente que nunca aprende.
—Eres un pelmazo, John.
—Lo mismo digo, Pam —dijo John y apretó el acelerador.
Llegó a Boston en tiempo récord. Aunque la velocidad consiguió disipar gran parte de su furia, siguió sintiendo la suficiente para urdir planes. Pensó en Cutter y en Eugene. Luego pensó en Patricia y fantaseó con ella, de modo que cuando llegó a Beacon Hill estaba excitado sexualmente.
Pam y Marcy se retiraron lo antes posible, lo que complació a John. El muchacho dejó la maleta junto a la puerta trasera y subió los escalones de dos en dos. Pamela estaba en su salita, ante el escritorio con tapa corredera, escribiendo invitaciones para una fiesta que pensaba ofrecer. Ya se había interrumpido para saludar a Pam, y cuando John apareció en la puerta, alzó la vista.
John le hizo un gesto con la cabeza, señalando la segunda planta, se volvió y subió esa escalera también de dos peldaños por vez. Fue directamente a la habitación de Patricia, de Patricia y Eugene y cuando la mujer de su padre llegó allí, ya estaba totalmente desnudo y excitado. Patricia apenas tuvo tiempo de esbozar una sonrisa de asombro antes de que él la atrajera hacia sí y comenzara a desvestirla.
—¿John? —preguntó.
John comprendía que estuviera intrigada, pues solía abordarla de una forma más civilizada. Mientras le quitaba la ropa también notó que estaba asustada, pero eso le gustaba. Le permitía sentir que dominaba la situación. Eugene podía hacer lo que quisiera con su testamento, podía ser orgulloso y petulante, burlarse de John, desacreditarlo sin consideración. Pero John reiría el último, porque allí, en su dormitorio, en su cama y entre sus sábanas, su esposa se acostaba con él.
Durante los meses siguientes John comenzó a buscar más y más a Patricia. Se convirtió en una compulsión vengativa, en la única fuente de satisfacción en el curso de la lucha con su padre. Eugene no estaba dispuesto a cambiar el testamento. John se cansó de discutir, intentó razonar con él una y otra vez, pero cuanto más se empeñaba, más convencido parecía su padre. Eugene también mantuvo su postura en lo referente al negocio. No quería oír hablar de dedicarse a otra actividad que no fuera la industria minera y cuando John mencionó la posibilidad de vender acciones al público, se marchó de la habitación.
En consecuencia John también se marchó y desahogó su frustración en el dormitorio de Eugene, con la esposa de Eugene.
A veces Patricia protestaba. El día que había regresado de Maine con Pam y Marcy y la había tomado sin un momento de preámbulo amoroso, Patricia se quejó de su poca consideración.
—Puedo parar —dijo mientras la penetraba profundamente, sosteniéndose sobre los puños—. Si quieres puedo parar, pero saldré de esta habitación y no volveré nunca. Me mudaré de la casa y tendré mi propia casa. Ya es hora de que lo haga.
Pero Patricia se apresuró a disculparse, tal como esperaba John. Así como ella se había convertido en una obsesión para John, Patricia se había vuelto adicta a él. Eugene rara vez estaba allí y John la tranquilizaba. Dependía de él; era su aliado, la única persona capaz de convencer a Eugene de que diera los pasos necesarios para proporcionarle la seguridad que ella necesitaba.
John no siempre estaba de acuerdo con ella en cuáles debían ser esos pasos. Patricia tenía la idea fija del negocio inmobiliario. Había visto enriquecerse a muchos hombres de Boston comprando propiedades y reformándolas o derrumbándolas para construir de nuevo. Acababa de ponerse en marcha un proyecto de remodelación de los edificios de la costa y Patricia estaba convencida de que las minas St. George podían conseguir enormes beneficios en el desarrollo urbanístico.
John tenía otras ideas. Para él, los hombres que hacían millones en el negocio inmobiliario eran simples advenedizos. Algunos venían de fuera de la ciudad, otros eran abogados o políticos locales que habían visto el potencial del negocio y se estaban capitalizando con él. Ninguno de ellos tenía auténtica clase, y John no quería unirse a gente como aquélla.
Lo que tenía en mente era mucho más sofisticado. Había pasado suficiente tiempo con los poderosos para saber qué clase de cosas conseguían impresionarles. La opulencia heredada de generación en generación les impresionaba, pero él no la tenía. La riqueza excesiva también les impresionaba, pero tampoco la tenía. Lo que tenía era acceso a las turmalinas más bellas del mundo, y aunque éstas no estaban tan bien consideradas como los diamantes, los rubíes y los zafiros, John estaba lo bastante metido en el comercio de gemas para saber que los joyeros comenzaban a diversificar el negocio. La popularidad de las turmalinas aumentaba, pero además podía comerciar con otras piedras preciosas.
Quería crear un sitio exclusivo y elegante, un establecimiento que fuera, en su género, un equivalente a Dior en el mundo de la ropa, a Gucci en el de los artículos de cuero, a Chanel en el de los perfumes. Patricia pensaba que no era un sueño ambicioso, pero John sabía que si tenía que escoger entre sus planes y nada, optaría por él en contra de la insistencia de Eugene por mantener el statu quo.
Mientras tanto, dependía cada vez más de él, y John alentaba esa dependencia. Cuando estaban en la cama, se abrazaba a él con desesperación. John no se lo habría permitido a ninguna otra mujer. Hillary jamás haría una cosa semejante.
Con el tiempo, la dependencia de Patricia precipitó los acontecimientos de una forma que jamás habrían imaginado. Ella lo deseaba todo el tiempo, y puesto que el odio de John hacia su padre se había intensificado desde el altercado sobre Gutter, él correspondía a sus deseos. De modo que empezaron a descuidarse. Sin importarle que Eugene estuviera en la ciudad, John volvió a casa temprano un día, hizo un gesto a Patricia para indicarle que fuera a su habitación, y le hizo el amor larga y apasionadamente.
Eugene los encontró allí. John nunca sabría si había sido simple coincidencia o si su padre los vigilaba porque había comenzado a sospechar algo. Al parecer, había salido de una reunión, se había enterado de que John había regresado a casa y había vuelto poco después.
La expresión de su cara cuando abrió la puerta y descubrió lo que ocurría no fue exactamente lo que John habría esperado. En ella no había señales de humillación ni de derrota. Miró a la pareja en la cama con manifiesta repulsión. John permaneció tendido con aparente indiferencia, mientras Patricia se acomodaba histéricamente la ropa que no había terminado de quitarse.
—¿Cuánto tiempo lleváis haciendo esto?
—No es lo que parece —dijo Patricia mientras se bajaba la camisa y se volvía para ocultar los pechos dentro del sujetador—. No es lo que parece.
Pero Eugene miraba a John.
—¿Cuánto tiempo?
John se encogió de hombros. Su corazón latía con más fuerza que unos minutos antes, en el momento del clímax.
—Un tiempo.
—¡Basura!
Patricia, que ahora se afanaba por abrocharse la blusa, intentó excusarse:
—Gene, puedo explicártelo. Sé que te parecerá sospechoso...
—Si yo soy basura —dijo John—. ¿Qué eres tú?
—Nada. No tenemos ninguna relación. Ya he tenido suficiente. Estás despedido.
—No digas eso, Gene. John es importantísimo para la compañía. No se sentía bien, eso es todo, y yo...
Eugene no la miró ni una sola vez. Tenía la vista fija en John, que comenzaba a preocuparse. Había imaginado muchas veces el placer que sentiría al confesar a su padre que se tiraba a su mujer, pero nunca había considerado la posibilidad de acabar en la calle. Sin embargo, eso era lo que decía Eugene.
—Quiero que desaparezcas de mi casa y de mi vida hoy mismo.
—Gene, no...
—No pienso hacerlo —dijo John sin hacer caso a Patricia. Se incorporó lentamente en la cama y se dirigió a su padre—. Yo he estado solucionándote las cosas en la oficina y en casa mientras tú te dedicadas a jugar al billar o al póquer con tus amigos en Timan Cave. Me debes algo.
—Tengo la impresión de que ya te has cobrado —dijo Eugene mirando fugazmente a Patricia.
—No por completo.
—Explícaselo, John —suplicó Patricia.
Pero John no la escuchaba. Lo que ocurría, lo que había ocurrido, era un asunto entre él y su padre. Nunca había tenido nada que ver con ella. Se enrolló la sábana a la cintura y se levantó de la cama.
—Quiero más. Si deseas que me marche, lo haré. Incluso renunciaré a mi puesto, pero te costará caro.
—No conseguirás nada —gritó Eugene.
—Te costará mucho. Quiero dinero.
—No te daré una mierda.
—Si me voy de la compañía, me llevaré a casi todo el cuerpo directivo conmigo. No he estado rascándome la barriga todos estos años. Puede que tú hayas cuidado a los mineros como si fueran oro, pero yo he sido quien se ocupó de mantener engrasados los engranajes. Los directivos vendrán conmigo; una sola palabra mía, y los perderás. Romperás la cadena en un minuto —dijo chascando los dedos—. Y te llevará tiempo repararla.
—¡Demonios! Sigues tan arrogante como de costumbre. Pero esta vez no funcionará —le informó Eugene, rojo de furia—. Si alguien quiere marcharse, lo acompañaré a la puerta y yo mismo lo empujaré fuera. Valoro más la lealtad que cualquier otra cosa. Si sólo son leales a ti, puedes llevártelos. —Apretó los dientes—. Ahora voy a salir y no quiero verte aquí cuando regrese.
—Gene, no puedes... —dijo Patricia corriendo tras él.
—¡Ya está hecho!
John no se movió, no podía moverse, pero oyó las súplicas de Patricia, que intentaba convencer a Eugene. La mujer lo siguió por las escaleras, y su voz se volvió tan desesperada como la sensación que tenía John en la boca del estómago. Oyó uno, dos, tres portazos, intercalados con los ruegos de Patricia y las respuestas secas de Eugene. Sin embargo John no se movió hasta oír un último portazo, seguido de un silencio absoluto. Durante un tiempo interminable permaneció en la habitación de su padre, cubierto sólo con la sábana, esforzándose por reprimir el pánico que se manifestaba con un sudor frío encima de su labio superior.
Tenía la impresión de haber pasado por eso antes: el miedo, el terror, la sensación de que la tierra se abría a sus pies. Se había sentido así después de la muerte de su madre, pero no había imaginado que podría volver a ocurrir. Sin embargo, allí estaba, con el futuro pendiente de un hilo. Aquello no tenía nada que ver con la satisfacción que había imaginado para aquel momento.
Confundido, dejó caer la sábana al suelo y cogió su ropa. Se estaba poniendo los pantalones cuando oyó la primera sirena. En Boston siempre se oían sirenas, y puesto que estaba en medio de una emergencia personal, no les prestó atención.
Con la camisa abotonada, aunque fuera del pantalón, cogió su americana y su corbata del suelo, se alisó el pelo con los dedos y fue a su habitación para dejar las cosas. Necesitaba un trago. No podía pensar. Tenía que decidir si se iba o se quedaba, lo que debía decir o hacer, cómo enfrentarse a Eugene. No era posible que su padre hablara en serio. Estaba enfadado y nervioso. Ningún hombre echaba a su hijo, al vicepresidente de su empresa, de aquel modo.
Bajó las escaleras sumido en una profunda confusión y cuando estaba a mitad de camino notó el aire frío procedente de la puerta abierta. Marcy la había abierto y se había asomado a mirar algo hacia el pie del monte Vernon, en la dirección de Charles. Las sirenas sonaban más fuerte que de costumbre.
John nunca sabría si lo que lo empujó a la puerta fue una premonición, la necesidad de distraerse o simple curiosidad, pero pronto se encontró mirando las luces rojas intermitentes por encima del hombro de Marcy.
—¿Un incendio? —preguntó.
Marcy sacudió la cabeza y demoró unos instantes en responder.
—Las luces están en el centro de la calle. Más bien parece un accidente.
—¿Dónde está Patricia? —preguntó John con una sensación extraña. En la pausa que siguió, creyó advertir que Marcy sabía perfectamente lo que sucedía detrás de las puertas cerradas de la habitación de su patrona tantas tardes y noches. Pero ya no le preocupaba—. ¿En el salón? —Marcy meneó la cabeza con la vista fija en las luces de la calle—. ¿En la cocina?
—¿No está con su padre?
—No lo sé. ¿Es así?
—Les oí hablar y luego se marcharon. Quizá estén allí abajo, retenidos en el tumulto.
John volvió a sentir los latidos de su corazón, quizá no tan fuertes como antes, pero muy rápidos.
—¿Dónde está Pam?
—En casa de su amiga Cindy. Volverá pronto.
John se volvió hacia el interior de la casa y llamó:
—¡Patricia! —Al no obtener respuesta, fue hasta el pie de la escalera—. ¡Patricia!
Pero sólo oyó otra sirena.
Maldiciendo en voz baja, cogió su abrigo del armario y se lo puso mientras bajaba corriendo la escalinata de piedra de la entrada.
A medida que se acercaba a las luces, comenzó a apurar el paso. El coche azul empotrado entre un camión y el muro de ladrillos de una tienda le resultaba familiar.
—Dios mío —murmuró mientras se abría paso entre las ambulancias—. ¡Dios mío!
—Eh, muchacho. No se acerque —dijo un oficial de policía.
—Los conozco —consiguió decir. Agitado, observó cómo separaban al camión de la pared.
—¿Sabe quiénes son? —preguntó el policía, pero John no podía apartar los ojos del amasijo de hierros en que se había convertido el coche de su padre.
—¿Qué ha pasado? —murmuró.
—¡John! —dijo una voz agitada a unos metros de distancia. John se giró y vio a Pam corriendo, con los ojos llenos de asombro y curiosidad—. Los padres de Cindy me dejaron a dos manzanas de aquí para evitar el atasco. ¿Qué ha ocurrido?
La niña se inclinó hacia un lado y luego se puso de puntillas para intentar ver algo por encima de las ambulancias y los coches de policía.
John tragó saliva y le rodeó los hombros con un brazo. Era la primera vez que la tocaba de una forma en cierto modo protectora. La obligó a volverse y la condujo con rapidez hacia lo alto de la colina.
—Eh, muchacho —gritó el policía—. Necesitamos una identificación.
John no le hizo caso. Cogió los hombros de Pam, apretándola con fuerza cada vez que la niña quería girarse. Él no necesitaba girarse para ver el coche empotrado en la pared; la imagen había quedado grabada para siempre en su mente. Si podía ahorrarle esa visión a Pam, quizá consiguiera superar su propio sentimiento de culpa.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Pam, ahora más asustada que curiosa.
—Un accidente. No te conviene verlo. Te acompañaré a casa y luego volveré. Más tarde te lo explicaré todo.
Pam no discutió, aunque sin duda reparó en la conducta extraña de John. Intentó volverse una vez más para mirar por encima del hombro. Cuando John se lo impidió, preguntó:
—¿Mamá está en casa?
—No lo creo.
—¿Y papá?
—No.
—¿Sabes dónde están? —preguntó. John nunca había oído aquel temblor en su voz.
—No estoy seguro, pero lo averiguaré. —Apuró el paso, obligándola a seguirlo. Marcy seguía en la puerta, demasiado lejos para ver el coche, su color o, afortunadamente, sus ocupantes—. Llévala dentro —ordenó y regresó corriendo a la calle.
Llegó justo a tiempo para ver cómo cargaban el cuerpo destrozado de Patricia en una camilla y se lo llevaban rápidamente en una ambulancia. Tardaron más tiempo en liberar el cuerpo de Eugene del amasijo de hierros. También a él lo subieron a una ambulancia, pero no con tanta prisa. Había muerto en el preciso instante en que el coche había chocado contra la pared.