Capítulo 24

—PARECE que debo felicitarte, ¿verdad? —preguntó Hillary.

Cutter se apoyó el auricular en el hombro, lo acomodó y se apretó los ojos con dos dedos.

—Aja.

—Cuéntamelo todo.

—Cuéntame qué sabes tú.

—¿No quieres hablar?

—Estoy cansado.

—¡Ah! Has tenido una mala noche, ¿eh?

Cutter echó un vistazo al apartamento. Era un caos; lo había sido durante los dos meses pasados. ¿Una mala noche?

—Algo así.

Todas las noches habían sido malas desde que se había enterado de la boda de Pam. No dormía bien, no comía bien, ni siquiera era capaz de concentrarse en lo mal que había actuado.

—He oído que te han contratado para hacer de héroe desaliñado, vestido con téjanos, en una gran campaña publicitaria subvencionada por la Industria de diamantes —dijo Hillary—. ¿Es verdad?

—Se aproxima bastante a la verdad, aunque lo has expresado con gran dramatismo.

—Soy escritora. Si no puedo expresar las cosas con dramatismo, ¿qué me queda? Cuéntame. ¿Has tenido algún problema con Jondier?

—No, pero mi contrato está a punto de expirar y necesito un cambio.

—Lo tendrás. De pantalones elegantes a téjanos. ¿Y qué hay del trabajo? ¿Será menos pesado que el anterior?

—Sí. Menos días y más dinero.

—No está mal. —Hillary hizo una pausa—. ¿Pero por qué no pareces entusiasmado?

Cutter se restregó la cara con los dedos y dejó caer la mano sobre su regazo.

—Estoy cansado.

—Y la echas de menos.

Cutter se estremeció. Después de unos instantes, dijo:

—Sí, así es.

—Ay, Cutter.

—¿Has hablado con ella? —preguntó apretándose los ojos con fuerza.

—La semana pasada parecía estar bien.

—¿Sólo bien? ¿No estaba feliz y radiante? ¿No es así como se supone que deben estar las recién casadas?

—Venga, Cutter, no seas sarcástico.

—¿Qué esperas de mí? —gruñó y luego se desahogó—: Es el amor de mi vida y se supone que yo el de la suya, pero cuando me niego a ceñirme a sus planes, sale corriendo y se casa con otro. Después de catorce años. Catorce años.

—Cutter, hace catorce años Pam sólo tenía nueve.

—Fue la primera vez que nos vimos y a partir de entonces todo ha sido especial. ¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo pudo haber pensado en casarse con otro? ¿Cómo pudo hacerlo? Y con ese tipo, caramba, que es más viejo que el mundo.

—Es un buen hombre.

—¿Puedes decirme que lo ama?

—No; pero le cae bien. Y es bueno con ella.

—Yo también habría sido bueno con ella.

—Pero no quisiste casarte.

—Porque no era el momento oportuno y sus argumentos eran estúpidos. Al final he demostrado que tenía razón, ¿verdad? —se jactó—. No ha podido asumir el control de las acciones de Patricia. El tribunal no le ha concedido nada.

—Le ha concedido el control de las suyas.

—Eso no es más que una minucia, ¿de qué sirve?

—Sirve para que Pam tenga un asiento en el consejo y cierto reconocimiento. Está resuelta a tener voz y voto en las reuniones. Y también está resuelta a ser la mejor diseñadora de Facets.

—¿Y el tipo con quien se ha casado le dejará tiempo para eso?

—Se llama Brendan. Y sí, le dejará trabajar. Quiere que lo haga porque sabe cuánto significa para ella.

—¿Y qué hay de niños? ¿No los tendrán? —Su voz sonó desgarrada. Siempre que pensaba en el bebé que no había nacido se sentía fatal. Hizo una mueca de dolor.

—Déjame ir a verte, Cutter —dijo Hillary con voz queda.

—No. —Cutter se aclaró la garganta—. No estoy vestido. —Se miró; era una verdad a medias. Tenía el torso desnudo y estaba descalzo. Llevaba pantalones, pero tenía la cremallera abierta. No veía mucho sentido en subírsela cuando la única cosa práctica que había hecho en todo el día era pis.

—Me gustaría estar allí. Creo que te encuentras mal.

Debería haber supuesto que se lo ofrecería. Hillary era una chica generosa. Pero él no quería compasión; la compasión no le serviría de nada.

—Claro que estoy mal, pero sobreviviré.

—El contrato nuevo es fabuloso y me dejará tiempo libre para hacer lo que quiera.

—Si te sirve de consuelo, John no está...

—Si no quieres que me ponga violento, no me lo menciones. —Luchó por contener el dolor—. ¿Sabías lo del bebé, Hillary?

La chica tardo un minuto en responder.

—No hace mucho que lo sé.

—Pero te enteraste. ¿Por qué no me dijiste nada?

—No me correspondía a mí hacerlo.

—Alguien debería haberlo hecho. Tenía derecho a saberlo.

—¿Para qué? El bebé ya no existía.

Esas palabras sólo contribuyeron a aumentar su amargura.

—Quizá haya sido lo mejor. Si Pam hubiera tenido un niño a esa edad se habría fastidiado la vida.

—No crees lo que dices.

—¿Qué se supone que debo creer? Me cuenta este asunto del aborto y luego se marcha. ¿Cómo demonios podía saber lo que le había pasado?

—Podrías haber preguntado. Podrías haberla llamado. Hasta podrías haberla ido a ver a Boston.

Cutter se había repetido lo mismo una y otra vez, y en cada ocasión se había preguntado si eso habría cambiado algo. Suponía que sí; pero jamás habría soñado que fuera a casarse tan repentinamente con otra persona. Había sido poco intuitivo y muy obcecado.

—Estaba enfadado. —Fue la única excusa que se le ocurrió.

—Todavía lo estás. Pero no te ensañes con Pam, al menos en lo referente al aborto. Ella quería ese bebé; lo quería más que a nada en el mundo. No estoy segura de que todavía haya conseguido superar la pérdida.

—¿Cómo pudo hacerle eso John? —exclamó Cutter, pero enseguida añadió—: Olvida esa pregunta. Es muy típico de él. Lo que no entiendo es cómo puedes seguir viendo a un hombre como ése.

—Ése es otro asunto, Cutter —dijo Hillary con voz más fría—. Te diré todo lo que sé de Pam, incluso puedo decirte algo de John, pero no me critiques. Todos tenemos nuestras debilidades. John es la mía y Pam la tuya.

—Pam no es perversa ni cruel. Amarla es tan sencillo como respirar.,

—¿Tan sencillo es? Dios mío, si respirar me doliera tanto como a ti te duele amar a Pam, no podría resistirme a la tentación de regalar mis pulmones. Pero tú siempre vuelves por más. Catorce años son muchos años. Lo que sientes por ella tiene que haberse convertido en una obsesión.

—Quizá —admitió Cutter y luego añadió con resolución—: pero algún día será mía.

—Está casada. Será mejor que lo aceptes.

—Por ahora; pero algún día será mía. Algún día todo será mío. Ya lo verás, Hillary. Lo conseguiré.

Esa idea, más que cualquier otra cosa, lo animó a seguir adelante. Dejar Jondier fue una buena táctica. Al reducir las horas de trabajo y aumentar los ingresos, tuvo ocasión de dedicarse más tiempo a los negocios. Allí estaba su futuro. La carrera de modelo era sólo un medio para alcanzar un fin.

Trabajar con la industria de diamantes le abrió muchas puertas. Conoció a gente nueva, hizo nuevos contactos. Con los mejores hombres de negocios del país como maestros, asumió un papel cada vez más activo en sus propios asuntos y al hacerlo ganó respeto. Poco a poco empezaron a verlo como un hombre astuto en su profesión y socialmente hábil.

Como era inevitable, su camino acabó cruzándose con el de Pam. Aunque en distintas posiciones, estaban en el mismo campo, y cuando Cutter no posaba como modelo se dedicaba a los negocios. Conocían a la misma gente; de modo que un buen día se encontraron.

Fue en septiembre, en San Francisco. Pam llevaba diez meses casada. Cutter no la había visto desde el día en que ella había salido corriendo de su apartamento, y aunque una parte de su furia se había disipado, aún no podía perdonarla por lo que le había hecho. Entonces la vio, al otro extremo del salón, más atractiva que nunca.

Fue como si le asestaran un puñetazo. Cuando recuperó el aliento, se sintió dolorido, herido y solo. Pero por encima de todo, sintió que la deseaba. No podía dejar de mirarla. Ella alimentaba su mente y sus sentidos, reavivando sensaciones que no había experimentado en diez meses y medio.

Entonces Pam también lo vio, y sintió las mismas sensaciones que él, el mismo dolor, la misma soledad, el mismo deseo. Incapaz de soportarlo, Cutter se giró y salió hecho una furia. Pam estaba casada; no tenía derecho a mirarlo de ese modo. Sin embargo, no podía olvidar que lo había hecho, y por eso, cuando la vio en un restaurante en Gstaad en febrero, en lugar de marcharse, se disculpó ante los amigos que lo acompañaban y se dirigió a su mesa.

—Pam. —Inclinó la cabeza a modo de saludo. Su corazón latía desbocado, pero el entrenamiento profesional y el grueso jersey que llevaba le ayudaron a disimularlo—. ¿Cómo estás?

—Bien —dijo ella, todavía más pálida que unos meses antes—. ¿Y tú?

Cutter respondió con un gesto afirmativo.

—¿Has venido a esquiar?

—No; sólo por negocios. —Lo miró fijamente unos segundos antes de presentarle a las cuatro personas que estaban con ella. Su marido no estaba entre ellos, pero Cutter ya lo sabía. Había visto una foto de Pam y Brendan después de la boda y la imagen del hombre permanecía grabada en su mente.

Antes de acabar con las presentaciones, volvió a mirarlo con fijeza.

—¿Y qué hay de ti? —preguntó en cuanto pudo, con las mejillas sonrosadas—. ¿Trabajo o placer?

—Un poco de cada cosa. Es un lugar fantástico. —Pero no derrochó ni un minuto en mirar alrededor. Ninguna pista de esquí podía rivalizar con la cara de Pam. Además, era una vista muy poco frecuente para perderse un solo segundo—. Es la primera vez que vengo aquí.

Pam asintió y echó un rápido vistazo a su atuendo, pero de inmediato volvió a mirarlo a los ojos.

—Has estado esquiando. —Cuando él se lo confirmó con un gesto, añadió—: Apuesto a que eres bueno. —Él se encogió de hombros—. Siempre has sido muy... ágil.

Cutter tenía dificultades para aparentar indiferencia. Los ojos de Pam estaban llenos de una curiosidad que rayaba en el deseo. No importaba que esos sentimientos estuvieran prohibidos. Reflejaban lo mismo que sentía él y no hacían nada para calmar sus propias ansias de tocarla.

Durante unos instantes ninguno de los dos habló.

—Siempre lo he intentado —dijo él por fin en voz baja. Levantó la cabeza, saludó con un gesto a los amigos de Pam y se dirigió a ella, mirándola largamente—: Cuídate.

Regresó con sus acompañantes, pero no dejó de observarla desde el otro extremo de la sala. En varias ocasiones sus ojos se cruzaron, pero Pam siempre se apresuraba a mirar a otro sitio. Cutter no sabía si pretendía disimular o si sencillamente le resultaba demasiado doloroso mirarlo a los ojos. Si era lo segundo, sabía cómo se sentía. Su sola visión le recordaba todo lo que debería haber hecho. Si Pam hubiera sabido hasta qué punto su proximidad reforzaba la resolución de Cutter, seguramente se habría asustado.

En octubre, cuando volvió a verla en una fiesta en un club privado de las afueras de Atlanta, se mantuvo apartado. Pam estaba con Brendan. Incluso Cutter tuvo que admitir que formaban una buena pareja. Con el cabello cano y la figura esbelta, Brendan era un hombre bastante apuesto. Ella le añadía elegancia con su compañía y él, a cambio, le ofrecía apoyo en forma de una mirada, una caricia, una sonrisa. Cutter sufrió al notar aquellos gestos, hasta que Pam lo vio y el sufrimiento se volvió aún más intenso. Después de un rato, Brendan se perdió con ella entre la multitud. Cutter se marchó en la dirección opuesta, pero el sufrimiento continuó.

Desesperado por un poco de aire, salió a la terraza. Pam lo encontró allí.

—¿Cutter?

Él se miró los zapatos lustrosos. Pam se acercó y repitió su nombre con suavidad.

—Vuelve dentro, Pam —dijo él sin levantar la vista.

—¿Por qué?

—Esto es peligroso.

—John no está aquí.

—John no es el peligro.

Pam permaneció callada durante un minuto, pero no se marchó. Por fin dijo con voz cautelosa:

—Sólo quería saludarte. Ha pasado mucho tiempo.

—Ocho meses.

—Y una semana.

Cutter dejó escapar un suspiro ahogado. Levantó la cabeza y lo que vio le bastó para hacerle desear no haberlo hecho. Pam lo miraba con los ojos muy abiertos, entre asustados y desesperados. Tenía la piel suave y lustrosa, los labios húmedos. Con el cabello recogido graciosamente detrás de una oreja, el vestido de raso ceñido a su cuerpo con igual gracia y las deslumbrantes joyas de turmalina en las orejas y el cuello, su aspecto era exquisito.

Durante un interminable momento él se limitó a observarla. Por fin dijo con voz ronca:

—Parece que la vida de casada te sienta bien. Estás más guapa que nunca.

—Tú también.

—Y tienes éxito.

—Y tú. La campaña de los diamantes es impresionante. —Seguía mirándolo con la misma expresión entre asustada y desesperada—. Te echo de menos —murmuró.

El corazón de Cutter dio un vuelco.

—No digas eso.

—Es verdad.

—Pero hace daño oírlo. Y saberlo no me ayuda.

—A mí me ayuda decirlo. Eres mi mejor amigo, Cutter, y te hice daño. Si pudiera volver atrás...

Él le cubrió los labios con dos dedos y sacudió la cabeza.

—No lo digas —murmuró.

Los ojos de Pam eran un espejo de sus sentimientos, y Cutter vio en ellos la misma añoranza de otros tiempos. Sin embargo, esta vez obedeció su advertencia. En lugar de hablar, le besó los dedos, retrocedió y salió corriendo de la terraza.

Cutter dejó la fiesta poco después; pero no verla no significaba que no pensara en ella. Pensaba en lo que Pam le había dicho, en la forma en que lo había dicho, y aunque la maldecía por ello, tenía que reconocer que había sido más sincera que él. Cutter también la echaba de menos, la echaba de menos con toda su alma. Debería habérselo dicho.

Sin embargo no habría servido de nada. Ella era una mujer casada.

Cuando volvió a verla en el mes de junio, en el estreno de una película en Los Ángeles, tuvo problemas para recordar ese detalle. Brendan no estaba allí y la acompañaban unos amigos. Cutter estaba con una chica, pero eso no le impidió mirarla.

—¿Una amiga? —preguntó su acompañante.

—Sí.

Apartó la vista, pero un instante después volvió a mirarla. Pam también lo había visto y parecía afectada. Cutter se sintió culpable de que lo pillara con otra mujer, hasta que reconoció lo absurdo de la situación. Pero el sentimiento continuó, y cuando oyó que ella dejaba a sus amigos para dirigirse al lavabo, la siguió. La esperó apoyado en una pared del pasillo, fuera de la vista. Pam no intentó fingir que se trataba de una coincidencia y se acercó a él con paso vacilante.

Ninguno de los dos habló. Se limitaron a mirarse. Cuando Cutter no pudo soportarlo más, alzó la mano para acariciarle la mejilla y enseguida la deslizó hacia un sitio más íntimo, debajo del cabello. Pam dejó escapar una pequeña exclamación de placer. Segundos más tarde sintió que la mano de la joven estrechaba la suya.

Con una inspiración temblorosa, dejó a un lado el sentido común y murmuró:

—¿Nos vemos más tarde?

Ella quería hacerlo. Cutter lo veía en sus ojos, lo sentía en la forma en que le cogía la mano. Pero se resistía.

—Tenías razón. Es peligroso.

—Sólo para hablar.

La expresión de Pam negaba que eso fuera posible. A pesar de todo lo ocurrido, se sentían mutuamente atraídos, demasiado enamorados. Después de mirarlo durante un minuto con un deseo estremecedor, Pam le soltó la mano y se marchó.

Cutter perdió todo interés por la película y por los encantos de su compañera. Mucho después de dejarla en su casa, comenzó a pasearse nerviosamente por la habitación del hotel. Si hubiera sabido dónde se alojaba Pam la habría llamado. Era una suerte que no lo supiera. Lo que tenía en mente no era correcto; ella estaba casada. Sin embargo él la deseaba con una fiebre que no había disminuido en los últimos dos años y medio, y Pam le había demostrado que esa fiebre era compartida.

Volvió a verla dos meses después, en una exposición de arte en Nueva York y tres meses más tarde, en una gala benéfica en Dallas. En ambas ocasiones hizo todo lo posible por controlarse, pero poco a poco fue perdiendo el dominio de sí. Finalmente, volvieron a encontrarse en el mes de marzo en una conferencia sobre joyas en Nueva Orleans, y el deseo reprimido durante tres años se desató.

Pam no se lo contó a nadie. No se sentía orgullosa de lo que había hecho, pero por alguna razón cuando estaba con Cutter la certeza de que estaba traicionando a Brendan no parecía importarle. La posibilidad de verlo y de tocarlo borraba todo lo demás. Inevitablemente, cuando regresaba a casa sentía remordimientos y se volcaba en Brendan para compensarlo. Sin embargo, no podía evitar soñar con Cutter y cuando empezó a temer la posibilidad de pronunciar el nombre equivocado en sueños, supo que debía hacer algo.

Fue a ver a Patricia. Sabía que corría un riesgo, pero según decía Bob Patricia estaba bastante recuperada. El psiquiatra insistía en que debía implicarla en su vida, y hasta cierto punto lo hacía. La visitaba regularmente, le mostraba sus joyas y hablaba con ella de la marcha de los negocios y de sus amigos. También había llevado a Brendan para presentárselo.

El hospital representaba seguridad para Patricia y como podía permitírselo, permanecía allí. Sin embargo se había mudado a un ala más pequeña e íntima y había empezado a dar pequeños paseos con Bob. Aunque todavía no había adquirido la seguridad suficiente para salir con Pam, se había vuelto más locuaz.

Era lo que Pam necesitaba. No esperaba absolución pero tenía que hablar, tenía que contarle a alguien lo que había hecho. Necesitaba que alguien le dijera que no era tan perversa como se sentía a veces.

Era un día caluroso y húmedo de julio. El alto olmo del patio les ofrecía sombra y de vez en cuando corría una brisa ligera. Pam empujó la silla de ruedas de Patricia hasta allí y volvió a buscar dos vasos de té helado antes de sentarse en el columpio de madera.

Bebió el té mientras buscaba la forma correcta de abordar el tema. Sin proponérselo, Patricia lo hizo por ella.

—Tienes cara de preocupación —dijo en voz baja—. ¿Estás preocupada?

—¿Preocupada? No exactamente.

—¿Enfadada conmigo?

—Oh, no. En absoluto. —Respiró hondo—. Tiene que ver conmigo.

—¿Y con Brendan?

—En cierto modo sí. —Por fin se atrevió a ir al grano—. He estado viendo a Cutter.

Patricia lo aceptó como si fuera lógico.

—Amas a Cutter.

—Sí, pero estoy casada con Brendan. Se supone que debo amar a Brendan, e interpreto el papel de que lo amo.

Patricia arrugó el entrecejo.

—Entonces todo está bien, ¿verdad?

—Cutter es... Cutter y yo... Intentamos evitarlo, pero... —Respiró hondo—. Me he acostado con él.

Patricia volvió a arrugar el entrecejo.

—Antes de casarte con Brendan.

Pam hubiera querido llorar. Su madre pensaba que era inocente y buena, lo cual era a un tiempo maravilloso e injusto. Era humana, como cualquier otra persona.

—Me acosté con Cutter la semana pasada. No dejábamos de encontrarnos en todas partes, en todas las ciudades del país, en todos los rincones del mundo. Y siempre parece que hubiera un fuego que... —Hizo un movimiento con las manos—, estalla. Pensé que tal vez debería hacerlo para poder seguir adelante, pero sigo teniendo la misma sensación, tan fuerte como siempre. No puedo evitarlo; lo necesito. —Se quedó sin aire, volvió a respirar hondo y dijo—: Dime que hay razones para que ocurran estas cosas. Dime que existe alguna justificación.

Patricia agachó la cabeza y por un instante Pam deseó haber hablado primero con Bob. Pero no quería contarle lo de su aventura con Cutter. Además, él siempre insistía en que debía poner a prueba los límites de Patricia.

Con la cabeza gacha, Patricia dijo:

—Mi situación fue diferente. Yo no amaba a John. No había justificación para lo que hice.

—Quizá no en términos de amor.

—Ninguna justificación en absoluto —dijo su madre sacudiendo la cabeza.

—Pero lo necesitabas. —A Pam le había llevado mucho tiempo y muchas discusiones con Bob aceptarlo.

Después de unos instantes Patricia dijo en voz baja:

—Sí.

—¿Alguna vez pensaste que no podrías vivir un día entero sin él?

—No; nunca me sentí tan desesperada. —Vaciló, y luego añadió incluso más bajo—: Al menos en el aspecto físico. En otros aspectos lo necesitaba. Él me decía lo que necesitaba oír, me hacía sentir mejor. —Bebió el té a sorbitos, siempre con la vista baja—. Tampoco me forzó físicamente. La atracción era real.

Pam siempre se había preguntado sobre la naturaleza de aquella atracción, puesto que John no la excitaba en absoluto.

—¿Era por su edad? ¿Porque era más joven que tú?

—Tenía que ver con su seguridad, su entusiasmo. —Patricia reflexionó durante unos instantes—. Quizá me atrajera el peligro, pero después siempre me sentía culpable.

Pam conocía muy bien ese sentimiento.

—¿Alguna vez sentiste la necesidad de hablar de ello con papá?

—¡No podía hacerlo! —dijo Patricia alzando la cabeza—. Lo habría matado. —Su voz se volvió más débil—. Al final lo mató.

—No, mamá. Lo que lo mató fue su carácter.

—Pero si yo no hubiera...

—Tú no le pusiste el camión delante.

—Él intentó detenerse, pisó el freno y soltó una maldición, pero de todos modos chocamos. No lo hizo adrede.

—Lo sé. —Pam se columpió. El crujido del columpio era rítmico y reconfortante—. Y tú no le hiciste daño a propósito.

—No, jamás lo habría hecho; lo amaba.

—Lo sé.

Patricia alzó la cabeza.

—¿Lo sabes?

—Sí. Durante un tiempo no estaba segura. No podía entender que hubieras tenido una aventura con John si amabas a papá. Era una moralista, ¿verdad? —Cuando Patricia no respondió, continuó—: Creía que uno o bien amaba, o no amaba, y que si lo hacía, el amor debía ser puro, bueno y poderoso. Las cosas siempre habían sido así entre Cutter y yo. —Limpió el vapor que se había condensado en el vaso con el pulgar—. Pero como él no estaba dispuesto a casarse conmigo, me casé con Brendan. —Echó un vistazo fugaz a Patricia—. Nunca me dijiste nada al respecto. —Su madre se encogió de hombros—. Quería casarme y librarme de John. —Patricia seguía sin responder y Pam comenzó a dibujar líneas en el suelo con el pie—. Brendan me gustó desde el principio. Una vez que nos casamos, fue fácil amarlo. Es un hombre dulce y generoso.

—Sí —dijo Patricia.

—Y me siento mal porque él confía en mí. No imagina que he visto a Cutter. —Se meció adelante y atrás en el columpio—. ¿Qué debo hacer?

—No soy la persona más idónea para responderte —dijo Patricia removiendo los cubitos de hielo con la paja.

—No puedo preguntárselo a nadie más.

Los cubitos tintinearon una y otra vez.

—¿Qué quieres hacer?

—Quiero hacer lo apropiado, o sea, ser fiel a Brendan. Pero no puedo evitar lo que siento por Cutter. Lo necesito. No puedo explicarlo; Brendan me da mucho, pero Cutter es Cutter. Cuando estoy con él, soy una persona diferente. Es como si hubiera un vínculo muy fuerte entre los dos. Brendan es tranquilo, reservado, tierno y poco exigente. Me daría todo lo que le pidiera. —Esbozó una sonrisa de indefensión—. Cuando se trata de Cutter, sólo lo quiero a él. Lo amo de pies a cabeza. —La sonrisa se desvaneció cuando recordó las cicatrices de su espalda. Seguramente las conocía mejor que él mismo.

—La pasión no basta. No eches a perder lo que tienes con Brendan sólo por una pasión física.

—Pero también lo amo.

—No funcionará —dijo Patricia sacudiendo la cabeza.

—¿Ni siquiera si tenemos cuidado?

—No está bien.

—Pero soy una buena esposa. Le he dado un hogar a Brendan y estoy a su disposición siempre que me necesita. Invierto la mayor parte de mi tiempo y de mi atención en él.

—Como debe ser. Es tu marido.

—Cutter está solo.

—Ya tuvo su oportunidad.

—Pero no fui justa con él. Estaba enfadada y mi prisa por casarme con él fue como el arrebato de papá cuando se metió en el coche y resbaló en el hielo. Me comporté de manera impulsiva. Cometí un error.

—A veces debemos cargar con nuestros errores.

—¿Para siempre? Piensa en ti. —Pam se adelantó hasta el borde del columpio—. No es necesario que sigas aquí. Podrías venir a vivir conmigo o buscarte tu propio apartamento.

—No.

—Es lo que papá habría querido.

—¡No!

Pam habría querido continuar la discusión, explicarse mejor, pero la intuición le dijo que ya había hablado demasiado. De modo que calló, volvió a reclinarse en el columpio y se meció mientras tomaba pequeños sorbos de té. La voz de Patricia la pilló por sorpresa.

—Lo que te pasa con Cutter —comenzó con voz vacilante—, ¿te hace sentir dichosa y eufórica?

—Sí. Mucho.

—¿Y la sensación continúa a flor de piel mucho tiempo después? —preguntó con la mirada perdida.

—Siempre.

—¿Cuando estás con él —continuó Patricia cogiéndose al brazo de la silla de ruedas—, te olvidas de todo, aunque las cosas vayan mal?

—Sí. —Patricia suspiró. Pam esperó que continuara, y cuando no lo hizo, preguntó—: ¿Es lo mismo que sentías por John?

Patricia sacudió la cabeza mirando al frente.

—Es lo mismo que sentía por tu padre.

Por unos instantes Pam fue incapaz de hacer otra cosa más que mirar a su madre fijamente. Luego se bajó del columpio y la abrazó. Era evidente que Patricia no aprobaba lo que hacía ni intentaba aconsejarla, pero al equiparar sus sentimientos hacia Eugene con los de ella hacia Cutter, aliviaba en parte su culpa por la traición. El amor de Pam hacia Cutter hizo el resto.

No lo veía a menudo; sólo cuando estaba lejos de Boston y de Brendan. Por lo general, se limitaban a charlar, a sonreírse, a cogerse de las manos. Se resistían a hacer el amor, se resistían con todas sus fuerzas, pero a veces la necesidad era demasiado grande. Así había sido en París, durante el mes de noviembre, cuando Pam había corrido por la Rué Jean Coujon con ese único objetivo en la mente.

Se había subido el cuello del abrigo de pieles hasta el borde del turbante de marta para que nadie la reconociera. Si hubiera tenido tiempo de cambiarse, habría llevado un atuendo menos llamativo, pero tenía prisa. Desde que había visto a Cutter entre la multitud durante un preestreno en el Jeu de Paume, no había pensado en otra cosa más que en acercarse a él. Luego, desde el momento en que lo consiguió, y él le cogió una mano y le besó ambas mejillas al estilo francés, las palabras que murmuró siguieron resonando en su cabeza: «El San Regis, habitación veintiuno, a las doce y media. Te espero.»

En ningún momento se había planteado la posibilidad de no acudir a la cita. Hacía mucho tiempo que no se veían, que él no la estrechaba en sus brazos, haciéndola sentir verdaderamente amada.

Recordó encuentros anteriores y apuró el paso. Cuando llegó al pequeño hotel, subió la escalinata corriendo. Cruzó el vestíbulo a toda prisa, y tras murmurar un agitado bonsoir al recepcionista, corrió escaleras arriba. Siguió corriendo por el pasillo hasta la puerta señalada con un 21 de bronce.

Llamó con cautela. Un segundo después la puerta se abrió con un chirrido y apareció Cutter. Tiró de ella, la colocó con la espalda contra la puerta, le cogió la barbilla con la mano y la besó.

No fue un beso tierno, sino hambriento, lleno de deseo. Así era Cutter cuando estaba desesperado, ansioso, excitado, fuera de sí. Pam enredó los dedos en el cabello del muchacho y le devolvió el beso hasta que tuvo que apartarse para respirar.

Cutter le quitó el turbante y apoyó su frente contra la de ella.

—Llegas tarde —acusó con tono grave y ronco. La mantenía clavada a la puerta con la parte inferior de su cuerpo, mientras le desabotonaba el abrigo.

—No conseguía taxi —respondió ella, intentando recuperar el aliento y desabrochar la camisa de Cutter al mismo tiempo—. Luego pillamos un atasco y después el maldito coche comenzó a pararse a cada rato. Por fin el taxista me dejó en el extremo opuesto de la calle.

Cutter ya se había quitado la chaqueta del esmoquin y la pajarita colgaba a un lado del cuello almidonado. Pam le quitó con impaciencia los pasadores de diamantes del cuello, le abrió la camisa y le besó el pecho. Mientras sus labios rozaban el vello suave, cerró los ojos y aspiró el olor de la piel de Cutter.

El abrigo de pieles cayó al suelo, y antes de que llegara allí, Cutter le bajó la cremallera del lujoso vestido de noche negro. Deslizó una mano dentro, le cogió las nalgas y atrajo las caderas de Pam hacia las suyas.

Pero era una pobre satisfacción comparada con lo que habría de seguir. Cutter tiró del vestido y lo arrojó al suelo. Pam extendió la mano para desabrocharle el pantalón, pero las caricias del muchacho sobre sus pechos, a través de la seda del body, la distrajeron y tuvo que aferrarse a sus hombros para no caer.

Entonces él pasó a la acción. Se desabrochó el pantalón, se bajó la cremallera y deslizó la tela elegante sobre sus muslos y pantorrillas hasta que el pantalón quedó hecho un ovillo en el suelo, junto al vestido de Pam.

Pam lo acarició. Tenía una magnífica erección que crecía aún más con sus caricias. Pero la paciencia de Cutter se agotó. Llevó las manos a la entrepierna de la chica, buscó los broches de presión del body y tiró, desnudándola. Luego tomó impulso y la penetró con fuerza.

Gimieron al unísono y luego rieron del sonido angustioso del gemido.

—¡Dios! ¡Cuánto te he echado de menos! —le susurró Cutter al oído.

A Pam le encantaba oírle decir esas palabras, le encantaba su pasión, le encantaba sentirlo en su interior.

—Lo sé.

—¿Si?

—Yo siento lo mismo, aunque no dejo de pensar que algún día acabará.

—No acabará.

—Lo sé.

Cutter la penetraba, retrocedía con suavidad y volvía a penetrarla con más fuerza.

—Cada vez es... mejor...

Pam alzó la vista y notó que el muchacho tenía la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados, las mandíbulas apretadas en expresión de placer. Su propio placer aumentó. Le rodeó el cuello con los brazos y las caderas con las piernas, y él apoyó las palmas de las manos sobre la puerta, a ambos lados de la cabeza de la chica.

Al tiempo que sofocaba los agudos gemidos de Pam con sus besos, Cutter la acariciaba con movimientos largos y bruscos, que hacían temblar la puerta.

Ella se corrió primero, pero sólo porque él lo quiso así. Cuando el cuerpo de Pam comenzó a temblar con los espasmos del clímax, Cutter la penetró por última vez y alcanzó el orgasmo con un largo gemido de placer.

Pam sintió los interminables latidos de su miembro. Por fin, Cutter deslizó los brazos temblorosos a ambos lados del cuerpo de la joven y se dejó caer de rodillas. Pero enseguida se incorporó.

—Ay, pequeña —dijo con voz ronca y la barbilla húmeda sobre la sien de Pam.

La chica murmuró su nombre, pero eso fue todo; no tenía fuerzas para añadir nada más. Dejó que la abrazara, que su proximidad fuera el tónico capaz de devolver la vida a sus extremidades.

Cutter la estrechó con fuerza, incluso demasiada al comienzo, pero a ella no le importó. Poco a poco aligeró la presión, le restregó la cara contra la mejilla, rozó los pendientes y el collar a juego con la punta de los dedos. Era un conjunto de perlas y turmalinas incrustadas en grandes ondas de plata. Cutter siguió el contorno de las piedras con los dedos y agachó la cabeza, dejando que su lengua le dijera lo hermosa que la encontraba.

En aquel momento, todavía bajo el efecto de la pasión compartida, Pam pensó que lo que hacían no estaba mal. Cutter era especial. Aunque su compañía le estuviera vedada, la hacía sentir segura. También la hacía sentir plena, femenina y sensual. Incluso entonces, cuando teóricamente debía de sentirse saciada, su cuerpo comenzaba a arder de pasión una vez más.

—Eres un diablillo —bromeó levantando las caderas al percibir su nueva erección.

—Sólo cuando pienso en ti —dijo él con una sonrisa arrogante, muy masculina—. Llevo días así.

—¿Cachondo?

—Sí.

—¿Y no has encontrado quien te alivie?

Pam sabía que era injusta, pero no podía evitar pensar en sus compañías femeninas. Cutter era un hombre sensual y ella conocía sus necesidades mejor que nadie.

—Nadie puede aliviar mi deseo por ti —dijo sin responder directamente a su pregunta.

Pam no insistió. Cutter le bajaba los tirantes finos del body para descubrir sus pechos. Mientras acariciaba un pezón erecto con el pulgar, cogió el otro con la boca y succionó con fuerza. Pam contuvo un grito, arqueó la espalda, y le cogió la cabeza, tirándole del pelo.

Un instante después estaban en el suelo. Esta vez hicieron el amor mirándose a los ojos. Se desafiaron con la mirada, en silencio, a excepción de un gritito contenido, un gemido amortiguado, un gruñido ronco. El ritmo se intensificó y sus cuerpos se cubrieron de sudor, pero ninguno de los dos desvió la vista o cerró los ojos. Cuando terminaron y se quitaron las últimas prendas, se tendieron en la cama de lado, frente a frente, completamente despiertos.

Permanecieron unos minutos así, acariciándose con ternura, respirando suavemente. Conversaron, compartieron ideas y noticias como buenos amigos, pero, como era inevitable, alguna palabra evocó momentos pasados y volvieron a hacer el amor. Era la mejor forma de expresar sus sentimientos.

En esta ocasión, la relación fue más tierna, un conmovedor reencuentro de cuerpos. El roce suave de una mano sobre una rodilla, de una nariz sobre un vientre, de unos nudillos sobre la piel suave entre el muslo y la cadera. El olor a almizcle, a hombre, sexo y flores exóticas, acompañado de suspiros. Cutter le lamió el anillo de oro en la mano izquierda y Pam bebió sus propias lágrimas de las pálidas cicatrices de la espalda de él. La realidad siempre acababa por imponerse, por mucho que se esforzaran para apartarla de sus mentes.

Luego la pasión volvió a encenderse, borrándolo todo excepto el presente, y por un momento consiguieron olvidar que pronto tendrían que separarse. Avivaron el fuego del deseo, se aferraron al delicioso olvido e hicieron el amor una y otra vez. Cuando las fuerzas los abandonaron, estaba a punto de amanecer.

Pam despertó con el resplandor de la mañana. Se sentó en la cama, sintiéndose culpable, y dijo:

—¿Cutter? —Se apartó el cabello de la cara y lo intentó de nuevo, esta vez más alto—: ¿Cutter?

Durante el silencio que siguió a su pregunta, vio un papel pequeño sobre la almohada. La letra de Cutter era la misma de siempre, los mismos garabatos casi ilegibles que habían contribuido a que lo echaran del colegio tanto tiempo atrás, pero si Pam tuvo dificultades para descifrar su mensaje fue por las lágrimas que le nublaban la vista.

«Tu tiens mon coeur. C.»

Pam siguió con la nota en la mano durante largo rato, moviéndose sólo para secarse las lágrimas de las mejillas o la nariz con el dorso de la mano. Sólo cuando miró el reloj y comprobó que tenía poco tiempo, dobló el papel por la mitad, volvió a doblarlo en dos y lo guardó en el bolso. Iría a parar con los demás, oculto debajo de los sostenes de puntillas, las combinaciones de raso y las bragas de seda. Pam sabía que eran una prueba contundente de su traición, pero aquellos garabatos eran los únicos recuerdos que tenía de Cutter durante los largos períodos de separación, y no le importaba correr el riesgo.

Pero aquel noviembre se llevó a casa otro recuerdo de Cutter. En enero se enteró de que estaba embarazada y ese descubrimiento la colmó de dicha. Había temido que el aborto la hubiera dejado estéril, pues después de cuatro años de matrimonio con Brendan no había logrado concebir un hijo. Pero sus temores eran infundados. No sólo podría resarcirse de la pérdida del primer niño, sino que daría una enorme alegría a Brendan. Su marido sabía cuánto deseaba un hijo y se alegró de la noticia tanto como ella.

En agosto de 1984 nació Ariana, una niña saludable con la nariz y la boca de su madre y unos ojos oscuros tan familiares para Pam como los suyos propios. Pam sabía quién era su padre.