Capítulo 9
NUEVA York, mayo de 1990
Hillary miró a Pam, que caminaba con paso elegante por la Quinta Avenida. Llevaba el cabello recogido debajo de un gorro, una chaqueta de lana y un jersey indescriptibles, mallas y zapatillas de ballet y un bolso de lona con la inscripción I love New York. Aunque su atuendo pretendía ser descuidado, a Hillary le pareció entrañable. Unas gafas negras escondían sus ojos, no tanto del sol, como de las miradas curiosas. Necesitaba el anonimato. Eran espías en una misión especial, una de las inconfesables incursiones de incógnito de Pam en el mundo de los joyeros neoyorquinos. Era la primera vez que lo hacían desde la enfermedad de Brendan, y aunque Pam había dudado antes de dejarlo, necesitaba un respiro.
Hillary la había acompañado con frecuencia en estas excursiones, sencillamente porque Pam era su amiga y disfrutaba estando con ella. Pero aquella vez el motivo era más serio.
Acababan de salir de la sala de exposiciones de David Webb, en la calle Cincuenta y siete, y se dirigían a Tiffany's. Prudentemente, Pam decidió que debían conversar mientras contemplaban las obras de la competencia. Quería aparentar despreocupación, incluso indiferencia. El destino había querido que aquella misma mañana en el viaje desde el aeropuerto presenciara un accidente automovilístico, y aunque las circunstancias eran muy distintas a las de veintiún años atrás, las luces parpadeantes de las ambulancias habían removido sus recuerdos. Habían hablado de esos recuerdos durante la comida en el comedor del Westbury y continuaban conversando mientras caminaban.
—Sabía que John era capaz de ser compasivo —comentó Hillary después de que Pam le confiara los detalles de aquellos días terribles.
Pam la miró a través de las gafas oscuras.
—Aunque es evidente que esa cualidad se le ha atrofiado. Sin embargo, debo admitir que entonces se comportó decentemente. Durante tres días, el tiempo transcurrido entre el accidente y el entierro, fue un tipo decente. Interpretó el papel de hijo compungido y hermano preocupado. Sin duda sólo fue un papel.
—Reconócele los méritos que se merece.
—Muy bien. Tres días. Reconozco que se portó bien durante tres días.
—Muy generosa —señaló Hillary, aunque estaba pensando en algo que Pam había dicho en el curso de otra conversación, dos semanas antes, cuando la había visitado en Boston—. Y ya que hablamos de generosidad, ¿qué pasó con el legado de Cutter? Nunca me ha dicho una palabra al respecto, y cuanto más pienso en ello, más extraño me parece. Cuando vino a Nueva York por primera vez, traía los ahorros de toda su vida en el bolsillo. No tenía intención de regresar a Timiny Cove.
Pam no respondió y Hillary sospechó que estaba pensando en los acontecimientos previos al traslado de Cutter a Nueva York. Sabía que esos recuerdos le provocaban dolor.
Pero ella quería saber qué había pasado con el legado.
—Si hubiera tenido Little Lincoln, no se habría deprimido tanto. Le habría dado confianza, por no mencionar el dinero. Little Lincoln se explotó un año después de la muerte de Eugene.
Hillary se había enterado de ese detalle una semana antes, mientras deambulaba por Timiny Cove.
—Nunca recibió Little Lincoln.
—¿Por qué no?
—Tú puedes imaginártelo tan bien como yo.
—¿Y qué imaginas tú?
La luz del semáforo cambió y las jóvenes cruzaron la calle.
—Que John falsificó el testamento.
—No pudo hacerlo. Un testamento es un documento legal.
—Muchos documentos legales se falsifican.
—John no haría algo así. —Esta vez la expresión de Pam debajo del ala del sombrero y detrás de las gafas oscuras fue jocosa—. No lo haría, Pam. Es ilegal. John no arriesgaría su carrera de ese modo, y mucho menos su reputación.
—Yo estaba presente cuando el testamento fue leído —insistió Pam.
—¿Y mencionaba a Cutter?
—No.
—¿Ya Little Lincoln?
—Tampoco.
Sin embargo, Hillary se resistía a creerle. No podía admitir que John fuera un delincuente.
—Quizá esa parte del testamento se haya tratado en privado. Puede que Eugene haya solicitado que el legado quedara entre Cutter y el abogado. Hasta es posible que le hayan entregado Little Lincoln y que luego la vendiera. —Sin embargo, las minas St. George se habían encargado de la explotación de la montaña—. John debe de habérsela comprado.
—Lo siento, Hillary, pero no fue así.
—¿Estás segura?
—Cutter no recibió nada. Lo sé.
—Quizá nunca hubiera un legado para él.
—Los oí hablar de él en Maine. Mi padre estaba decidido. No era una discusión gratuita. Era un hecho consumado y no ocurrió nada después de aquello que pudiera hacer cambiar de idea a mi padre. Él y Cutter se llevaban estupendamente hasta el día de su muerte.
Caminaron en silencio durante unos minutos. Por fin, Hillary murmuró:
—Es un cabrón.
—Exacto.
Unos días más tarde, Hillary fue a visitar a Arlan McGregor. Era su editor, el hombre con quien había trabajado en los dos libros anteriores, pero también su amigo. Cuando Hillary apareció en su puerta, Arlan la miró por encima de las gafas caídas sobre la nariz, se reclinó en el sillón, cruzó los brazos sobre una barriga que había crecido considerablemente en los últimos tiempos y sonrió.
—¿Te alegras de verme? —preguntó Pam, también sonriente. Había olvidado cuánto le gustaba a Arlan, pero la sonrisa del hombre ahora se extendía a sus ojos, en una clara expresión de bienvenida.
—Mucho. Comenzaba a pensar que habías desaparecido de la faz de la tierra o que te habías largado de Nueva York. Te he echado muchísimo de menos.
—Vaya.
—De veras. Pero un hombre sólo puede soportar el amor no correspondido durante un tiempo limitado. —La miró de arriba abajo con aprobación—. Tienes buen aspecto, Hillie.
Si algo le había enseñado John era a proyectar la imagen que deseaba dar. Llevaba un traje elegante, de aire masculino, perfectamente apropiado para una reunión de negocios. Quería parecer competente, confiada y segura.
—Gracias, amigo —dijo e hizo una pausa. Notaba algo diferente, un olor extraño. De repente, comprendió lo que ocurría—. ¿Ya no fumas?
—Lo he dejado.
—Muy bien, Arlan. Estoy orgullosa de ti.
—Lo echo muchísimo de menos.
—Lo superarás. Tienes muy buen aspecto. —Luego añadió con tono más profesional—: ¿Qué tal estás?
—Bastante bien —respondió él encogiéndose de hombros. Miró el manuscrito que estaba leyendo—. Ocupado. —Después de unos segundos se inclinó y apoyó los codos sobre el escritorio—. Aburrido. He estado leyendo toda clase de obras fascinantes: una biografía del tipo que inventó los desodorantes para zapatillas de deporte, una colección de cuentos escritos por homosexuales sobre sus madres, un manual que explica cómo mantener alejados a los mapaches de los comedores para pájaros, y libros de autoayuda sobre temas tan diversos como la paz interior y los dolores provocados por los gases intestinales. Las cosas van muy mal, realmente mal. —Abrió mucho los ojos—. Necesito algo bueno, Hillie, algo con garra, algo que valga la pena. ¿Cuándo lo escribirás?
Hillary señaló con orgullo la cartera que llevaba colgada al hombro.
Arlan abrió aún más los ojos.
—¿En serio?
—Muy en serio.
—¿Has escrito algo más importante que esos mediocres artículos para revistas?
Hillary no se ofendió. Arlan era un buen amigo. Además, el tono entusiasta de su voz revelaba que había recurrido a la persona adecuada.
—Esos artículos mediocres me han dado de comer durante los últimos años, puesto que nada de lo que he escrito para ti hasta el momento ha revolucionado al mundo. Pero esto podría hacerlo. —Respiró hondo—. Sólo tengo los primeros capítulos y no son más que un borrador, pero si quieres puedes leerlos.
Arlan le señaló una silla con el lápiz que tenía en la mano.
—Y cierra la puerta. No quiero que nadie oiga esto.
Hillary cerró la puerta y se sentó con tranquilidad.
—En marzo hubo un programa especial de 20/20 sobre John St. George. ¿Lo viste? —Arlan negó con la cabeza—. Fue interesante —dijo—. Una entrevista halagüeña, más aún, fervorosa. Pintaba a John como un pilar de la comunidad, un filántropo y un genio emprendedor.
—Por lo que he oído, lo de genio podría ser cierto —dijo Arlan mientras jugueteaba con un lápiz—. Sus tiendas son un éxito. ¿Cuántas tiene ya?
—Cinco. Las más nuevas son las de Los Ángeles y Londres.
—Muchas celebridades compran sus joyas.
—A las celebridades les sobra el dinero, y ¿qué mejor forma de gastarlo que en joyas? Son un lujo de moda. Aunque John no compra joyas con su dinero, sino placas con su nombre en la puerta de los edificios, reconocimiento y buena voluntad. Compra favores.
—Tal como lo describes, parece un político. En cualquier momento se presentará al cargo de senador.
Hillary se quedó absolutamente inmóvil.
—No si puedo evitarlo. Lo conozco, Arlan. Conozco a ese hombre y a su familia. Conozco sus temores, sus obsesiones y sé que ha hecho cosas en el pasado que desmentirían por completo lo que se dijo en el programa 20/20. Hay otro John que nadie conoce, otra historia. Si quieres un libro escandaloso, ahí lo tienes. Y yo puedo escribirlo.
Durante un instante, Arlan permaneció tan quieto como ella. Luego abrió precipitadamente un cajón, cogió un puñado de semillas y se las metió en la boca.
—Pipas —masculló y se sacudió varias de la camisa. Después, como si lo hubiera pensado mejor, sacó el paquete del cajón y arqueó las cejas, invitando a Hillary.
Pero Hillary negó con la cabeza. El editor cogió otro puñado y cerró el cajón.
—Has tenido una relación personal con ese hombre.
—Los mejores libros de este tipo están escritos por personas que han tenido una relación personal con el individuo en cuestión. Las listas de éxitos editoriales están llenas de libros escritos por esposas, ex esposas o amantes.
—Pero eso hace que la información sea muy parcial.
—Y muy apasionante. Durante años me has dicho que a mi obra le faltaba emoción, pero esta vez será distinto, créeme.
Arlan vaciló. Otra vez jugueteaba con el lápiz.
—Te creo. Pero esto pinta como algo comercial, mientras que el resto de tu obra era intelectual.
—Eso dices tú —dijo Hillary mirando al techo.
—Y también los críticos.
—¿Y de qué me sirvió? ¿Cuántos ejemplares he vendido?
—Hacerse un nombre lleva tiempo. Esos libros eran sólo el comienzo, pero eran intelectualmente estimulantes.
—Éste también lo será. —Hillary se inclinó hacia adelante, con los codos apoyados en los brazos de la silla—. ¿No lo ves? Ésa es mi principal habilidad: buscar un sentido profundo a algo aparentemente trivial. Es lo que hice con la biografía de Dorothea DeBlois. Su nombre no significaba nada, no era más que una periodista cuya obra había sido olvidada. Sin embargo, antes de 1910 escribió cosas que todavía tienen vigencia. Y había razones para que viera las cosas como las veía; razones relacionadas con su época, su familia y su lugar de residencia. Conseguí demostrarlo en mi libro y precisamente por eso fue estimulante. —Hillary se tranquilizó y miró a Arlan a los ojos—: Puedo ofrecerte la misma clase de estímulo en este libro. El libro se venderá por el nombre de la persona en la cual se inspira. El programa de 20/20 es buena prueba de ello. John es un artículo de consumo que se vende bien; sólo yo tengo una imagen especial de él. Puedo ofrecer una visión más profunda del hombre y su mentalidad. Puedo analizarlo mejor que cualquier psiquiatra, porque John jamás se confiaría a un psiquiatra. Pero se ha confiado a mí, de modo que soy la persona idónea para hacerlo, Arlan.
Había conseguido despertar su interés. Hillary podía verlo en su mirada. Sin embargo, Arlan se resistía.
—¿Cuánto tiempo hace que conoces a John St. George?
—La primera vez que lo vi tenía doce años. La primera vez que hablé con él, quince. Nos hicimos amigos cuando yo tenía diecisiete años y ahora tengo cuarenta y cuatro, así que calcula...
—¿Habéis sido amigos desde entonces?
—Y ocasionalmente enemigos. Pasa con todas las amistades.
—¿Y amantes?
—Yo no he dicho eso.
—Pero lo fuisteis. ¿Os habéis peleado?
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque si escribes un libro como el que propones, no le gustará. Es probable que te ganes su odio.
—Aparecer en la lista de éxitos editoriales del New York Times compensará con creces esa posibilidad.
—No hay garantía. Si escribes ese libro y no se convierte en un éxito, te habrás ganado un enemigo. ¿Qué pasará entonces?
—La vida continúa —dijo con tono jocoso. Sólo ella sabía cuántas veces se había repetido esa frase en los últimos días.
—¿Incluso sin John?
—¡Caramba, Arlan! Eres un hombre de ideas fijas. Sí, la vida continúa sin John. No es el principio ni el fin de mi mundo. ¿Por qué te interesas tanto por eso?
—Porque no entiendo tu relación con él. Es otra faceta del enigma que eres para mí, porque eres un enigma, ¿sabes? Tu vida anterior a tu llegada a Nueva York es una página en blanco para mí. Cada vez que te pregunto algo al respecto, eludes la cuestión.
—Mi vida está en Nueva York.
—Vamos, no creciste como una huerfanita en un rincón de Central Park. Estuviste seis años en Boston antes de venir aquí y antes de eso dieciocho en Tammanay Hall...
—Timiny Cove —corrigió Hillary, sonriendo a su pesar—. ¿Por qué te equivocas siempre?
—Porque el nombre de ese pueblo no significa nada para mí. No quieres decirme nada sobre él y a veces me pregunto si existirá realmente o será una invención.
—No lo es.
—Entonces debe de ser un pequeño pueblo lleno de gente malvada del que tuviste que huir porque te amenazaron de muerte.
—No exactamente. —Hillary ya no sonreía—. Sin embargo, todos nos vamos tarde o temprano. Tú también abandonaste Poughkeepsie. ¿Alguna vez te he preguntado cómo fue tu infancia allí?
—Sabes perfectamente que fue aburridísima —dijo dándose pequeños golpecitos con el lápiz en la barbilla—. Además, es probable que a ti no te interese entenderme, pero a mí me interesa entenderte a ti. Te adoro. —Hillary suspiró y alzó la vista hacia el techo—. Es verdad —insistió Arlan—. Si no fuera porque tengo una familia perfecta y una esposa...
—A propósito, ¿cómo está?
—Enfadada porque me niego a llevarla a Puerto Vallaría el mes que viene —respondió el editor reclinándose en la silla—. Aparte de eso, bien.
—¿Y por qué no la llevas a Puerto Vallaría?
—Porque cada vez que voy a México, me enfermo. Le dije que buscara un sitio en Florida, pero ella quiere ir a Puerto Vallarta. ¿Qué tiene de especial Puerto Vallarta?
—La persona que te acompaña —respondió Hillary, y de inmediato calló, sorprendida por sus propias palabras.
Había pasado su cuadragésimo cumpleaños en Puerto Vallarta con John, durante uno de los pocos viajes que habían realizado juntos. John no solía tomarse vacaciones; era un adicto al trabajo en el más estricto sentido de la expresión. Al principio, tenía la motivación de construir el negocio, pero hacía tiempo que éste no le exigía las horas que le dedicaba. Para él, el trabajo era una excusa y una evasión al mismo tiempo; la forma ideal de mantener a la gente a una distancia prudencial. A pesar de su éxito, nunca se había sentido totalmente aceptado por la flor y nata de la sociedad, y en consecuencia no se encontraba cómodo entre ellos. Por supuesto, nada de eso se había reflejado en 20/20. Animada por esa idea, Hillary respiró y dijo:
—Tengo que escribir ese libro, Arlan. Necesito hacerlo.
—¿De repente?
—No. Lo había pensado antes. —En más de una ocasión en el pasado, mientras observaba cómo John transformaba las minas St. George de una pequeña industria de piedras preciosas en la sofisticada fuente de materia prima de Facets, Hillary había pensado en documentar el cambio. Los informes económicos de la compañía sólo contaban la mitad de la historia—. Pero John todavía no era lo bastante célebre para que el libro fuera un éxito. Y quiero un éxito. Lo necesito. Tengo cuarenta y cuatro años y estoy envejeciendo. He publicado dos libros, ninguno de los cuales obtuvo mayor reconocimiento, y docenas de artículos en revistas que quizá no haya leído nadie. He llegado a un punto muerto. Mi carrera está estancada. Si no consigo el éxito pronto, no tendré el tiempo, la energía o la salud mental necesarios para conseguirlo. —Frunció el entrecejo—. ¡Caramba! Quiero ser célebre, que escriban sobre mí en People. Quiero ir a fiestas y que la gente sepa cómo me gano la vida. Aspiro a ser alguien.
—¿Como John St. George?
Hillary se estremeció.
—Sí, como John St. George. —No escondía su rivalidad—. Aunque no puedo competir con lo que ha obtenido. John se hizo cargo de las minas St. George después de la muerte de su padre y las convirtió en algo que él jamás habría soñado. Desde el punto de vista profesional, merece matrícula de honor, pero personalmente, apesta. —Hillary se acercó a la ventana y contempló la vista sombría de hormigón—. John St. George es un egocéntrico. Cuando era casi un niño decidió qué quería de la vida y a partir de ese momento hizo todo lo posible para conseguirlo. No construyó Facets exclusivamente con habilidad comercial, sino también gracias a su astucia para usar a la gente. Nadie se interpone en su camino y permanece allí durante mucho tiempo. John se deshace de las personas, las amenaza, las soborna o las manipula con tanta destreza que algunas nunca se dan cuenta de sus manejos. No se puede negar que ha trabajado mucho para llegar a la cima, pero hay muchísima gente que merecería estar allí con él.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo Pam, su hermana. Mejor dicho, su hermanastra.
—¿La diseñadora de joyas?
Hillary sonrió con sarcasmo al reflejo de Arlan en la ventana. El hecho de que conociera a Pam reforzaba su teoría sobre la importancia de la familia en el negocio de John.
—Exactamente. Su trabajo es lo que hace tan especial a Facets. Gran parte del éxito se debe a ese trabajo, pero John se niega a reconocerlo. Sólo está pendiente de los beneficios y jamás admitiría que Pam contribuye de una manera vital en la obtención de esos beneficios. —Hillary se volvió—. Luego está Patricia, la madrastra de John. No puedes imaginarte lo que le hizo John. Baste con decir que vive en una residencia psiquiátrica en las afueras de Boston. Y Cutter, el hombre con quien debería haberse casado Pam... Lo que John le hizo es inadmisible. —Aquéllos eran los ejemplos más obvios. Hillary, enfadada y nerviosa sólo de pensar en ello, añadió—. Lo peor es que se ha salido con la suya. No le han pedido cuentas ni siquiera por la mitad de las cosas que ha hecho y él sigue adelante tan contento, como si no tuviera nada de que arrepentirse. Tiene una escala de valores totalmente distorsionada y carece de conciencia.
—¿Y qué has visto tú en él?
Debería haber imaginado que Arlan le haría esa pregunta. ¿Cómo podía responderla? ¿Cómo explicar una forma de idolatría que había acabado por convertirse en obsesión? Hacía muchos años que era consciente de los defectos de John, pero eso no había impedido que se sintiera atraída hacia él. Incluso entonces, después de que la abandonara de una manera tan cruel, no estaba segura de poder escupirle a la cara si volvían a verse.
—Habéis sido amigos durante mucho tiempo —dijo Arlan con tono provocativo—. ¿En qué se basaba vuestra amistad?
—En el tiempo, la historia o en un interés común por los bailes lentos... No lo sé, Arlan. —Hubiera preferido que el editor no la presionara de ese modo; era un asunto demasiado delicado—. Llega un momento en que la relación se basa en sí misma. Quizá se convierta en hábito.
—O en compulsión.
—Puede ser. —Lo miró a los ojos—. Aun así, despertaría el interés de los lectores. Dime si el libro te interesa o no, porque si tú no lo quieres lo llevaré a otro sitio. —Volvía a sentirse segura, en control de la situación. En cierto modo, la posibilidad de sacar provecho de la traición de John le servía de consuelo—. No quisiera tener que hacerlo, pues tú y yo formamos un buen equipo. Ambos sabemos que ésta es la clase de historia que te conviene. Trata de un hombre hipócrita, apuesto y rico. —Arqueó las cejas en un gesto sugerente—. ¿No te gustaría ensuciar su imagen?
Fue como decir las palabras mágicas. Arlan McGregor era un hombre de aspecto agradable, apenas un poco rollizo, con una maravillosa melena larga y oscura que no amenazaba con ralear. Tenía algo de oso de peluche y ésa era una de las razones por las cuales le gustaba a Hillary. Daban ganas de abrazarlo, y aunque nunca lo había hecho, se había aprovechado de su amabilidad. Respetaba su experiencia profesional y comprendía su necesidad de formular preguntas difíciles. Sin embargo, siempre actuaba con tacto y cortesía y eso significaba mucho más para ella que una apariencia espléndida.
No era un hombre mundano. Se comentaba que en una ocasión había presentado equivocadamente a una periodista de la prensa del corazón como artista gráfica y que en más de una fiesta publicitaria se había manchado la camisa con salsa.
Tampoco era rico. Procedía de una familia de clase obrera de Poughkeepsie, había asistido a la universidad con una beca y había tenido varios empleos antes de fundar su editorial. A los cuarenta y seis años, era un editor de prestigio, y aunque a veces se quejara, le gustaba su trabajo. Sin embargo, jamás se haría rico con él.
Pero eso no significaba que no pudiera divertirse a costa de aquellos que lo eran o sentir cierta satisfacción cuando un pez gordo caía en desgracia; y John St. George era un pez gordo. La expresión de su cara reflejaba que si el libro de Hillary conseguía desacreditar a John, Arlan sería el primero en querer publicarlo.
Finalmente, el editor señaló la cartera de Hillary y extendió una mano.
Una semana después, Hillary regresó a la editorial con la misma expresión de seguridad, como si estuviera absolutamente tranquila, y vio la primera parte de su libro sobre la mesa. Arlan estaba reclinado en su silla, con las manos cruzadas sobre el estómago y los dedos más apretados que de costumbre. Hillary se preguntó si no le habría gustado su trabajo y no se atrevía a decírselo, o si, sencillamente, se moría de ganas de fumar.
—¿Y bien? —preguntó cuando se sintió incapaz de seguir soportando la espera.
—No me habías dicho que John St. George estuviera prometido.
No era lo que Hillary esperaba oír y tuvo que esforzarse para mantener una apariencia serena.
—¿Se supone que es un detalle importante?
—Podría serlo —respondió Arlan con una sonrisa—. ¿Crees que debemos presentar a la autora como la mujer traicionada?
Las palabras «presentar a la autora» eran la clave y los ojos de Hillary se encendieron al escucharlas.
—¿Eso quiere decir que te ha gustado el libro?
—Desde luego. Sabías que me gustaría —dijo con tono provocativo—. Pero no has respondido a mi pregunta: ¿eres la mujer traicionada?
—Claro que no. Entre John y yo nunca hubo un compromiso formal. Sólo somos amigos desde hace mucho tiempo. —Satisfecha con su explicación y con la frialdad con que había conseguido ofrecerla, preguntó—. ¿Por qué? ¿Qué importancia tendría que fuera así?
—El libro me gusta —dijo Arlan mientras cogía un clip y comenzaba a juguetear con él sobre la mesa—. Quiero que lo termines. Pero si tu razón para escribirlo no es estrictamente profesional...
—He deseado escribirlo durante años; ya te lo dije. En cierto modo, lo que me animó fue la entrevista de 20/20. Y el resultado bueno, Arlan; la historia tiene fluidez. —El entusiasmo de Hillary crecía a medida que hablaba—. He dedicado la mayor parte de mi vida de adulta a la escritura, y con frecuencia he tenido que luchar con las frases y las palabras. Este libro es diferente. Nací para escribirlo. —Hizo una breve pausa—. ¿No se nota?
—Sí. —Arlan dejó el clip y se removió con nerviosismo en la silla.
—Entonces ¿por qué estás tan inquieto?
—Porque me estoy muriendo.
—¿Por un cigarro? —preguntó Hillary con voz comprensiva.
A juzgar por su expresión, parecía que Arlan era capaz de matar por una sola calada.
—Tu manuscrito me hizo olvidar el tabaco durante un tiempo.
—Sabía que te gustaría —dijo Hillary con una sonrisa—. Lo presentía. Las palabras brotaban con tanta facilidad... Encajaban unas con otras a la perfección.
Arlan asintió con expresión profesional. Había unido las puntas de los dedos formando una cúpula y los flexionaba como si fueran patas de cangrejos.
—Eso es porque tienes una visión íntima de la situación y los personajes. Parece que fueran miembros de tu familia... —Una pausa—. Pero no lo son. Tú tienes tu propia familia, así que, ¿cómo es posible —añadió apoyando una mano sobre el manuscrito— que aparezcas en el libro como una huérfana?
—Porque no tengo un papel importante en la historia.
—Pero quiero saber dónde encajas. Cuando publicaste tus libros anteriores, te negaste a darnos información sobre tu vida.
—Te entregué una pequeña biografía con todos los datos pertinentes: el sitio donde nací, el colegio al que asistí, los títulos de mis obras publicadas. Es lo único importante.
Arlan sacudió la cabeza y buscó las pipas de girasol.
—Quiero saber más. Tu vida es parte de esta historia. Naciste en Tammanay Hall...
—Timiny Cove, Timiny Cove.
—Viviste allí y conocías a todos los habitantes del pueblo, pero no eres como ellos ni nunca lo fuiste.
—No es culpa mía.
—Pero viviste allí.
—Mi familia vivía allí.
Arlan se llevó un puñado de pipas a la boca.
—Continúa.
—En realidad no creo que sea necesario.
—¿Quieres un contrato?
Hillary sabía que bromeaba, pero de cualquier modo era un golpe bajo. Se levantó de la silla y dijo:
—He construido mi propia vida. Quizá no sea tan famosa como me gustaría, pero lo que he hecho lo he hecho sola. Nunca intenté mover influencias.
—Muy mal. Tu padre tiene muchas influencias.
Hillary lo miró en silencio durante unos instantes.
—¿Lo sabías?
—Siéntate.
Hillary se sentó, pero estaba resuelta a marcharse si la conversación tomaba un giro desagradable.
Arlan pareció notar que había descubierto su talón de Aquiles, porque suavizó el tono.
—Hace tiempo leí que Oliver Cox vivía en un pequeño pueblo llamado Timiny Cove. El nombre me quedó grabado porque me recordó a...
—Tammany Hall.
—Tú habías mencionado que procedías de ese sitio y eso me dio que pensar. El mismo sitio, el mismo apellido... Una simple llamada telefónica bastó para confirmarlo.
—¿A mi padre?
—Al encargado de Correos. Mejor dicho, a la encargada de Correos, una mujer muy amable. No hizo ninguna pregunta; simplemente me confirmó que eras hija de Oliver Cox.
Hillary estaba demasiado ocupada intentando trazar la cronología de los hechos para enfadarse.
—De modo que hace tiempo que lo sabes.
Arlan asintió.
—Supuse que tendrías tus razones para desear el anonimato.
—¡Ya lo creo que sí! —exclamó. Con la confianza en Arlan recuperada, se reclinó nuevamente en la silla—. Mi padre era un poeta brillante que había ganado prácticamente todos los premios en su especialidad. Mi hermana mayor acabó el bachillerato cuando tenía catorce años, de ahí pasó directamente al Instituto de Tecnología de Massachusetts y en la actualidad trabaja como física nuclear para el gobierno. Ambos eran raros, pero mi madre era la verdadera excéntrica de la familia, lo cual es bastante lógico, viviendo con ellos dos.
»Entonces llegué yo. —Inspiró hondo—. No es preciso que te diga que los decepcioné. No era poeta ni podía multiplicar mentalmente números de cuatro dígitos a los seis años. A los tres años, hacía las cosas que hacen los niños normales de esa edad; a los cuatro, las cosas que hacen los niños normales de cuatro años. Sin embargo, la gente del pueblo no se lo creía. Suponían que tenía que ser tan rara como el resto de mi familia y no me aceptaron más que a mis padres y a mi hermana.
—Se decía que tu padre era una especie de ermitaño.
—Y lo era. No era nada sociable. Tenía una mente tan compleja que actuaba con una extraña simplicidad. Cuando quería podía ser adorable, pero a medida que pasaban los años lo intentaba cada vez menos.
—¿Por qué escogió Timiny Cove?
Hillary nunca lo había sabido.
—Supongo que porque no era un sitio popular. Cualquier pueblo rural habría servido a sus propósitos. Sólo quería paz y tranquilidad para trabajar.
—De modo que los vecinos los dejaban tranquilos.
—Totalmente. Nunca nos vieron como gente del pueblo; se limitaban a mirarnos como si fuéramos bichos raros. Pues bien, puesto que a mí no me gustaba que me miraran por ser hija de mi padre y hermana de mi hermana ni tampoco quería decepcionar a nadie por no estar a la altura de mi familia, decidí que en cuanto tuviera la edad necesaria me iría del pueblo y me haría un nombre por mí misma.
—Oliver Cox no ha publicado nada desde hace tiempo.
—No. Está viejo. —Sin embargo, Hillary seguía pensando en otros tiempos—. ¿Sabes lo que es crecer rodeada de personas brillantes? Hablo de auténticos genios.
—No puedo responder que sí —dijo Arlan rascándose la cabeza.
Hillary no hizo caso de su expresión cómica.
—Es horrible; no hay comunicación. Mi padre siempre estaba con la vista perdida en la distancia. Si le hablaba, no me escuchaba. De repente cogía un lápiz y garabateaba algo en un sobre, un señalador de libros o una caja de cerillas. Invariablemente, era algo de una belleza asombrosa, pero cuando intentaba decírselo, él ya estaba lejos, abstraído otra vez en sus pensamientos.
—Su obra ha obtenido críticas espléndidas.
—Como es lógico.
—De modo que no te avergüenzas de él.
—Nunca me avergoncé de él. Sencillamente me molestaba que me calificaran de acuerdo con una escala inapropiada para mí. No quería que me consideraran brillante si no lo era; no quería que me vieran como a una excéntrica cuando no lo era.
—Al parecer, a John St. George no le importaban esas cosas.
Al oír el nombre de John, Hillary respiró hondo. Recordaba aquellos primeros días con él como si el tiempo se hubiera detenido y los recuerdos le hicieron revivir el profundo entusiasmo que sentía en ese entonces.
—No; John ni se planteaba esas cuestiones. Lo conocí en una época en que estaba bastante deprimida. No encajaba con mi familia ni tampoco con la gente del lugar. Estaba esperando mi oportunidad, esperando acabar el bachillerato para largarme, y John era justo lo que necesitaba. Venía de otro mundo y estaba tan fuera de lugar como yo en Timiny Cove. —Sonrió—. ¿Y sabes una cosa? No le importaba. Le daba igual lo que los mineros o sus familias pensaran de él, porque tenía otra vida. ¡Y qué vida! —Suspiró—. Solía interrogarlo sobre ella. Quería saberlo todo. Podía pasarme horas escuchándolo. —Bajó la voz y añadió—. Lo idolatraba; cuando nos convertimos en amantes, yo estaba en el paraíso. Era completamente distinto de todas las personas que había conocido.
—Pero él sólo estaba jugando contigo.
—Quizá.
—Sabías que tenía otras mujeres; ¿no te importaba?
—Entonces no lo sabía. Tenía diecisiete años y era una ingenua.
—Ni siquiera lo veías con frecuencia. Si lo que dices en el libro es cierto, John iba y venía de Timiny Cove a su antojo. ¿Te llamaba cuando estaba fuera?
—No.
—¿Te escribía?
—No. —Hillary se apresuró a añadir—. Pero yo lo entendía. De veras. Lo adoraba, pero no era el centro de mis ambiciones. —Cuando Arlan la miró con escepticismo, insistió—: Créeme. En ese entonces ya sabía que quería ser escritora y solía soñar con eso.
—Cuando no estabas soñando con John. ¿Qué te atrajo de él, Hillie? ¿Su refinamiento?, ¿su sofisticación? Por lo que dices ahora, ese tipo es una especie de ogro. ¿Qué viste en él?
Hillary meditó unos segundos. ¿Qué había visto en John? Fuego; John era un hombre fogoso, como buen hijo de su padre. Las prendas elegantes, confeccionadas a medida, no eran más que una fachada. Cuando se quitaba la ropa, podía ser tan ardiente como el que más. Intentaba disimular su pasión, pero cuanto más se esforzaba por contenerla, mayor era su intensidad cuando le daba rienda suelta. Aquéllos eran los momentos preferidos de Hillary, cuando John era una auténtica maravilla en la cama.
Sin embargo, no tenía intención de contarle esas intimidades a Arlan, de modo que se limitó a decir:
—Era una persona solitaria y distinta de las demás, igual que yo. Puede que eso haya sido lo que nos unió en un principio. Luego, cuando llegué a conocerlo, me quedé prendada de su encanto. Sí, encanto —repitió al ver la expresión dubitativa del editor—. Cuando quería, John era encantador. Además, era brillante sin ser un genio, y eso me gustaba. Disfrutaba de su compañía.
Hillary sabía que estaba simplificando la cuestión, pero la necesidad de hablar en pasado comenzaba a deprimirla. Miró el reloj y dijo:
—Tengo prisa. —Se puso de pie.
—Hillie, con respecto al libro.
—Seguiré escribiendo.
—¿Has hablado con él últimamente?
—No. Me ha dejado un par de mensajes en el contestador, pero no he creído necesario devolverle las llamadas. —En realidad John no le había pedido que lo hiciera. Muy típico de él; siempre quería tener el control de la situación. Si llamaba y no la encontraba, se figuraba que era ella quien se perdía algo.
—¿Qué hay del compromiso? —preguntó Arlan—. ¿Han fijado la fecha de la boda?
Mientras se dirigía a la puerta, Hillary respondió con fingida indiferencia:
—Todavía no, pero por lo visto no han roto el compromiso.
—¿Crees que te invitarán a la boda?
—¡Dios mío, espero que no! —La sola idea le resultaba dolorosa. Tendría que inventarse un compromiso importante. Quizá estuviera fuera de la ciudad por cuestiones de negocios o buscando pruebas de que John había falsificado el testamento de su padre. Esa última idea le entusiasmó.
—¡Acaba con él, Hillie! —exclamó Arlan cuando la mujer salió al pasillo.
Hillary no respondió, pero esbozó una pequeña sonrisa y la conservó durante todo el tiempo que tardó en llegar al vestíbulo en el ascensor. Una vez fuera, la sonrisa se esfumó. Sabía que podía hacerlo. Si encontraba pruebas de que había habido un legado para Cutter, podría acabar con John. Después de lo que le había hecho, sería una auténtica satisfacción.