Capítulo 22
NUEVA York, finales de junio de 1990
John no sonreía cuando Hillary le abrió la puerta de su casa. Sin embargo, ella experimentó la misma emoción que sentía cada vez que lo veía, como si fuera un reflejo condicionado. Habían pasado tres meses desde el anuncio del compromiso. Todavía debía estar enfadada. De hecho, todavía estaba enfadada. Pero la emoción seguía allí, a pesar de que él entró sin decir una palabra y se giró para mirarla furioso.
—¿Qué demonios estás tramando?
John llevaba un traje de verano oscuro y hubiera parecido perfectamente civilizado de no ser por sus ojos, que tenían una expresión lúgubre y feroz.
—¿Yo? —Su corazón latía a toda prisa. Eso también sucedía cada vez que él estaba cerca.
—Has estado en Timiny Cove.
Hillary intentó pensar con rapidez. John quería una explicación.
—Timiny Cove es mi pueblo. Mis padres siguen allí y a veces voy a visitarlos. Y tú lo sabes.
—También has estado visitando a otra gente. Has estado haciendo preguntas sobre mí. ¿Qué te propones, Hillary?
Hillary no necesitó preguntarle quién se lo había dicho. La mitad de los habitantes del pueblo eran beneficiarios de la caridad de John. A lo largo de los años él había ayudado a uno con una casa, a otro con las facturas médicas, a otro con los gastos de educación. La retribución venía en forma de lealtad, o en este caso, de una especie de servicio de inteligencia.
Consciente de que seguramente habría estado en contacto con más de una fuente, Hillary no vio la necesidad de negar lo que había oído.
—He estado pensando en escribir un libro sobre ti. Las preguntas forman parte de la investigación preliminar.
—Pues se han acabado. Deja ese proyecto.
—¿Así de sencillo? —preguntó Hillary disgustada.
—Así de sencillo.
—¿Alguna razón en especial?
—No quiero que escribas sobre mí.
—¿Por qué no? Eres un hombre importante. Ya se han escrito artículos sobre ti en el pasado y habrá más en el futuro. ¿Por qué no iba a hacerlo yo?
—Porque yo digo que no.
Hillary lo miró fijamente. Ni siquiera el placer de verlo de nuevo conseguía aliviar su frustración. No podía creer que tuviera la osadía de entrar en su casa y exigirle que actuara según sus deseos, sobre todo después de lo ocurrido en los meses pasados.
—No lo hagas, Hillary. Tú sabes cosas que el resto del mundo ignora. No permitiré que me traiciones de ese modo.
—¿No permitirás que te traicionen a ti? —gritó—. ¿Y qué me dices de mí? Después de tantos años a tu lado, me vuelves la espalda y haces planes para casarte con otra.
—Nunca te prometí nada. Supuse que lo entendías.
—Claro que lo entendía, pero no soy de hierro y lo que me haces duele.
John no dijo nada durante un minuto. Luego sus ojos se posaron en los pechos de Hillary. La chica percibió su mirada, notó la chispa de deseo que había en ella, y sintió una enorme satisfacción al comprobar que todavía lo excitaba.
John se acercó.
—¿Entonces es una cuestión de venganza? —preguntó con voz tierna.
Hillary no podía evitar sentirse cautivada por su elegancia, su forma de andar, su sensualidad. A los cincuenta años, era tan alto y apuesto como a los treinta. Hillary sabía que habría tenido que girarse y correr, sobre todo después de lo que había descubierto sobre él durante las semanas pasadas, pero el único órgano de su cuerpo que se movió fue el corazón: latía más aprisa que nunca.
—Todavía no he decidido qué voy a escribir.
John le peinó el cabello con los dedos, y luego le acarició una mejilla con sorprendente ternura.
—No escribas nada.
—¿Puedes sugerirme una forma mejor de pasar el tiempo?
—Por supuesto.
John le levantó la barbilla con la mano y la besó con la voracidad que tanto la excitaba. Esta vez tampoco falló. Hillary se recreó en su deseo durante unos instantes antes de apartarse.
—No quiero, John —dijo con voz temblorosa, agitada.
—Tonterías.
Cuando volvió a tocarla, Hillary le apartó los brazos y descendió los dos peldaños que la separaban del salón. Se hundió en un rincón del sofá, aparentando toda la firmeza posible, y esperó que él diera el siguiente paso.
John irguió los hombros despacio, deliberadamente.
—Todavía estás enfadada por lo de Janet.
—Claro que sí.
—No tienes motivo. El compromiso se ha anulado.
El corazón de Hillary comenzó a acelerarse nuevamente.
—¿Se ha anulado?
—Sí, se ha roto, se ha terminado.
—¿Por qué?
—Decidí que después de todo no quería casarme con ella.
—¿Por qué?
—Porque no la amo.
—El amor nunca ha sido importante para ti —dijo Hillary con desprecio.
—Bueno; entonces no me gusta.
—Cuando te prometiste a ella te gustaba lo suficiente.
—He decidido que no quiero ataduras.
Después de un minuto de consideración, Hillary comprendió.
—Ah. Te acostaste con alguien, ella lo descubrió e hizo un escándalo.
—Algo así.
Hillary lo miró buscando una señal de arrepentimiento o pena, pero no encontró ninguna de las dos cosas.
—Eres un cabrón.
John parecía realmente ofendido.
—Pensé que te gustaría saberlo.
—¿Que me gustaría saber que no ves nada de malo en el engaño? ¿Que me gustaría saber que te acuestas con la mitad de las mujeres del mundo occidental?
John bajó los escalones y fue hacia ella.
—Sólo lo he hecho con una mujer, Hillary, y después de que tú me dijeras que no querías volver a acostarte conmigo.
—Y lo dije en serio. Hasta yo tengo que ponerte límites.
—Ya no es necesario. He roto el compromiso.
—Muy oportuno. —Se cubrió las piernas con la falda y cruzó los brazos sobre las rodillas. No érala posición más sofisticada del mundo, pero no le importaba. John la hacía sentir vulnerable, indefensa—. Rompes con Janet justo a tiempo para desahogarte conmigo. ¿Volverás a ella en cuanto hayamos terminado?
—Eso ni siquiera merece una respuesta.
Hillary rió y miró el techo con tristeza.
—Vaya; hablas como un timorato. —De repente su expresión se volvió tan sombría como sus sentimientos y lo miró a los ojos—. No lo entiendes, ¿verdad, John? Te riges por un sistema de reglas diferente del de los demás. No viste nada de malo en engañar a Janet y no comprendiste que yo me negara a acostarme contigo.
—Le ofrecía mucho a cambio. Pensé que sabía cuáles eran las reglas.
—¡Eso no es lo importante! Lo importante es que a la gente no le gusta que la usen. No importa lo que les des a cambio. Llega un momento en que no vale la pena dejarse maltratar.
—¿Maltratar? —Su expresión se endureció—. Espera un momento, nunca he maltratado a Janet. Jamás le he puesto una mano encima.
—Hay distintas formas de maltratar a alguien.
—Pues dejemos las cosas claras. Has dicho que he usado a Janet. Las personas se usan las unas a las otras todo el tiempo; es algo mutuo, tanto en un compromiso como en un matrimonio. Los malos tratos físicos son algo completamente distinto. Yo no le hice nada a Janet que pueda considerarse como maltrato físico.
—¡Caramba!, estás a la defensiva —observó Hillary.
—¿Qué quieres decir?
Hillary comprendió entonces cuántas cosas había averiguado en los tres meses transcurridos desde su último encuentro con John.
—Quiero decir que lo llevas en ti. Tienes una vena perversa y una vena perversa puede convertirse en violencia en cualquier momento. Quizá Janet lo sospechara.
—Yo he roto con ella. No ha sido a la inversa.
—Quizá te dejó que lo creyeras. Las mujeres no son tan estúpidas como crees.
John la miró con cautela durante un instante.
—¿Intentas decirme algo, Hillary?
—¿Yo? Sencillamente estoy sentada aquí diciéndote que no pienso acostarme contigo. No me fío de tus motivos.
—Mis motivos son puros. Te quiero.
Hillary se estremeció pero hizo caso omiso de sus sentimientos.
—Lo que quieres es que no escriba mi historia.
—Eso también —admitió John—. Pero sobre todo te quiero a ti.
—Me quieres a mí, pero te declaraste a Janet. Me quieres a mí, pero te metiste en la cama con otra persona cuando Janet no quiso hacerlo. ¿Tanta necesidad tenías?
—¿Por ti? Sí. —John se mordió el labio y pareció más joven, casi ridículo—. Mira, Hillary. Eres la única que me excita de este modo.
Hillary bajó la vista a sus pantalones. La tela fina no podía esconder su excitación. Aquella visión intensificó los sentimientos de Hillary, volviendo más difícil su resistencia. La mujer apretó los muslos y rezó pidiendo fuerza. No quería ceder.
Dejó caer la frente sobre las rodillas y murmuró:
—Eso no cambia nada.
—¿No te dice nada?
—Me dice que eres un cabrón lujurioso, pero ya lo sabía desde hace tiempo.
—Lujurioso sí, pero ¿por qué cabrón? ¿Qué te he hecho para que me llames así?
Hillary alzó la vista asombrada.
—¿Además de lo de Janet? Me buscas, me dejas, me buscas otra vez y vuelves a dejarme. Vienes a mí cuando me deseas y me abandonas en cuanto has conseguido satisfacer tu deseo. Estamos todo un fin de semana haciendo el amor y luego pasan días y días sin que te acuerdes de llamarme. Me mantienes apartada del resto de tu vida, como si yo no fuera digna de ti, como si pudiera estropearte algo. Satisfago una necesidad, sólo una necesidad. Tú me usas, John.
—Si te uso es porque tú lo permites.
—¿De modo que es culpa mía? —Hillary estaba furiosa—. ¿También es culpa de Janet que el compromiso se haya anulado porque no quiso comprender tus reglas?
—Podría expresarse de ese modo.
—¿Y culpa de Pam que la obligaras a hacerse un aborto que no quería? ¿Y culpa de Patricia que la sedujeras a espaldas de Eugene? ¿Y culpa de Cutter que le robaras Little Lincoln o que lo azotaras? Lo sé todo, John, absolutamente todo. De modo que si crees que voy a mirarte como si fueras un ídolo, olvídalo. Tienes los pies de barro, igual que todos los demás.
John no dijo nada. Después de mirarla durante unos instantes, se llevó las manos a las caderas y miró al techo. Se mordió los labios y agachó la cabeza. Entonces, cuando Hillary comenzaba a sentirse culpable por lo que le había dicho, cuando deseaba poder acercarse a él y abrazarlo, sus miradas se encontraron.
—Esas acusaciones son graves. —Hillary se encogió de hombros—. ¿Piensas escribir sobre eso?
—No lo sé.
—Yo en tu lugar no lo haría.
Hillary contuvo el aliento y luego dijo con voz suave:
—No lo hagas, John.
—¿Que no haga qué?
—Fijar las reglas, amenazarme.
—Sólo te estoy dando un consejo.
—Un consejo basado en tus propios intereses. ¿Qué hay de los míos?
—Estoy pensando en ti —dijo y se acercó a ella. Se inclinó, deslizó una mano a cada lado de sus caderas y bajó la boca para encontrarse con la de ella. Pero mientras Hillary se armaba de valor para resistirse al beso, lo único que obtuvo fue una serie de caricias provocativas que la dejaron sin aliento. Protestó suavemente, y giró la cabeza.
—Me deseas. —John ascendió por la pierna de Hillary con la mano—. ¿Tú también has estado caliente?
—Calla.
Hillary sintió el aliento cálido de John contra su mejilla.
—Antes te gustaba que te dijera esas cosas. Te ponía cachonda. —Le lamió el lóbulo de la oreja—. ¿Estás mojada de deseo, Hillary?
Hillary lo estaba. Sentía que se derretía, y se odiaba por ello. John tenía razón: era cierto que lo necesitaba.
—Vete, John.
La mano de John estaba en la parte exterior del muslo y comenzó a deslizarse hacia adentro.
—Abre las piernas.
—No.
—Ábrelas. Déjame comprobarlo.
—No.
De todos modos consiguió llegar allí y la respiración de Hillary se aceleró.
—Claro que sí. Me deseas.
—Eso no significa nada —consiguió balbucear Hillary. Estaba perdiendo la compostura. Lo odiaba y al mismo tiempo lo amaba.
—¿Hillary?
—¿Sí?
—Tócame.
—No.
Los dedos de John dejaron de acariciarla.
—Hazlo.
Hillary dejó escapar un suspiro de frustración y se soltó las rodillas. Mientras separaba los brazos, rozó la erección de John a través de la tela de los pantalones. Pero no era suficiente. Al tocarlo evocó imágenes del pasado, de John desnudo, y de repente sintió el deseo incontenible de volver a sentirlo de ese modo.
Odiándose por lo que hacía, pero desesperada de deseo, Hillary desabrochó la hebilla del cinturón y le bajó la cremallera de los pantalones. Luego deslizó las manos debajo de los calzoncillos, lo tocó y respiró hondo.
—Es por ti —dijo en una voz baja y ronca—. No se pone así por nadie más.
Hillary quería creerle, deseaba tanto creerle que cuando él comenzó a desabrocharle el vestido no protestó. Lo acarició y levantó las caderas tal como él quería. John le bajó las bragas en un segundo y en el siguiente había conseguido tenderla en el sofá con el vestido y el sujetador abiertos, las rodillas flexionadas y separadas.
A partir de ese momento John se apoderó de ella, tomó el control, borró cualquier otra cosa de su mente. Si Hillary había querido algo más en la vida, ya no podía recordarlo. No existía nada ni nadie más que John. John la necesitaba de un modo incomprensible para cualquier otra mujer. En la calma que siguió al amor, Hillary creyó firmemente que había encontrado su sitio en el mundo.
Pero luego, hablándole al oído con voz todavía ronca, John lo estropeó todo:
—Será difícil que encuentres pruebas, Hillary. Sin ellas tus afirmaciones no servirán de nada.
Estaban tendidos en el sofá semidesnudos, con las piernas y los brazos enlazados. Ella permaneció inmóvil, intentando hacer caso omiso de esas palabras, pero cuanto más pensaba en ellas más la herían.
John levantó la cabeza.
—¿Me escuchas? Escribe tu historia y tendrás problemas.
Durante un minuto, Hillary no se movió, pero de repente sintió que se asfixiaba. Se zafó de los brazos de John y se marchó al otro extremo de la habitación, acomodándose el vestido con manos temblorosas.
—¿Esto no ha significado nada para ti? —preguntó.
John se sentó.
—Ha estado muy bien.
—No me refería sólo al sexo. ¿No has sentido nada aquí? ¿O aquí? —preguntó Hillary tocándose primero la cabeza y luego el corazón.
—Mierda —dijo él mientras cogía sus pantalones—. ¿Vas a empezar de nuevo? Durante todos estos años te has portado bien y por eso sigo volviendo a ti. Nunca fingiste que había más de lo que había. Tampoco parecías esperar que lo hubiera. —John se incorporó y se subió la cremallera de la bragueta—. ¿Sabes cuánto me aburre oír hablar a las mujeres de amor?
—Te asusta, ¿verdad?
—No me asusta —dijo John mientras se metía la camisa dentro del pantalón—. Me parece una pérdida de tiempo.
Pero Hillary había metido el dedo en la llaga.
—Te asusta, te asusta muchísimo. El amor implica un vínculo con otra persona, no con un negocio, una piedra o una política de mercado. Es más, crea expectativas, y eso es algo que tú no puedes soportar. Temes que te dejen, que te hagan daño. De modo que mantienes a la gente apartada. Les das órdenes, mantienes el control; así cuando no consigues lo que quieres siempre tienes a quién culpar, a quién castigar.
John se colgó la corbata alrededor del cuello, cogió la chaqueta y se dirigió a la puerta.
—Has estado leyendo demasiada basura. Los libros de autoayuda son una amenaza. Te estás volviendo analítica y eso es muy aburrido. —Al llegar a la puerta, se giró y la señaló con un dedo—. No escribas sobre mí, Hillary. Te lo advierto, no lo hagas. Ocúpate de tus asuntos o estarás perdida.
—¿Lo amas? —preguntó Pam.
Habían pasado cuatro días desde que John saliera precipitadamente del apartamento de Hillary. Naturalmente, no había vuelto a oír de él. Cuando Pam fue a la ciudad por negocios y la citó para comer, se alegró. Necesitaba hablar. Ahora, mientras degustaban un par de ensaladas Nigoise en La Caravelle, supo que había llegado el momento.
—Supongo que sí. —Contuvo el aliento mientras su amiga digería la afirmación y luego preguntó con tono vacilante—: ¿me odias por ello?
—No. Sin embargo me gustaría entenderte. ¿Cómo puedes amar a un hombre que te ha tratado de una forma tan espantosa durante tantos años?
Hillary pinchó un trozo de atún con el tenedor.
—No lo sé, no puedo recordar un momento en que no lo haya amado. Desde la primera vez que lo vi, hubo algo. —Alzó la vista—. ¿No te pasó lo mismo con Cutter? Siempre te estuvo vedado, sin embargo sentiste algo especial por él desde el principio. ¿Hay alguna explicación para eso?
—Pero Cutter es generoso, sensible y dulce. Es tan diferente de John como...
—Lo sé. —Hillary no quería entrar en eso—. No me pidas que te diga lo que me gusta de él; es irracional. Cuando éramos jóvenes, yo lo adoraba, veía su potencial, apostaba por su éxito. Ahora lo miro y veo que no es feliz a pesar de su éxito. No tiene paz interior. No permite que nadie se le acerque lo suficiente para llegar adonde realmente importa. Lo miro y me entristezco. Ojalá me permitiera ayudarlo, pero no lo hace. Por eso lo odio.
Se metió un trozo de lechuga en la boca sólo para tener algo que hacer. Lo masticó, lo tragó y cogió otro trozo.
—Estoy llenando el vacío —dijo con una media sonrisa irónica—. Por eso engorda la gente. Cuando siente un vacío en su vida, se llena con comida. Comer es una forma natural de autosatisfacción.
—Entonces ¿por qué parece que hubieras perdido tres kilos?
—He estado trabajando mucho. —Bebió un largo sorbo de agua con gas, y luego miró a Pam, que jugaba con los restos de su ensalada—. A propósito, ¿no vas a preguntarme por mi trabajo?
Pam hizo rotar una oliva varias veces con el tenedor antes de dejar el cubierto y reclinarse en su silla.
—Supuse que me lo dirías cuando estuvieras preparada. —Después de un minuto, preguntó con resignación—: Estás escribiendo el libro, ¿verdad?
Hillary asintió con un gesto.
—Es fundamentalmente sobre John, pero también hablo un poco de los demás. —Al ver la expresión dolorida de Pam, añadió—: Eres mi amiga, mi mejor amiga. Sabes que no diría nada que pudiera hacerte daño. —Pero Pam permaneció callada, de modo que continuó—: Al principio pensé que era una gran idea, ahora no estoy tan segura.
—¿Por qué?
—Quería decir la verdad sobre John. Mostrar la otra cara de la historia. Creí que lo sabía prácticamente todo sobre él, pero estaba equivocada. Me he enterado de algunas cosas que preferiría no haber descubierto.
—Como lo de la paliza.
—Y lo del testamento. ¡Caramba!, no quiero destruir a John. —Pam permaneció callada una vez más. Miró el vaso de agua con expresión ceñuda y acarició el borde con el pulgar—. Di algo, Pam.
—¿Como qué?
—Como que se lo merece.
—Se lo merece.
—Entonces deberías alegrarte de que escribiera este libro.
Pam parecía confundida y tardó un minuto en responder:
—Yo no me propongo herir a John, sino librarme de él. Quiero que deje de interponerse en mi camino y lo conseguiré. Pero creo que hay que hacerlo bien.
Una vez más, Hillary tuvo un palpito.
—Tú y Cutter estáis tramando algo, ¿verdad? ¿De qué se trata?
Pam la miró con tristeza y sacudió la cabeza.
—Puedes decírmelo; no diré una palabra. ¡Demonios!, John me ha dejado. No volveré a saber de él en meses.
—No puedo contártelo, Hillary. Ojalá pudiera, pero no puedo.
—¿Porque no confías en mí?
—No. Porque te quiero. Ya es suficiente con que sepas que podría ocurrir algo. Si te digo algo más, estaría poniendo una carga terrible sobre tus hombros. Tú amas a John y al mismo tiempo lo odias. Cuanto menos sepas, menos sufrirás.
—Vas a hacerte cargo de la compañía, ¿verdad? —Pam no dijo una palabra—. Has estado hablando con los demás accionistas, y vais a obligar a John a dejar la presidencia. —Pam siguió callada—. ¿Patricia también está metida en esto?
—Puedes preguntarme todo lo que quieras que no diré nada. De todos modos, no sé mucho. Sólo soy una artista.
—Sólo una artista —repitió Hillary—. ¡Ja! Eres la columna vertebral de la familia.
—No lo sé —dijo Pam mirando hacia el techo—. En este momento siento que me exigen tanto por todas partes que podría estallar a la menor provocación.
—¿Brendan?
Pam se encogió de hombros y suspiró.
—No se encuentra muy bien. No debería haber venido, pero he postergado este viaje demasiado tiempo.
—¿Puedo hacer algo?
—Simplemente estar ahí cuando necesite una amiga. Siempre lo has hecho; cuento con ello.
—Aquí estoy. —Hillary hizo una pausa—. Pam, con respecto al libro...
—Haz lo que debas. No puedo impedirte que lo escribas.
—¿Me odiarás?
—No podría odiarte. Sin embargo, me preocuparé.
—¿Por qué?
—Por ti. Porque escribirás sobre John. Si alguna vez hubo una posibilidad de que llegarais a algo, se esfumará. Te odiará, y yo no querré verlo. Eres la única esperanza de salvación para ese hombre.
—Ya. Pero él no lo ve de ese modo.
—Podría hacerlo. Llegará el día en que él también necesite una amiga. No es que lo merezca y, sobre todo, no te merece a ti. Además, es probable que cuando llegue ese día tú no quieras saber nada de él. Pero si quieres, me gustaría que fuera tuyo. Detesto ver cómo quemas las naves. —Inclinó la cabeza hacia un lado—. Lo que significa que volverás a postergarte, a poner tu carrera en segundo plano por la relación que podías haber tenido con él, que es exactamente lo que has estado haciendo durante toda tu vida. No está bien, Hillary.
—Lo sé. ¿Pero qué debo hacer?
Pam reflexionó un momento y luego dijo:
—Tómate las cosas con calma. Espera a ver qué pasa en los próximos meses.
Otra vez aquella advertencia.
—¿Me lo contarás todo en cuanto sea posible?
Pam hizo un gesto de asentimiento.
—¿Y tú me dejarás ver lo que has escrito antes de publicarlo?
Hillary también asintió con una sonrisa triste.
—Tú y yo nos ponemos de acuerdo con tanta facilidad... Si todo fuera tan sencillo en la vida...