Capítulo 12
PAM aparcó el coche frente al jardín, apagó las luces y el motor, recogió sus libros y bajó. En las últimas tres noches se había acostado tarde y estaba cansada, pero de todos modos subió corriendo la escalinata de la puerta trasera. Con la ayuda de tres o cuatro tazas de café, la adrenalina la mantendría despierta durante unas horas, que era todo lo que necesitaba. Repasaría el último capítulo y unos apuntes y después prepararía el equipaje. Se tomaría el fin de semana libre.
Corrió al vestíbulo y comprobó si había algún mensaje para ella en la mesa, debajo del espejo. Al no encontrar ninguno, se giró en dirección a la escalera y entonces se chocó con John.
—Lo siento —dijo con una exclamación de asombro—. No sabía que estabas aquí.
—Vuelves tarde.
Pam no tuvo que mirar el reloj para saber que tenía razón. No había despegado la vista del reloj del panel de mandos del coche durante todo el viaje.
—Son las once. Le dije a Marcy que llegaría a esta hora. ¿No te ha dado el recado?
—No le pregunté si habías dejado un recado. Las once de la noche es muy tarde para volver del colegio. ¿Dónde has estado?
Aunque no parecía realmente enfadado, Pam respondió con cautela. Hacía tiempo que había descubierto que era el mejor modo de tratarlo. Discutir con John no servía más que para elevar el nivel de tensión entre ambos, haciendo insoportable la convivencia.
—En casa de Ginny Taylor; estudiando. Mañana tenemos el examen trimestral de historia.
Pam contuvo el aliento mientras John meditaba su respuesta. Por fin preguntó con tono cortés:
—¿Has estado estudiando todo este tiempo?
—Sí. A la salida del instituto me fui a casa de Ginny. El profesor Harris añadió otro texto en el último momento, así que tenemos que memorizar un montón de nombres y fechas. —Pasó junto a él de camino a la escalera—. Tengo que terminar.
Fue directamente a su cuarto. Cerró la puerta con cuidado y se apoyó un minuto contra ella. Luego arrojó los libros y la chaqueta sobre la cama y cogió el teléfono.
—Soy yo —dijo en voz baja cuando atendió Ginny—. ¿Ha llamado?
—Todavía no. ¿Qué le pasa, Pam? Dijo a las diez y media. Prometió que llamaría a las diez y media.
Pam se dejó caer al suelo y se apoyó sobre la cama.
—Puede que aún no haya vuelto a casa —dijo, siempre en voz baja.
—Salían a cenar a las siete y media. Estaba seguro de que a las diez habrían terminado. Me dijo a las diez y media para ir sobre seguro.
—Tiene una familia numerosa. Puede llevar tiempo servirles a todos. Quizá les tocó un camarero lento.
—Oh, Pam. Es lo único que me faltaba. No puede hacerme esto justo ahora. Mañana tenemos un examen.
—Lo aprobarás y podremos marcharnos tal como planeamos. Los dos estarán allí: Robbie y Bill.
—Robbie, seguro; está loco por ti. Pero lo de Bill conmigo no está tan claro.
—Estará allí —insistió con suavidad, aunque se interrumpió al notar un movimiento por el rabillo del ojo.
John abrió la puerta de la habitación y echó un vistazo alrededor antes de detenerse en ella.
—Tal vez le haya pasado algo al coche —continuó Ginny—. Ha estado haciendo ruidos raros toda la semana. ¿Qué pasará si no arranca?
John permaneció allí, callado, sin dar señales de lo que había o no había oído. Pam había hablado lo bastante bajo para que no pescara la parte sobre Robbie y Bill, a menos que hubiera estado escuchando con la oreja pegada a la puerta. No le habría extrañado que lo hiciera.
Sin cambiar el tono de voz, como para dejar claro que no tenía nada que ocultar, preguntó a Ginny:
—¿Has terminado de repasar el capítulo?
—¿Qué capítulo?
—Yo todavía tengo que leerlo. ¿Quedamos a las siete?
—Ya veo; hay alguien allí. ¿Es John?
—Sé puntual, por favor. Si no puedo pasar por la biblioteca antes del examen, estaré perdida.
—¿Qué pasará si Bill no llama?
—Tranquila. Todo irá bien.
—Pam, ¿y si...?
—Tengo que dejarte —dijo con suavidad y colgó el auricular.
Segundos después, se sentó en la cama y cogió los libros.
—¿Querías algo? —le preguntó a John.
John se apoyó contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿A qué venía eso?
—Estaba recordándole a Ginny que estuviera lista puntualmente por la mañana. Siempre olvida que soy yo, y no el autobús, quien pasa a buscarla. Si quiere hacer esperar a otros, vale; pero yo tengo muchas cosas que hacer.
John pareció meditar esa respuesta mientras miraba la habitación.
—Debe de gustarle que la lleven en coche.
—Aja.
—Me sorprende que sus padres no le hayan comprado un coche.
—Y a mí. Me tiene envidia.
—¿Te gusta el coche?
—Me encanta —admitió Pam sin reparos.
Aunque hacía sólo cuatro meses que lo tenía, le había cambiado la vida. Le ofrecía la libertad que siempre había deseado. Durante bastante tiempo había sido una chica independiente. Sin una madre que la acompañara, tenía que ir sola a comprar, a la peluquería, al dentista o al médico. El coche le facilitaba mucho las cosas.
—¿Adonde vas esta vez? —preguntó John y el corazón de Pam se aceleró. Siguió su mirada hasta el bolso de lona que estaba en el suelo. La querida Marcy había doblado con cuidado todas las cosas que Pam necesitaría y las había colocado encima.
—Vamos a pasar el fin de semana en la casa de Ginny en los viñedos. Volveré el domingo.
—¿Los padres de Ginny también estarán allí?
—Sí.
—¿Igual que los padres de Allison estuvieron en Vail en tu última escapada?
Pam debió de imaginar que iba a decir eso. No le permitiría olvidarlo. Pero si se proponía estropear el fin de semana que habían planeado Ginny y ella, se pondría furiosa.
—Se suponía que los padres de Allison estarían allí. Fueron con nosotros, pero luego la abuela de Allison se enfermó y tuvieron que volver. De todos modos no estuvimos solas. El hermano de Allison estaba allí. Está en el primer curso de la facultad.
—¿Por qué será que eso no me hace sentir mejor?
—Porque eres desconfiado por naturaleza. No pasó nada, John. Íbamos a esquiar, a cenar y luego a dormir. No pasó nada raro y estuvimos bien. Los padres de Ginny llamaban todos los días. Ellos estaban tranquilos y nosotras también.
—No me cabe duda —dijo él—. Últimamente estás muy tranquila. Bonita vida: excursiones de esquí en Colorado, viajes de fin de semana a Nueva York y a los viñedos de Martha, un coche para tu cumpleaños...
—¿No era igual cuando tenías mi edad?
—A mí no me iba mal en el colegio.
De modo que ésa era la cuestión.
—A mí tampoco me va mal.
—Un informe lleno de suficientes e insuficientes no me parece brillante.
—Sólo he sacado un insuficiente en matemáticas y eso porque tengo el peor profesor del colegio. Este trimestre tendré un notable bajo de nota global. Sólo he tenido dos suficientes y has olvidado mencionar los notables y los sobresalientes.
—En arte y literatura; dos asignaturas optativas.
—Dos asignaturas interesantes, no aburridas como las demás.
—Aburridas o no, si quieres ingresar en una universidad decente, tendrás que subir las notas.
—Lo haré.
En realidad, a Pam no le importaba a qué universidad fuera siempre que estuviera lo bastante lejos de Boston. Eso significaba que sólo tendría que vivir dos años más en casa, lo que la alegraba muchísimo. Estaba harta de andar de puntillas alrededor de John, de que la interrogara sobre qué hacía y con quién se veía. Cuando estaba en casa, su actividad favorita consistía en fastidiarla y la practicaba todo el tiempo.
—No te vendría mal ordenar ese caos —dijo mirando el escritorio de Pam con una mueca de disgusto—. ¿Qué es toda esa basura?
—Fichas y material de investigación para un trabajo que estoy preparando. —Cuando John miró otra pila de papeles con expresión inquisitiva, añadió—. Dibujos. Hago montones de ellos antes de conseguir uno que me guste.
—¿Es que Marcy no limpia?
—Limpia todo menos mi escritorio, porque no le permito tocarlo. Sé dónde está cada cosa.
—Pero no puedes trabajar en él.
—Trabajo aquí —dijo Pam señalando la cama—. Es más cómodo.
—Lo que haces ahí es hablar por teléfono. —Su expresión se volvía más y más severa y Pam supo que la estaba acorralando—. Ya has perdido la oportunidad de ir a Penn. Por más influencia que tenga, no conseguiré hacerte entrar con un expediente lleno de bienes y suficientes.
—Notables y bienes —corrigió Pam en voz baja, consciente de que no iría a Penn aunque John le pagara los estudios allí. Era su facultad y además estaba en la dirección equivocada. Pam no quería ir al sur, sino al norte; a un sitio como Bates o Bowdoin.
—Aunque te parezca que la universidad que elijas no tiene importancia, Pam, la tiene. Las relaciones que se establecen en la facultad son importantes.
—Lo sé.
—¿De veras? Si vas a una escuela piojosa, conocerás a gente piojosa, y si me traes a un piojoso a casa, jamás permitiré que te cases con él.
—¿Casarme? —lo atajó alzando una mano—. Guau. Sólo tengo dieciséis años y no estoy pensando en casarme.
—¿Acaso tú y tus amigas no os pasáis horas hablando de eso?
—No.
—Las chicas siempre hablan de chicos. —Su vista se posó en los pechos de Pam, que comenzaban a despuntar a través del jersey—. Y cuando dejas de parecer un chico para parecer una mujer...
—John...
—Es un hecho.
—Ya lo sé.
Sin embargo, todavía podía recordar la larga angustia que había sufrido, año tras año, por ser la niña menos desarrollada de su grupo de amigas. Había perdido muchas noches de sueño pensando que jamás se desarrollaría ni tendría la regla. Después de sufrir en silencio durante meses, demasiado preocupada para mencionar el tema a Marcy o a Hillary por temor a que confirmaran su temor de que era anormal, había ido a ver un ginecólogo que le recomendó una amiga. El examen había sido incómodo y vergonzoso, pero el médico no le había encontrado nada malo. Entonces tenía quince años, y tres meses después de aquella consulta había comenzado a experimentar los primeros cambios hormonales.
—Estás muy guapa —dijo John—. No me digas que tus amigos no lo notan. —La joven se encogió de hombros—. Y no me digas que tú no te fijas en ellos. Sales tanto con chicos como con chicas.
—Sólo somos amigos. Lo hemos sido durante años.
Pam aguardó, preguntándose si era una trampa; si John la había oído hablar de Robert y Bill. Si sospechaba que Ginny los había invitado a pasar el fin de semana con ellas en la caseta de las lanchas, tendría problemas. Robbie y Bill no eran compañeros de clase; estaban en su primer año de facultad en la Universidad de Boston. No estaba enamorada de Robbie, pero lo encontraba divertido.
Sin embargo, John no hizo ninguna alusión a ese hecho concreto.
—Sé muy bien lo que pasa en esos grupos. Se forman parejas, luego se rompen y se forman otras. Mientras tanto, las chicas se pasan todo el tiempo de clase escribiendo «Fulanito y Zutanita» en sus libretas. El instituto es el campo de prácticas. La verdadera caza de hombres comienza en la facultad.
—Los tiempos han cambiado —le informó Pam irguiendo los hombros—. Las mujeres ya no van a la facultad a buscar marido, sino a prepararse para una profesión. Mira a Hillary; vendría a ser el ejemplo perfecto.
—¿A qué viene ese «vendría a ser»? ¡Caramba! Será la última moda hablar así, pero para mí es simplemente un error gramatical.
Pam estaba más interesada en probar lo que decía que en entrar en disquisiciones gramaticales.
—¿No crees que es el ejemplo perfecto?
—Hillary es una excepción.
—Quizá entre las mujeres que tú conoces.
—¿Acaso las que conoces tú son diferentes? —Irguió la espalda, preparándose para la batalla—. Vamos, Pam. Todas tus amigas son de familias de mucho dinero. ¿Crees que se proponen abrirse paso en la vida trabajando? Sin duda sus padres les habrán dicho más de una vez lo mismo que acabo de decirte yo a ti.
Pero Pam dudaba que Eugene se lo hubiera dicho; él no era así. ¡Cuánto lo echaba de menos! Echaba a faltar su risa estentórea, la facilidad con que podía comunicarse con él, la forma en que solía abrazarla sin motivo, sólo para demostrarle su amor.
También echaba de menos a Patricia, pero aquel dolor no era tan simple. Estaba mezclado con otros sentimientos, como soledad, esperanza y culpa. Patricia seguía en el hospital. Su psiquiatra, Robert Grossman, a quien Pam había comenzado a llamar para enterarse del estado de su madre, había sugerido que la visitara una vez al mes. Sin embargo, si no asistía a una o dos de las visitas, no parecía importar. Patricia tenía una actitud cordial, respondía a los comentarios de Pam con frases breves y sencillas, pero nunca le hacía preguntas, jamás expresaba interés o preocupación por su hija. Nunca la llamaba por teléfono, no recordaba sus cumpleaños ni tomaba ninguna iniciativa en la relación.
Pam se mantenía ocupada con sus amigas para olvidar cuánto le molestaba ese desinterés.
—Además —continuó John—. Si quieres ejercer una profesión, la facultad que escojas es aún más importante.
—No si me dedico al negocio de la familia.
—Sobre todo si te dedicas al negocio de la familia. No podré darte un puesto importante si consigues graduarte por los pelos en una universidad de mala muerte. —Parecía animado por su sentido de la superioridad—. ¿Quieres que la gente te respete?, ¿que piensen que tienes algo aquí arriba? —Se señaló la cabeza—. Entonces necesitarás un título.
—Ya sé más sobre el trabajo en las minas que cualquiera de tus empleados de la oficina.
—La minería es sólo una pequeña parte del negocio. Lo importante es Facets.
—Encontraré mi lugar.
Pam había estudiado la situación y sabía que hacerse cargo de la presidencia era un sueño descabellado. John estaba totalmente afianzado en ese puesto y era una fuerza muy poderosa. Pero habría otro sitio, un sitio donde ella pudiera construir su propia parcela de poder. Algún día le demostraría a John lo que valía.
—No si no sientas la cabeza y estudias.
—¿Cómo quieres que siente la cabeza y estudie si no me dejas en paz? —Había llegado al límite de su paciencia con John y perdió la calma—. Te he dicho que mañana tengo un examen trimestral y tú me has recomendado que intente sacar mejores notas. ¿Cómo quieres que lo consiga si no me dejas estudiar?
—¿Cómo sé que en cuanto salga de esta habitación no cogerás el teléfono?
—Porque tengo que estudiar. Vete, John.
John calló durante un minuto que a ella se le hizo interminable. Estaba segura de que le diría que no podía salir el fin de semana. Aunque eso no la detendría, pues conocía una forma de llegar al viñedo de Martha, le complicaría las cosas.
—Me voy —dijo por fin con un tono pausado y calculado que sonaba amenazador—. Pero te advierto que tengas cuidado. He sido generoso contigo. Te he concedido una asignación importante...
—Yo no me he pasado...
—... que te permite comprar ropa, esquís, ir a cenar, al cine o a espectáculos con tus amigas. Te mando a Nueva York de vez en cuando y te permito tomarte vacaciones en verano y en invierno. Te he instalado tu propia línea de teléfono, te he comprado un coche con una asignación ilimitada para gasolina y he hecho la vista gorda cada vez que has ido a Maine.
El corazón de Pam dio un vuelco.
—Es importante que viaje a Maine —musitó—. Es importante que los mineros nos vean por allí. Tú detestas ir, pero yo no.
—Pero sigues viendo a Cutter Reid.
El corazón de Pam dio otro vuelco.
—Trabaja en la mina, así que no puedo evitar verlo.
—Lo ves en otras ocasiones y te advertí que no lo hicieras.
—Timiny Cove es un sitio pequeño y no puedo evitar encontrármelo.
—Vas especialmente a buscarlo. ¿Por qué te molestas en hacerlo?
Era evidente que alguien los espiaba. Pam hubiera deseado saber quién, pero preguntar equivaldría a caer en la trampa y admitir que veía a Cutter.
—Los mineros son importantes. Son seres humanos que trabajan mucho y bien para nosotros. Son la columna vertebral de la compañía.
—Ya no. Las turmalinas son las piedras más baratas de todas las que usamos. Si cerráramos las minas, podríamos conseguirlas fácilmente en el mercado como hacemos con las demás.
Aunque deseaba con toda el alma que John se marchara pronto de la habitación y dar por terminada aquella conversación, no podía dejar pasar ese comentario.
—Das por sentado que la compañía puede mantenerse sólo con Facets. Sin embargo, hasta yo sé que ganamos ocho millones al año con las minas, y eso sin contar los beneficios de las piedras que usan los diseñadores. Es una buena suma. Sin ella, nuestros accionistas se pondrían nerviosos.
John permaneció callado unos instantes, y aunque su rostro no reflejó ninguna emoción, Pam supo que estaba asombrado de sus conocimientos sobre el negocio. Sin embargo, en lugar de regodearse en su triunfo, ella también calló. Una de las cosas que había aprendido con John era que las manifestaciones de orgullo siempre traían consecuencias negativas. No quería que le hiciera daño, y mucho menos a Cutter.
Le faltaban dos años para llegar a la mayoría de edad; dos interminables años. Diez horas para el examen de historia americana, catorce para su excursión al viñedo y Dios mediante apenas cinco minutos para que John saliera de su habitación y la dejara en paz.
—Creo que no deberías preocuparte por las minas —dijo por fin—. Sube las notas o no irás a Maine ni a ningún otro sitio. ¿Está claro?
Estaba furioso. A pesar de su aparente dominio de sí mismo, sus ojos brillaban de furia. Pam lo había vencido y él lo sabía. La joven tuvo que contenerse para no sonreír.
—Sí, John —dijo con voz dócil.
Sus notas siguieron siendo mediocres. Cuando el profesor de matemáticas envió una carta expresando preocupación, John le retiró las llaves del coche y le prohibió salir durante el fin de semana. Pam se limitó a esperar que se marchara y luego caminó hasta Charles Street, donde la recogieron sus amigos. Dos semanas después John decidió que no le gustaba un trabajo de Pam sobre literatura inglesa y volvió a quitarle las llaves del coche y una entrada para un concierto en Cambridge el sábado por la noche. Pero Pam no se dio por vencida y se fue a una fiesta en Boston con Robbie.
John tampoco se alegró al ver las notas finales en junio.
—Es patético —dijo arrojando el informe en cuestión sobre el escritorio de la biblioteca.
Pam se había estado preparando para su reacción desde que le habían comunicado las notas, unos días antes.
—Ha sido un curso difícil. No debería haber escogido biología. Me costó tanto trabajo, que no me dejó tiempo para las demás asignaturas.
—Tu falta de tiempo no tiene nada que ver con los estudios, sino con tus amistades. Siempre estás fuera. ¿Los demás tienen tan malas notas como tú?
—En realidad no son tan malas. Ya sabías que tenía dificultades con matemáticas, pero el año que viene no tendré problemas porque escogeré geometría, que es mucho más fácil que álgebra.
—Tienes un suficiente en historia.
—Eso es porque el curso entero depende de tres exámenes, y los exámenes del profesor Harris no se me dan bien. Lo escucho e intento entender lo que quiere decir, pero siempre me equivoco.
Sin embargo, John no iba a dejarse engañar con esos argumentos.
—Si estudiaras todo lo que te manda, estarías preparada para los exámenes, independientemente de lo que pregunte en ellos.
—Siempre estudio todo lo que me manda.
—¿No quieres mejorar?
—Sí.
—¿Entonces por qué no lo haces? Si te empeñas, puedes conseguirlo. No hace tanto tiempo que dejé el colegio como para no recordar cómo es. El que se esfuerza obtiene buenos resultados.
No parpadeaba, ni siquiera parecía respirar, y eso siempre maravillaba a Pam. Era como si tuviera semejante control de su cuerpo, que reducía todas sus funciones para conseguir la máxima economía y eficacia. Era como una máquina.
—El problema —continuó disgustado—. Es que lo único que te preocupa es tu vida social. Creo que deberías hacer un curso de biología durante el verano.
—No puedo ir al colegio en el verano, John —dijo Pam con un nudo en el estómago—. Me he apuntado a una excursión al oeste y nos vamos dentro de dos semanas.
—Tendrán que buscar a otra que ocupe tu sitio.
—Pero yo quería hacer este viaje. He estado contando los días que faltaban para salir.
—Si hubieras pasado menos tiempo contando los días y más estudiando, habrías tenido más suerte.
—Por favor, John. —Si la obligaba a quedarse en Boston todo el verano, se volvería loca. Y era la única alternativa, pues John había dejado claro que no quería que pasara doce semanas en Maine—. Haré lo que sea. Estudiaré con un profesor particular cuando vuelva de Maine, tomaré clases especiales el otoño que viene, volveré a casa a estudiar todas las tardes. Te prometo que mejoraré. Al fin y al cabo, el último curso es el más importante, y si lo hago bien, nadie se preocupará por una mala nota.
—¿Una?
—Bueno, varias. —No quería discutir.
—Lo pensaré.
—¡Por favor! —suplicó sin importarle rebajarse. Estaba cansada de pelear con él, cansada de perder todas las batallas y de ser castigada por ello. Ansiaba pasar siete semanas fuera de casa.
—He dicho que lo pensaré. Ten —dijo devolviéndole el informe del colegio—. Me avergüenza verlo.
Pam cogió el informe y se marchó. Sabía por experiencia que continuar la discusión no haría nada en su favor. John se comportaba como de costumbre; la mantendría en ascuas mientras se tomaba todo el tiempo del mundo para pronunciarse sobre el asunto, consciente del sufrimiento que provocaba con ello.
Y Pam sufría de verdad. Estaba furiosa con John y consigo misma. Una vez acabado el curso escolar, sus amistades se habían marchado y no tenía en qué entretenerse. Intentaba estar disponible y mostrarse complaciente cuando John estaba en casa, pero él se negaba a darle algún indicio sobre su decisión. Estaba perfectamente satisfecho manteniéndola en la cuerda floja.
Ansiosa por un respiro, e incapaz de resistir la tentación a pesar del riesgo que corría, un día cogió el coche a primera hora de la tarde y se marchó a Timiny Cove. Primero fue a la mina a saludar a Simón y a los demás mineros. Cuando se aseguró de que Cutter la había visto, se marchó al arroyo del bosque.
Cutter se reunió allí con ella al final de la jornada. En cuanto lo vio aparecer entre los árboles, sintió la misma alegría que siempre experimentaba al verlo. Sonriente, se levantó de la roca donde estaba sentada y corrió a recibirlo.
Cutter la abrazó y la hizo girar entre sus brazos. Cuando sus pies volvieron a tocar el suelo, la apartó unos centímetros.
—Vaya, cómo has crecido. Casi no te reconocí al verte. Estás muy distinta sin tus téjanos.
Pam llevaba una falda blanca corta, un jersey azul y zapatos planos, la misma ropa que se había puesto esa mañana antes de que planeara salir de Beacon Hill. La idea de salir de Boston había sido tan repentina que no se había detenido a cambiarse. Al ver la admiración en los ojos de Cutter, se alegró de no haberlo hecho.
El muchacho le tiró con suavidad de un largo mechón de pelo.
—Estás muy guapa, Pam.
John le había dicho lo mismo poco tiempo atrás mientras le miraba los pechos. Pam se preguntó si Cutter también habría notado que habían crecido. Quizá incluso los hubiera sentido mientras la abrazaba.
—Gracias —dijo ruborizándose. Le costaba sostener su mirada, de modo que bajó los ojos y respondió al cumplido—. Tú también tienes buen aspecto. —Con su altura, su corpulencia de trabajador y su cabello castaño claro que siempre estaba limpio aunque enmarañado, le parecía más guapo que cualquiera de sus amigos de Boston—. ¿Qué tal estás?
—Bastante bien. Sigo discutiendo con Simón, intento reivindicar la media hora reglamentaria para comer y me mantengo lo más lejos posible de John. ¿Y tú qué tal?
—Igual que tú. No del todo mal.
Pero Cutter la miraba con atención.
—Pareces cansada —dijo, y entonces Pam comprendió por qué tenía tanta necesidad de verlo.
Cutter se preocupaba por ella como ninguna otra persona. Era el único a quien podía recurrir cuando se sentía sola y desanimada. La conocía, la entendía, le dedicaba toda su atención.
Un instante después se sentaron en las rocas y Pam le habló del incidente de las notas, de las amenazas de John y del viaje que permanecía en suspenso. También le dijo que John sabía que se veían.
—Debe de tener algún espía aquí, Cutter. Tú bromeaste sobre eso una vez, pero creo que es verdad. Sabe que paso más tiempo contigo que con cualquiera de los demás.
La expresión de Cutter se endureció, como cada vez que salía a colación el nombre de John.
—¿Se la está tomando contigo?
—Aún no. Pero me mantiene amenazada.
—Típico de él.
—¿Quién crees que nos vigila?
Cutter miró fijamente a un punto del arroyo durante tanto tiempo que Pam acabó mirando en la misma dirección, esperando encontrar a alguien. Los árboles estaban llenos de flores, frescos y exuberantes como correspondía al mes de junio, de modo que proyectaban una sombra profunda a pesar de que aún no era la hora del atardecer.
—No estoy seguro —dijo Cutter por fin—. Pero de todos modos has venido.
—Claro.
Cutter esbozó una pequeña sonrisa, un brevísimo movimiento de los labios que reflejó su satisfacción.
—¿Sabe que estás aquí?
—Lo sabrá cuando vuelva del trabajo y encuentre mi nota. Pensaba decirle que iba a casa de una amiga, pero supuse que de todos modos se enteraría. Si me pilla en una mentira, tendré que olvidarme del viaje.
—¿Cuándo es el viaje?
—El jueves próximo.
—¿Y de verdad quieres ir?
—Lo que de verdad deseo es pasar el verano aquí, pero John no quiere ni oír hablar del asunto. —Se metió las manos entre las rodillas, apretó los dientes y echó la cabeza atrás—. Estoy tan cansada, Cutter. John es insoportable. Él decide lo que es importante, se olvida de todo lo demás y se toma las cosas tan a pecho que toma el menor incidente como si fuera el fin del mundo. ¡Es tan arrogante!
—No te lo discuto —dijo Cutter apoyando una mano sobre la roca, junto a las caderas de Pam. Luego la miró con ternura—: ¿Cuánto tiempo puedes quedarte?
—No mucho. Le dije que volvería esta noche.
—No puedes conducir otras tres horas sola.
—¿Quieres acompañarme? —bromeó ella, luego su sonrisa se desvaneció y le cogió la mano—. Hazlo, Cutter. Ven conmigo. Puedes alojarte en Parker House, frente a los jardines. Me encantaría enseñarte la ciudad. Nunca has estado allí y yo conozco todos los lugares interesantes. Faltan cinco días para que me vaya... y eso si John me deja ir. De lo contrario, tendremos aún más tiempo. ¡Sería tan divertido! Nada me gustaría tanto. Si vinieras conmigo a Boston, no me importaría perderme el viaje.
Sintió la tensión de los músculos en el brazo de Cutter antes que la dureza de su voz.
—A John le encantaría.
—¡No se enterará! —se apresuró a decir—. ¿No lo ves? Boston es mucho más grande que Timiny Cove y no tiene por qué saber que estás allí. Nos perderíamos entre la multitud. Es lo habitual. John no se entera de la mitad de las cosas que hago, y teniendo en cuenta que jamás esperaría verte allí...
—No es buena idea, Pam.
—¿Por qué no? —dijo ella soltándole el brazo.
—En primer lugar, porque yo tengo un empleo.
—Pide unos días libres.
—En segundo lugar, porque te meterías en un buen lío si John nos descubriera.
—No lo hará —dijo con cierto nerviosismo. La voz de Cutter se había vuelto hostil.
—En tercer lugar, porque ya es bastante malo tener que soportar su vigilancia en el trabajo, para irme a Boston y tener que pasarme todo el tiempo mirando por encima del hombro por temor a encontrármelo. —Después de un minuto de silencio, murmuró—: Además, ya he estado allí.
Pam sabía que Cutter detestaba a John, pero hasta ese momento no había advertido la intensidad de su odio. Tampoco sabía que hubiera estado en Boston, pero antes de que tuviera tiempo de interrogarlo al respecto, la distrajo un ruido entre los árboles. Prácticamente al mismo tiempo, Cutter le apoyó una mano en el muslo a modo de advertencia. Permanecieron callados e inmóviles, intentando escuchar, y ambos miraron en la dirección del ruido.
—¿Qué pasa? —murmuró Pam.
Cutter se acercó más y le rodeó los hombros con un brazo protector.
—No estoy seguro.
—¿Son pasos?
—Eso parece.
—¿Humanos?
—Aja.
Murmuraban a una distancia de centímetros.
—¿Crees que es el espía de John?
—No.
—¿Demasiado evidente?
—Demasiado pequeño.
—¿Quiénes?
Al ver que Cutter se demoraba en responder, Pam alzó la vista para mirarlo a los ojos. El muchacho estaba acostumbrado al bosque y su mirada penetrante parecía encajar perfectamente con la espesa sombra de su barba, igual que su mandíbula firme y su barbilla angulosa. Pam se preguntó si la firmeza de esos rasgos se debía a la tensión o si siempre estaba allí. Era extraño que nunca se hubiera fijado en ella. Suponía que siempre había visto sus facciones como un conjunto.
Por fin los labios del muchacho se movieron.
—Es Balbuceos —murmuró y la tensión se borró de su rostro con la misma rapidez con que había aparecido.
—¿Qué?
—Balbuceos —repitió.
Pam tardó un minuto en comprenderlo, en saber de quién hablaba. Apartó la vista de su cara y miró en la dirección de los pasos justo a tiempo para reconocer a la pequeña criatura que salía de entre los árboles.
Pam quería a la mayoría de los habitantes de Timiny Cove, le disgustaban unos pocos y temía sólo a uno: a Balbuceos. Era una mujer vieja y arrugada, vestida con varias capas de ropa negra, incluso en los días más calurosos. Pam suponía que aquella ropa negra era lo único que cubría su cuerpo, que si alguna vez había tenido carne, ésta había desaparecido en el transcurso de sus ciento diez años de vida. Conocía su edad por los cotilleos del pueblo, y aunque estaba convencida de que era una exageración, lo cierto era que Balbuceos tenía un aspecto fantasmagórico. Vivía bajo tierra, en un sitio similar a una ratonera, aunque ese dato también procedía de los chismorreos del pueblo, pues nadie conocía su casa. Parecía ser completamente autosuficiente. Se pasaba los días recogiendo plantas y hierbas, y aunque nunca había hecho daño a nadie, la gente se mantenía apartada de ella. Nadie conocía su verdadero nombre y la llamaban Balbuceos por su forma de hablar.
Pam se acercó aún más a Cutter y murmuró:
—¿Qué hace aquí?
—Puede que esté buscando setas —respondió él con otro murmullo.
—¿Por qué aquí?
—Porque ésta es una zona de setas.
—Pero éste no es su bosque, sino el tuyo.
—No exactamente —dijo él con una risita.
—Ya me entiendes, Cutter. Viene directamente hacia aquí.
—Tranquila. No te hará daño.
—¿Estás seguro?
—Confía en mí.
Naturalmente, Pam confió en él. Le confiaría su vida. Apretada contra Cutter, no estaba la mitad de asustada que si hubiera estado sola.
La vieja no se detuvo hasta que llegó junto a ellos. Entonces sus ojos vidriosos se fijaron en Cutter. Pam notó que el muchacho la saludaba con una inclinación de cabeza. Luego miró a Pam y la chica se sintió aterrorizada.
—Hola —dijo con una sonrisa forzada.
Aquellos ojos vidriosos la miraron durante una eternidad. Luego la vieja sacó una mano ajada del bolsillo de algo similar a un saco de yute que llevaba encima de un delantal descolorido, que a su vez llevaba encima de un vestido deshilachado; todos ellos en distintas gamas de pardo. La mano desapareció en otro saco, esta vez de lona. Era de color granate y mucho más nuevo que el resto de sus pertenencias.
Cuando salió, la mano apretaba un ramo de flores que la mujer ofreció a Pam.
—Zaleas —murmuró con un hilo de voz.
—Azaleas silvestres —tradujo Cutter con suavidad y dio un pequeño empujoncito a Pam en la espalda que Balbuceos no notó.
Pam cogió las flores. Había visto azaleas silvestres en el bosque antes, pero nunca de ese delicado tono rosado. Cuando Balbuceos le señaló la nariz, la joven las olió. Su aroma era casi tan delicado como su color.
—Gracias —dijo—, son preciosas.
Antes de que acabara de pronunciar esas palabras, la vieja se giró y siguió su camino por el bosque arrastrando los pies. Con las manos apretadas bajo la nariz, Pam observó a la figura ajada hasta que desapareció entre los árboles.
—Es extraña —dijo entonces. Se recostó cómodamente contra el cuerpo de Cutter antes de bajar las flores y mirarlo. Sin embargo, lo que le impactó de él no fue su expresión atenta sino su olor. Era un olor familiar que siempre había identificado con él, pero a la vez tenía la novedad de un descubrimiento, de un despertar. Cutter no olía a loción de afeitar como John ni a cazadora de piel como Robbie. Olía a tierra y a sudor de hombre.
Con una sensación extraña en la boca del estómago, se apartó de él y se puso de pie. Volvió a llevarse las flores a la nariz y dijo:
—Tengo que irme.
—¿Puedo invitarte a cenar? —dijo Cutter.
A Pam no se le habría ocurrido una idea más agradable, pero se sentía curiosamente incómoda.
—Podemos preparar algo en tu casa. —Lo habían hecho muchas veces y después habían comido en el portal. Eran unas cenas divertidas y familiares.
Pero Cutter sacudió la cabeza.
—Me gustaría llevarte a cenar fuera; nunca lo he hecho. Estás tan bonita y tan mayor. Déjame hacerlo. —Pam se estremeció—. Hay un restaurante en Norway —continuó—. Podemos celebrar el final del curso.
—No tienes por qué...
—Es probable que no vuelva a verte en mucho tiempo.
Pam sintió repentinos deseos de llorar. En ese momento, cambiaría su viaje por unos cuantos fines de semana en Timiny Cove. En más de una ocasión había pasado siete semanas sin ver a Cutter, pero nunca se había sentido tan lejos. Sólo ahora se daba cuenta del consuelo que representaba saber que estaba a sólo tres horas de distancia.
—De acuerdo —dijo.
De modo que volvieron a la casa de Cutter para que él se duchara y cambiara de ropa. Luego salieron a cenar. Pam había comido en restaurantes más elegantes, pero nunca había disfrutado tanto de una cena. El recuerdo de ese momento la acompañó durante el largo viaje a Boston aquella noche y durante los difíciles días que siguieron.