Capítulo 2

PAMELA St. George era la clase de mujer que exudaba clase sin saberlo. No daba demasiada importancia a la seguridad ni a la belleza, pero tenía ambas cualidades. Podía recogerse el cabello en una trenza gruesa y combinar el peinado con un traje Armani, y a la semana siguiente las señoras de sociedad imitarían su atuendo. Ella ni lo notaba ni le importaba. Tenía sus prioridades en la vida y crear estilo no era una de ellas, excepto en lo relativo a las joyas.

La joyería le importaba, sobre todo aquella que llevaba su nombre. Era un anuncio viviente de los Originales Pamela St. George, y por importantes que fueran sus creaciones, no podía evitar el deseo de perfeccionarlas más. Creía que el poder nacía de la fuerza, y aunque Hillary no acababa de comprender por qué necesitaba tanto poder, no encontraba nada de malo en ello. Pam había tenido dificultades en la vida; y aún las tenía.

Ahora, mientras la veía acercarse detrás del maitre, experimentó la familiar mezcla de envidia y afecto por aquella mujer que estaba más unida a ella que su propia hermana. Deseaba odiarla por su aspecto, su gracia, su éxito, pero no podía. Pam era demasiado buena persona, demasiado cálida y sincera, y siempre se había comportado como una amiga leal.

Como de costumbre, parecía rodeada por un aura. Con el cabello recogido sobre una oreja con un pasador de plata, tenía aire de artista. Su aspecto bohemio se realzaba con un traje de ante con flecos, a juego con las botas. Pero a medida que se acercaba, la atención de Hillary pasó de su atuendo a su cuello. Al igual que el pasador, el collar era de plata, con un mosaico de piedras que iban del rosado pálido al violeta. Las piedras semipreciosas eran turmalinas; el sello distintivo de Pamela.

Pam se inclinó, rodeó con un brazo los hombros de Hillary y la estrechó en un abrazo significativo. Después, con una breve sonrisa al maître, se sentó y apoyó la carta del menú sobre el posaplatos de porcelana. Tenía la vista fija en su amiga.

—¿Te encuentras bien? —preguntó con dulzura.

No habían hablado desde la aparición de John en televisión. Aunque habían pasado cuatro días, Hillary seguía desolada.

—Sobreviviré. El orgullo ayuda a poner las cosas en perspectiva.

Pam continuó observándola.

—Estoy desolada —dijo, todavía con voz suave, aunque con expresión dura en los ojos—. Lo sabes, ¿verdad?

—Eres muy amable.

—No es cuestión de amabilidad, sino de sentido común, comprensión y afecto. Deberías haber sido tú —se apresuró a añadir al ver la expresión rebelde de Hillary—. Lo digo porque lo creo sinceramente. Si tenía que casarse con alguien, tendría que haberte elegido a ti.

—Pero no lo hizo.

—Tal vez deberías estar agradecida, aunque sé que no es así. Siempre has estado loca por John; a saber por qué. Es arrogante, egoísta, déspota y ladino, en resumen, un mal partido para el matrimonio. Piénsalo y tendrás que reconocer que es verdad. Al menos con esto. —Se tocó la cabeza. Luego su mano descendió al corazón—. Esto es otro asunto. En lo que respecta al amor...

—No lo quiero.

—¿No?

—No.

—Has permanecido a su lado demasiado tiempo.

—La costumbre —dijo Hillary con una sonrisa desdeñosa.

Pam le cogió una mano.

—Mereces algo mejor. John es mi hermano, pero quiero algo mucho mejor para ti. Es probable que lo que te ha hecho sea una bendición, aunque ahora no lo parezca. Quizá te ayude a abrirte a otros hombres.

—No busco ningún otro hombre.

En una época lo había hecho, pero ninguno estaba a la altura de John, aunque jamás lo reconocería ante Pam, pues eso supondría atribuir a John una cualidad que iba más allá del atractivo físico, y ella misma no comprendía que lo tuviera. Había algo más que costumbre, algo casi irracional que la empujaba hacia él una y otra vez.

—No necesito un hombre para sobrevivir.

—Lo sé; sin embargo...

—Me recuperaré. Sólo ha sido un golpe.

—Ya; pero te conozco y volverás a defender a John dentro de una semana.

—No lo estoy defendiendo. Coincido contigo, Pam. Esta vez ha ido demasiado lejos.

—¿No te lo había dicho? —Hillary negó con la cabeza—. Cabrón —murmuró Pam con desprecio—. Aunque no es ninguna novedad. La novedad es su compromiso. Después de tanto tiempo y de todo lo que ha conseguido, no tiene sentido. —Su voz reflejaba incredulidad—. ¿Qué busca? He intentado imaginarlo, pero no encuentro respuesta. John no es de los que se casan; es un solitario. Aunque viva rodeado de gente, en el fondo siempre está solo. John y su coraza. Nunca ha soportado a ninguna persona a su lado durante demasiado tiempo. ¿Qué ha cambiado?

Hillary se había hecho esa misma pregunta miles de veces desde la emisión de la entrevista en 20/20.

—Puede que esté sufriendo la crisis de la madurez. No tuvo tiempo para pasarla hace diez años, cuando le correspondía.

—Puede. Quizá se haya planteado el tema de la mortalidad, y espera que en su tumba aparezca la inscripción «amado esposo». Pero en ese caso ha escogido la mujer menos indicada. Conozco bien a Janet Curry. Su historial es impecable. Es como uno de los antiguos edificios de mármol de la avenida Commonwealth, reluciente, imponente y fría. No puedo imaginar pasión entre ellos dos. —Suspiró—. John no suele actuar por impulsos, pero esta vez nos ha sorprendido a todos.

—¿Has hablado con él? —preguntó Hillary para disimular su ansiedad. A lo largo de su relación, con frecuencia había utilizado a Pam como fuente de información sobre John. A Pam no parecía importarle, pues en realidad compartían datos.

Asintió con un gesto.

—El sábado hablé con él, apenas un momento. Aceptó mis felicitaciones como hace con todo, como si se las debiera. Naturalmente, pensó que lo felicitaba por la entrevista. ¡Es increíble! —No era precisamente un elogio. Nada de lo que Pam dijera de John podía catalogarse de elogioso. Aunque siempre estaba dispuesta a alabar a los demás, no parecía encontrar nada bueno que decir de él—. No se comporta como el resto de los mortales. Aunque tengamos el mismo padre, me parece un ser de otro planeta. A pesar de que acababa de hacer el anuncio de la década, sólo quería hablar del programa.

—Lo entiendo.

Pam pareció disgustada.

—Yo también. ¿Alguna vez has visto a alguien tan parcial? Manipuló la entrevista igual que ha manipulado todo en su vida. Es un maestro de la manipulación. Nunca se mete en una situación si no está seguro de tener control absoluto sobre ella. Sin duda fijó algunas reglas antes de acceder a la entrevista con 20/20.

—Debían de estar muy interesados en tenerlo allí.

—Seguro. Tenían motivos. Nos han pedido que diseñemos las joyas de la familia del presidente para el viaje a Moscú.

Hillary no lo sabía.

—Fantástico —dijo y era sincera, aunque sintió otra punzada de envidia. Pamela tenía suerte, siempre tenía suerte; mientras Hillary no hacía más que esperar su oportunidad.

—La emisión será en directo, lo que significa que los reporteros tendrán que llenar el tiempo con bagatelas como información sobre la ropa y las joyas.

—¿Bagatelas? —Aunque Hillary no estuviera interesada en las joyas, y en realidad no lo estaba especialmente, no podía pensar en las creaciones de Pam como bagatelas. Eran demasiado hermosas y caras. Ella no podía permitírselas. La única razón por la cual llevaba un Original de Pamela St. George, un anillo extravagante con una turmalina verde incrustada en cerámica, era porque Pam se lo había regalado. No John, sino Pam.

—Créeme, me alegro de que se las considere bagatelas —señaló Pam—. ¿Te das cuenta de la publicidad que conseguiremos? Publicidad gratis. Así que 20/20 decidió obtener la historia de Facets antes de que la consiguieran otros reporteros. Por lo visto, los productores del programa estaban dispuestos a negociar.

—Y a aceptar las reglas de John.

—¿De qué otra forma podría explicarse? John tiene enemigos. Vaya si los tiene. ¿Cómo es posible que 20/20 no consiguiera encontrarlos?

—Debe de haberles dado una lista de las personas a las que podían entrevistar.

—Seguro que mi nombre no estaba en ella —dijo Pam.

—Si lo hubiera estado, ¿habrías dicho la verdad?

—Desde luego —dijo con su característica impulsividad. Pero se calmó enseguida y se reclinó sobre la silla, con aspecto desolado.

A Hillary no le sorprendía la ambivalencia de Pam. Por una parte tenía mucho que reprocharle a John. Pensaba que era un cerdo y lo había calificado así muchas veces, sobre todo en los tiempos en que todavía no era lo bastante sofisticada para tener otro vocabulario. Entonces Hillary defendía a John, señalaba que había duplicado, triplicado y cuadruplicado los beneficios del negocio; que pagaba religiosamente sus impuestos y dedicaba una parte de sus beneficios a obras de caridad. Había sido su defensora en todo, excepto en sus hazañas menos defendibles, algunas de las cuales habían afectado directamente a Pam.

Por otra parte, John representaba el poder en la compañía St. Georges y, por consiguiente, en Facets. Pam habría podido coger sus diseños y marcharse a otro sitio, pero Hillary dudaba que fuera capaz de hacerlo. Al margen del respeto por la memoria de su padre y la compañía que había fundado, reconocía el valor de John.

—Le tienes miedo —musitó con tono más comprensivo que acusador.

—No tanto como antes.

—Pero no habrías hablado con 20/20. Eres demasiado buena. Si hubieras aceptado una entrevista, habrías tenido que escoger entre hundir a John y mentir descaradamente. No habrías sido capaz de ninguna de las dos cosas. —Hizo una pausa, se reclinó en la silla, entrelazó los dedos con fuerza y respiró hondo—. Pero yo sí, Pam. Y lo haré. Me propongo escribir un libro sobre él.

Pam se sobresaltó.

—¿Bromeas?

—No.

—¿Qué clase de libro? —preguntó después de reflexionar unos instantes.

—Una biografía. Lo conozco mejor que nadie. Soy la persona más idónea para hacerlo.

—Pero estás personalmente implicada.

—Ya no.

—Eso dices. —Hizo una pausa—. No sé, Hillary —dijo con tono vacilante—. No me parece buena idea.

Hillary estudió la expresión escéptica de Pam y siguió el curso de sus pensamientos. Escribir un libro sobre John equivalía a escribir un libro sobre la compañía St. George. También, hasta cierto punto, significaba escribir sobre Pam, Patricia, la madre de Pam, y sobre Cutter.

—Preferiría que no lo hicieras —musitó Pam.

—Tengo que hacerlo. Es lo único que puedo sacar en limpio de esta experiencia desastrosa. Debo hacerlo para justificar quién soy.

Pam reflexionó un instante. Parecía nerviosa.

—John se pondrá furioso.

—Lo sé. Pero no tengo nada que perder.

—Yo sí. Tengo un marido, una hija, una reputación. Mi madre no se beneficiará con la publicidad. Y tampoco Cutter.

—No os haré ningún daño. Ninguno de vosotros ha hecho nada malo.

—Sin embargo... —comenzó Pam, pero un hombre se acercó a la mesa y la interrumpió.

Alzó la cabeza, sorprendida, y sonrió. Extendió la mano y al mismo tiempo le ofreció la mejilla.

—Te vi entrar y no he podido resistir la tentación de venir a saludarte —dijo el desconocido—. Tienes un aspecto estupendo, Pamela. ¿Qué tal estás?

—Bien, Malcom. Me alegro de verte. Permite que te presente a mi amiga, Hillary Cox. Hillary, Malcom McCray. He vendido algunas de mis piezas favoritas a la mujer de Malcom —le explicó a Hillary y luego se volvió hacia el hombre—. ¿Cómo está Lorraine?

—Pasándoselo en grande en Vermont ahora que los esquiadores se han marchado. Yo me reuniré con ella el viernes. Es el único sitio donde puedo descansar.

Hillary lo entendía. Aunque no conocía a aquel hombre personalmente, había oído su nombre. Procedente de San Francisco, Malcom McCray era propietario de los hoteles más nuevos y lujosos de Nueva York. Si podía fiarse de los comentarios de W, él y su esposa también estaban metidos en el mundo de la beneficencia. A Hillary no le sorprendía que Pam los conociera. En los últimos años, su círculo de amistades se había vuelto más amplio e ilustre. Las grandes estrellas siempre acababan creando un círculo de satélites alrededor de ellas.

—Dale recuerdos de mi parte —dijo Pam.

—Por supuesto —respondió. De repente, Malcom McCray bajó la voz—. ¿Y qué hay de Brendan? ¿Se encuentra mejor?

—Con altibajos —contestó Pam con una sonrisa triste.

—Cuando se encuentre bien, vengan a vernos. El campo es un lugar ideal para reponerse.

—Gracias —dijo sin perder su sonrisa triste—. Es muy amable de tu parte.

Malcom apretó la mano de Pam, se despidió de Hillary con una inclinación de cabeza y se marchó.

Pam abrió la carta del menú, pero Hillary sabía que sus pensamientos seguían en Boston.

—¿Cómo está?

—¿Brendan? —Cerró el menú e hizo un ademán indeciso con una mano—. El tratamiento es peor que la enfermedad. Es difícil no desanimarse.

—¿Crees que los médicos están desanimados?

—No lo sé. Sus respuestas no suelen ser demasiado concretas.

—¿Les haces preguntas concretas?

—Claro que no. Hay cosas que prefiero no oír.

—Pero sigues sonriendo.

—Tengo que hacerlo, aunque sólo sea por Brendan. Tampoco estoy tan mal. El trabajo me mantiene ocupada. Es una buena forma de evasión. Ariana es otra. —Su cara se iluminó al mencionar a su hija—. Es un ángel. No sé qué haría sin ella. Significa tanto para mí: la esperanza, el amor... ¡tantas cosas! Fue un regalo de Dios.

Después de una brevísima pausa, Hillary preguntó:

—¿Estás en contacto con Cutter?

Pam estudió el exquisito grabado del mango de plata del cuchillo.

—Nos telefoneamos, aunque, con la enfermedad de Brendan, hace tiempo que no lo veo. Sin embargo —añadió con voz ahogada—. No sé qué haría si tuviera que renunciar por completo a su compañía. —Suspiró—. Esta conversación me deprime. Pidamos la comida.

Miró al camarero y éste se acercó de inmediato. Pero Hillary no estaba dispuesta a cambiar de tema. En cuanto el camarero se retiró, dejó la copa de vino sobre la mesa y dijo:

—Tú tienes más motivos que yo para desear vengarte, ¿sabes?

—¿De John?

Hillary asintió con un gesto.

—De no ser por él, tu vida habría sido muy distinta.

Tras unos instantes de reflexión, Pam apoyó los codos sobre los brazos de la silla y miró a Hillary a los ojos.

—Es verdad. Es simple y pura escoria, lo cual tiene gracia considerando que se ha pasado la vida intentando demostrar que es un auténtico aristócrata.

—Es hora de que alguien lo diga —dijo Hillary, pensando en su libro.

Pam también pensaba en el libro, a juzgar por su tono ansioso.

—Pero hay formas más discretas y efectivas que un libro. Lo cogeremos, Hillary. Lo castigaremos donde más le duela.

Hillary observó la expresión resuelta de la mandíbula de Pam. La había visto antes y nunca la había alentado, pero la traición de John cambiaba las cosas.

—¿Estás soñando despierta?

—Créeme. Le daremos su merecido.

—¿Dentro del negocio?

—Dentro, fuera, en todas partes. Créeme, Hillary. Se aproxima su hora.

—¿La hora de qué?

—De la justicia, de la maravillosa justicia.

Hillary, insatisfecha, repuso con tono provocador:

—¿Qué ocurre, Pam? Ya has sugerido algo semejante otras veces. He visto esa misma expresión en tu cara y cada vez es más clara. Estás tramando algo, ¿verdad? ¿Tú y Cutter?

—Lo está haciendo el propio John.

—Eso no es más que una perogrullada. —Al ver que Pam no intentaba defenderse, Hillary volvió a atacar—. No habrías ido a 20/20 ni lo habrías atacado en público.

—La televisión no era el medio adecuado.

—¿Y cuál es el medio adecuado?

Hillary pensaba que su libro lo era, pero era evidente que Pam no estaba de acuerdo.

—Existe uno, confía en mí. Tendrá lo que se merece.

—¿Cuándo? —preguntó, y tras instantes de silencio añadió—: ¿Y cómo?

Pam suspiró.

—Ahora no puedo añadir nada más. Pero piénsalo.

Es lógico que un hombre como John, que no tiene escrúpulos en hacer daño a las personas más cercanas a él, reciba lo que se merece tarde o temprano. Tú quieres atacarlo ahora, y muchos de nosotros lo hemos deseado durante años, pero hay formas y formas de hacer las cosas. Algunas son más efectivas que otras. Es probable que lleve tiempo, pero lo conseguiremos. Vaya si lo conseguiremos.

Hillary no estaba demasiado convencida. Quería escribir su libro. No quería esperar mientras Pam, Cutter y cualquiera que participase de la confabulación tramaban su venganza contra John. Tenía sus propias armas para vengarse y quería usarlas de inmediato.

—No te preocupes —dijo Pam, malinterpretando su expresión—. No usaremos un método mezquino. No mancillaremos su reputación en público.

—Mancillar su reputación en público no me parece mala idea —repuso Hillary—. Cuando un hombre se convierte en una figura pública, sabe a lo que se expone. Desde el viernes por la noche, John es presa fácil. Quería todo lo bueno y lo consiguió. Ahora tiene que arriesgarse a obtener lo malo.

—Dudo que lo vea de esa forma.

—Quizá no. Es un maldito engreído.

Pam sonrió sin alegría.

—Ahora sé que tiene problemas. Si hasta tú comienzas a insultarlo, no le veo mucho futuro.

—Desde luego —asintió Hillary—. Sólo yo sé lo que he pasado estos últimos días. Debe de ser algo similar alo que tú has sentido durante años y años.

Pam hizo un gesto de asentimiento.

—La rabia, la sensación de injusticia, la necesidad imperiosa de responder a sus ataques. He sentido todas esas cosas. Pero tú ya lo sabes. Me has visto llorar y patalear, darme con la cabeza contra la pared por las cosas que me hacía John.

La idea de la elegante Pam dándose con la cabeza contra la pared hizo sonreír a Hillary.

—Ha pasado bastante tiempo desde la última vez que te vi llorar y patalear, pero recuerdo la primera vez. Tendrías apenas ocho años y estabas de vacaciones en Timiny Cove. John estaba peleado con tu padre y os estropeó un momento que debería haber sido especial para vosotros.

Pam lo recordaba. Quizá no aquel incidente en concreto, pero sí muchos otros similares.

—Mi padre y él eran como agua y aceite. No podían pasar más de diez minutos en la misma habitación sin que se desatara una tormenta. Si yo tenía ocho años, John debía de tener veinticuatro; de modo que ya estaba metido en la compañía. Creía saber cómo manejar las cosas y sus métodos eran siempre opuestos a los de mi padre. Ya entonces era un arrogante; sólo tenía veinticuatro años pero quería capitanear el barco. Nació arrogante.

—Tú también. Eras una niña malcriada que tenía rabietas todo el tiempo.

—Frustración. Era sólo frustración.

—Te ponías furiosa cada vez que algo o alguien te obligaba a cambiar de planes.

—Mi relación con mi padre era especial. Discutía en defensa propia. En temporada escolar estaba en Boston. Él repartía su tiempo entre nosotros y Maine, de modo que no tenía muchas oportunidades de verlo. Pero cada vez que iba de vacaciones a Timiny Cove, mamá se quedaba en Boston; así que Eugene y yo estábamos solos. John tenía que reemplazarlo en las minas y eso lo volvía loco.

Hillary lo comprendía.

—A él no le gustaba Timiny Cove más que a tu madre.

—No. Quería estar en la ciudad. Solía decir que era allí donde sucedían las cosas importantes. En el interior no pasaba nada.

Hillary recordó aquella época y chasqueó la lengua.

—¡El interior!

—Tú también lo odiabas. Solías hacerme todo tipo de preguntas sobre la vida en la ciudad, ¿recuerdas?

—Aja. Debe de haberte parecido extraño. Tenía diez años más que tú, pero estaba hambrienta de información. John me contaba algo, pero nunca lo suficiente. Le gustaba mantener viva mi curiosidad, de modo que siempre eludía mis preguntas. Tú, en cambio, me decías todo lo que sabías.

—Que no era mucho.

—Para mí sí. Además, me caías bien.

—¿Porque era la hermana de John?

—No. Bueno, quizá fuera así al principio. Pero me gustabas de verdad. Tenías chispa, eras divertida, graciosa.

—Excepto cuando tenía mis rabietas —dijo Pam con picardía. Luego su expresión se volvió pensativa—. Me encantaba ir a Timiny Cove. La casa era grande y fresca; la gente, amistosa e interesante.

—¿Interesante?

—Eran pintorescos.

—¿Pintorescos?

—Sí, Hillary. ¿De qué otro modo describirías a Phoebe Hanks, Rufus Hacket o Dwayne Wardwell? Cielos —suspiró y sonrió—. Eran fantásticos. Phoebe haciendo horribles zapatillas con su aguja de ganchillo. Rufus con sus mofletes de ardilla y sus sonrisas desdentadas, contando chistes de los que siempre olvidaba el final. Dwayne con su aspecto serio y su pelo cortado a cepillo. Todos tenían un corazón de oro. Papá y yo solíamos jugar al póquer con Rufus y Dwayne. Lo recuerdo tan bien...

Y así comenzó. Aunque Hillary no hiciera nada para animarla, era fácil hacerla volver atrás. Una pregunta, una expresión incrédula o una simple provocación, y Pam se lanzaba a hablar de sus originales impresiones de Timiny Cove. Aceptaba la curiosidad de Hillary sobre esas impresiones. Del mismo modo que su curiosidad sobre Eugene St. George y John le parecía perfectamente natural.

Mientras Hillary la escuchaba con atención, grabando cada detalle en su mente de periodista, una parte de su cerebro recordaba otras comidas, mañanas, tardes y noches pasadas con Pam, Patricia o Cutter. Les contaba lo que hacía porque significaban mucho para ella; y si expresaban reparos intentaba endulzar los capítulos privados de su vida. Hillary era compasiva con aquellos que le preocupaban. Cuando se trataba de John, sin embargo, podía ser despiadada.