Capítulo 10

BOSTON, 1969

Cuando John le dijo a Pam que su padre había muerto, ella se negó a creerle. Hacía horas que aguardaba, asustada, y ahora lo miraba con expresión desafiante en el vestíbulo de la casa.

—Mientes. No puede haber muerto.

—El médico ha certificado su muerte.

—Papá no haría algo así.

—No ha tenido oportunidad de elegir. Ninguno de nosotros la tendrá cuando nos llegue la hora.

—Pero papá jamás se habría saltado un semáforo en rojo. Era un buen conductor.

—Todavía no se sabe si se saltó el semáforo o si perdió el control del coche. Lo cierto es que se encontraba en ese cruce en el momento menos oportuno.

Pam se esforzaba por comprender la actitud de John.

—Lo dices porque lo odias.

—Lo digo porque hay testigos. El camión tenía la luz verde.

—¡No es posible! —gritó Pam.

Sin embargo, el argumento más convincente estaba delante de sus narices: John se comportaba de una forma extraña, más comedida que de costumbre. También tenía un aspecto extraño, pálido y cansando. Y escuchaba las protestas de Pam sin gritarle ni decirle que era una niña malcriada. Eso era lo más increíble de todo. Por una vez en su vida, Pam deseó que volviera a portarse como un cerdo.

Por fin se alisó con los dedos el cabello desaliñado.

—Pam, nuestro padre ha muerto. No volverá. No pudieron hacer nada para salvarlo.

La niña sacudió la cabeza y comenzó a retroceder.

—¿Dónde está mamá? Estaba con él; lo sé.

—Está en el hospital, gravemente herida, pero vivirá.

—Quiero verla.

—Mañana. Acaban de operarla y no volverá a su habitación hasta mañana por la mañana.

Pam no preguntó qué le ocurría. No quería pensar que le ocurría algo malo, no quería saberlo.

—¿Podré verla entonces?

John asintió y cumplió con lo prometido, aunque con eso no logró tranquilizar a Pam. Al día siguiente por la mañana, Patricia no pudo hablar con ella en el hospital. Fue incapaz de decirle que todo iría bien o que John se equivocaba, que Eugene estaba en Maine y regresaría en unos días. Estaba atontada por los analgésicos y tranquilizantes; de modo que Pam regresó a casa sin ninguna seguridad a la que aferrarse.

Luego comenzaron las llamadas telefónicas y las visitas que parecían probar las afirmaciones de John. Varios empleados de la oficina pasaron por la casa familiar, así como algunos amigos de Patricia. Hubo llamadas de Timiny Cove e incluso de las madres de las amigas de Pam. John respondía a las llamadas y las visitas con una melancolía que la niña encontraba odiosa. Pero no era la única persona triste de la casa. Esa misma tarde, cuando Pam entró en la cocina y se encontró a Marcy llorando, se convenció de que Eugene había muerto.

El funeral se celebró un lunes. Fue una ceremonia deliberadamente discreta; según le explicó John a Pam, debido al precario estado de salud de Patricia. La niña sospechaba que era una excusa y que su hermanastro no quería invitar a una multitud porque le parecía demasiado tributo para un hombre a quien odiaba.

Sin embargo, John no pudo evitar la presencia de una multitud en el entierro en Timiny Cove. A todos los habitantes del pueblo se sumaron coches y coches de gente procedentes de poblaciones tan lejanas como la capital, que acudían a rendir su último homenaje a Eugene. Algunas de esas personas podrían haber consolado a Pam, pero John la obligó a subir a la limusina negra inmediatamente después del entierro y la llevó de vuelta a Boston esa misma noche.

Pam estaba demasiado confundida para llorar o protestar. Su mente le decía que Eugene había muerto, pero su corazón seguía esperando que la llamara o que apareciera en la puerta y riera con una de sus sonoras carcajadas. También esperaba que Patricia llamara desde el hospital para decirle que se encontraba mejor y que pronto estaría en casa.

Pero Eugene no rió y Patricia no llamó. Su madre permaneció en un estado de somnolencia, que no era exactamente un coma, pero que los médicos definían como «depresión grave». Pam acudía a visitarla todos los días, pero Patricia no parecía advertir su presencia.

De modo que la niña no tuvo más remedio que formular sus incansables preguntas a John, quien, después del funeral, se volcó por completo en los negocios. Decía que estaba «reconstruyendo los escombros», una expresión que Pam consideraba insultante. Y lo era. Pam también sabía que no se ajustaba a la verdad. Sencillamente, John estaba haciendo todo aquello a lo que Eugene se había resistido, y eso no le dejaba tiempo para Pam.

Los médicos eran los únicos que respondían a sus preguntas. Ellos le explicaron que su madre había sufrido una lesión en la columna vertebral y que no podía sentir nada de la cintura para abajo.

—¿Está paralítica?

—Así es —dijo una médica que estaba sentada junto a ella en un sofá de la sala de espera.

—¿Cuánto tiempo estará así?

—Todavía no lo sabemos.

—¿Pero lo sabrán pronto? —preguntó Pam sin preocuparse por disimular el pánico. Aquélla era su doctora favorita; joven, dulce y más accesible que los médicos del sexo masculino. También era especialmente amable con Pam.

—Cuando se reduzca la inflamación y cicatricen las heridas, podremos evaluar el estado de tu madre.

—¿Entonces podrá andar?

—No lo sabemos.

—Lo hará; tiene que hacerlo. Cuando se encuentre mejor, ¿también volverá a hablar?

—Es probable. —La doctora hizo una pausa, inclinó la cabeza hacia un lado y preguntó—. ¿Te ha dicho algo?

—No. No duerme, pero se limita a mirar fijamente a la pared.

—Está enfadada.

—¿Conmigo?

—No, quizá con ella misma.

—¿Por qué? Ella no provocó el accidente.

—A veces, cuando una persona sufre un trauma como el que ha sufrido tu madre, no pude pensar con tanta claridad como los demás.

—¿Eso también cambiará?

—Esperamos que sí.

—¿Cuándo?

La doctora se encogió de hombros, sonrió con tristeza y sacudió la cabeza.

—No lo sabemos, Pam.

Pam detestaba esa clase de respuestas, como antes las había detestado Eugene.

—Tiene que haber una forma de ayudarla.

—La hay. Puedes visitarla como hasta ahora y hablarle. Cuéntale lo que has hecho en el colegio. Dile que la echas de menos y que te gustaría que volviera a casa. Pregúntale si quiere que le traigas algo. Aunque no te conteste, te estará escuchando.

Pam le creyó y comenzó a hablarle a Patricia. Le contó lo que había hecho ese día y lo que pensaba hacer al siguiente. Le dijo que la echaba de menos y que quería que volviera a casa. Le habló de todas las cosas que podrían hacer juntas cuando Patricia se sintiera mejor.

Por desgracia, no podía hablarle de lo que realmente hubiera querido por temor a inquietarla. No podía mencionar el funeral ni la multitud que había asistido al entierro en Timiny Cove. No podía contarle cuánto echaba de menos a Eugene. No podía explicarle que temía que su vida entera cambiara, que temía no volver a Maine y no poder divertirse como antes. No podía decirle que la casa estaba silenciosa y triste o que John hacía lo imposible por molestarla cuando estaba allí. Nunca hablaba con ella, simplemente le hablaba. No estaba interesado en lo que Pam pensaba o hacía ni tenía paciencia para apaciguar sus temores.

Pero día tras día Pam recorría andando la pequeña distancia que la separaba del hospital, día tras día hablaba con su madre hasta que se quedaba sin nada que decir y luego permanecía sentada junto a la cama del hospital. A veces hacía los deberes o miraba la televisión, deseando poder acurrucarse junto a ella en la cama y llorar tanto como necesitaba. Pero la mayor parte del tiempo, se limitaba a mirar a Patricia, esperando una señal de reconocimiento.

La señal llegó un mes después. Patricia la miró, le dedicó una sonrisa pequeña y triste y Pam se sintió más feliz de lo que se había sentido en mucho tiempo. Sin embargo, prácticamente al mismo tiempo recibió noticias desalentadoras: la lesión en la columna de su madre era irreversible y Patricia no volvería a andar.

Ya fuera por esa noticia o por la depresión que sufría desde el accidente, Patricia no mostraba ninguna mejoría. Pam estaba convencida de que se había dado por vencida y de que sus palabras de ánimo no surtían ningún efecto. De vez en cuando, Patricia la miraba y le sonreía brevemente, pero el resto del tiempo continuaba aislada en la coraza de silencio en que se había encerrado después del accidente.

Dos meses después, los médicos recomendaron un traslado.

—¿Por qué no puede volver a casa? —preguntó Pam a John cuando éste le comunicó la decisión.

Estaban cenando solos en el amplio comedor donde John insistía en que se sirvieran las comidas. A él le parecía elegante; a Pam, desierto.

—Porque no se encuentra bien.

—No está conectada a ninguna máquina —protestó Pam. Después de todo lo que había visto en los últimos meses, creía merecer una respuesta más justificada—. Algunos pacientes están enchufados a tantas máquinas, que apenas puedes verlos a través de los cables, pero no es el caso de mamá. No depende de máquinas y no tiene el cuerpo enyesado ni nada por el estilo. Ni siquiera toma demasiadas medicinas.

—Sin embargo, no está bien.

—Deja que vuelva a casa y contrata una enfermera.

—Necesita algo más que una enfermera.

—Pues contrataremos a quienquiera que necesite.

John dejó el tenedor en la mesa y la miró como si fuera estúpida.

—Pam, esta casa no ha sido diseñada para un parapléjico.

A la niña no le gustó su tono. Detestaba la superioridad con que hablaba de su madre y el hecho de que siguiera comiendo como si tal cosa cuando acababan de recibir otra noticia espantosa en una tragedia que parecía prolongarse eternamente.

—No la llames así.

—¿No es eso lo que es? ¿No te parece que es hora de que seas sincera contigo misma? Tu madre está paralítica.

—Ya lo sé —dijo Pam con toda la madurez y la serenidad de que era capaz. Si quería enfrentarse con John, tendría que comportarse de ese modo—. Nunca volverá a andar. Pero los médicos han dicho que eso no significa que no pueda aprender a usar una silla de ruedas. También lo ha dicho el fisioterapeuta. Y el hecho de que no pueda andar no le impide volver a casa. No somos pobres. Podemos hacer las reformas necesarias en la casa para que pueda trasladarse en silla de ruedas. Yo estaba allí cuando el fisioterapeuta se lo explicó.

—¿Y qué dijo Patricia?

Pam lo recordaba bien. ¡Había deseado tanto que su madre expresara entusiasmo!

—Estaba muy cansada. Habían estado manipulándole las piernas durante un largo rato.

—¿Dijo algo?

Tras una breve pausa Pam se dio por vencida.

—No.

—Aja. —John comenzó a comer otra vez.

—Pero estaría mejor en casa, John. Lo sé. Debería estar aquí, con nosotros y con sus cosas. Podemos convertir la biblioteca en dormitorio para que no tenga que subir las escaleras. La mayoría de las puertas son lo bastante anchas para que pase la silla de ruedas, de modo que si ponemos asideros en el baño...

—No es tan sencillo. Hay otros factores en juego.

—¿Qué factores?

—Los psicológicos.

—¿Te refieres a su depresión? Pero también hay formas de combatirla. En el hospital la ha visto un psiquiatra. Si sigue visitándola un tiempo...

—Pam, tu madre no quiere volver aquí.

Pam se resistía a creerle.

—Claro que quiere.

—¿Te lo ha dicho?

—No, pero eso no significa nada. No habla mucho.

—¿Y eso no te dice nada?

Pam sintió un nudo en el estómago. Tendría que esforzarse más para aclarar sus ideas.

—Me dice que todavía está afectada por el accidente, pero eso ya lo sabía. Está triste por papá y por sí misma, y no podrá hablar conmigo hasta que supere esos sentimientos. —Una de las enfermeras había sugerido esa teoría y a Pam le parecía razonable—. Por eso ha estado viendo a un psiquiatra en el hospital.

—¿Y qué crees que le dice a él?

—No lo sé. No estoy allí cuando él la visita.

—Le dice —afirmó John lenta y claramente—. Que no quiere volver a casa. ¿Por qué te niegas a aceptarlo? —Se llevó un trozo grande de carne a la boca.

—¿Y tú cómo puedes aceptarlo? —gritó olvidando sus buenas intenciones—. ¿Cómo puedes comer de ese modo, John? Es repugnante. ¿Cómo puedes comer? No te preocupa en lo más mínimo, ¿verdad? —Pam arrojó la servilleta de lino sobre la mesa y se levantó—. Claro que no. Nada de esto te importa. Superaste la muerte de papá un minuto después de que lo enterraran y ahora tienes prisa por deshacerte también de mi madre.

—Siéntate, Pam.

—No tengo hambre.

—Necesitas comer. Si no estás bien de salud, no podrás ir a visitar a tu madre.

Era una amenaza absurda.

—De todos modos no podré visitarla. La envías a un sitio en Wellesley y no podré ir andando hasta allí.

—Marcy te llevará con el coche.

—Pero no todos los días.

—Por supuesto que no. De cualquier modo, no deberías visitarla todos los días. No es sano.

—¡Es mi madre!

John perdió la paciencia. Apoyó los antebrazos en la mesa, a ambos lados del plato, y dijo:

—En este momento no quiere ser tu madre, ¿no lo entiendes? Tiene trastornos físicos y psíquicos graves y para superarlos necesita tiempo para sí. Has ido a verla todos los días y no ha servido de nada. Dale un respiro, caramba. Déjala en paz.

Pam sintió náuseas; John siempre acababa provocándole deseos de vomitar. Agachó la cabeza y se dirigió a la puerta.

—¿Adonde vas? —gritó él.

—Arriba. No me encuentro bien.

—No te encuentras bien porque tienes el estómago vacío.

Pero Pam siguió subiendo las escaleras y al llegar a su habitación se acurrucó en la cama. No vomitó, pero tampoco tenía hambre cuando Marcy subió con una bandeja.

—Vamos, cariño, tienes que comer algo.

Pam fijó la vista al frente.

—Las cosas no van a mejorar. No habrá cambios.

—Claro que los habrá.

—No. Los dos se han ido para siempre.

—De eso nada. Tu madre está muy cerca y cuando la trasladen se encontrará a una pequeña distancia en coche.

—No le importo, Marcy. Ya no quiere ser mi madre.

—Desde luego que...

—No. Y no es sólo por el accidente. Hacía tiempo que no le importaba nada. Cuando tenía a mi padre, le daba igual, pero ahora que él no está le preocupa haberlo perdido. No le importa nadie. ¿Qué clase de madre es?

—Está enferma, cariño. No se siente...

—Ni siquiera le importa la casa. Antes adoraba esta casa. La quería incluso antes de enamorarse de mi padre.

Marcy le retiró un mechón de pelo de la frente.

—Está triste, Pammy. Está muy triste por lo que le ha ocurrido a tu padre y ese tipo de pérdida es difícil de superar.

Pam giró la cabeza en la almohada y miró hacia el techo.

—¿Y qué hay de mí? No estoy muerta y la necesito; no hago más que repetírselo, pero ella no me escucha. ¿No se da cuenta de que yo también echo de menos a papá? ¿No entiende que me siento muy sola sin ninguno de los dos? Ahora sólo tengo a John y él se porta peor que nunca. Le gusta verme desgraciada. No puedo creer que me hayan dejado aquí sola con él.

—No estás sola; me tienes a mí. Yo no te dejaré nunca.

Pam le cogió la mano y se la apretó. Quería creerle, pero las cosas en las que siempre había creído se habían desmoronado y se sentía incapaz de confiar. Sabía que mientras dependiera de ella, Marcy nunca la abandonaría. Pero la gente no podía hacer siempre lo que quería. Después de todo, Eugene tampoco la había dejado voluntariamente.

Sin embargo, se dejó consolar por la promesa de Marcy porque no podía aferrarse a ninguna otra cosa. Una semana después, trasladaron a Patricia a Wellesley. Pam la visitó una vez, pero su madre la recibió con tanta indiferencia, que no volvió. La hacía sufrir demasiado.

Con el tiempo, el sufrimiento se convirtió en furia. Pam estaba furiosa con Patricia porque la rechazaba, porque se negaba a mejorar, porque permanecía en el hospital en un estado semicatatónico mientras tenía una hija que la necesitaba. También estaba enfadada con Eugene. Su padre la había traicionado poniéndose al paso de un camión y había completado la traición abandonándola para siempre. Estaba indignada con John por haber sobrevivido.

John se había convertido en su tutor y eso significaba que estaba prácticamente a su merced. No sólo dirigía el negocio, sino también la casa. Aunque era educado con ella, Pam necesitaba calidez y risas. Necesitaba alguien con quien hablar, alguien que la abrazara cuando estaba deprimida. Lo esperaba en casa después del trabajo, como antes había hecho Patricia, e intentaba ser amable. Manifestaba interés por lo que había hecho durante el día, le hablaba con respeto y evitaba molestarlo.

Pero no funcionó. John adivinó lo que se proponía y parecía encontrarlo divertido, pero pronto se aburrió y volvió a darle la espalda, como siempre. Nunca le preguntaba cómo se sentía o qué había hecho durante el día, y, por supuesto, jamás le proponía hacer algo juntos.

Nuevamente decepcionada, Pam se apartó de él, pero la furia y el dolor permanecieron con ella. Como medio de evasión, se volcó por entero a los estudios. Iba a los partidos de baloncesto para ocupar su tiempo libre y comenzó a salir más a menudo con sus amigos. Cuando la invitaban a pasar la noche o un fin de semana fuera, siempre aceptaba. Los trece años eran una edad perfecta para entablar relaciones y Pam era una criatura sociable por naturaleza. Se esforzaba por borrar otros pensamientos, y en las habitaciones de sus amigas, aunque sólo fuera por un momento, podía reírse ele tonterías, burlarse de los profesores, planear excursiones para comprarse pendientes o soñar con los chicos más guapos de los cursos superiores del instituto.

Pero la diversión acababa en cuanto regresaba a casa. La mansión era demasiado grande, demasiado silenciosa, demasiado solitaria. Encontrarse con John era una tortura. Él se ocupaba sólo de los negocios y parecía estar prosperando, mientras ella seguía sumida en un dolor que crecía, y si ocasionalmente parecía menguar, era sólo para regresar con una intensidad que la hacía sentirse a punto de estallar.

A principios de marzo añoraba Maine. Timiny Cove representaba todo lo que valía la pena en el mundo, y aunque Pam sabía que sería muy distinto sin Eugene, ansiaba ver a la gente que tanto había significado para ambos. No había estado allí desde el entierro, la ausencia más larga en toda su vida. John viajaba durante la semana, cuando ella estaba en el colegio, y aunque en más de una ocasión le había rogado que le permitiera acompañarlo, él se había negado rotundamente.

—El viernes que viene empiezan las vacaciones de Pascua —dijo una mañana después del desayuno. Su única respuesta fue pasar la página del Wall Street Journal—. He pensado que podría ir a Maine con Marcy. —Esperó durante un silencio que parecía interminable—. ¿John?

—Marcy viajó el mes pasado y antes, en Navidad. —Continuó leyendo el periódico. Era evidente que no creía que el tema de las vacaciones de Pam en Timiny Cove mereciera su atención inmediata.

—Tuvo que ir porque su madre tenía problemas, pero tú no me dejaste acompañarla. Ahora me apetece mucho ir.

—Allí no hay nada que hacer.

—Aquí tampoco. Tendré dos semanas de vacaciones y la mayoría de mis amigos se irán fuera con su familia.

Eso no pareció afectarle en absoluto. John bajó el periódico y dijo:

—No puedo llevarte y quedarme dos semanas allí.

—No te he pedido que me llevaras. —Era lo último que deseaba—. Sé que estás ocupado; por eso he sugerido que podría ir con Marcy.

John la miró por unos instantes antes de responder:

—Lo pensaré.

—Me gustaría mucho ir.

—He dicho que lo pensaré.

—A ti también te vendría bien. No tendrás que preocuparte porque esté sola en casa sin nada que hacer. —Como si eso le preocupara—. De verdad quiero ir.

—Si vuelves a repetirlo, la respuesta será no.

Pam no lo repitió, y durante los días siguientes deseó con toda su alma que dijera que sí. John la mantuvo en ascuas hasta el miércoles anterior a las vacaciones, cuando Pam no pudo seguir soportando la intriga:

—¿Has tomado una decisión?

—¿Sobre qué?

—Sobre Timiny Cove y mis vacaciones.

—Ah. —Se preparaba para salir, arreglándose el nudo de la corbata frente al espejo de marco dorado del vestíbulo. Estaba de buen humor, anticipando la diversión de esa noche, por eso Pam supuso que era un buen momento para preguntar—. He decidido que deberías quedarte aquí —dijo—. Hettie quiere tomarse unos días libres, de modo que necesitaré que Marcy cocine para mí.

El corazón de Pam dio un vuelco.

—¿Hettie te ha pedido la semana próxima libre?

—No; se la he ofrecido yo.

—Entonces déjame ir a Maine la siguiente.

—Hettie estará fuera dos semanas.

—Nunca se toma dos semanas.

—Pero esta vez, sí. No me mires de ese modo. Tus intereses no son los únicos a tener en cuenta en esta casa. Hettie trabaja mucho, más que tú, y merece descansar. ¿Crees que los planes de los demás deberían adaptarse a los tuyos?

—No, pero Hettie es flexible. No tiene familia y cuando se toma vacaciones suele coger un autobús hasta un sitio lejano donde no ha estado antes. Le da igual una fecha que otra.

—Pues a mí no me da igual —dijo John cogiendo su sombrero— y lo hará la semana que viene. —Abrió la puerta de la calle y salió.

Sin embargo, Pam sujetó la puerta antes de que se cerrara y gritó tras él:

—¿Puedo ir en autobús?

—No.

—¿Cuándo iré a Maine?

—Cuando yo lo diga —respondió John antes de subir al taxi que lo esperaba.

Aquellas vacaciones de Pascua fueron las más desdichadas de la vida de Pam. Estaba muy triste y los recuerdos de otras vacaciones sólo conseguían hacerla sentir peor. Intentó mantenerse ocupada: leía mucho, dibujaba y en más de una ocasión arrastró a Marcy consigo al cine. Una vez fue de compras con Hillary, que tuvo el detalle de ofrecerse a acompañarla cuando Pam le dijo a John que la ropa de primavera del año anterior le quedaba pequeña.

Llovió prácticamente durante todas las vacaciones, de modo que no tuvo muchas oportunidades de salir. Así y todo, se pasó una tarde debajo del paraguas mirando escaparates en Newbury Street. Pero su salida favorita fue una visita al museo. Era un sitio tranquilo, y gracias a los esfuerzos de Patricia por convertirla en una jovencita culta, Pam ya sabía lo suficiente de los grandes maestros del arte para apreciar su obra. Durante un tiempo, le ayudaron a distraerse.

John salía a menudo. En los catorce días de vacaciones de Hettie, sólo volvió a cenar a casa cinco veces. Pam, consciente de que no le habría costado nada comer fuera también esas cinco noches, estaba indignada. En consecuencia, lo evitaba siempre que coincidían en la casa, temiendo su reacción si se atrevía a expresar su rabia. Pero la furia crecía en su interior, y cuando las vacaciones acabaron y volvió al colegio, se sintió aliviada. Las ocupaciones eran una ayuda, aunque el dolor y la añoranza por Timiny Cove no la abandonaban.

Entonces John dio una fiesta. Era su primera fiesta como dueño de casa; una especie de presentación en sociedad, según había explicado Hillary en un momento de enfado:

—Ha invitado a todo el mundo con cierto renombre. Es su forma de anunciar que ahora que dirige las minas St. George es un hombre importante. Sólo pretende impresionar. Incluso ha contratado a alguien para que se ocupe de la organización. Le dije que podía hacerlo yo, pero me respondió que no sabría. ¿No te parece injusto, Pam? Tengo buen gusto y soy eficaz. Es cierto que no tengo mucha experiencia organizando fiestas, ¿pero cómo voy a adquirirla si no lo intento de vez en cuando?

Pam quería a Hillary. No podía entender su interés por John, pero puesto que no podía hacer nada al respecto, le dolía ver cómo la trataba.

—Estoy segura de que organizarías una fiesta estupenda. Me encantó la que diste el día de San Valentín.

Hillary había invitado a John y a unos cuantos colegas del Globe a cenar a su pequeño apartamento de Back Bay. Como uno de esos amigos había pedido permiso para llevar consigo a su hija, Hillary insistió en que Pam también fuera. El apartamento estaba precioso, la comida exquisita y las flores frescas que llenaban el lugar dispuestas con una sensibilidad especial para el arte. No es que John apreciara aquellos detalles, pero Pam se sentía orgullosísima de su amiga.

Pam no sabía qué le había parecido la fiesta a John. Nunca hablaba de Hillary con la niña, aunque ella la halagaba siempre que encontraba la ocasión. Le gustaba la compañía de Hillary y no le habría importado que se casara con John.

Sin embargo, esta vez el tema de discusión no era el matrimonio, sino la fiesta que planeaba, para la cual había asignado a Hillary el papel de pasearse entre la gente y asegurarse de que todo el mundo tenía acceso al bar, al vino y a la comida.

Pam se preguntaba cuál sería su papel, aunque ni siquiera sabía si estaba invitada. John no había hablado de comprarle un vestido nuevo y, en caso de asistir, lo necesitaría.

Una semana antes de la fiesta, John dejó claro que no necesitaría un vestido nuevo.

—Quiero que Marcy y tú paséis el fin de semana en Timiny Cove. Esta casa será una locura antes de la fiesta y sólo estaréis en medio.

El hecho de que no la quisiera en la fiesta le habría dolido si la alternativa no hubiera sido tan agradable. Pam comenzó a contar los días que faltaban para su partida y dedicó cada minuto de su tiempo a planear lo que haría en primer lugar, en segundo, en tercero... No compartió su alegría con John por temor a que éste advirtiera cuánto significaba el viaje para ella y lo cancelara por pura malicia. Durante el resto de la semana, se esforzó por no molestar, por hacerse invisible y no darle el menor motivo de queja.

Durante esos pocos días se debatió entre el entusiasmo y el temor. No dormía bien ni podía concentrarse en clase. El jueves por la noche esperaba que John le dijera algo, pero no lo hizo. El viernes por la tarde, cuando regresó del colegio, su hermanastro no estaba allí, de modo que ella y Marcy cargaron el coche y se marcharon en menos de treinta minutos.

Pam no se sintió segura hasta que salieron de la ciudad y tomaron la carretera hacia el norte. Entonces se relajó en el asiento. El entusiasmo inicial seguía allí, pero no era el único sentimiento. Recordaba el último viaje a Maine, para el entierro de Eugene. ¡Habían pasado tantas cosas desde entonces! Y ahora revivía todos los sentimientos: el miedo, el dolor, la furia, la preocupación, la soledad. Cuando Marcy y ella llegaron a Timiny Cove, se sentía abrumada por los recuerdos.

Corrió al interior de la casa, que Deenie mantenía limpia y ventilada, y subió a su habitación a ponerse unos téjanos y la camisa que su padre le había regalado años atrás para pintar. No le quedaba tan grande como antes, pero seguía siendo igualmente entrañable debajo de su arco iris de manchas. Una vez abajo, cogió una cazadora de sarga de Eugene del armario. Tenía un olor antiguo y familiar.

—¿Pammy? —dijo Marcy en el vestíbulo.

—Tengo que salir.

—Deenie ha dejado la cena preparada. Puedo calentarla.

—¿Qué tal más tarde? —preguntó y tragó saliva para aliviar el dolor que sentía en el pecho—. Deberías ir a ver a tu madre.

—Te esperaré aquí.

—No lo hagas, Marcy. Necesito un respiro. Ve a visitar a tu madre. Me sentiré mejor así.

—¿Estás segura? —preguntó Marcy con voz vacilante.

Pam asintió con la cabeza. Un minuto después, estaba fuera de la casa, corriendo calle abajo. Las pocas personas que seguían en los portales o en los jardines a aquellas horas la saludaron al verla pasar, pero Pam no se detuvo. Corría para calmar la angustia. Corrió y corrió sin importarle que se le cayera la cinta del pelo y que se la llevara el viento. No sentía frío; no sentía nada excepto la necesidad de seguir corriendo.

Cuando llegó a la casa de Cutter estaba sin aliento, pero no más serena que antes. Llamó a la puerta, golpeándola con fuerza, y gritó:

—¿Cutter? —Esperó, jadeante, y luego repitió—. ¿Cutter?

Al no obtener respuesta, se sentó en el escalón del portal, se abrazó al poste de la entrada, flexionó las rodillas y esperó. No se le ocurrió pensar que Cutter pudiera estar fuera haciendo las cosas que haría cualquier adulto un viernes por la noche, que podría regresar tarde o incluso por la mañana. Se apretó contra el poste, flexionó las rodillas contra el pecho y esperó.

Poco después, oyó el rugido de la moto y se puso de pie. Cutter se detuvo en cuanto la vio. Sin apartar los ojos de ella, aparcó la moto junto a la casa, cogió una bolsa de papel y se aproximó. No habló, se limitó a mirarla de arriba abajo, observándola por partes, hasta que sus ojos se encontraron.

Pam sintió la misma sensación de ahogo que había experimentado momentos antes: el tumulto de emociones largamente reprimidas por fin ascendían a su pecho y a su garganta. Hizo lo posible por sonreír, pero su voz aguda y ahogada reflejó desesperación:

—¿Me acompañas a dar un paseo, Cutter?

El muchacho le acarició una mejilla.

—Desde luego. —Dejó la bolsa de papel en el portal, junto a la puerta, extendió la mano y la condujo hacia el bosque.

Pam conocía bien el camino; lo habían recorrido muchas veces en el pasado, pero se cogió con fuerza a la mano de Cutter y se dejó guiar. No se soltó hasta que llegaron al arroyo. Entonces se acercó a la orilla y se acuclilló. Sentía la presencia de Cutter a su espalda. Su fuerza, su calidez y su franqueza le recordaban a Eugene, y los sentimientos que había intentado reprimir durante tanto tiempo se desbordaron. Dejó caer la cabeza sobre las rodillas y se echó a llorar.

Cutter murmuró algo, pero el sonido de sus palabras se perdió en el torrente de emociones. Luego la rodeó con los brazos, por encima de la cazadora, y la atrajo hacia él, ofreciéndole el consuelo que tanto deseaba y necesitaba. No habló; no le dijo que no llorara. Cuando los sollozos se volvieron más violentos, se limitó a abrazarla con fuerza; cuando Pam comenzó a tranquilizarse, le acarició el cabello, y cuando el llanto dio paso a unos gemidos tristes y quedos, le apretó la cara contra su pecho.

Por fin, el abrazo se volvió más relajado. Pam dejó de llorar, pero no se apartó de él. Con la cara todavía apoyada contra su pecho, murmuró:

—Lo echo de menos, Cutter. ¡Lo echo tanto de menos!

Cutter le retiró un mechón de pelo de la cara y se lo metió detrás de la oreja.

—Lo sé. Yo también.

Pam lo sabía y quizá por eso necesitaba tanto verlo.

—Cuando pienso en él en Boston, sólo siento un enorme vacío. —Respiró con dificultad—. Creí que aquí sería más fácil, pero cuando veníamos en el coche, no dejaba de recordar otros viajes, cuando sabía que él me estaría esperando. Luego, cuando pasamos por el centro del pueblo, lo veía en todas partes; aunque no estaba allí. La casa sigue igual, pero al mismo tiempo está tan distinta que creí que si no te encontraba me moriría. Vine corriendo como si estuviera loca. La gente debe de pensar que lo estoy.

—Te quieren.

—Querían a papá.

—También ellos lo echan de menos.

Pam recordó el día del funeral, cuando tanta gente había ido a darle el último adiós. Al evocar sus caras, el enorme ataúd y la forma en que había desaparecido bajo tierra, comenzó a llorar otra vez.

—Lo siento —murmuró entre sollozos.

—No lo sientas. —Cutter parecía tan desolado como ella—. Necesitabas esto y yo también. Me ayuda a superar mis propios sentimientos.

—¿Tú también estás triste?

—Yo quería a tu padre —dijo con súbita intensidad—. Hizo mucho más por mí que cualquier otra persona en el mundo. Lo amaba como habría querido a mi propio padre si hubiera valido algo... —Su voz se quebró.

Pam se abrazó a él con fuerza hasta que se sintió capaz de dominarse. Pero incluso entonces, no lo soltó. Los latidos del corazón de Cutter eran el sonido más reconfortante que había oído en los últimos cuatro meses.

Después de unos instantes, el chico le preguntó por Patricia y Pam le contó lo ocurrido. También le explicó que John estaba a cargo de todo y que Hillary, Marcy y sus amigas del colegio se habían portado muy bien con ella. Cuando interrogó a Cutter, éste le contó cómo iban las cosas en la montaña y que las reglas se habían vuelto más estrictas bajo la dirección de John. También le habló de sus viejos amigos y de las últimas vicisitudes de cada uno de ellos.

Estaban frente a frente, y aunque ya no se tocaban, se sentían más unidos que nunca.

—¿Qué vamos a hacer, Cutter? —murmuró.

—Seguir adelante, tal como habría querido Eugene. Seguiremos adelante y haremos las cosas lo mejor posible.

—Pero a veces resulta tan difícil que siento deseos de gritar de furia. Lo que ha ocurrido no es justo. No es justo que mi padre haya muerto, ni que mi madre esté en el hospital ni que yo tenga que vivir con John a la fuerza. La vida no debería ser así.

—Pero lo es, Pam, y sólo los fuertes sobreviven. Tú eres fuerte y te las arreglarás para seguir.

—Es muy difícil.

—Lo sé. —La abrazó un momento más, antes de ponerse de pie y tenderle una mano—. Debería llevarte a casa.

—Estaremos aquí todo el fin de semana. ¿Podré verte otra vez?

—Claro.

Cuando estaban a mitad de camino de la cabaña, Pam dijo:

—Mi padre también te quería. De veras.

—No lo sé.

—Es cierto. Quería dejarte algo en el testamento, ¿lo sabías?

—Una vez dijo algo —respondió Cutter tras una pausa—. Little Lincoln.

—No sé qué ocurrió. —Recordó la discusión entre su padre y John al respecto—. Oí que le decía a John que estaba decidido. Él no habría cambiado de opinión sobre algo así. Creo que le habría gustado que tú fueras su hijo, en lugar de John, y John también lo sabe. —Alzó la vista. A la luz de la luna, la cara de Cutter parecía dura, con ángulos muy definidos que deberían haberle parecido toscos, pero no se lo parecían, no podían parecérselo. Cutter era especial—. John se pondría furioso si se entera de que lo primero que he hecho ha sido venir a verte.

—Pero no se lo dirás —dijo Cutter con expresión desafiante—. Y yo mucho menos, de modo que no se enterará. A menos que tenga espías, ¿verdad?

Pam sonrió por primera vez en lo que parecía una eternidad.

Aquel fin de semana sonrió varias veces más. Volvió a ver a todos sus amigos, y aunque no podía evitar sentir que faltaba alguien, su compañía le resultaba reconfortante.

Naturalmente, la de Cutter era su favorita. Aunque la vida del chico era muy distinta de la suya, entendía a la perfección lo que sentía y pensaba. Cuando estaba con los demás, se sentía segura. Las personas que amaban a Eugene la protegían como a una hija, pero a pesar de todo la sensación de soledad permanecía. Con Cutter nunca se sentía sola.

Por esa razón, hizo todo lo posible para convencer a John de que le permitiera viajar a Timiny Cove con frecuencia. Resultó ser más sencillo de lo que esperaba, aunque no porque su hermanastro sintiera cariño o compasión hacia ella. Durante el fin de semana de abril en que se había celebrado la fiesta, John había descubierto que le gustaba estar solo en la casa, cosa que le comunicó a Pam sin reparos. Sin embargo, a la niña no le importaba. Los viajes a Maine significaban mucho para ella. Allí se sentía mucho más feliz que con John en Beacon Hill.

Cutter era su mejor amigo. A veces charlaban en la cabaña o caminaban por el bosque hasta llegar al arroyo. Otras veces iban a la montaña y él le enseñaba las últimas minas abiertas. En ocasiones se limitaba a mirarla dibujar en la tierra con una ramita o garabatear detrás del sobre de la paga. Colgaba todos los dibujos de Pam sobre la pared, junto a la estantería, y estaba particularmente encantado con los que retrataban una turmalina en cada etapa de su desarrollo.

—Llevaré esta piedra en un anillo —dijo una vez, y cuando Cutter le preguntó qué aspecto tendría el anillo, se lo dibujó. Luego se sintió orgullosa de la aprobación del muchacho.

Sabía que Cutter tenía fama de duro, pero ella no lo veía así. Notaba que su mirada se endurecía cuando se enfadaba o que adoptaba una actitud alerta cuando estaba en el pueblo, pero en cuanto la miraba, se dulcificaba. La hacía sentir especial y disfrutaba de la emoción que sentía a su lado. Al igual que Eugene, Cutter era una persona espontánea, nada calculadora. Le gustaba hablar de los libros que leía o de la política aplicada en Washington para ayudar a los trabajadores de las minas. Nunca había viajado, no había asistido al ballet o a la ópera, no tenía un traje ni pensaba marcharse de Timiny Cove para conocer mundo. Sin embargo, era la persona más interesante que Pam había conocido.

Como era previsible, John acabó enterándose de sus encuentros, aunque Pam nunca sabría cómo. Cuando la interrogó, la chica lo negó. Dijo que se había encontrado con Cutter por casualidad y que no era culpa de ella que estuviera andando por la misma acera.

Cuando John le advirtió que no volviera a verlo, Pam asintió y le aseguró que no lo haría. Por eso disfrutó mucho más en el siguiente viaje a Timiny Cove, cuando corrió a la cabaña de Cutter inmediatamente después de llegar.