Capítulo 1
NUEVA York, marzo de 1990
De todas las afrentas a que la había sometido en el pasado, la traición era la más cruel; más cruel incluso que las omisiones: todas aquellas cosas que habría debido o podido hacer y no había hecho. Hillary Cox siguió con la vista clavada en la pantalla del televisor mucho después de que se desvaneciera la imagen. Su mente estaba casi tan blanca como la tele, aparentemente vaciada de contenido por la incredulidad, la impresión, el dolor.
Se apartó los largos rizos rojos de la cara y se volvió a mirar la alfombra. Pero en la gruesa lana roja no encontraría una respuesta.
¿Prometido? ¿John estaba prometido?
Tragó saliva con dificultad. El mando a distancia se deslizó sobre su regazo y cayó a sus pies. Se levantó y caminó distraídamente por el cuarto de trabajo. La habitación, igual que el resto del apartamento, era pequeña, pero no podía permitirse nada mejor en el Upper East Side de Manhattan; aquél era el lugar donde quería vivir, donde quería estar con John. Lo había alquilado tanto para satisfacer su orgullo como el de él. Era un hombre de fortuna y no podía obligarlo a visitarla en un sitio cochambroso.
Si le hubiera pasado dinero, seguramente habría alquilado un sitio más grande; aunque entonces se habría sentido más aún como una prostituta.
Se detuvo. Nunca se había vendido. Sus sentimientos hacia John ya fueran de amor, odio, respeto o desprecio siempre habían sido profundos, y había permanecido fiel a ellos durante años. No era una puta. Una estúpida, quizá, pero no una puta.
Caminó del respaldo de una silla tapizada en chintz a otra y luego a la sencilla mesa de cerezo que usaba como escritorio. Rozó con los dedos la pila de papeles y revistas esparcidas sobre ella. Sabía exactamente dónde encontrar cada cosa. John no lo comprendía. Para él, la organización era un asunto de vital importancia y el orden una necesidad ineludible.
Al llegar junto a la estantería, se detuvo a tocar el reproductor de discos compactos que le había regalado por las Navidades anteriores, el búho Steuben de un par de Navidades antes y, finalmente, la fotografía enmarcada de él que ella misma había tomado en otras Navidades. Aquel maldito demonio era apuesto, de ojos y pelo oscuros y unos rasgos lo bastante aristocráticos para disimular su aspecto ligeramente tosco. Lo había visto madurar con los años. Había visto cómo sus hombros se ensanchaban, su perfil se abultaba y sus sienes se cubrían con hebras de plata. Veintisiete años eran muchos años, aunque hasta entonces nunca los había contado. Había dado por sentado que compartirían muchos más. Sintió un nudo en el estómago. Se dijo que no podía estar prometido. John no era de los que se casan. Había llegado a los cincuenta sin contraer compromisos, había conseguido un éxito extraordinario sin necesidad de una esposa a su lado. No había ninguna razón para que se decidiera a buscar una de pronto, y John jamás hacía nada sin una razón de peso.
¿Se habría enamorado? No, no era propio de John.
Pero había dicho que estaba prometido. Lo había reconocido en una cadena nacional de televisión.
Con una punzada en la boca del estómago, desvió la vista de la cara autoritaria de la fotografía y reanudó su ocioso paseo por el apartamento. Instantes después estaba en la puerta de la habitación, apoyada débilmente contra el vano de la puerta, con la mirada fija en la cama cuidadosamente hecha y cubierta con la colcha de raso. El fin de semana anterior no había estado así. John y ella no la habían abandonado el tiempo suficiente para hacerla.
La evocación de esos días le dificultó la respiración. John era un amante extraordinario; exigente pero gratificante y, en ocasiones, incluso un poco brusco. Pero a ella le gustaba. Era todo un cambio de la fachada civilizada que mostraba al resto del mundo. Se enorgullecía de encender esa pasión. Era un signo de poder, una prueba de que era capaz de conseguir algo que ninguna otra mujer podía esperar de él.
El domingo por la tarde había regresado a Boston, la sede de Facets. No sabía nada de él desde entonces, pero eso era lo habitual en John. Con los años, Hillary se había adaptado, consciente de que debía sacar el máximo provecho de una situación que era incapaz de cambiar. John hacía lo que quería. No aceptaba demandas de nadie.
¿Prometido? No era posible. ¿O sí?
Comenzó a pasearse más deprisa. Si hubiera leído la noticia del compromiso en el National Enquirer no le habría dado importancia. Lo habían dicho otras veces; pero siempre eran especulaciones sin fundamento que lo emparejaban con mujeres que apenas conocía o que no soportaba.
Sin embargo, la entrevista en 20/20 era diferente. Se trataba de un programa con credibilidad. Igual que Janet Curry. Era una mujer madura, elegante, una auténtica figura en la sociedad de Boston, una viuda con buena posición económica y cuarenta y tantos años. Hillary sabía que John había salido alguna vez con ella. Se lo había contado. Pero nunca había mencionado un compromiso, ni un mes antes en el momento de la filmación de la entrevista ni durante el último fin de semana.
A medida que comprendía la verdad, el dolor aumentaba. Si el compromiso era auténtico, John le había hecho el amor después de prometerse con Janet, lo cual era una forma de rebajar tanto su persona como el acto en sí. Por otra parte, si se casaba, habría una mujer fija a su lado y en su cama. Una esposa legítima; y no sería ella.
En un intento por controlar el pánico que comenzaba a embargarla, se dirigió a la mesilla de noche y marcó rápidamente el número de Pam. Ella sabría la verdad. Después de todo, era la hermana de John y él le habría comunicado sus intenciones.
Aunque quizá no. Hillary colgó el auricular. Pam se preocupaba mucho por los asuntos familiares, pero John y ella no estaban demasiado unidos. Y no era de extrañar. John era un cabrón.
¿Y quién mejor para confirmarle la noticia que el mismísimo cabrón en persona? Tras marcar el número de Beacon Hill, Hillary aguardó a que atendieran. Su ansiedad crecía con cada nuevo timbrazo del teléfono.
—Residencia St. George.
Se oían ruidos al fondo.
—Christian, soy Hillary Cox —dijo con firmeza, con toda la autoridad que era capaz de fingir, dando por sentado que, si había estado en la vida de John tanto tiempo, su ayuda de cámara tenía que saberlo—. ¿Está John?
Durante los escasos segundos que tardó en responderle, Hillary identificó los ruidos de fondo. Había gente. Sus voces se fundían formando un solo zumbido cacofónico.
—Sí, señorita Cox, pero en este momento está ocupado. —Oyó risas al otro lado de la línea—. ¿Quiere que le diga que ha llamado?
Hillary tuvo la desconcertante impresión de que había una fiesta.
—Quiero hablarle ahora —insistió—. Dígale que tengo que hablar con él ahora mismo.
—Tal vez sería mejor...
—Por favor, Christian, es urgente.
El ayuda de cámara debió de advertir su desesperación, pues tras una breve pausa le pidió que esperara y pasó la llamada a otro aparato.
El súbito silencio era peor que las voces que oía antes. La perseguían, haciéndola sentir excluida, y aunque se había sentido así otras veces en el pasado, en esta ocasión era mucho peor. Una cosa era que la apartara como a todos los demás y otra muy distinta que la hiciera a un lado mientras abiertamente compartía su tiempo con otros.
—¿Hillary?
Su voz sonó tan grave y compuesta como de costumbre. Ya no se oían ruidos de fondo. Lo imaginó en la biblioteca, rodeado de estanterías de libros que nunca leería, con sus largos dedos delgados apoyados sobre el escritorio de caoba. Habría cerrado la puerta para proteger su intimidad, una necesidad que de pronto cobraba visos de culpa.
—¿Qué ocurre, John?
El hombre parecía indiferente a la desesperación de su voz.
—¿Cómo estás?
—¿John...?
—¿Has visto la entrevista? —Hablaba despacio, como si estudiara las palabras.
—Por supuesto. Por eso...
—¿Qué te pareció?
—No lo sé. Precisamente por eso...
—No ha estado mal. —Su tono eludió directamente la insinuación de Hillary—. Esas entrevistas son peligrosas. Por más simpático que parezca el entrevistador, con la filmación y el montaje pueden hacer que el hombre más brillante parezca un idiota.
Hillary comenzaba a perder la compostura.
—John, ¿a qué vino eso de...?
—Creo que he salido bastante bien parado. Estoy contento.
—Y también otra gente, por lo que he oído cuando Christian atendió el teléfono. —Se apresuró a seguir antes de que volviera a interrumpirla—. ¿Qué está ocurriendo?
—Han venido unos amigos a celebrar —respondió él tras un breve silencio.
—Tienen un perfecto sentido de la oportunidad. La entrevista acabó hace apenas quince minutos. —Aquello sólo podía significar una cosa—. Han ido a verla contigo, ¿verdad?
—Algunos.
—¿Algunos? ¿Tres, ocho, veinte? —No intentó disimular su dolor—. John, yo también habría ido si hubiera sabido que organizabas una fiesta. Pero no me querías a tu lado. Rara vez lo haces y mucho menos ahora. —Se detuvo para respirar—. ¿Es verdad, John? ¿Estás prometido con Janet?
Él vaciló un instante.
—Te llamaré más tarde, Hillary.
—No. Dímelo ahora. ¿Estás prometido? —No hubo respuesta—. Dímelo, John.
—Lo discutiremos más tarde.
—Tengo que saberlo ahora. Ya ha sido bastante doloroso enterarme por la televisión. ¿Cómo has podido hacerme algo así? —exclamó. Ahora que comenzaba a desahogarse, se sentía incapaz de detenerse—. ¿Cómo has podido hacerlo de ese modo? Después de tanto tiempo, de todos los años que hemos pasado juntos, ¿cómo has permitido que me enterara al mismo tiempo que millones de desconocidos? ¿No has pensado que me harías daño?
—Ahora no, Hillary.
Parecía disgustado, pero a ella no le importó.
—No la amas. Te conozco, John. Sólo te quieres a ti mismo y a tus malditas tiendas. Así pues, ¿por qué te casas con ella? Tienes el poder que siempre has querido. ¡Por Dios!, después de esta noche tendrás a todos los periódicos y revistas llamando a tu puerta para hacerte entrevistas. Tienes dinero y fama. ¿Para qué la quieres a ella? Ni siquiera es una preciosidad; yo soy más guapa. Además no puede darte lo que necesitas. Sólo yo puedo hacerlo. Lo he hecho durante todos estos años.
Él respondió con voz tensa:
—Hillary, éste no es el momento ni el lugar apropiados...
—Hablando de momentos y lugares apropiados, ¿qué significó el fin de semana pasado? Estuviste conmigo, John. Pasaste cuarenta y ocho horas conmigo haciendo las mismas cosas que hemos hecho durante años. —Se cogió el vientre con una mano temblorosa—. Responde, John, ¿qué significó el último fin de semana?
—Lo que ocurrió el fin de semana pasado fue algo entre tú y yo —respondió enfadado por su insistencia—. Hicimos lo que hemos hecho siempre.
—¡Pero vas a casarte con otra!
—¿Y qué?
Hillary se quedó boquiabierta.
—¿Y qué? ¡Que la estás engañando!
—Janet se beneficiará con este matrimonio. Recuperará la protección que perdió con la muerte de Turner. Volverá a tener a alguien que se haga cargo de su vida, que es precisamente lo que echaba en falta. Nunca le prometí fidelidad, ni tampoco se la pedí.
—De modo que crees que seguirás conmigo aun casado con ella.
—A ella no le importará.
—Pues a mí sí.
—No veo por qué. He tenido relaciones con otras mujeres durante estos años.
—Pero no te casaste con ninguna de ellas.
—¿De repente te has vuelto moralista? Nos veremos con tanta frecuencia como de costumbre. Mi relación con Janet es un asunto racional. Sencillamente, resulta conveniente. Nos soluciona problemas a los dos y cerrará la boca a los escépticos. No busco pasión con ella; ya la tengo contigo.
—¡Pero te casas con ella!
—¿Te niegas a continuar porque seré un hombre casado? Dime qué quieres. —Su voz se endureció—. ¿Dinero? ¿Joyas? ¿Acciones de la compañía?
Aquellas palabras la sacudieron como una bofetada. A pesar de los años que habían compartido, John estaba muy lejos de acertar, muy lejos de comprenderla. Como amante de un hombre que rehuía el matrimonio, Hillary había conseguido ignorar a las demás mujeres que entraban y salían de su vida. Al fin y al cabo, ella era la única que permanecía a su lado. John siempre volvía a ella, y eso la compensaba hasta cierto punto por todo lo que habría deseado de él. Ahora, sin embargo, iba a darle su nombre a otra mujer, iba a colocar a alguien en un pedestal que anteriormente había estado vacío. Era una cuestión de dignidad. Hillary era demasiado orgullosa para consentir que la relación entre ambos quedara reducida al mínimo denominador común.
De repente, notó que John se sentía irritado a causa de su llamada. Teniendo en cuenta la intensidad de su dolor, aquello era demasiado.,
—Vete al demonio —murmuró y colgó, aunque se quedó mirando fijamente el teléfono, esperando que sonara, que él la llamara.
Sin embargo, sabía que no lo haría. No le daría el gusto de demostrarle que le importaba y jamás se disculparía; era demasiado arrogante para eso. En su lugar, apagaría la luz de la biblioteca y volvería a la fiesta, consciente de que ella lo sabría, sentada sola en Nueva York. Dejaría que el dolor de sus fantasías fuera el castigo por haber colgado intempestivamente.
Y Hillary se sentía castigada. El solo hecho de imaginarlo en un salón lleno de invitados entre los cuales se contaría sin duda su prometida que lo admiraban por haber dado semejante golpe publicitario en una cadena nacional de televisión, era una auténtica tortura. Se cogió los brazos con las manos y se balanceó en el borde de la cama. Pero el movimiento no consiguió reconfortarla. Tampoco sus paseos por el apartamento. Se sentía extraña, en cierto modo desconsoladamente vacía y al mismo tiempo llena de emociones que exigían su atención. Tristeza, dolor, rabia, soledad, miedo...
Se echó un abrigo largo a los hombros y buscó refugio en la noche de marzo. El aire era fresco y agradable. Se arropó el cuello, caminó deprisa por las aceras de la ciudad, pasando junto a casas y comercios, cruzando a otros transeúntes que también caminaban por las calles a medianoche. Era un alivio que Nueva York no durmiera nunca. Ver a otras personas solas la hacía sentir menos desgraciada.
Sin embargo, siempre se había jactado de ser inmune al aislamiento de las grandes ciudades. Por mucho tiempo que pasara sola y su profesión de escritora la obligaba a largas horas de soledad, sabía que tenía a John. Aunque pasara meses enteros sin visitarla, ella sabía que estaba allí. No hablaban por teléfono, no se escribían, pero él estaba allí y Hillary sabía que acudiría cuando la necesitara.
Nada más.
Caminó largo rato. Finalmente sintió frío y regresó al apartamento. Había un mensaje en el contestador automático. Se dijo que tenía que ser John y la embargó una súbita oleada de dicha.
«Hola Hillary —dijo una voz en el contestador. El corazón le dio un vuelco—. Soy Pam. Tengo que hablar contigo, pero no me llames porque no estoy en casa. Lo intentaré otra vez por la mañana.»
La máquina se interrumpió con un pitido. Si hubiera sido John, habría guardado el mensaje para oír su voz una y otra vez. Se quedó paralizada, abrumada por la decepción. Quería mucho a Pam, pero sólo ansiaba oír la voz de John.
Necesitaba hablar con alguien, llorar sobre un hombro compasivo, pero Pam no estaba en casa y no podía molestar a sus amigos a esa hora de la noche.
De cualquier modo, Pam era la única amiga con quien se habría atrevido a hablar. John era un tema delicado y hacía tiempo que había aprendido a guardarlo para sí. Sólo unos pocos amigos conocían a John, los demás ignoraban su identidad y sólo sabían que tenía un amante desde hacía tiempo. Ninguno podía entender por qué soportaba la situación. Pensaban que estaba loca por esperar en silencio sus visitas, loca por dejarlo ir y venir sin obligarlo a un compromiso formal. Decían que toda mujer tenía derecho a proteger sus intereses, y aunque Hillary siempre aducía que sola se las arreglaba bien, que no necesitaba que John se ocupara de ella, ahora pensaba que quizá tuvieran razón. Si los llamara para contarles lo ocurrido, sin duda tendría que oír un «te lo dije» y eso era lo último que quería escuchar.
La noche se le hacía interminable. Estaba demasiado excitada para dormir o incluso para permanecer sentada durante mucho tiempo. Puso una música relajante, bebió una copa de vino y se sumergió en una bañera de agua caliente para relajar la tensión. Pero no podía dejar de pensar en John y el dolor no le daba tregua.
Cuando amaneció estaba hecha un manojo de nervios. Miró los primeros rayos del sol atravesar las hondonadas de cemento de la calle y vio la furgoneta de la prensa repartir los periódicos de la mañana. Salió a buscar el suyo, lo llevó arriba, abrió la página de sociedad y se dejó morir un poco más. El artículo no era largo. John aún no pertenecía a la nobleza. Pero la noticia estaba allí: cuatro párrafos dedicados a la boda inminente de uno de los solterones más deseados de la costa Este. Temblorosa y desesperada, escondió el periódico debajo del día anterior, sobre el mostrador de la cocina.
Tomó una ducha caliente, se vistió y miró el reloj. Sólo eran las siete y media. Pam ya estaría levantada, pero no quería llamarla. Estaba demasiado angustiada para hablar. Se sentó a la mesa, dispuesta a trabajar, pero fue incapaz de escribir una línea.
Necesitaba aire. Cogió el abrigo del sitio donde lo había arrojado la noche anterior y salió a caminar otra vez. Suspiró varias veces, miró a los ojos de los viandantes madrugadores del sábado y mantuvo la cabeza erguida. Sin embargo, en cada esquina su vista se desviaba inevitablemente hacia los quioscos de periódicos. Por fin, incapaz de resistirse más, compró otro periódico y regresó a casa.
En éste también había un artículo sobre el compromiso de John.
Disgustada, arrojó el periódico a un lado, cogió su maletín y salió nuevamente, esta vez en dirección a la biblioteca, donde permaneció la mayor parte del día. Aunque no consiguió trabajar demasiado, no podía soportar estar en casa con el silencio y sus recuerdos agridulces.
Cuando volvió, encontró otro mensaje de Pam, esta vez más directo:
«Hola, Hillary, soy Pam. Tenemos que vernos. El miércoles tengo que viajar a ver a un cliente. ¿Por qué no comemos juntas a la una en The Four Seasons? Si no puedes, llámame. De lo contrario, te veré allí.»
Era un mensaje típico de Pam. Serena y eficiente, la hermana de John sabía lo que debía hacer y lo hacía. Debajo de su serena eficiencia había insistencia, pero no una insistencia nacida de la arrogancia sino de una apasionada convicción. Ésa era una de las diferencias entre Pam y su hermano. Ella era una persona emotiva, tenía sentimientos, sufría.
Hillary también. Pero John no.
Aquel pensamiento volvió una y otra vez a su mente, obsesionándola a lo largo de las largas horas del fin de semana. Se debatía entre la incredulidad y el dolor, la perplejidad y la desesperación. Luchaba por ver el futuro que se extendía ante ella, pero su tenebrosidad la obligaba a rehuir esa visión. No era justo. Durante demasiado tiempo se había olvidado de todo, planificando su vida a medida de la de John. Si lo maldecía, al instante siguiente teñía que maldecirse a sí misma. John la había usado, pero ella se lo había permitido.
Al cabo del fin de semana, se sentía tan furiosa como herida, y la furia le inspiró una idea. Los abusos de John habían terminado. La vida continuaba y con ella su potencial para crecer. No le importaba si la rabia contra John actuaba como catalizador. No le importaba que él se enfadara al conocer sus planes. Ya no tenía nada que perder.
Era hora de que hiciera algo con su vida. Y usar a John para conseguirlo no era más que un acto de justicia bíblica.