6

Tenía yo a mi mando setenta aguerridos soldados, amén de ciento diez jóvenes que habían recibido instrucción durante el invierno. Esos ciento ochenta hombres constituían casi la tercera parte de los lanceros de Dumnonia, mas sólo sesenta estaban en condiciones de emprender la marcha al alba. Los demás continuaban ebrios o sufrían tamaña resaca que nada les importaban mis maldiciones y mis golpes. Issa y yo arrastramos a los más afectados hasta el agua helada, aunque de poco sirvió. Hube de resignarme a que fueran recuperándose con el paso de las horas. Un puñado de sajones sobrios habría podido arrasar Dun Carie aquella mañana.

Las almenaras seguían ardiendo, avisándonos de la proximidad del enemigo, y sentí remordimientos por haber fallado a Arturo de modo tan miserable. Más tarde supe que prácticamente todos los guerreros de Dumnonia se encontraba en condiciones parecidas aquella mañana, aunque los ciento veinte hombres de Sagramor se habían mantenido sobrios y se apresuraron a salir al paso a las tropas sajonas; los demás trastabillábamos, sufríamos náuseas, nos ahogábamos y bebíamos agua como perros.

A mediodía, casi todos mis hombres, que no todos, estaban en pie y sólo unos pocos podían emprender la larga marcha. Mi armadura, mi escudo y las lanzas de guerra ya estaban cargados en un caballo percherón, mientras que diez mulas llevaban las cestas de víveres que Ceinwyn había preparado afanosamente a lo largo de la mañana. Hila esperaría en Dun Carie aguardando noticias de la victoria o, lo que era más probable, la llegada de un mensajero con la orden de huir.

Luego, poco después del mediodía, todo cambió.

Llegó un mensajero del sur en un caballo sudoroso, Ira el hijo mayor de Culhwch, Einion, que había cabalgado hasta casi caer muerto de agotamiento, con montura y todo, para avisarnos a tiempo. A punto estuvo de desplomarse desde la silla.

—Señor —dijo sin resuello; tropezó, recuperó el equilibrio e hizo la inclinación de rigor. Aún pasó unos segundos sin hablar por falta de aire y, de pronto, las palabras empezaron a desbordársele en un agitado frenesí, pero estaba tan ansioso por comunicar el mensaje y había pensado tanto en la importancia del momento que apenas se le entendía, aunque llegué a comprender que venía del sur y que los sajones habían emprendido la marcha desde allí.

Lo acompañé a un banco del salón y le obligué a sentarse.

—Bienvenido a Dun Carie, Einion ap Culhwch —le dije con gran formalidad—, ahora, repítelo todo.

—Los sajones, señor, han asaltado Dunum.

Es decir, que Ginebra había acertado y el enemigo atacaba por el sur, procedente de las tierras de Cerdic, más allá de Venta, y ya se había internado en Dumnonia. Dunum, nuestra plaza fuerte de la costa, había caído el día anterior al amanecer. Culhwch había preferido abandonar la fortaleza a perder a sus cien hombres por puro avasallamiento y en esos momentos se retiraba delante del enemigo. Einion, un joven con la misma constitución fornida que su padre, me miró acongojado.

—Señor, sencillamente, son muchísimos.

Los sajones nos habían embaucado. Primero nos hicieron creer que no atacarían por el sur, y después iniciaron la campaña en nuestra noche de fiesta, cuando sabían que confundiríamos las distantes almenaras de alarma con las hogueras de Beltain, y en ese momento campaban a sus anchas por nuestro flanco sur. Supuse que Aelle estaría presionando ya por el Támesis mientras las tropas de Cerdic arrasaban la costa sin obstáculos. Einion no estaba seguro de que el propio Cerdic fuera a la cabeza del asalto por el sur, pues no había visto la enseña del rey sajón con la calavera de lobo pintada de rojo y con la piel humana ondeando al aire, pero había visto el pendón de Lancelot del águila pescadora con un pez entre las garras. Culhwch opinaba que Lancelot iba al frente de su tropa, engrosada con dos o tres centenares de sajones.

—¿Dónde estaban cuando partiste? —pregunté a Einion.

—Al sur de Sorviodunum todavía, señor.

—¿Y tu padre?

—En la ciudad, señor, pero no quería que lo atraparan allí.

Es decir, que Culhwch abandonaría la fortaleza de Sorviodunum en vez de encerrarse en ella.

—¿Quiere que me una a él? —pregunté.

Einion negó con la cabeza.

—Ha mandado mensajes a Durnovaria, señor, diciendo a la gente que se vaya al norte. Creo que vos deberíais protegerlos y llevarlos a Corinium.

—¿Quién está en Durnovaria? —pregunté.

—La princesa Argante, señor.

Maldije en voz baja. La joven esposa de Arturo no podía ser abandonada así y entonces comprendí lo que Culhwch insinuaba. Sabía que no se podía detener a Lancelot, de modo que quería que yo rescatase todo lo valioso que hubiera en el corazón de Dumnonia y me retirara hacia el norte, hacia Corinium, mientras él hacía todo lo posible por frenar el avance del enemigo. Era una estrategia provisional desesperada al fin de la cual habríamos dejado la mayor parte de Dumnonia en manos del enemigo, pero aún quedaba la posibilidad de reunirnos todos en Corinium y presentar batalla al lado de Arturo, aunque si rescataba a Argante tendría que abandonar los planes de Arturo de hostigar a los sajones en los montes del sur del Támesis. Era una lástima, pero la guerra raramente se desarrolla según las previsiones.

—¿Lo sabe Arturo? —pregunté a Einion.

—Mi hermano ha ido a verlo —me dijo, es decir, que Arturo aún no habría tenido noticia. El hermano de Einion no llegaría a Corinium, donde Arturo había pasado Beltain, hasta última hora de la tarde. Mientras tanto, Culhwch andaría perdido por el sur de la gran llanura y Lancelot podría continuar por la costa y apoderarse de Durnovaria, o bien virar hacia el norte y perseguir a Culhwch hacia Caer Cadarn y Dun Carie. Fuera como fuese, pensé, el paisaje que contemplaba herviría de lanceros sajones al cabo de tres o cuatro días.

Proporcioné a Einion un caballo de refresco y lo mandé hacia el norte a comunicar a Arturo que me encargaría de escoltar a Argante hasta Corinium, insinuándole además que enviara a unos cuantos jinetes a Aquae Sulis a nuestro encuentro para que la llevaran prestamente al norte. Luego envié a Issa con cincuenta de mis mejores hombres hacia Durnovaria, al sur. Les di orden de cabalgar raudos y ligeros de peso, sólo con las armas, y advertí a Issa que tal vez se encontraran con Argante y otros fugitivos de Durnovaria de camino al norte. En tal caso, le indiqué que los condujera a todos a Dun Carie.

—Con suerte —le dije— estarás de vuelta mañana al anochecer.

Ceinwyn hizo preparativos para marcharse. No sería la primera vez que se convertía en fugitiva de guerra, y sabía perfectamente que nuestras hijas y ella sólo podían llevarse lo que pudieran cargar. Todo lo demás tenía que ser abandonado, de modo que dos lanceros cavaron una fosa en la falda del cerro de Dun Carie y allí escondió Ceinwyn nuestro oro y nuestra plata, y después, los dos hombres llenaron el agujero y lo camuflaron con turba. Los aldeanos hacían lo mismo con sus cacharros de cocina, palas, piedras de amolar, ruecas, cedazos y todo lo que pesara en exceso para ser cargado o fuera de excesivo valor como para abandonarlo. Por toda Dumnonia se iban enterrando tesoros semejantes.

Poca cosa podía hacerse en Dun Carie, excepto esperar el regreso de Issa, de modo que me dirigí al sur, hacia Caer Cadarn y Lindinis. Teníamos una pequeña guarnición en Caer Cadarn, no por motivos militares sino porque en el cerro se encontraba nuestro palacio real y sólo por eso merecía un cuerpo de guardia. Tratábase de un destacamento de veinte hombres viejos, la mayoría mutilados, y de los veinte, sólo cinco o seis serían verdaderamente útiles en una barrera de escudos; sin embargo, los mandé a todos al norte de Dun Carie y yo me dirigí al oeste, en dirección a Lindinis.

Mordred había oído las graves noticias. Los rumores corren a velocidades insospechadas por el campo y, aunque ningún mensajero había llegado al palacio, adivinó mi misión. Me incliné ante él y le pedí cortésmente que se preparase para abandonar el palacio en el término de una hora.

—¡Ah, eso es imposible! —me dijo, delatando en su rostro redondo el placer que le producía el caos que amenazaba a Dumnonia. Siempre le deleitó la desgracia.

—¿Imposible, lord rey? —pregunté.

Con un gesto de la mano señaló la habitación, llena de mobiliario romano, astillado en su mayor parte, o sin las incrustaciones de tracería, pero aun así, lujoso y bonito.

—Tengo que recoger muchas cosas —dijo— y ver a muchas personas. Tal vez mañana.

—Dentro de una hora partís hacia Corinium, lord rey —insistí secamente—. Era importante que los sajones no encontraran a Mordred, razón por la cual había acudido yo personalmente, en vez de cabalgar hacia el sur en busca de Argante. Si Mordred se quedaba, Aelle y Cerdic lo utilizarían sin duda, y él lo sabía. Creí que seguiría discutiendo, pero me ordenó salir de la habitación y pidió a gritos a un esclavo que le preparase la armadura. Busqué a Lanval, el viejo lancero a quien Arturo había nombrado jefe de la guardia real.

—Llévate todos los caballos de los establos —le dije— y escolta a ese bellaco a Corinium. Entrégaselo a Arturo personalmente.

Mordred partió al cabo de una hora. El rey cabalgaba con armadura, bajo su enseña ondeante. A punto estuve de hacerle plegar el estandarte, pues la vista del dragón sólo provocaría más rumores en el país, pero tal vez no fuera tan mala idea que cundiera la alarma, pues la gente necesitaba tiempo para prepararse y esconder los objetos de valor. Los caballos del rey salieron por las puertas con ruido de cascos y tomaron dirección norte, yo volví al palacio donde el mayordomo, un lancero lisiado llamado Dyrrig, daba orden a los esclavos de recoger los tesoros del palacio. Candeleros, cazuelas y marmitas eran sacados al jardín de atrás para ser escondidos en un pozo seco, mientras que las colchas, sábanas y demás ropa se amontonaban en carros y se llevaban a esconder en los bosques cercanos.

—Podemos dejar los muebles —me dijo Dyrrig con amargura—, que los sajones hagan con ellos lo que quieran.

Deambulé por las habitaciones del palacio imaginándome a los sajones entre las columnas en plena euforia, rompiendo las frágiles sillas y haciendo añicos los delicados mosaicos. Me pregunté quién ocuparía el palacio, Cerdic o Lancelot. Sería Lancelot, en cualquier caso, pues los sajones no apreciaban el gusto romano por el lujo. Dejaban pudrirse edificios como Lindinis mientras construían al lado sus fortalezas de madera y paja.

Demoréme un rato en la sala del trono y me la imaginé forrada de espejos, al gusto de Lancelot, que siempre se rodeaba de metales pulidos donde admirar su belleza constantemente. Aunque tal vez Cerdic destruyera el palacio a modo de símbolo de la desaparición del viejo mundo britano y el comienzo de una era nueva y bárbara, la de los sajones. Fue un momento de debilidad y melancolía que concluyó con la aparición de Dyrrig, el cual entró en la sala arrastrando la pierna coja.

—Pondré los muebles a buen recaudo, si lo deseáis —dijo de mal humor.

—No —contesté.

Dyrrig retiró una manta del lecho.

—Ese bellaco ha dejado aquí a tres muchachas, y una está encinta. Supongo que debo darles oro, ¿no? Él no lo haría. ¡Pardiez! ¿Qué es esto? —Se había detenido tras la silla labrada que hacía las veces de trono de Mordred y me acerqué a mirar: había un agujero en el suelo—. Ayer esto no estaba —insistió Dyrrig.

Me arrodillé a mirar; toda una fracción del suelo de mosaico estaba levantada. Era una parte del extremo de la sala donde unos racimos de uvas orlaban el motivo central, un dios reclinado y asistido por ninfas, un gran racimo de uvas era el que habían desprendido con cuidado del suelo. Las pequeñas piezas estaban pegadas a un retal de cuero recortado siguiendo el contorno del racimo, debajo del cual había anteriormente una estrecha capa de ladrillos romanos, ocultos en ese momento debajo del trono. Era un escondite hecho a propósito, comunicado con las salidas de la antigua cámara de calefacción que corría por debajo del suelo.

Al fondo de la cámara subterránea brillaba algo; me asomé por el agujero y manoteé entre la tierra y la suciedad hasta dar con dos pequeños botones dorados, un trozo de cuero y unas cagadas de ratón, que solté con una mueca de asco. Me limpié las manos y pasé uno de los botones a Dyrrig. Examiné el otro, que tenía un rostro sanguinario con barba y casco. Estaba burdamente acuñado, pero la intensidad de la mirada era impresionante.

—Moneda sajona —dije.

—Y ésta también, señor —dijo Dyrrig, y vi que su botón era casi idéntico al mío. Volví a asomarme a la cámara de la calefacción pero no encontré más monedas ni botones. Evidentemente, Mordred había escondido allí una bolsa de oro, pero los ratones habían roído el cuero y, cuando se llevó el tesoro, se habían caído un par de monedas.

—¿Cómo es que Mordred tiene oro sajón? —pregunté.

—Decídmelo vos, señor —replicó Dyrrig, escupiendo al agujero.

Coloqué los ladrillos romanos con cuidado sobre los bajos arcos de piedra que sujetaban el suelo y los tapé con los azulejos pegados al cuero. Me imaginé la forma en que Mordred habría conseguido oro sajón y no me gustó. Mordred había estado presente cuando Arturo reveló los planes de la campaña contra los sajones y quizá por eso habían logrado tomarnos por sorpresa. Sabían que concentraríamos nuestras fuerzas en el Támesis, de modo que nos hicieron creer que nos atacarían por allí, mientras que Cerdic reunía sus fuerzas discretamente, poco a poco, en el sur. Mordred nos había traicionado. No tenía la certeza absoluta porque dos botones no constituían prueba, pero apuntaban a tan nefasta posibilidad. Mordred quería recuperar el poder y, aunque no lo obtuviera íntegramente por mediación de Cerdic, sin duda se vengaría de Arturo, tal como ansiaba.

—¿Cómo se las habrán arreglado los sajones para hablar con Mordred? —pregunté a Dyrrig.

—Fácilmente, señor; aquí llegan muchas visitas —replicó Dyrrig—. Mercaderes, bardos, juglares, muchachas.

—Tenía que haberle rajado la garganta —dije con amargura, y me guardé el botón.

—¿Y por qué no lo hicisteis?

—Porque es el nieto de Uther y Arturo no lo permitiría jamás. —Arturo había jurado proteger a Mordred, juramento que hipotecaba su vida entera. Por otra parte, Mordred era nuestro verdadero rey, por sus venas corría la sangre de todos nuestros reyes remontándose hasta el mismísimo Beli Mawr; aunque fuera un ser abyecto, su sangre era sagrada y por eso Arturo respetaba su vida—. La misión de Mordred —dije a Dyrrig— es contraer matrimonio y engendrar un heredero, pero tan pronto como nos dé un nuevo rey haría bien en ponerse un collar de hierro.

—No me extraña que no contraiga matrimonio —comentó Dyrrig—. ¿Y si no llega a casarse? ¿Y si no hubiera heredero?

—Buena pregunta, pero venzamos a los sajones antes de molestarnos en encontrar la respuesta.

Dejé a Dyrrig camuflando el pozo seco con arbustos. Podría haber partido sin demora hacia Dun Carie, pues ya había cumplido con los asuntos más urgentes del momento; Issa ya había acudido a escoltar a Argante a un lugar seguro, Mordred había partido hacia el norte pero aún me quedaba un pequeño asunto que atender, de modo que me dirigí hacia el norte por el camino de la Zanja que bordeaba los grandes marjales y lagos de los alrededores de Ynys Wydryn. Las currucas alborotaban entre los juncos mientras que los vencejos de afiladas alas se afanaban acarreando barro en el pico para construir nidos nuevos bajo nuestros aleros. Los cuclillos llamaban desde los sauces y los abedules que bordeaban los pantanos. El sol brillaba sobre Dumnonia, los robles se habían cubierto de nuevos brotes verdes y en los prados del este relucían las prímulas y las margaritas. No iba al galope, dejé que mi yegua se paseara hasta que, a pocos kilómetros al norte de Lindinis, viré hacia el oeste en dirección al puente de tierra que llevaba a Ynys Wydryn. Hasta el momento había servido a los intereses más importantes de Arturo ocupándome de la integridad de Argante y de la vigilancia de Mordred, pero en ese momento me arriesgaba a disgustarlo. O tal vez estuviera haciendo lo que siempre había deseado que hiciera.

Fui al santuario del Santo Espino, donde hallé a Morgana preparando la partida. Nada sabía a ciencia cierta, pero los rumores habían surtido efecto y comprendía que Ynys Wydryn estaba amenazada. Le conté las parcas nuevas y, tras escucharme, me miró fijamente con la máscara puesta.

—Entonces, ¿dónde está mi esposo? —me preguntó con estridencia.

—Lo ignoro, señora —dije. Por lo que yo sabía, Sansum seguía prisionero en casa del obispo Emrys, en Durnovaria.

—Lo ignoras —me espetó Morgana—, ¡y no te importa!

—En verdad, señora, no me importa —le dije—, pero supongo que huirá hacia el norte, como todo el mundo.

—Dile que hemos ido a Siluria. A Isca. —Naturalmente, Morgana estaba preparada para la emergencia. Había empaquetado los tesoros del santuario anticipándose a la invasión sajona, y tenía barqueros dispuestos para transportar los tesoros y a las mujeres cristianas por los lagos de Ynys Wydryn hacia la costa, donde aguardaban otras naves que las llevarían por el mar Severn hacia Siluria, al norte—. Y di a Arturo que ruego por él —añadió Morgana—, aunque no merece mis oraciones. Y dile que tengo a su ramera sana y salva.

—No, señora —dije, pues tal era el motivo de mi presencia en Ynys Wydryn. Aún hoy no sé por qué no dejé a Ginebra en manos de Morgana, aunque creo que me guiaron los dioses. O bien, en la tumultuosa confusión que se desencadenó al hacer trizas los sajones nuestros meticulosos planes, quise ofrecer a Ginebra un último regalo. Nunca habíamos sido amigos, pero en mi cabeza la asociaba a los buenos tiempos y, aunque fuera su insensatez la que atrajera el mal sobre nosotros, había visto envejecer a Arturo a raíz del eclipse de Ginebra. O tal vez supiera que en esos tiempos terribles necesitábamos a toda persona de probada fortaleza que pudiéramos reunir, y pocos espíritus había tan acerados como el de la princesa Ginebra de Henis Wyren.

—¡Ella viene conmigo! —insistió Morgana.

—Tengo órdenes de Arturo —insistí a mi vez, y así zanjé la cuestión, aunque en realidad las órdenes de su hermano eran tremendas y ambiguas. Arturo me había dicho que si Ginebra estaba en peligro, fuera a buscarla o la matara, pero preferí ir a buscarla; sólo que en vez de enviarla a lugar seguro por el Severn, la acercaría aún más al peligro.

—Es como ver un rebaño de vacas amenazado por lobos —comentó Ginebra cuando llegué a su habitación. Estaba junto a la ventana, observando a las mujeres de Morgana que corrían de un lado a otro entre los edificios y los botes que aguardaban fuera de la empalizada occidental del santuario—. ¿Qué sucede, Derfel?

—Teníais razón, señora. Los sajones han atacado por el sur. —Preferí omitir que era Lancelot quien comandaba el asalto.

—¿Crees que llegarán aquí?

—Lo ignoro. Sólo sé que no podemos defender plaza alguna, excepto el lugar donde se encuentra Arturo, es decir, Corinium.

—Es decir —añadió con una sonrisa—, que todo es confusión. —Se rió, pues intuía una buena ocasión en la confusión. Estaba ataviada con las habituales ropas deslucidas, pero el sol entraba por la ventana abierta y ponía un aura dorada a su espléndida melena roja—. Entonces, ¿qué quiere hacer Arturo conmigo? —preguntó.

¿Matarla? No, me dije que en realidad nunca había deseado darle muerte. Lo que quería era algo que su espíritu orgulloso no le permitía aceptar.

—Sólo tengo orden de venir a buscaros, señora —respondí.

—¿Para ir adónde, Derfel?

—Podéis cruzar el Severn con Morgana, si lo deseáis —dije—, o venir conmigo. Llevo a la gente al norte, hacia Corinium, y yo diría que desde allí podríais trasladaros a Glevum, donde estaréis segura.

Se alejó de la ventana y se sentó en una silla junto al hogar vacío.

—La gente —dijo, repitiendo la palabra de mi frase—. ¿Qué gente, Derfel?

—Argante —dije sonrojado—, Ceinwyn, naturalmente.

—Me gustaría conocer a Argante —replicó con una carcajada—. ¿Crees que a ella le gustaría conocerme a mí?

—Lo dudo, señora.

—Yo también. Supongo que preferiría verme muerta. Es decir, que puedo ir contigo a Corinium o bien a Siluria con las vacas cristianas. Creo que ya he oído suficientes himnos cristianos en esta vida. Por otra parte, lo más interesante de la aventura se encuentra en Corinium, ¿no crees?

—Eso me temo, señora.

—¿Te temes? ¡Oh, Derfel, no temas! —Se rió con una alegría eufórica—. Todos olvidáis cuán poderoso es Arturo en la adversidad. Será un placer contemplarlo. ¿Cuándo te vas?

—Ahora —dije—, o tan pronto como estéis dispuesta.

—Estoy dispuesta —dijo alegremente—. Hace un año que estoy dispuesta para salir de aquí.

—¿Y vuestros criados?

—Siempre habrá otros —dijo livianamente—. ¿Nos vamos?

Sólo disponía de un caballo, de modo que por cortesía se lo cedí y salí del recinto caminando a su lado. Pocas veces he visto una expresión tan radiante como la de Ginebra aquel día. Llevaba meses encerrada entre los muros de Ynys Wydryn y de pronto hallábase a lomos de un caballo, al aire libre, entre abedules de tiernas hojas nuevas, bajo un cielo no circunscrito en la empalizada de Morgana. Subimos al puente de tierra de más allá del Tor y, una vez en terreno alto y desnudo, Ginebra prorrumpió en carcajadas y me miró con malicia.

—¿Qué me impediría huir al galope ahora mismo, Derfel?

—Nada, señora.

Gritó como una chiquilla, hincó los talones a la cansada yegua y volvió a hincárselos hasta ponerla al galope. El viento le agitaba los rojos rizos mientras galopaba, libre, por la pradera. Gritaba de pura alegría mientras describía un gran círculo a mi alrededor. Se le subían las faldas, pero no le importaba, siguió aguijoneando a la yegua y dando vueltas y vueltas hasta que la montura empezó a resoplar y ella a resollar. Sólo entonces se detuvo y desmontó.

—¡Me duele todo! —exclamó feliz.

—Cabalgáis bien, señora.

—Soñaba con volver a montar un caballo, con cazar de nuevo, con tantas cosas… —Se alisó las faldas y me miró contenta—. ¿Qué te ordenó exactamente Arturo que hicieras conmigo?

—No me dio órdenes específicas, señora —respondí vacilante.

—¿Que me mataras?

—¡No, señora! —exclamé como escandalizado. Llevaba a la yegua por las riendas y Ginebra caminaba a mi lado.

—Es evidente que no quiere que caiga en manos de Cerdic —dijo con contundencia—. ¡No sería más que un estorbo! Sospecho que acarició la idea de degollarme. Seguro que Argante lo desea. Yo también lo desearía si estuviera en su lugar. Estaba pensando en eso cuando daba vueltas en torno a ti. Supongamos, pensaba, que Derfel tuviera orden de matarme. ¿Por qué no salir al galope? Pero me dije que, seguramente, no me matarías aunque tuvieras orden de hacerlo. Si quisiera verme muerta habría enviado a Culhwch. —De pronto gruñó y dobló las rodillas para imitar la cojera de Culhwch—. Culhwch sí me habría cortado el cuello sin contemplaciones, no se lo pensaría dos veces. —Volvió a reírse, incontenible su júbilo recién estrenado—. De modo que Arturo no te dio órdenes específicas.

—No, señora.

—Es decir que, en realidad, la idea es tuya —añadió, señalando la campiña con un gesto.

—Sí, señora —confesé.

—Espero que Arturo lo juzgue la mejor elección, de otro modo, ¡ay de ti!

—Ya tengo de qué lamentarme ahora, señora —confesé—. Parece que nuestra vieja amistad ha muerto.

Debió de notar la tristeza de mi voz, pues de pronto me tomó del brazo.

—Pobre Derfel. Supongo que se siente avergonzado.

—Sí, señora —repuse, cohibido.

—Fui muy mala —prosiguió en tono compungido—. Pobre Arturo. Pero ¿sabes cómo podríamos recuperarlo a él y vuestra amistad?

—Me gustaría saberlo, señora.

Me soltó el brazo.

—Aplastando a los sajones hasta los huesos, Derfel; así se recuperaría Arturo. ¡La victoria! Da la victoria a Arturo y él nos devolverá su espíritu de antes.

—Los sajones, señora —le advertí— ya tienen media victoria en las manos. —Le conté cuanto sabía: que los sajones campaban por sus fueros en el este y el sur, que nuestras fuerzas se hallaban dispersas y que nuestra única esperanza estribaba en reunir todo el ejército antes de que los sajones llegaran a Corinium, donde la reducida banda de Arturo, compuesta por doscientos lanceros, aguardaba sin más refuerzos. Suponía que Sagramor estaría replegándose hacia Arturo, que Culhwch vendría desde el sur y que yo me dirigiría al norte tan pronto como Issa regresara con Argante. Cuneglas marcharía sin duda desde el norte y Oengus mac Airem avanzaría rápidamente desde el oeste no bien recibiera las nuevas, pero si los sajones llegaban antes a Corinium, ya no habría esperanza. Aunque ganáramos la carrera y llegáramos a tiempo a Corinium, las esperanzas seguían siendo escasas, pues sin los lanceros de Gwent la diferencia de fuerzas era tan aplastante que sólo un milagro nos salvaría.

—¡Tonterías! —exclamó Ginebra, una vez le hube expuesto la situación—. ¡Arturo ni siquiera ha empezado a luchar! Triunfaremos, Derfel, ¡la victoria es nuestra! —Y con tan categórica afirmación empezó a reírse; olvidó su intocable dignidad y comenzó a bailar a la vera del camino. Todo parecía condenado a perecer, pero Ginebra era libre de pronto, estaba llena de luz y jamás la encontré tan adorable como en aquel momento. Repentinamente, por primera vez desde que divisara las almenaras humeando en la oscuridad de Beltain, me iluminó un rayo de esperanza.

La esperanza se desvaneció enseguida, pues en Dun Carie no hallamos sino caos y misterio. Issa no había regresado y en la pequeña aldea del pie del cerro se hacinaban los refugiados que huían de los rumores, aunque en realidad ninguno había llegado a ver a los sajones. Los refugiados habían llegado con vacas, ovejas, cabras y cerdos, y todos habían convergido en Dun Carie, atraídos por el espejismo de protección que veían en mis lanceros. Por boca de mis criados y esclavos hice correr nuevos rumores de que Arturo se retiraría hacia el oeste del país, hacia la frontera con Kernow, y que yo había tomado la decisión de sacrificar las piaras y rebaños de los refugiados para alimentar a mis hombres. Tales rumores falsos bastaron para que muchas familias se pusieran en marcha hacia la distante frontera con Kernow. En los grandes páramos encontrarían seguridad, y, si marchaban hacia el oeste sus ganados no entorpecerían el paso por los caminos de Corinium. Si me hubiera limitado a ordenarles marchar hacia Kernow habrían recelado y se habrían quedado más tiempo para cerciorarse de mis intenciones.

A la caída de la noche, Issa no había regresado. No me preocupé mucho, todavía, pues Durnovaria se encontraba lejos y, a buen seguro, los caminos estarían atestados de refugiados. Servimos la comida en el salón de festejos y Pyrlig nos cantó la canción de la gran victoria de Uther contra los sajones en Caer Idern. Concluida la canción y recompensado el bardo con una moneda de oro, comenté que en una ocasión había oído la misma canción interpretada por Cynyr de Gwent, cosa que impresionó a Pyrlig.

—Cynyr fue el mejor de los bardos —comentó con nostalgia—, aunque algunos opinan que Amairgin de Gwynedd lo superaba. Ojalá hubiera escuchado a cualquiera de ellos.

—Mi hermano —terció Ceinwyn— dice que en Powys hay ahora un bardo aún mejor que ambos. Y muy joven, por cierto.

—¿Quién? —preguntó Pyrlig, barruntando la existencia de un rival no deseado.

—Se llama Taliesin —contestó Ceinwyn.

—¡Taliesin! —repitió Ginebra con deleite. El nombre significaba «frente brillante».

—No he oído hablar de él —replicó Pyrlig, muy tieso.

—Cuando hayamos vencido a los sajones —dije— pediremos a ese tal Taliesin que componga la canción de la victoria. Y a ti también, Pyrlig —me apresuré a añadir.

—Yo oí cantar a Amairgin en una ocasión —dijo Ginebra.

—¿Es cierto, señora? —inquirió Pyrlig, impresionado otra vez.

—Sólo era una niña —dijo—, pero recuerdo que emitía un sonido profundo y resonante que me asustó mucho. Abría los ojos desmesuradamente, tragaba aire y mugía como un toro.

—¡Ah! El estilo antiguo —comentó Pyrlig con desdén—. Actualmente, señora, buscamos la armonía de las palabras, más que el simple volumen del sonido.

—Pues deberíais buscar ambas cosas —le recriminó Ginebra—. No dudo que Taliesin sea un maestro del estilo antiguo y también muy ducho en la métrica, pero ¿cómo mantener encandilado al público con sólo un ritmo bien llevado? ¡Es necesario que se les hiele la sangre, que griten, que rían!

—Cualquiera es capaz de emitir ruido, señora —se defendió Pyrlig—, pero hace falta un artista habilidoso para imbuir las palabras de armonía.

—Entonces, no tardaremos en ver que los únicos capaces de entender los misterios de la armonía sean otros artistas habilidosos —arguyó Ginebra—, y así, os esforzaréis cada vez más por impresionar a vuestros compañeros poetas pero olvidaréis que nadie sino vosotros tendrá la menor idea de lo que hacéis. Los bardos cantándose unos a otros mientras que los demás nos preguntamos a qué viene tanto ruido. Vuestra tarea, Pyrlig, la de los bardos, consiste en mantener viva la historia de las gentes, a eso no podéis sustraeros.

—¡No pretenderéis que descendamos a la vulgaridad, señora! —replicó Pyrlig y, a modo de protesta, rasgueó las cuerdas de crin de caballo de su arpa.

—Pretendo que descendáis a la vulgaridad con el vulgo y ascendáis a la inteligencia con los inteligentes —dijo Ginebra—, y, os lo subrayo, ambas cosas a la vez, pero si sólo podéis ser letrado, negaréis al pueblo su historia, y si sólo sabéis ser vulgares, ni los lores ni las damas os darán oro.

—A excepción de los lores vulgares —puntualizó Ceinwyn con astucia.

Clavóme Ginebra la mirada y supe que se disponía a insultarme más, reteniendo su impulso a tiempo estalló en una carcajada.

—Si tuviera oro, Pyrlig —dijo— te compensaría, pues cantas maravillosamente, pero por desgracia no tengo.

—Vuestra alabanza es compensación suficiente, señora —replicó Pyrlig.

La presencia de Ginebra sobresaltó a mis hombres, que pasaron la velada acudiendo en pequeños grupos a contemplarla maravillados. Ella hacía caso omiso de las miradas. Ceinwyn la había recibido sin la menor muestra de asombro y Ginebra fue lo suficientemente lista como para mostrarse amable con mis hijas, de modo que Morwenna y Seren se quedaron dormidas en el suelo a su lado. Ellas, al igual que mis lanceros, se prendaron de la alta mujer pelirroja cuya fama era tan asombrosa como su aspecto. Y Ginebra, sencillamente, se sentía feliz de estar allí. No había mesas ni sillas en la casa, sólo esteras de junco en el suelo y alfombras de lana, pero ella se sentó junto al fuego dominando el salón sin esfuerzo. La fiereza de su mirada le confería un aire sobrecogedor, la cascada de cabello rojo la hacía llamativa y el júbilo de verse libre resultaba contagioso.

—¿Cuánto tiempo estará libre? —me preguntó Ceinwyn más tarde, aquella misma noche. Habíamos cedido a Ginebra nuestra cámara y estábamos en el salón con nuestra gente.

—No lo sé.

—Entonces, ¿qué sabes?

—Vamos a esperar a que vuelva Issa y después partimos hacia el norte.

—¿A Corinium?

—Yo iré a Corinium, pero las familias y tú iréis a Glevum. Allí estarás cerca de la lucha y, si ocurre lo peor, huiréis a Gwent por el norte.

Al día siguiente, la tardanza de Issa empezó a inquietarme. Tenía la idea de que habíamos establecido con los sajones una carrera hasta Corinium, y cuanto más me retrasara, más fácil sería perderla. Si los sajones sorprendieran a nuestras bandas de guerra de una en una, Dumnonia caería como un árbol podrido, y la mía, una de las más fuertes del país, hallábase atascada en Dun Carie por la demora de Issa y Argante.

A mediodía, la perentoriedad de la situación aumentó, si cabe, a la vista de las primeras humaredas en el horizonte, por el este y por el sur. Nadie hizo comentario alguno sobre las altas y delgadas columnas de humo, pero todos sabíamos que era paja ardiendo. Los sajones destruían cuanto hallaban a su paso y ya estaban suficientemente cerca como para que avistáramos el humo.

Envié a un jinete hacia el sur en busca de Issa mientras los demás cubríamos los tres kilómetros de campos que nos separaban del camino de la Zanja, la gran vía romana por la que tenía que llegar Issa. Quería esperarle y luego continuar por el camino de la Zanja hacia Aquae Sulis, situada a cuarenta kilómetros en dirección norte, y luego a Corinium, a unos cuarenta y ocho kilómetros más allá, ochenta y ocho kilómetros de viaje en total. Tres días de arduo y prolongado esfuerzo.

Esperamos en un campo de toperas junto al camino. Tenía conmigo a un centenar de lanceros y, cuando menos, a otros tantos niños, mujeres, esclavos y servidores, amén de caballos, mulas y perros, todos a la espera. Seren, Morwenna y otros niños recogieron prímulas en el bosque cercano mientras yo iba y venía por los adoquines rotos de la calzada. El tráfico de refugiados era incesante, pero nadie, ni siquiera los que venían de Durnovaria, tenía noticias de la princesa Argante. Un sacerdote dijo haber visto llegar a Issa y a sus hombres a la ciudad, pues se había fijado en la estrella de cinco puntas de algunos escudos, pero no sabía si aún estaban allí o si se habían marchado. Lo único que los refugiados sabían con certeza era que los sajones estaban cerca de Durnovaria, aunque nadie había visto a un solo lancero sajón. Sólo habían oído rumores, más insistentes a medida que pasaban las horas. Decían que Arturo había muerto o que había huido a Rheged y que Cerdic poseía caballos que echaban fuego por la boca y hachas mágicas que hendían el hierro como si de lino se tratara.

Ginebra pidió prestado el arco a uno de mis cazadores y disparaba flechas a un olmo seco de la margen del camino. Tenía buena puntería, clavaba una saeta tras otra en la madera podrida, pero cuando alabé su destreza sonrió desdeñosamente.

—He perdido práctica —dijo—, antes acertaba a un ciervo en movimiento a cien pasos, ahora dudo que lo rozara siquiera a cincuenta pasos, aunque estuviera quieto. —Desclavó las flechas del árbol—. Pero creo que alcanzaría a un sajón, si tuviera la oportunidad. —Devolvió el arco al cazador, el cual se retiró con una inclinación de cabeza—. Si los sajones están cerca de Durnovaria, ¿qué harán ahora? —me preguntó.

—Vendrán directos por esta vía —dije.

—¿No se adentrarán hacia el oeste?

—Están al corriente de nuestros planes —contesté con amargura, y le conté lo de los botones de oro con la efigie barbada que había encontrado en las habitaciones de Mordred—. Aelle marcha hacia Corinium mientras los demás arrasan por el sur. Y nosotros estamos aquí detenidos por causa de Argante.

—Pues que se pudra —replicó Ginebra fieramente, y después se encogió de hombros—. Ya sé que no puedes permitirlo. ¿La ama?

—No tengo forma de saberlo, señora.

—De sobra lo sabes —replicó Ginebra secamente—. A Arturo le encanta fingir que sólo le guía la razón, pero ansía ser gobernado por la pasión. Pondría el mundo patas arriba por amor.

—Últimamente no lo ha puesto patas arriba.

—Pero por mí lo hizo —dijo en voz baja, no sin una nota de orgullo—. De modo que, ¿adónde vas?

Me había acercado a mi caballo, que triscaba entre las toperas.

—Voy hacia el sur —dije.

—Si lo haces —dijo Ginebra— nos arriesgamos a perderte a ti también.

Tenía razón y yo lo sabía, pero la inquietud me reconcomía. ¿Por qué Issa no había enviado un mensaje? Se había llevado a cincuenta de mis mejores lanceros y se habían perdido. Maldije el día malgastado, sacudí un sopapo a un crío inofensivo que corría de un lado a otro jugando a lanceros y di una patada a una mata de cardos.

—Podríamos ponernos en marcha hacia el norte —propuso Ceinwyn con calma, refiriéndose a las mujeres y a los niños.

—No —dije—, tenemos que mantenernos juntos. —Miré hacia el sur, pero nada descubrí sino tristes refugiados que se dirigían al norte. La mayoría eran familias con una sola vaca y algún que otro ternero, aunque la mayoría habían nacido hacía tan poco tiempo que no podían caminar. Los terneros abandonados en el camino llamaban lastimeramente a su madre. También había mercaderes entre los refugiados que querían salvar sus mercancías. Uno llevaba una carreta de bueyes cargada de cestos con tierra de batán, otro transportaba pellejos, otro cacharros de barro. Nos miraban al pasar y nos acusaban de no haber detenido a los sajones a tiempo.

Seren y Morwenna, cansadas de su intento de despojar el bosque de prímulas, habían encontrado una madriguera de lebratones debajo de unos helechos y unas matas de madreselva, en el lindero del bosque. Emocionadas, llamaron a Ginebra para que fuera a verlos y acariciaron entre jubilosos sobresaltos los cuerpecillos peludos y temblorosos. Ceinwyn las miraba.

—Ha conquistado a las niñas —me dijo.

—Y también a mis lanceros —añadí, pues era cierto. Hacía tan sólo unos meses, mis lanceros la maldecían por ramera, pero en ese momento la miraban con adoración. Se había propuesto conquistarlos con su encanto, y cuando lucía su encanto llegaba a marear—. Después de esto, a Arturo le costará un gran esfuerzo volver a encerrarla entre cuatro paredes —dije.

—Tal vez por eso quería darle la libertad —indicó Ceinwyn—. Lo cierto es que no deseaba matarla.

—Pero Argante sí.

—No lo dudo —dijo Ceinwyn, y se quedó mirando hacia el sur conmigo. Aún no había rastro de lanceros en la larga y recta calzada.

Por fin, al anochecer, llegó Issa, con sus cincuenta lanceros, los treinta guardianes del palacio de Durnovaria, los doce Escudos Negros de la guardia personal de Argante y arrastrando al menos doscientos refugiados. Y lo peor de todo, traía seis carretas de bueyes, las causantes del retraso. La máxima velocidad que puede alcanzar una carreta de bueyes muy cargada no supera el paso de un hombre anciano, e Issa había acompañado los vehículos a paso de caracol todo el camino.

—Pero ¿en qué estabas pensando? —le grité—. ¡No hay tiempo para cargar con carretas!

—Lo sé, señor —respondió cabizbajo.

—¿Te has vuelto loco? —Estaba furioso. Había salido a su encuentro al galope e hice girar a la yegua en el lindero—. ¡Has perdido muchas horas! —grité de nuevo.

—¡No he tenido más remedio! —arguyó.

—¡Tienes una espada! —me burlé—. Eso te da derecho a escoger lo que quieras.

Se limitó a encogerse de hombros señalando a la princesa Argante, que iba en la primera carreta. Los cuatro bueyes que tiraban de ella, con los flancos ensangrentados por las aguijadas de todo el día, se detuvieron en el camino con la cabeza baja.

—¡Esas carretas se quedan aquí! —grité a la princesa—. Nos vamos andando o a caballo.

—¡No! —se obcecó Argante.

Desmonté y recorrí la hilera de carretas. En una sólo había las estatuas romanas que adornaban el patio del palacio de Durnovaria, otra estaba repleta de ropas y trajes y en la tercera no cabía una cazuela, candelero ni palmatoria de bronce más. —Apartadlas del camino— vociferé furiosamente.

—¡No! —Argante había bajado de su alto escaño y corría hacia mí—. Arturo me ha ordenado que lo lleve.

—Señora —contesté, sofocando la cólera—, ¡Arturo no necesita estatuas!

—Vienen con nosotros —replicó Argante a gritos—, de lo contrario, me quedo aquí.

—Pues quedaos, señora —contesté furibundo—. ¡Fuera del camino! —grité a los carreteros—. ¡Movedlas! ¡Apartadlas del camino ahora mismo! —Desenvainé a Hywelbane y golpeé con la hoja al buey más cercano para llevar a la bestia hacia la cuneta.

—¡No os mováis! —gritó Argante a los carreteros. Tiraba del cuerno a una bestia empujándola hacia el camino de nuevo—. No pienso dejar esto al enemigo —me dijo a gritos.

Ginebra observaba la escena desde un lado del camino con una expresión jocosa en la cara y no era de extrañar, pues Argante se comportaba como una criatura caprichosa. Fergal, el druida de Argante, acudió presuroso a ayudarla alegando que todas sus ollas mágicas y sus ingredientes iban en una de las carretas.

—Y también el tesoro —añadió como si se le hubiera pasado por alto.

—¿Qué tesoro? —pregunté.

—El tesoro de Arturo —contestó Argante con sarcasmo, como si al revelar la existencia del oro hubiera ganado la discusión—. Quiere tenerlo en Corinium. —Se acercó a la segunda carreta, levantó algunas prendas pesadas y tocó un cofre de madera oculto debajo—. ¡El oro de Dumnonia! ¿Acaso se lo darás a los sajones?

—Antes que vuestra vida o la mía, señora —dije, dejé caer a Hywelbane por el filo cortando así las correas de los bueyes. Argante me gritó, juró que me haría castigar y que estaba robando sus tesoros, pero, sencillamente, corté las correas de la siguiente carreta y ordené a los carreteros, de muy mal humor, que soltaran a los animales—. Escuchad, señora, tenemos que marchar de aquí más rápido de lo que nos permitirían los bueyes. —Señalé hacia las distantes columnas de humo—. ¡Ahí tenéis a los sajones! Llegarán dentro de pocas horas.

—¡No podemos dejar las carretas! —gritó. Tenía lágrimas en los ojos. Aunque fuera hija de un rey, se había criado con tan escasas posesiones que en ese momento, casada con el gobernador de Dumnonia, era rica y no podía desprenderse de sus riquezas recién adquiridas—. ¡No soltéis las riendas! —ordenó a los carreteros y ellos, confundidos, no supieron qué hacer. Corté otra correa de cuero y Argante la emprendió a puñetazos conmigo jurando que era enemigo suyo y un ladrón.

La aparté suavemente, pero ella insistía y no me atreví a emplear la fuerza. Me maldecía y me golpeaba con sus frágiles puños en plena pataleta. Traté de quitármela de encima nuevamente, pero me escupió, me golpeó otra vez y ordenó a la guardia de Escudos Negros que acudieran en su ayuda.

Los doce hombres vacilaron, pero eran guerreros de su padre y habían jurado servirla, de modo que se acercaron a mí con las lanzas en ristre. Mis hombres se movilizaron inmediatamente y acudieron a defenderme. Los Escudos Negros eran muy pocos, pero no se arredraron y su druida empezó a brincar delante de ellos moviendo la barba entrelazada con pelo de zorro, haciendo tintinear los huesecillos ensartados en la maraña y diciéndoles que estaban bendecidos y que su espíritu alcanzaría una recompensa valiosa como el oro.

—¡Matadlo! —gritaba Argante a sus hombres—. ¡Matadlo ahora mismo!

—¡Basta! —irrumpió Ginebra con rotundidad. Se colocó en el centro del camino y miró imperiosamente a los Escudos Negros—. No seáis imprudentes, deponed las lanzas. Si queréis morir, llevaos a unos cuantos sajones por delante, no a los dumnonios. —Se dirigió a Argante—. Ven, pequeña —dijo y, acercándose a la niña, le limpió las lágrimas con una punta de su raído vestido—. Has hecho bien en tratar de salvar el tesoro —le dijo—, pero también Derfel tiene razón. Si no nos damos prisa, los sajones nos alcanzarán. —Se volvió hacia mí—. ¿No hay ninguna posibilidad de llevarnos el oro? —me preguntó.

—Ninguna —dije brevemente, pues no la había. Aunque hubiera uncido a unos cuantos lanceros a las carretas, habrían entorpecido la marcha.

—¡El oro es mío! —lloró Argante.

—Ahora pertenece a los sajones —dije, y ordené a Issa que apartara las carretas del camino y dejara libres a los bueyes.

Argante protestó por última vez, pero Ginebra la abrazó.

—No es propio de las princesas —le musitó al oído— mostrar su ira en público. Sé misteriosa, querida niña, nunca permitas que los hombres sepan lo que piensas. Tu poder está en las sombras, pero a la luz del sol los hombres siempre te vencerán.

Argante no tenía idea de quién sería aquella mujer alta y hermosa, pero se dejó consolar por ella mientras Issa y sus hombres arrastraban las carretas a la hierba de las márgenes. Dejé que las mujeres cogieran cuantos mantos y vestidos quisieran, pero abandonamos las ollas, los trípodes y los candeleros; Issa encontró una enseña guerrera de Arturo, una enorme pieza de lino blanco con un gran oso negro bordado en lana, la cual conservamos para evitar que cayera en manos sajonas, pero el oro no podíamos llevárnoslo. Acarreamos los cofres del tesoro hasta un desagüe inundado del campo más próximo y vertimos las monedas en el agua sucia con la esperanza de que los sajones no llegaran a descubrirlas.

Argante lloraba al vernos arrojar el oro a las negras aguas.

—¡El oro es mío! —protestó por última vez.

—Como fue mío en otro tiempo, pequeña —le dijo Ginebra con calma—, pero he sobrevivido a la pérdida, como sobrevivirás tú ahora.

Argante se separó bruscamente para mirar a la alta mujer.

—¿Tuyo? —preguntó.

—¿No te he dicho quién soy, pequeña? —preguntó Ginebra, con un sutil matiz de burla—, soy la princesa Ginebra.

Argante dio un grito y echó a correr carretera arriba, donde se habían reunido sus Escudos Negros. Yo solté un gruñido, envainé a Hywelbane y esperé a que terminaran de esconder el oro. Ginebra encontró uno de sus antiguos mantos, una casaca de lana ribeteada con piel de oso, y dejó la gastada prenda que llevaba en la prisión.

—Sí, su oro —me dijo con rabia.

—Al parecer, me he granjeado otro enemigo —dije, viendo a Argante enzarzada en una conversación con su druida; seguro que le instaba a que me lanzara una maldición inmediatamente.

—Si tenemos un enemigo en común, Derfel —me dijo Ginebra con una sonrisa—, por fin somos aliados. Me complace.

—Gracias, señora —respondí, y pensé que mis hijas y lanceros no eran los únicos que habían caído bajo el hechizo de Ginebra.

Los hombres terminaron de esconder el oro en la zanja, volvieron al camino y recogieron sus lanzas y escudos. El sol ardía sobre el mar Severn inundando el oeste de un resplandor carmesí, mientras nosotros, finalmente, nos poníamos en camino hacia el norte, hacia la guerra.

Tan sólo habíamos cubierto unos cuantos kilómetros cuando la oscuridad nos hizo salir de la calzada y buscar refugio, pero al menos habíamos llegado a los montes del norte de Ynys Wydryn. Aquella noche nos detuvimos en una fortaleza abandonada donde preparamos una colación frugal de pan duro y pescado seco. Argante se sentó apartada de los demás, protegida por su druida y sus guardianes y, aunque Ceinwyn trató de que se uniera a nosotros en la conversación, ella rechazó la oferta y la dejamos con su enfado.

Después de la cena fui paseando con Ceinwyn y Ginebra hasta la cima de una pequeña loma que se levantaba detrás de la fortaleza, donde sobresalían dos túmulos funerarios del pueblo antiguo. Tras pedir perdón a los muertos, subíme a uno de los túmulos acompañado por Ceinwyn y Ginebra. Nos quedamos los tres mirando al sur. El valle que se extendía a nuestros pies era una hermosura, moteado de flores de manzano al claro de luna, pero nada atisbamos en el horizonte, salvo el aciago resplandor de los incendios.

—Los sajones avanzan con rapidez —dije.

Ginebra se arropó en el manto.

—¿Dónde está Merlín? —preguntó.

—Ha desaparecido. —Se decía que Merlín estaba en Irlanda, o bien en las tierras salvajes del norte, o tal vez en los yermos de Gwynedd, o incluso, de dar crédito a otras habladurías, había muerto y Nimue le había levantado una pira con todos los árboles de una ladera. No era más que un rumor, me decía yo, un mero rumor.

—Nadie sabe dónde está Merlín —dijo Ceinwyn en voz baja—, pero seguro que él sí sabe dónde estamos nosotros.

—Ruego por que así sea —replicó Ginebra con fervor, y me pregunté a qué dios o diosa rezaría últimamente. ¿Seguiría rindiendo culto a Isis, o habría vuelto a los dioses britanos? Pensé, con un estremecimiento, que tal vez esos dioses nos hubieran abandonado definitivamente. Su pira habrían sido las hogueras de Mai Dun y su venganza las bandas de guerreros que asolaban Dumnonia.

Reemprendimos la marcha al amanecer. El cielo se había encapotado durante la noche y una fina lluvia empezó a caer con las primeras luces. El camino de la Zanja estaba atestado de refugiados y, aunque situé a una veintena de guerreros armados a la cabeza con la orden de retirar de la calzada toda carreta de bueyes y todo rebaño que encontraran, el avance era penosamente lento. Aun así la mayoría de los niños no podían soportar el paso y hubimos de subirlos a lomos de las bestias de carga que transportaban nuestras lanzas, armaduras y provisiones, o bien a hombros de los lanceros más jóvenes. Argante iba en mi yegua y Ginebra y Ceinwyn a pie, turnándose en la tarea de contar cuentos a los niños. La lluvia arreció precipitándose por las cimas en densas ráfagas grises y gorgoteando en las zanjas poco profundas de ambos lados de la calzada romana.

Tenía la esperanza de llegar a Aquae Sulis a mediodía, pero hasta la media tarde no alcanzó nuestra empapada y cansada procesión el valle que albergaba la ciudad. El río estaba crecido y una gran cantidad de desechos flotaba atascada contra los pilares de piedra del puente romano formando un dique que inundaba los campos de ambas orillas, río arriba. Una de las obligaciones del magistrado de la ciudad era mantener los canales de desagüe del puente limpios de tales desechos, pero habíase descuidado en la tarea, como también en la de mantener en buen estado la muralla de la ciudad. La muralla se alzaba a cien pasos al norte del puente y, puesto que Aquae Sulis no era una plaza fuerte, la muralla nunca había sido formidable, mas en aquel momento no constituía un obstáculo siquiera. Tramos enteros de estacas de la empalizada que coronaba el muro de tierra y piedras habían sido arrancados para alimentar los hogares o para construir, mientras que la muralla propiamente dicha sufría tal desgaste de la erosión que los sajones habrían podido cruzarla sin perder el ritmo. Por doquier se veían hombres reparando frenéticamente los tramos de la empalizada, pero habrían hecho falta quinientos trabajando durante un mes entero para reconstruir las defensas.

Entramos por la elegante puerta del sur y vi que, aunque la ciudad carecía del ímpetu necesario para conservar sus murallas y de la mano de obra para mantener el puente despejado de desechos, había encontrado tiempo para desfigurar la hermosa máscara de la diosa Minerva que en otro tiempo adornaba el arco de la entrada. Donde antes estuviera el rostro había un amasijo burdo de piedra cincelada a martillazos en forma de cruz cristiana.

—¿Esta ciudad es cristiana? —me preguntó Ceinwyn.

—Casi todas las ciudades lo son —respondió Ginebra por mí.

Tratábase, no obstante, de una hermosa ciudad, o lo había sido, al menos, aunque con el paso de los años las tejas de los tejados se habían caído y las habían sustituido con paja, algunas casas se habían derrumbado y no eran ya más que escombreras de ladrillos y piedras, pero las calles conservaban el pavimento y los altos pilares, y el profuso frontón del magnífico templo de Minerva todavía se elevaba por encima de los míseros tejados. Mi vanguardia se abrió paso brutalmente entre las calles atestadas hasta llegar al templo, que se levantaba en una inclinada pendiente en el centro sagrado de la ciudad. Los romanos habían rodeado con otra muralla el santuario central, que protegía todo el templo de Minerva y las termas que tanta fama y prosperidad habían procurado a la ciudad. Los romanos habían puesto techumbre a los baños, los cuales se alimentaban de un manantial mágico de aguas termales, pero faltaban algunas tejas y el vapor se escapaba en hilos por los agujeros como el humo. El templo mismo, desprovisto de las cañerías de plomo, hallábase lleno de charcos de agua de lluvia y líquenes, y el yeso pintado del interior del alto pórtico habíase desconchado adquiriendo una tonalidad oscura; pero aun con la decadencia, el gran recinto pavimentado del santuario interior de la ciudad evocaba un mundo en que los hombres podían erigir semejantes monumentos y vivir sin temor a las lanzas de los bárbaros del este.

El magistrado de la ciudad, un hombre de edad madura, nervioso y aturullado, de nombre Cildydd y que vestía toga romana como símbolo de autoridad, salió presuroso del templo a recibirme. Lo conocía de los días de la revuelta, cuando, a pesar de ser cristiano, había huido de los enloquecidos fanáticos que tomaron los santuarios de Aquae Sulis. Tras los disturbios fue repuesto en el cargo, aunque me daba de impresión de que le faltaba autoridad. Llevaba una tablilla de pizarra en la que había apuntado grupos de marcas, sin duda el número reclutado de soldados de leva, que aguardaban en el recinto del santuario.

—¡Las reparaciones están en marcha! —me saludó Cildydd sin más preámbulos—. Tengo hombres cortando leña para las murallas. O los tenía. La inundación es un obstáculo, ciertamente, pero ¿y si deja de llover? —Terminó la frase bajando mucho el tono de voz.

—¿La inundación? —pregunté.

—Cuando el río crece, señor —me explicó—, el agua vuelve atrás por todo el sistema de alcantarillado romano. Ya ha llegado a la parte baja de la ciudad. Pero la dificultad no es sólo el agua, me temo. Es que apesta, además, ¿comprendéis? —Olisqueó el aire con delicadeza.

—El obstáculo —repliqué— es que en los ojos del puente se ha formado un dique de desechos. Vuestra obligación era mantener el puente limpio, así como conservar las murallas en buen estado. —El magistrado abrió y cerró la boca sin decir nada. Sopesó la pizarra como prueba de eficiencia y luego parpadeó con desamparo—. Ahora ya no importa —añadí—, no podemos defender la ciudad.

—¿Que no podemos defenderla? —exclamó—. ¿Que no podemos defenderla? ¡No podemos abandonarla sin más ni más!

—En cuanto lleguen los sajones —repliqué brutalmente— no habrá otra opción.

—Pero tenemos que defenderla, señor —insistió Cildydd.

—¿Con qué? —pregunté.

—Con vuestros hombres, señor —dijo, señalando a mis lanceros, que se habían refugiado de la lluvia bajo el alto techo del pórtico.

—En el mejor de los casos —dije— podríamos defender medio kilómetro de muralla, de lo que queda de muralla, mejor dicho. Y entonces, ¿quién defendería el resto?

—La leva, naturalmente. —Cildydd señaló con la pizarra al desmadejado grupo de hombres que aguardaba al lado de las termas. Pocos iban armados y menos aún tenían armadura.

—¿Habéis visto atacar a los sajones alguna vez? —pregunté a Cildydd—. Primero sueltan perros de guerra y detrás se lanzan ellos blandiendo hachas de un metro y lanzas de dos y medio. Y se embriagan, enloquecen y no buscan sino mujeres y oro. ¿Cuánto tiempo creéis que resistiría la leva?

—No podemos rendirnos sin más —arguyó Cildydd débilmente, parpadeando.

—¿Vuestra leva está bien armada? —pregunté, señalando a los tristes hombres que esperaban en plena lluvia. Dos o tres de los sesenta llevaban lanza, también vi una vieja espada romana y, por lo demás, hachas y azadones, aunque algunos, que no poseían siquiera tan rudimentarias armas, sujetaban estacas templadas al fuego a las que habían sacado punta.

—Estamos registrando la ciudad, señor —adujo Cildydd—. Tiene que haber lanzas.

—Con lanzas o sin ellas —repliqué sin piedad—, si lucháis aquí, sois hombres muertos.

—Entonces —dijo boquiabierto—, ¿qué tenemos que hacer?

—Ir a Glevum.

—¡Pero, la ciudad…! —exclamó palideciendo—. Aquí hay mercaderes y orfebres, iglesias y tesoros. —Se le apagó la voz al imaginarse la catástrofe de la caída de la ciudad, inevitable si los sajones llegaban. Aquae Sulis no era una ciudad fortificada, sólo un lugar hermoso situado entre montes. Cildydd parpadeaba bajo la lluvia—. Glevum —musitó melancólicamente—. ¿Y vos nos escoltaréis hasta allí, señor?

Negué con la cabeza.

—Yo me dirijo a Corinium —dije—, pero vosotros iréis a Glevum. —Tentado estuve de enviar a Argante, a Ginebra y a Ceinwyn y a las familias con el magistrado, pero no confié en que supiera protegerlas, de modo que decidí que más valdría llevar a las mujeres y a las familias al norte personalmente, y luego enviarlas con una pequeña escolta de Corinium a Glevum.

Pero al menos me quitaron a Argante de las manos, pues mientras destruía sin compasión las flacas esperanzas de Cildydd de dotar a Aquae Sulis de una guarnición de soldados, una tropa de jinetes armados irrumpió ruidosamente en el recinto del templo. Eran hombres de Arturo enarbolando la enseña del oso y al mando de Balin, que entró maldiciendo rotundamente el agolpamiento de refugiados. Pareció aliviado al verme, y luego asombrado al reconocer a Ginebra.

—¿Te has equivocado de princesa, Derfel? —me preguntó mientras se apeaba del cansado caballo.

—Argante se encuentra en el interior del templo —dije, señalando con la cabeza hacia la gran edificación donde la princesa se había refugiado de la lluvia. No me había dirigido la palabra en todo el día.

—Tengo que llevarla junto a Arturo —dijo Balin. Era un hombre barbudo y campechano, con un oso tatuado en la frente y una gran cicatriz blanca en la mejilla izquierda. Le pedí noticias, me contó las pocas que sabía y ninguna era buena—. Esos bellacos están subiendo por el Támesis, calculamos que se encuentran a unos tres días de marcha de Corinium y todavía no hay rastro de Cuneglas ni de Oengus. Esto es el caos, Derfel, ni más ni menos, el caos. —Se estremeció de pronto—. ¿A qué demonios huele aquí?

—Las alcantarillas se han desbordado —dije.

—Por toda Dumnonia —comentó sombríamente—. Tengo mucha prisa —añadió—, Arturo quiere a su esposa en Corinium desde antes de ayer.

—¿Tienes órdenes para mí? —le pregunté, siguiendo sus pasos hacia los escalones del templo.

—Que te presentes en Corinium, ¡sin tardanza! ¡Y que envíes todos los víveres que puedas! —gritó la última orden y desapareció por las grandes puertas de bronce del templo. Traía seis caballos de más, suficientes para Argante, sus criadas y Fergal el druida, lo cual significaba que los doce guerreros de su escolta personal se quedarían conmigo. Diome la impresión de que se alegraban tanto como yo de verse libres de la princesa.

Balin partió rumbo al norte a última hora de la tarde. Yo también quería haberme puesto en camino, pero los niños estaban cansados, no paraba de llover y Ceinwyn me convenció de que todos estaríamos en mejores condiciones al día siguiente si descansábamos esa noche bajo techo en Aquae Sulis y reemprendíamos la marcha por la mañana. Puse centinelas en las termas y dejé a las mujeres y a los niños en la gran pileta de agua humeante; después envié a Issa con una veintena de hombres a registrar la ciudad en busca de armas para pertrechar a la leva. Luego mandé a buscar a Cildydd y le pregunté cuántos víveres quedaban en la ciudad.

—Apenas quedan, señor —dijo, y repitió que había enviado ya al norte sesenta carros de grano, carne seca y pescado en salazón.

—¿Habéis registrado las casas del pueblo? —pregunté—. ¿Y las iglesias?

—Sólo los graneros de la ciudad, señor.

—En tal caso, procedamos a un registro más minucioso —dije, y al anochecer habíamos recogido siete carros más de valiosos víveres. Los mandé hacia el norte esa misma noche, a pesar de lo tardío de la hora. Los bueyes son lentos y era preferible que emprendieran el viaje por la noche, en vez de aguardar a la mañana.

Issa me esperaba en el recinto del templo. Registrando la ciudad había encontrado siete espadas viejas y doce lanzas de caza, mientras que los hombres de Cildydd habían requisado cincuenta lanzas, ocho de ellas rotas; pero Issa tenía malas noticias, además.

—Dicen que hay armas escondidas en el templo, señor —me contó.

—¿Quién lo dice?

Issa señaló a un joven con barba que llevaba un mandil de carnicero manchado de sangre.

—Asegura que, después de la revuelta, se escondieron en el templo un gran número de lanzas, pero el sacerdote lo niega.

—¿Dónde está el sacerdote?

—Dentro, señor. Me dijo que me marchara cuando le pregunté.

Subí corriendo los escalones del templo y entré por las grandes puertas. En otro tiempo el templo estaba dedicado a Minerva y a Sulis, diosa romana la primera y britana la segunda, pero habían expulsado a las diosas paganas y habían instalado al dios cristiano. La última vez que yo había estado en el templo había una gran estatua de bronce de la diosa Minerva iluminada con temblorosas lámparas de aceite, pero habían destruido la estatua, de la cual sólo quedaba, a modo de trofeo, una cabeza hueca empalada en una pica tras el altar cristiano. El sacerdote me increpó.

—¡Esta es la casa de Dios! —tronó. Estaba celebrando un misterio en el altar, rodeado de mujeres llorosas, pero interrumpió la ceremonia para interpelarme. Era joven y apasionado, uno de los sacerdotes que alimentaban los problemas en Britania, y a los que Arturo perdonaba la vida por no seguir cebando la amargura de la rebelión sofocada. No obstante, el joven sacerdote no había perdido un ápice de fervor insurgente—. ¡La casa de Dios! —gritó otra vez—. ¡La profanáis con la lanza y la espada! ¿Acaso entráis vos con vuestras armas en casa de vuestro señor? ¿Por qué, pues, lo hacéis aquí?

—Dentro de una semana —repliqué— esto será un templo de Thunor y sacrificarán a vuestros hijos en el lugar donde os halláis ahora. ¿Hay aquí alguna lanza?

—¡Ninguna! —respondió desafiante. Las mujeres gritaron y se encogieron, amilanadas, al verme subir los peldaños del altar. El sacerdote me amenazó con una cruz—. En el nombre de Dios Padre, en el nombre del Hijo y en el nombre del Espíritu Santo. ¡Deteneos! —dijo la última palabra porque me vio desenvainar a Hywelbane y con ella, de un golpe, le quité la cruz de las manos. El madero cayó resbalando por el suelo de mármol cuando le apunté a las barbas con la espada—. Destruiré este lugar piedra a piedra hasta que encuentre las lanzas —dije—, y enterraré vuestro cadáver miserable bajo los cascotes. Bien, ¿dónde están?

Su arrogancia se arrugó. Las lanzas, que guardaba con la esperanza de otra campaña para poner a un cristiano en el trono de Dumnonia, estaban escondidas en una cripta, bajo el altar. La entrada a la cripta estaba oculta, pues era el lugar donde antiguamente se almacenaban las donaciones que la gente hacía a Sulis con la esperanza de sanar a cambio, pero el sacerdote, intimidado, nos enseñó la forma de levantar la losa, bajo la cual encontramos oro y armas. Dejamos el oro pero repartimos las lanzas entre la leva de Cildydd. No creía que los sesenta sirvieran de nada en la batalla, pero al menos un hombre armado con una lanza parece un guerrero y, desde lejos, tal vez hicieran detenerse un momento a los sajones. Dije a los soldados de la leva que se preparan para partir por la mañana y que se llevaran cuantas vituallas encontraran.

Pasamos la noche en el templo. Limpié el altar de adornos cristianos y coloqué la cabeza de Minerva entre dos lámparas de aceite para que nos velara durante la noche. Caía agua del techo y formaba un charco sobre el altar, pero en algún momento, durante la madrugada, dejó de llover y la aurora nos deparó un cielo limpio y un viento nuevo y vivificante del este.

Partimos antes de la salida del sol. Sólo cuarenta soldados de la leva iban con nosotros, pues los demás desaparecieron durante la noche, pero era preferible contar con cuarenta aliados dispuestos que con sesenta dudosos. El camino estaba libre ya de refugiados, pues había hecho correr la voz de que lo seguro era ir a Glevum, no a Corinium, de modo que fue el camino del oeste el que hubo de acoger ganados y gente. Nuestra ruta se encaminaba al este, al encuentro del sol naciente, por el camino de la Zanja, que discurría recto como una lanza entre tumbas romanas. Ginebra tradujo las inscripciones de las lápidas, asombrada de que allí yacieran hombres nacidos en Grecia, en Egipto o en la misma Roma. Eran veteranos de las legiones que se habían casado con mujeres britanas y se habían asentado cerca de los salutíferos manantiales de Aquae Sulis y en sus epitafios, cubiertos de líquenes en su mayoría, daban gracias a Minerva o a Sulis por el don de los años vividos. Al cabo de una hora dejamos las tumbas atrás y el valle empezó a estrecharse a medida que las escarpadas colinas del norte se cerraban sobre la vega del río; sabía que el camino no tardaría en girar bruscamente hacia el norte para internarse en las montañas que mediaban entre Aquae Sulis y Corinium.

Cuando llegamos a la parte estrecha del valle, los carreteros regresaban apresuradamente. Habían salido de Aquae Sulis el día anterior, pero las lentas carretas no habían llegado más allá del punto donde el camino giraba hacia el norte y en ese momento, al amanecer, habían abandonado las siete valiosas carretas de vituallas.

—¡Sais! —gritaba uno de ellos que corría a nuestro encuentro—. ¡Hay sais!

—¡Loco! —musité, y ordené a Issa a voces que detuviera al fugitivo. Había prestado mi yegua a Ginebra para el camino, pero entonces ella se apeó y yo me subí torpemente a lomos de la bestia y la espoleé.

Un kilómetro más adelante el camino describía la curva hacia el norte. Los bueyes y las carretas habían sido abandonados en la curva misma y los adelanté para asomarme por encima del repecho. En el primer momento no vi nada, pero después apareció un grupo de hombres a caballo junto a unos árboles de la cima. Estaban a poco menos de un kilómetro de distancia, destacándose contra el cielo claro, y, aunque no logré distinguir el emblema de sus escudos, más me parecieron britanos que sajones, pues nuestro enemigo no solía desplegar jinetes.

Azucé a la yegua cuesta arriba. Los jinetes no se movieron, sólo me observaban, pero entonces, a mi derecha, a lo lejos, aparecieron más hombres en la cima de la colina. Eran lanceros e iban bajo una enseña que me indicó lo peor.

Tratábase de una calavera con unos colgajos que parecían de tela, y me acordé del estandarte de Cerdic, con la calavera de lobo y el pellejo humano colgando. Eran sajones y nos cerraban el paso. No había muchos lanceros a la vista, tal vez una docena de jinetes y cincuenta o sesenta hombres de a pie, pero ocupaban una posición alta y no había forma de saber cuántos más se ocultarían al otro lado de la cima. Detuve a la yegua y me quedé mirando a los lanceros fijamente, el sol empezaba a arrancar destellos a las anchas hojas de las hachas que llevaban algunos. No podían ser sino sajones. Pero ¿de dónde venían? Según Balin, tanto Aelle como Cerdic avanzaban por el Támesis, así que esos hombres tenían que haber viajado hacia el sur desde el ancho valle del río, aunque también podría tratarse de lanceros de Cerdic al servicio de Lancelot. En realidad, no importaba quiénes fueran, lo único importante era que nos cerraban el paso. Aún se dejaron ver más enemigos, que ribetearon el horizonte de la cresta con sus lanzas.

Volví grupas y vi a Issa, que remontaba el repecho de la curva con los lanceros más duchos salvando el atasco de carretas y bueyes.

—¡Sajones! —le dije a gritos—. ¡Formad aquí una barrera de escudos!

Issa miró a los lanceros de la lejanía.

—¿Lucharemos aquí, señor? —me preguntó.

—No. —No me atrevía a presentar batalla en tan mala situación, pues tendríamos que luchar cuesta arriba preocupados además por nuestras familias, que vendrían detrás.

—¿Tomamos, pues, el camino de Glevum? —propuso Issa.

Hice un gesto negativo con la cabeza. El camino de Glevum estaba repleto de refugiados y, de haber sido yo el comandante sajón, nada me habría gustado más que perseguir a un enemigo menos numeroso por el camino. No podríamos tomarles mucha delantera porque los refugiados nos obstaculizarían la marcha y para los sajones sería fácil abrirse camino entre la gente aterrorizada y darnos muerte. También era posible, bastante posible, que no nos persiguieran en absoluto, pero en tal caso se sentirían tentados a saquear la ciudad, aunque era un riesgo que prefería no correr. Levanté la mirada hacia lo alto de la colina; seguían llegando enemigos a la cima, iluminada por el sol. Era imposible contarlos, pero no se trataba de una banda de guerra pequeña. Mis hombres empezaron a formar una barrera de escudos, aunque sabía que allí no podíamos presentar batalla. Los sajones, más numerosos y en posición ventajosa, nos darían muerte sin duda.

Me giré en la silla. A poco menos de un kilómetro, al norte del camino de la Zanja, se levantaba una fortaleza del pueblo antiguo; su vieja muralla de tierra, muy erosionada ya, se alzaba en la cresta de una colina escarpada. Señalé hacia la fortificación cubierta de hierba.

—Vamos hacia allí —dije.

—¿Adónde, señor? —preguntó Issa, confundido.

—Si intentamos huir de ellos —le expliqué—, nos seguirán. Los niños no pueden correr mucho y, tarde o temprano, esos bellacos nos darían alcance. Tendríamos que formar una barrera de escudos con las familias en el centro, y el último de nosotros que muriera oiría los primeros gritos de las mujeres. Es mejor refugiarnos en un lugar donde duden en lanzarse al ataque. Tarde o temprano tendrán que tomar una decisión, o bien nos dejan en paz y se van hacia el norte, o bien presentan batalla, y si nos encontramos en lo alto de un cerro tendremos alguna posibilidad de ganar. Es lo mejor —añadí—, porque además Culhwch pasará por aquí. Puede que seamos más que ellos dentro de uno o dos días.

—Entonces, ¿abandonamos a Arturo? —preguntó Issa, espantado por semejante idea.

—Mantendremos a una banda de guerreros lejos de Corinium —respondí. Pero no me satisfacía la elección porque Issa estaba en lo cierto. Aquello suponía abandonar a Arturo; sin embargo no me atrevía a arriesgar la vida de Ceinwyn y mis hijas. De nada servía ya la campaña planeada por Arturo. Culhwch estaba aislado en alguna parte del sur, yo permanecía atrapado en Aquae Sulis y Cuneglas y Oengus mac Airem aún se hallaba a muchos kilómetros de distancia.

Volví a buscar mi armadura y mis armas. No tenía tiempo para ponerme la armadura pero me encasqueté el yelmo con la cola de lobo, escogí la lanza más pesada y tomé el escudo. Dejé la yegua en manos de Ginebra nuevamente y le pedí que condujera a las familias colina arriba; después ordené a los hombres de la leva y a mis lanceros más jóvenes que hicieran dar la vuelta a las siete carretas de avituallamiento y las llevaran a la fortaleza.

—No me importa cómo lo hagáis —dije—, pero no quiero que esos víveres caigan en manos del enemigo. ¡Si es necesario, cargad a hombros con las carretas! —Aunque hubiera abandonado las carretas de Argante, un cargamento de víveres en tiempo de guerra es mucho más precioso que el oro, y estaba dispuesto a defender el nuestro del enemigo. Llegado el caso, quemaría las carretas con todo su contenido, pero de momento procuraría salvarlas.

Volví junto a Issa y ocupé mi lugar en el centro de la barrera de escudos. Las filas del enemigo iban engrosándose, esperaba que se lanzaran ciegamente al ataque, monte abajo, en cualquier momento, pero seguían sin decidirse y cada momento de duda era tiempo ganado para que nuestras familias y la preciosa carga de comida alcanzaran la cima de la colina. Yo vigilaba incesantemente el avance de los carros y, cuando se encontraban a medio camino por la empinada ladera, ordené retroceder a mis hombres.

La retirada animó a los sajones a cargar. Gritaron provocadoramente y bajaron la colina a gran velocidad, pero se habían retrasado más de lo debido. Mis hombres retrocedieron por el camino, cruzaron un vado poco profundo de un arroyo que bajaba de las cimas hacia el río, y entonces fuimos nosotros los que nos situamos en posición más elevada, pues nos replegábamos colina arriba hacia la fortaleza del cerro escarpado. Mis hombres mantenían las filas rectas, los escudos trabados por los lados y las lanzas firmes, y ante tal prueba de buena instrucción los sajones se detuvieron a poco menos de cincuenta metros. Se conformaron con insultarnos y amenazarnos, mientras uno de sus druidas desnudo, con el pelo de punta e impregnado de boñiga de vaca, avanzaba bailoteando y maldiciéndonos. Nos llamó cerdos, cobardes y cabras. Mientras nos maldecía, conté a los hombres. Formaban una barrera de ciento setenta, pero aún bajaban más por la ladera. Y mientras yo los contaba, los cabecillas sajones, a lomos de sus monturas, detrás de la barrera de escudos, nos contaban a nosotros. Vi su enseña claramente, era el estandarte de Cerdic, la calavera de lobo con colgaduras de piel humana, pero Cerdic no estaba entre ellos. Se trataba, pues, de una de sus bandas de guerra, que había llegado desde el sur por el Támesis. Nos superaban largamente en número, pero los astutos cabecillas no se decidían a atacar. Sabían que podían vencernos, pero también sabían los terribles efectos que setenta aguerridos lanceros causarían en sus filas. Tenían suficiente con habernos expulsado del camino.

Seguimos replegándonos poco a poco ladera arriba. Los sajones nos miraban, pero sólo el druida nos seguía y, al cabo de un rato, perdió interés, nos escupió y se dio media vuelta. Nos burlamos cuanto pudimos de la falta de arrojo del enemigo, pero en realidad grande fue mi alivio al ver que renunciaban a atacar.

Tardamos una hora en llevar las carretas al otro lado de la antigua fortificación de tierra, a la suave cima curvada de la colina. Recorrí el llano cóncavo y descubrí que era una posición defensiva idónea. La cima describía un triángulo y en cada uno de sus tres lados el terreno descendía abruptamente, de modo que cualquier atacante habría de esforzarse mucho para llegar hasta nuestras picas. Tenía la esperanza de que la dificultad de la subida nos librara del ataque sajón y que al cabo de uno o dos días se marcharan y pudiéramos reemprender el camino hacia Corinium. Llegaríamos tarde y Arturo se enfadaría conmigo sin duda, pero hasta el momento, había mantenido incólume mi parte del ejército de Dumnonia. Éramos unos doscientos lanceros y protegíamos a una muchedumbre de mujeres y niños, siete carros de avituallamiento y dos princesas, y nuestro refugio era una cima herbosa que se levantaba sobre un valle fluvial profundo. Pregunté a un soldado de la leva por el nombre del cerro.

—Se llama como la ciudad, señor —me dijo, desconcertado por el mero hecho de que me interesara el nombre.

—¿Aquae Sulis? —pregunté.

—¡No, señor! ¡El nombre antiguo de la ciudad! El que tenía antes de los romanos.

—Baddon —dije.

—Sí, y esto es Mynydd Baddon, señor —me confirmó.

Monte Baddon. Con el tiempo, los poetas harían resonar ese nombre por toda Britania. Se cantaría en miles de fortalezas y haría hervir la sangre de niños no nacidos aún, pero en ese momento para mí no significaba nada. No era más que un cerro bien situado, una plaza fuerte con murallas de hierba y el lugar donde, en contra de mis deseos, planté dos enseñas en la tierra. Una lucía la estrella de Ceinwyn y la otra, rescatada y salvada de las carretas de Argante, desplegaba la enseña de Arturo, el oso.

Así pues, ondeando al viento seco, a la luz de la mañana, el oso y la estrella desafiaron a los sajones.

En Mynydd Baddon.