11
A la mañana siguiente, con la marea baja y un viento de poniente que levantaba olas cortas y rizadas en el río Usk, embarqué en la nave de mi cuñado. Balig, el marido de Linna, mi media hermana, era pescador; no le disgustó descubrir que estaba emparentado con un lord de Dumnonia. Además, el inesperado descubrimiento le había sido provechoso, y se merecía el favor de la suerte pues era un hombre capacitado y decente. Ordenó a seis de mis lanceros que se pusieran a los largos remos de la embarcación y ordenó a los otros cuatro que se agacharan en el pantoque. Sólo tenía una docena de hombres conmigo en Isca, los demás se encontraban con Issa, pero estaba seguro de que esos doce me llevarían sano y salvo hasta Dun Carie. Balig me invitó a sentarme en un cajón de madera que había junto al timón.
—Vomitad por sobre la borda, señor —añadió risueño.
—¿No lo hago siempre así?
—No. La última vez dejasteis el desayuno en los imbornales. Lástima de alimento para los peces. ¡Suelta amarras, sapo infestado de gusanos! —gritó a su ayudante, un esclavo sajón capturado en Mynydd Baddon pero que se había casado con una britana y tenía dos hijos y una amistad con Balig que se expresaba a voces—. De barcas entiende, por lo menos —comentó Balig del sajón, y se agachó sobre la amarra de popa que todavía sujetaba la embarcación al muelle. Estaba a punto de levantarla cuando oímos una voz y los dos alzamos la mirada. Era Taliesin, que se acercaba presuroso desde el montículo cubierto de hierba del anfiteatro de Isca. Balig sujetó la amarra con fuerza—. ¿Espero, señor?
—Sí —dije, y me puse de pie a esperar a Taliesin.
—Voy con vosotros —gritó Taliesin—, ¡esperad! —No llevaba nada más que una bolsa pequeña de piel y un arpa dorada—. ¡Esperad! —volvió a gritar; se levantó los faldones de la túnica blanca, se descalzó y empezó a avanzar por el pegajoso limo de la orilla del Usk.
—No podemos esperar toda la vida —gruñó Balig mientras el bardo subía con dificultad la lodosa pendiente—. La marea baja rápidamente.
—Un momento, un momento —dijo Taliesin. Echó la bolsa, los zapatos y el arpa dentro de la embarcación, se levantó los faldones más aún y entró en el agua. Balig le tendió una mano y lo izó sin ceremonias por sobre la borda. Taliesin cayó desmadejadamente en la cubierta, buscó los zapatos, la bolsa y el arpa y escurrió los faldones de la túnica.
—¿No os importuna que embarque, señor? —me preguntó; se le había torcido la cinta de plata de la cabeza.
—¿Por qué habría de importunarme?
—No pretendo acompañaros. Sólo deseo pasaje a Dumnonia. —Se colocó bien la diadema y miró a mis risueños lanceros con el ceño fruncido—. ¿Esos hombres saben remar?
—Claro que no —respondió Balig en mi lugar—. Son lanceros, no valen para nada. ¡Remad todos al mismo tiempo, inútiles! ¿Listos? ¡Adelante! ¡Abajo los remos! ¡Tirad! —Sacudía la cabeza con fingida desesperación—. Es como enseñar a bailar a los cerdos.
Desde Isca hasta el mar abierto había unos quince kilómetros, que cubrimos rápidamente porque nos impulsaban el reflujo del mar y la corriente del río. El Usk bajaba encauzado en brillantes orillas de lodo que discurrían entre campos en barbecho, bosques pelados y amplias marismas. En las orillas abundaban las trampas de mimbre para peces y las garzas y las gaviotas picoteaban los salmones que habían embarrancado durante la marea baja. Las aguzanieves piaban lastimeramente mientras las agachadizas trepaban y sobrevolaban sus nidos. Apenas necesitábamos los remos, pues entre la corriente y el reflujo navegábamos a gran velocidad y, tan pronto entramos en aguas más anchas, donde el río desembocaba en el Severn, Balig y su marinero izaron una deshilachada vela marrón que recogía el viento del oeste y nos impulsaba rápidamente.
—¡Levantad los remos! —ordenó Balig a mis hombres; agarró el gran remo del timón y se quedó de pie mientras la ancha proa de la embarcación hendía las primeras olas grandes—. El mar está revuelto hoy, señor —me dijo animadamente—. ¡Achicad el agua! —gritó a mis lanceros—. Todo lo húmedo tiene que estar fuera de la embarcación, no dentro. —Balig se rió al verme con los primeros síntomas del mareo—. Tres horas, señor, nada más, y os dejaremos en tierra.
—¿No os gusta navegar? —me preguntó Taliesin.
—Lo odio.
—Una oración a Manawydan suele evitar el mareo —me dijo con calma. Había apilado un montón de redes junto a mi cajón y se había sentado encima. El violento vaivén del barco no le molestaba en absoluto, al contrario, parecía disfrutar—. Anoche dormí en el anfiteatro —me dijo—. Me gusta dormir allí —prosiguió, cuando vio que mi malestar era tan grande que no podía contestar—. Las gradas sirven de torre de los sueños.
Lo miré, el malestar parecía haberse aliviado al oír las últimas palabras que me recordaron a Merlín, porque en otro tiempo tenía una torre de los sueños en la cima del Tor de Ynys Wydryn. La torre de los sueños de Merlín era una estructura hueca de madera que, según él, aumentaba la intensidad de los mensajes de los dioses y entendí que el graderío escalonado alrededor de la arena rastrillada del anfiteatro romano de Isca sirviera para el mismo fin.
—¿Y visteis el futuro? —logré preguntarle.
—Algo —confesó—, y también me encontré con Merlín durante el sueño de anoche.
Al ensalmo de ese nombre, las últimas náuseas remitieron del todo.
—¿Hablasteis con Merlín? —pregunté.
—Él habló conmigo —puntualizó Taliesin—, pero no me oía.
—¿Qué os dijo?
—Más de lo que puedo deciros, señor, y nada que deseéis escuchar.
—¿Qué? —lo apremié.
Se agarró del mástil de popa cuando la embarcación remontó una ola alta. El agua salpicó desde proa los bultos de las armaduras. Taliesin se aseguró de que su arpa estuviera bien resguardada bajo la túnica y se tocó la diadema de plata, que marcaba la línea de la tonsura, para ver si seguía en su sitio.
—Creo, señor, que este viaje os lleva hacia el peligro —dijo con calma.
—¿Ése es el mensaje de Merlín? —pregunté tocando hierro en el pomo de Hywelbane—. ¿O es una visión vuestra?
—Es sólo una visión —confesó— y, como os dije en otra ocasión, señor, es mejor ver el presente con claridad que tratar de discernir una forma entre las visiones del futuro. —Hizo una pausa para medir sus palabras con cuidado—. Creo que aún no habéis tenido noticias ciertas de la muerte de Mordred, ¿verdad?
—En efecto.
—Si mi visión no me engaña —dijo—, vuestro rey no está enfermo sino que se ha recobrado. Es posible que me equivoque y, naturalmente, ruego porque así sea, pero ¿habéis tenido algún mal presagio?
—¿Sobre la muerte de Mordred? —pregunté.
—Sobre vuestro propio futuro, señor.
Lo pensé un instante. Había interpretado el salmón de la red del pescador como un augurio, pero me pareció que se debía a mis propios temores supersticiosos y no a un mensaje de los dioses. Sin embargo, me inquietaba más que la pequeña ágata verde azulada del anillo que Aelle había regalado a Ceinwyn se hubiera caído y que me hubieran robado un viejo manto, pero, aunque ambos incidentes pudieran interpretarse como malos presagios, también podían ser mera coincidencia. Yo no sabía distinguirlo pero no me parecieron suficientemente importantes como para contárselos a Taliesin.
—No hay nada que me haya preocupado últimamente —dije.
—Bien —dijo, meciéndose con el leve balanceo de la nave. El viento le agitaba el largo cabello negro, hinchaba la panza de la vela y hacía ondear sus bordes deshilachados. Además, el viento levantaba espuma de las olas y la arrojaba dentro de la barca, aunque creo que entraba más agua por las junturas abiertas que por encima de la borda. Los lanceros achicaban a toda prisa—. Pero creo que Mordred sigue con vida —prosiguió Taliesin, sin prestar atención a la actividad desenfrenada que se desarrollaba en el centro de la embarcación— y que la noticia de su muerte inminente no es más que una estratagema. De todos modos, no podría jurarlo. A veces confundimos nuestros temores con profecías. Sin embargo, a Merlín no me lo imaginé en el sueño, ni tampoco sus palabras.
Volví a tocar hierro en el pomo de Hywelbane. Siempre había pensado que con sólo nombrar a Merlín ya todo mejoraba, pero las palabras de Taliesin me dieron escalofríos.
—Soñé que Merlín estaba en un bosque denso —continuó el bardo con su voz precisa— y que no encontraba la forma de salir; ciertamente, cuando se abría ante él una senda, un árbol crujía y se movía como una gran fiera que le tapara el camino. El sueño me dice que Merlín se encuentra en dificultades. Hablé con él en el sueño, pero no me oía. Eso indica, creo, que no se le puede alcanzar. Si enviáramos hombres en su busca, fracasarían e incluso morirían. Pero necesita ayuda, pues me envió la visión.
—¿Dónde se encuentra ese bosque? —pregunté.
El bardo fijó su mirada oscura y profunda en mí.
—Tal vez no haya tal bosque, señor. Los sueños son como las canciones. Su misión no es darnos una imagen exacta del mundo sino insinuarla. Creo que el bosque sugiere que Merlín está prisionero.
—Prisionero de Nimue —dije, pues no conocía a nadie más que se atreviera a enfrentarse a Merlín. Taliesin asintió con un gesto.
—Creo que ella lo tiene encerrado. Quiere su poder y cuando lo consiga lo utilizará para imponer su sueño a Britania.
Apenas podía pensar en Merlín y Nimue. Habíamos vivido muchos años sin su compañía y, como consecuencia, los límites de nuestro mundo parecían más precisos. Nos limitaban la existencia de Mordred, la ambición de Meurig y las esperanzas de Arturo, no la imprecisión nebulosa y ondulante de los sueños de Merlín.
—Pero Nimue y Merlín comparten el mismo sueño —dije.
—No, señor, no es así —respondió Taliesin con suavidad.
—Ella quiere lo mismo que él —insistí—. ¡Recuperar a los dioses!
—Sin embargo, Merlín entregó Excalibur a Arturo. ¿No comprendéis que con ello le entregó parte de su poder? Hace tiempo que me intriga el significado de ese regalo, pero Merlín no quiso explicármelo, aunque creo que ahora lo entiendo. Merlín sabía que si los dioses fallaban, tal vez Arturo triunfara. Y Arturo venció, aunque su victoria en Mynydd Baddon no fue completa. La isla continúa en manos britanas, pero los cristianos no fueron vencidos, y eso es una derrota para los dioses antiguos. Señor, Nimue jamás aceptará una victoria a medias. Nimue quiere los dioses o nada. No le importan los horrores que puedan sobrevenir con tal de que los dioses vuelvan y aplasten a sus enemigos, y para conseguirlo, señor, necesita a Excalibur. Necesita hasta la última migaja de poder para que, cuando vuelva a encender las hogueras, los dioses no puedan sino responder.
—Y con Excalibur —dije, pues comprendía sus palabras— querrá a Gwydre.
—Sin duda, señor. El hijo de un gobernante es una fuente de poder, y Arturo, mal que le pese, continúa siendo el cabecilla más famoso de Britania. Si alguna vez hubiera querido ser rey, señor, habría sido nombrado rey supremo. Y por eso, Nimue quiere a Gwydre.
Me quedé mirando el perfil de Taliesin. Me pareció que disfrutaba del terrible movimiento de la nave.
—¿Por qué me contáis estas cosas? —le pregunté.
La pregunta lo confundió.
—¿Por qué no habría de hacerlo?
—Porque al contármelas me advertís que proteja a Gwydre, y si protejo a Gwydre impediré el regreso de los dioses. Y a vos, si no voy errado, os gustaría asistir al regreso de los dioses.
—Ciertamente; pero Merlín me pidió que os lo dijera.
—Pero ¿por qué quiere Merlín que proteja a Gwydre? —inquirí—. ¡El también desea que los dioses regresen!
—Señor, olvidáis que Merlín ha previsto dos caminos, el de los dioses y el del hombre, y Arturo representa el segundo camino. Si Arturo es destruido, sólo nos quedarían los dioses, y creo que Merlín sabe que los dioses ya no nos escuchan. Recordad lo que sucedió con Gawain.
—Murió —dije sombríamente—, pero llevó su estandarte a la batalla.
—Murió y después fue colocado en la olla de Clyddno Eiddyn —puntualizó Taliesin—. Tenía que haber vuelto a la vida, señor, pues tal es el poder de la olla, mas no fue así. No volvió a respirar, lo cual significa, con toda seguridad, que la antigua magia se está desvaneciendo. Pero la magia no ha muerto, y sospecho que causará grandes desgracias antes de morir, pero creo que Merlín nos dice que pongamos las esperanzas de felicidad en el hombre, no en los dioses.
Cerré los ojos cuando una ola grande rompió contra la alta proa de la nave y la cubrió de blanco.
—¿Insinuáis que Merlín ha fracasado? —pregunté, una vez la ola hubo pasado.
—Creo que Merlín sabía que había fracasado cuando la olla no resucitó a Gawain. ¿Por qué otro motivo habría llevado el cadáver de Gawain a Mynydd Baddon? Si hubiera creído por un solo instante que el cadáver serviría para llamar a los dioses, no habría disipado su magia en la batalla.
—No obstante, recogió las cenizas para llevárselas a Nimue.
—Cierto —admitió Taliesin—, porque le prometió ayuda, y las cenizas aún conservaban algo del poder mágico del cadáver. Aunque sepa que ha fracasado, Merlín, como cualquier otro hombre, no se resigna a abandonar su sueño y tal vez crea que la energía de Nimue pueda surtir efecto. Pero, lo que no previó, señor, fue hasta qué punto Nimue abusaría de él.
—Lo castigaría —le corregí con amargura.
Taliesin asintió.
—Lo desprecia porque ha fracasado y cree que le oculta conocimientos; por eso en este momento, señor, mientras sopla el viento, obliga a Merlín por la fuerza a confesarle sus secretos. Nimue sabe mucho, pero no lo sabe todo, aunque, si mi sueño no me engaña, le está arrancando todos sus secretos. Puede que tarde años o meses en aprender cuanto necesita, pero lo aprenderá, señor, y cuando lo tenga utilizará ese poder. Y creo que vos seréis el primero en saberlo. —Se agarró fuertemente a las redes al inclinarse el barco de manera alarmante—. Señor, Merlín me pidió que os previniera, aunque no sé de qué. —Sonrió como disculpándose.
—¿De que no hiciera esta travesía hasta Dumnonia? —pregunté.
Taliesin negó con la cabeza.
—Creo que corréis un peligro mucho mayor que cualquier plan que vuestro enemigos de Dumnonia urdan contra vos. Ciertamente, corréis tan gran peligro, señor, que Merlín ha llorado. También me dijo que deseaba morir. —Taliesin miró la vela—. Y si supiera dónde está, señor, y tuviera el poder necesario, os ordenaría que fuerais a matarlo. Sin embargo, debemos esperar a que Nimue se revele.
—Entonces, ¿qué me aconsejáis que haga? —pregunté, aferrado al frío pomo de Hywelbane.
—No me corresponde a mí aconsejar a un lord —respondió Taliesin. Se volvió y me sonrió, y de pronto vi que sus ojos hundidos estaban fríos—. Señor, a mí no me importa si vivís o morís, pues yo canto y vos sois mi canción, pero por el momento admito que os sigo para descubrir la melodía y cambiarla si fuera preciso. Así me lo ha pedido Merlín y así lo haré, aunque creo que os salva de un peligro sólo para exponeros a otro aún mayor.
—Vuestras palabras no tienen sentido —dije bruscamente.
—Lo tienen, señor, aunque ninguno lo entendamos. Sé que llegaremos a entenderlo. —Hablaba con gran serenidad, pero mis temores eran oscuros como las nubes del cielo y tumultuosos como las aguas que surcábamos. Toqué el pomo de Hywelbane una vez más, recé a Manawydan y me dije que el aviso de Taliesin era sólo un sueño y nada más, y los sueños no pueden matar.
Mas sí pueden matar, y matan. En algún rincón de Britania, en algún lugar tenebroso, Nimue tenía la olla de Clyddno Eiddyn y la estaba utilizando para convertir nuestros sueños en pesadillas a fuego lento.
Balig nos llevó a una playa de la costa de Dumnonia. Taliesin se despidió de mí animosamente y desapareció a zancadas entre las dunas.
—¿Sabéis dónde vais? —le pregunté a gritos.
—Lo sabré cuando llegue, señor —respondió, y desapareció.
Nos pusimos la armadura. No llevaba mis mejores galas sino una vieja coraza útil todavía y un yelmo abollado. Me até el escudo a la espalda, cogí la lanza y seguí los pasos de Taliesin tierra adentro.
—¿Sabemos dónde estamos, señor? —me preguntó Eachern.
—Aproximadamente —dije. A lo lejos, entre una cortina de lluvia, se columbraba una cadena de montañas—. Al sur de aquellos picos encontraremos Dun Carie.
—¿Queréis que despliegue la enseña, señor? —me preguntó Eachern. En vez de mi enseña de la estrella llevábamos la de Gwydre, con el oso de Arturo entrelazado con el dragón de Dumnonia, pero preferí no desplegarla. Una enseña al viento es un estorbo y, además, once lanceros marchando bajo un gran estandarte llamativo resultaría más ridículo que impresionante, de modo que decidí esperar hasta que los hombres de Issa engrosaran mi pequeña banda.
Encontramos un sendero entre las dunas y lo seguimos. Pasamos por un bosque de espinos bajos y avellanos y llegamos a un pequeño asentamiento compuesto por seis chozas. La gente salió huyendo al vernos y sólo quedó una anciana, tan encorvada y retorcida que no podía correr. Se echó al suelo y escupió al ver que nos acercábamos.
—No encontraréis nada aquí —dijo con voz ronca—, nada poseemos, más que montañas de mierda. Montañas de mierda y hambre, señores, es lo único que sacaréis de nosotros.
—No queremos nada —le dije, acuclillado junto a ella—, sólo noticias.
—¿Noticias? —la palabra le parecía extraña.
—¿Sabes quién es tu rey? —le pregunté en voz baja.
—Uther, señor —dijo—. Es un gran hombre, señor. ¡Como un dios!
Evidentemente, nada sacaríamos en limpio de aquella choza, nada que tuviera sentido, de modo que seguimos adelante y sólo nos detuvimos a comer un poco de pan y carne seca que llevábamos en los morrales. Estaba en mi propio país, pero tenía la curiosa sensación de caminar por terreno enemigo, y me burlé de mí mismo por dar tanto crédito a las imprecisas advertencias de Taliesin; sin embargo, continuamos por senderos ocultos entre los bosques y, cuando cayó el crepúsculo, llevé a mi reducida compañía por un hayedo hacia una elevación del terreno desde donde pudiéramos descubrir la presencia de otros lanceros, de haberlos. Mas no vimos ninguno; lejos, en el sur, un rayo errante del moribundo sol atravesaba cual lanza un banco de nubes y caía sobre el cerro verde y luminoso de Ynys Wydryn.
No encendimos fogatas sino que dormimos bajo las hayas y amanecimos fríos y entumecidos. Nos dirigimos al este, siempre a cubierto bajo los árboles desnudos, mientras abajo, en los duros campos húmedos, los hombres araban surcos rígidos, las mujeres sembraban la simiente y los niños pequeños corrían gritando para espantar a los pájaros y evitar que se comieran las valiosas semillas.
—Yo hacía lo mismo en Irlanda —comentó Eachern—. Pasé media infancia espantando pájaros.
—Un cuervo clavado al arado cumple la misma función —dijo otro lancero.
—O un cuervo clavado en cada árbol de alrededor —replicó otro.
—Eso no los detiene —opinó un tercero—, pero te da confianza.
Seguíamos una senda estrecha entre enmarañados setos. No había crecido el follaje y los nidos quedaban al descubierto, de modo que las urracas y los arrendajos que robaban huevos afanosamente aprovechando la circunstancia acusaron nuestra presencia con fuertes graznidos.
—La gente sabrá que andamos por aquí, señor —dijo Eachern—, aunque no nos vean lo sabrán porque oirán a los arrendajos.
—No importa —dije. Ni siquiera sabía por qué me tomaba tantas molestias por mantenernos ocultos, pero éramos muy pocos y, como la mayoría de los guerreros, echaba de menos la seguridad de la multitud y sabía que me sentiría mucho mejor cuando tuviera a mi alrededor a todos mis hombres. Hasta ese momento nos ocultaríamos lo mejor que pudiéramos, aunque a media mañana la ruta nos llevó fuera del bosque y hubimos de descender a campo abierto para llegar al camino de la Zanja. Las liebres bailoteaban en los prados y las alondras cantaban sobre nuestras cabezas. No vimos a nadie, pero sin duda los aldeanos sí nos vieron a nosotros y la noticia de nuestro paso se extendió rápidamente por el campo. Los hombres armados siempre despiertan alarma, de modo que ordené a unos cuantos lanceros que marcharan con el escudo al frente para que los campesinos advirtieran que éramos amigos. No vimos más seres humanos hasta que hubimos cruzado la calzada romana, cerca ya de Dun Carie; tratábase de una mujer, la cual corrió a ocultarse entre los árboles del bosque que había más allá de la aldea cuando aún estábamos lejos de ella y no podía distinguir la estrella de los escudos.
—Los aldeanos están inquietos —dije a Eachern.
—Han oído que Mordred está moribundo —dijo, y escupió— y tienen miedo de lo que pueda pasar, aunque deberían alegrarse de que ese bellaco esté a punto de morir. —Cuando Mordred era pequeño, Eachern había formado parte de su guardia y la experiencia le había instilado un odio profundo hacia el rey. Yo apreciaba a Eachern. No era inteligente pero sí obstinado, leal y duro en la batalla—. Creen que habrá guerra, señor.
Vadeamos el río que pasaba al pie de Dun Carie, bordeamos las casas y llegamos a la cuesta empinada que llevaba a la empalizada que rodeaba el cerro. Todo estaba tranquilo. Ni siquiera había perros en las calles y, lo que era más inquietante, no había lanceros de guardia a las puertas de la empalizada.
—Issa no está aquí —dije tocando el pomo de Hywelbane. La ausencia de Issa por sí misma no era cosa notable, pues pasaba la mayor parte del tiempo recorriendo Dumnonia, pero me extrañó que hubiera dejado Dun Carie sin protección. Eché una ojeada al pueblo, mas hallé las puertas cerradas a cal y canto. No salía humo por los tejados, ni siquiera en la herrería.
—No hay perros en el cerro —comentó Eachern en tono alarmante. Siempre había una jauría de canes en torno a la fortaleza de Dun Carie, y ya tendrían que haber aparecido algunos corriendo a nuestro encuentro. Sin embargo, percibimos abundancia de alborotadores cuervos en la techumbre de la fortaleza y más aún graznando en la empalizada. Un pájaro levantó el vuelo con un bocado rojo colgando del pico.
Subimos el cerro sin hablar. El silencio fue la primera señal del horror, luego los cuervos y, a media subida, percibimos el olor agridulce de la muerte que se pega a la garganta, y ese olor, más intenso que el silencio y más elocuente que los cuervos, nos avisó de lo que nos aguardaba al otro lado de la puerta abierta. La muerte, nada más que la muerte. Dun Carie habíase convertido en un lugar de muerte. Había cadáveres de hombres y mujeres esparcidos por todas partes y apilados dentro de la fortaleza. Cuarenta y siete en total, y ninguno conservaba la cabeza. El suelo estaba empapado de sangre. Habían saqueado la fortaleza, todos los cestos y cajones estaban boca abajo, y los establos, vacíos. Habían matado hasta a los perros, aunque a ellos, al menos, les habían respetado la cabeza. Los únicos seres vivos eran los gatos y los cuervos, y todos huyeron al vernos.
Abrumado, me abrí paso entre el horror. Sólo al cabo de unos minutos me di cuenta de que únicamente había diez hombres jóvenes entre los muertos. Serían los guardias que Issa había dejado, y el resto eran las familias de mis hombres. Allí yacía Pyrlig, el pobre Pyrlig se había quedado en Dun Carie porque sabía que no podía rivalizar con Taliesin, y había muerto, con la blanca túnica empapada de sangre y las manos de arpista, con las que habría intentado zafarse de las cuchilladas, surcadas de profundas heridas. Issa no estaba, ni tampoco Scarach, su esposa, pues en aquel matadero no había ninguna mujer joven ni ningún niño. Se habrían llevado a las jóvenes y a los niños para usarlos como juguetes o como esclavos, mientras que los más viejos, los más jóvenes y los soldados habían sido masacrados y degollados y sus cabezas robadas como trofeo. La carnicería era reciente pues ningún cadáver había empezado a hincharse o pudrirse. Las moscas pululaban entre la sangre pero todavía no había gusanos retorciéndose entre las heridas abiertas por lanzas o espadas.
Habían sacado la cancela de sus goznes pero no había señales de lucha y sospeché que los autores de la matanza habían entrado en la fortaleza en calidad de invitados.
—¿Quién lo ha hecho, señor? —preguntó uno de mis lanceros.
—Mordred —respondí sombríamente.
—¡Pero si está muerto! ¡O muriéndose!
—Eso es lo que nos ha hecho creer —repliqué, y no se me ocurría ninguna otra explicación. Taliesin me lo había anunciado, y temí que estuviera en lo cierto. Mordred no agonizaba sino que había regresado y había soltado a su banda en su propio país. Debió de extender el rumor de su muerte inminente para que la gente se sintiera segura, con la intención de volver y matar a todo lancero que se le opusiera. Mordred estaba quitándose las bridas y, sin duda, tras la masacre perpetrada en Dun Carie habría partido hacia el este en busca de Sagramor, o tal vez al sur y al oeste al encuentro de Issa. Si es que Issa continuaba con vida.
Supongo que toda la culpa recaía sobre nosotros. Después de Mynydd Baddon, cuando Arturo traspasó el poder, creímos que Dumnonia estaría protegida por las lanzas de hombres fieles a Arturo y a sus ideas, y que el poder de Mordred quedaría restringido por falta de lanceros. Nadie supo prever que la batalla de Mynydd Baddon haría probar la guerra a Mordred, ni que el éxito en la lucha atraería lanceros a su enseña. En esos momentos, Mordred poseía lanzas, y las lanzas dan poder y ante mis ojos tenía el primer ejercicio de ese poder. Mordred estaba dando una batida por el país de la gente que tenía la misión de limitar su influencia y que tal vez apoyara a Gwydre cuando reclamara el trono.
—¿Qué hacemos, señor? —me preguntó Eachern.
—Volver a casa, Eachern, volver a casa. —Me refería a Siluria, pues en Dun Carie nada podíamos hacer. Éramos once tan sólo y me pareció imposible llegar hasta Sagramor, cuyas fuerzas se encontraban muy lejos, hacia levante. Por otra parte, Sagramor no precisaba de nuestra ayuda para cuidarse. Aunque la pequeña guarnición de Dun Carie hubiera sido presa fácil para Mordred, arrancar la cabeza al numidio le costaría mucho más trabajo. Tampoco había esperanzas de encontrar a Issa, si acaso vivía, de modo que no cabía sino volver a casa furiosos y decepcionados. No es fácil describir la furia que me quemaba. En el fondo ardía un odio frío a Mordred, un odio impotente y acerbo porque sabía que no tenía forma de vengar inmediatamente a esas gentes que eran las mías. Y además los había abandonado, me sentía culpable, lleno de odio, de piedad y de una dolorosa pesadumbre.
Puse a un hombre de guardia en la cancela abierta y los demás empezamos a arrastrar los cadáveres al interior de la fortaleza. Me habría gustado incinerarlos, mas no quedaba leña suficiente en el recinto y no había tiempo para derribar el techo sobre los cuerpos, de modo que hubimos de conformarnos con colocarlos en ordenada línea; luego rogué a Mitra que me concediera la ocasión de darles venganza cumplidamente.
—Mejor será ir a registrar el pueblo —le dije a Eachern cuando terminé de rezar, pero no nos dieron tiempo. Aquel día los dioses nos habían abandonado.
El centinela de la cancela no había cumplido su cometido correctamente, y no lo culpo. Ninguno estábamos completamente en nuestros cabales en aquella cima, y el centinela, en vez de vigilar la entrada, debió de dedicarse a recorrer el ensangrentado recinto, de modo que avistó a los jinetes cuando ya era tarde. Le oí gritar, mas cuando salí corriendo de la fortaleza el centinela ya había muerto y un jinete de oscura armadura sacaba la lanza de su cuerpo.
—¡Atrapadlo! —grité, y eché a correr hacia el jinete; esperaba que el intruso volviera grupas y escapara, pero dejó de tirar de la lanza y se internó en el recinto espoleando al caballo; inmediatamente lo siguieron varios jinetes más.
—¡Alarma! —grité; los nueve hombres que me quedaban se reunieron a mi alrededor y formamos un pequeño círculo de escudos, aunque la mayoría no llevábamos escudo, pues los habíamos dejado en el suelo para recoger a los muertos. Algunos no teníamos lanza siquiera. Desenvainé a Hywelbane sin la menor esperanza, pues había más de veinte jinetes en el patio y aún subían algunos por la cuesta a galope tendido. Se habrían apostado en los bosques del otro lado del pueblo para aguardar el regreso de Issa, quizá. Yo había empleado la misma táctica en Benoic. Matábamos a los francos de una avanzadilla lejana y luego aguardábamos emboscados, y yo había caído en la misma trampa.
No reconocí a ninguno de los jinetes, ni ninguno llevaba distintivo en el escudo. Algunos habían pintado el cuero del escudo con pez negra, pero no eran Escudos Negros de Oengus mac Airem, sino un grupo de curtidos guerreros veteranos, con barba, cabellos revueltos y un aplomo estremecedor. El cabecilla cabalgaba en una montura negra y lucía un buen yelmo con protectores de mejillas labrados. Soltó una carcajada cuando uno de sus hombres desplegó la enseña de Gwydre, y entonces clavó espuelas y se dirigió a mí.
—Lord Derfel —me saludó.
No le presté la menor atención durante unos instantes, sino que miré el ensangrentado recinto con la vana esperanza de hallar salida, pero estábamos rodeados de jinetes que, armados de lanzas y espadas, sólo esperaban la orden de matarnos.
—¿Quién eres? —pregunté al hombre del yelmo labrado.
A modo de respuesta, se limitó a levantarse los protectores de las mejillas y después me sonrió.
No era una sonrisa agradable, como tampoco era agradable el hombre. Tenía frente a mí a Amhar, uno de los hijos gemelos de Arturo.
—Amhar ap Arturo —le saludé, y al punto escupí.
—Príncipe Amhar —me corrigió. Al igual que su hermano Loholt, Amhar siempre había lamentado amargamente su condición de bastardo y debía de haber adoptado el título de príncipe a pesar de que su padre no era rey. Me habría parecido una pretensión patética, de no haber cambiado tanto Amhar desde la última vez que lo viera, brevemente, en las laderas de Mynydd Baddon. Había envejecido y su porte era imponente. Tenía una tupida barba, una cicatriz le partía la nariz y en la coraza vi marcas de una docena de lanzas. Diríase que había madurado en los campos de batalla de Armórica, aunque la madurez no paliaba su hosco resentimiento.
—No he olvidado tus insultos de Mynydd Baddon —me dijo— y mucho he deseado la ocasión de devolvértelos. Pero más se alegrará mi hermano de verte. —Yo había sujetado el brazo a Loholt cuando Arturo le cortó la mano.
—¿Dónde está tu hermano?
—Con nuestro rey.
—¿Y quién es vuestro rey? —pregunté. Sabía la respuesta pero quería la confirmación.
—El mismo que el tuyo, Derfel —contestó Amhar—, mi querido primo Mordred. —¿A qué otro lugar habrían podido ir a parar Amhar y Loholt, tras la derrota de Mynydd Baddon? Como tantos otros britanos sin señor, habían buscado refugio en Mordred, el cual habría recibido con los brazos abiertos a todo espadachín desesperado que cayera bajo su bandera. ¡Cuánto habría disfrutado Mordred, atrayéndose a los hijos de Arturo!
—¿El rey vive? —pregunté.
—¡Medra! —respondió—. Su reina mandó dinero a Clovis, y Clovis prefirió tomarlo a luchar contra nosotros. —Sonrió y señaló a sus hombres—. Y aquí nos tienes, Derfel. Hemos venido a rematar la faena de esta mañana.
—Pagarás con tu espíritu lo que has hecho a estas gentes —dije, señalando con Hywelbane la sangre derramada en el patio de Dun Carie.
—Pagarás, Derfel —dijo, inclinándose hacia adelante en la silla—, con lo que mi hermano y nuestro primo decidan que pagues.
—He servido a tu primo lealmente —repliqué mirándolo con aire retador.
—Dudo que requiera tus servicios de ahora en adelante —replicó con una sonrisa.
—En tal caso, saldré del país.
—No lo creo —dijo sin darle importancia—, creo que a mi rey le gustaría verte una vez más, y me consta que mi hermano arde en deseos de cruzar unas palabras contigo.
—Prefiero marcharme.
—No —insistió Amhar—. Vendrás conmigo. Depón la espada.
—Ven a por ella, Amhar.
—Si es preciso —dijo, sin el menor asomo de preocupación, mas ¿por qué había de preocuparse? Nos superaban en número y al menos la mitad de mis hombres no tenían escudo ni lanza.
Me volví a mis lanceros.
—Si deseáis rendiros —les dije—, salid del círculo. Pero yo lucharé. —Dos de los que estaban desarmados avanzaron un paso tímidamente, pero Eachern los miró con tal ferocidad que se quedaron quietos. Les hice seña de que se alejaran—. Idos —dije con tristeza—, no deseo cruzar el puente de espadas con los que no me acompañen voluntariamente. —Los dos hombres se alejaron, pero, a una seña de Amhar, los jinetes los rodearon, blandieron la espada y volvieron a regar con sangre la cima de Dun Carie.
—¡Bastardo! —dije, y me lancé hacia Amhar, pero él tiró de las riendas y, simplemente, esquivó el envite; mientras él me esquivaba, sus hombres hincaron espuelas y embistieron sobre mis lanceros.
Fue otra masacre y nada pude hacer por evitarlo. Eachern mató a un jinete, pero mientras tenía la lanza clavada aún en las tripas del enemigo, otro lo abatió por detrás. Los demás murieron con la misma rapidez. Al menos en eso, los hombres de Amhar se mostraron misericordiosos. No dejaron que el espíritu de mis hombres se demorase sino que los despedazaron y acuchillaron con ímpetu feroz.
Apenas me di cuenta, pues, mientras perseguía a Amhar, uno de sus hombres se lanzó tras de mí y me golpeó salvajemente en la nuca. Caí con la cabeza envuelta en un torbellino negro rasgado de rayos de luz. Recuerdo que caí de rodillas y un segundo golpe me sacudió el casco, y creí que moría. Pero Amhar me quería vivo y, cuando recobré el sentido, me encontré tirado en un montón de abono de Dun Carie, maniatado, y Amhar se había ceñido el cinturón de Hywelbane. Habíanme despojado de la armadura y de una fina torques de oro que llevaba al cuello, pero Amhar y sus hombres no hallaron el broche de Ceinwyn, que seguía a buen recaudo, prendido en la parte interior de mi jubón. Estaban decapitando a mis hombres con las espadas.
—¡Bastardo! —escupí el insulto a Amhar, él se limitó a sonreír y reemprendió la macabra tarea. Cortó la cerviz a Eachern con Hywelbane, luego agarró la cabeza por los pelos y la arrojó al montón que iban formando en un manto.
—Una buena espada —me dijo, sopesando a Hywelbane.
—Pues úsala para mandarme al otro mundo.
—Mi hermano jamás me perdonaría tamaño alarde de piedad —dijo; limpió el filo de Hywelbane en el raído manto que llevaba y la envainó. Hizo una seña a tres de sus hombres para que se acercaran y se sacó un cuchillo pequeño del cinturón—. En Mynydd Baddon —dijo, encarándose a mí— me llamaste bellaco, bastardo y chucho roído por los gusanos. ¿Crees que olvido los insultos?
—La verdad siempre es memorable —contesté, aunque hube de esforzarme por imprimir osadía a mi voz, pues estaba aterrorizado.
—Tu muerte sí que será memorable, aunque de momento tendrás que conformarte con los servicios del barbero. —Hizo un gesto de asentimiento a sus hombres.
Forcejeé con ellos, pero maniatado como estaba y con la cabeza, dolorida todavía, poca resistencia pude oponer. Me sujetaron fuertemente entre dos, aplastándome contra el montón de mierda, mientras el tercero me inmovilizaba la cabeza agarrándome por el pelo y Amhar, con la rodilla derecha encima de mi pecho, me cortaba la barba. Lo hizo brutalmente, levantándome la piel a cada cuchillada y tirando los mechones a uno de sus hombres, que iba cardando el pelo para retorcerlo y hacer una cuerda corta. Hecha la cuerda, la convirtieron en dogal y me lo echaron al cuello. Era la forma más vil de insultar a un guerrero prisionero, humillarlo poniéndole una correa de esclavo trenzada con su propia barba. Se rieron de mí y Amhar me hizo incorporarme tirando por la cuerda.
—Con Issa hicimos otro tanto —dijo.
—Embustero —contesté débilmente.
—Y obligamos a su mujer a presenciarlo —continuó con una sonrisa—, y luego le obligamos a él a presenciar lo que hacíamos con ella. Ahora están muertos los dos.
Le escupí en la cara, pero él sólo se rió. Aunque le hubiera tildado de embustero, le creí. Pensé que Mordred había planeado su regreso a Britania con eficacia. Había hecho correr la voz de su muerte inminente mientras Argante mandaba el oro atesorado a Clovis, y Clovis, comprado de tal guisa, había dejado partir a Mordred sano y salvo. Mordred llegó a Dumnonia en barco y empezó a matar a sus enemigos. Issa estaba muerto, y no me cabía duda de que la mayoría de sus lanceros y de los que yo había dejado en Dumnonia habrían caído con él. Yo estaba prisionero; sólo quedaba Sagramor.
Ataron el dogal a la cola del caballo de Amhar y me llevaron en dirección sur. Los cuarenta hombres de Amhar formaron una escolta bufa y se reían cada vez que tropezaba. Arrastraron la enseña de Gwydre por el barro llevándola atada a la cola de otro caballo.
Fuimos a Caer Cadarn y, una vez allí, me arrojaron a una cabaña. No era la que había ocupado Ginebra tantos años atrás, durante su tiempo de prisión, sino otra mucho menor con una puerta baja por la que tuve que entrar arrastrándome, ayudado por las botas y las astas de las lanzas de los carceleros. Me adentré en la oscuridad de la cabaña y descubrí a otro prisionero, un hombre que habían traído de Durnovaria y que tenía el rostro enrojecido de llanto. Tardó un momento en reconocerme, sin la barba, y de pronto se quedó atónito.
—¡Derfel! —exclamó casi sin aire.
—Obispo —dije agotado, pues era Sansum, y nos hallábamos ambos prisioneros de Mordred.
—¡Es un error! —insistía Sansum—. ¡Yo no tendría que estar aquí!
—Díselo a ellos —contesté, señalando con la cabeza a los guardianes de fuera—, no a mí.
—No he hecho nada, salvo servir a Argante. ¡Y mira la recompensa que recibo!
—Cállate —le dije.
—¡Oh, dulce nombre de Jesús! —Se postró de hinojos, abrió los brazos a los lados y se quedó mirando las telarañas del techo—. ¡Enviadme un ángel! ¡Llevadme a vuestro seno!
—¿Quieres callarte? —le dije con mala cara, pero siguió rezando y llorando mientras yo miraba taciturnamente la cumbre húmeda de Caer Cadarn, donde se amontonaban las cabezas cortadas. Allí estaban las de mis hombres, junto con otras muchas recogidas en toda Dumnonia. En lo alto del montón habían colocado un sitial cubierto con un paño azul claro; era el trono de Mordred. Las mujeres y los niños, familia de los hombres de Mordred, contemplaban el macabro espectáculo; algunos hombres se acercaron a husmear por la puerta baja de la cabaña y se rieron de mi cara pelada.
—¿Dónde está Mordred? —pregunté a Sansum.
—¿Cómo queréis que lo sepa? —respondió, interrumpiendo la plegaria.
—Entonces, ¿qué sabes? —pregunté otra vez. Se acercó al banco arrastrando los pies. Me había hecho el pequeño favor de desatarme la cuerda de las muñecas, aunque de poco me sirvió, pues distinguí a seis lanceros de guardia a la puerta de la cabaña, y con toda certeza habría más que no alcanzaba a ver. Uno estaba sentado frente a la entrada abierta de la cabaña, con una lanza, y me rogaba que intentara salir y le diera pie para ensartarme vivo. No tenía la menor posibilidad de vencerlos.
—¿Qué es lo que sabes? —volví a preguntarle.
—El rey volvió hace dos noches —dijo— con centenares de hombres.
—¿Cuántos?
—¿Trescientos? —dijo, encogiéndose de hombros—. ¿Cuatrocientos? No pude contarlos porque había muchos. Mataron a Issa en Durnovaria.
Cerré los ojos y recé una plegaria por el desdichado Issa y su familia.
—¿Cuándo te arrestaron a ti?
—Ayer. —Estaba indignado—. ¡Y por nada! ¡Yo lo recibí en casa con alegría! No sabía que estuviera vivo pero me alegré de verlo. ¡Me alegré tanto! ¡Y por eso me arrestaron!
—¿Entonces por qué crees que te han arrestado? —le pregunté.
—Argante dice que yo mantenía correspondencia con Meurig, señor, ¡pero eso no puede ser cierto! Yo no entiendo de letras, vos lo sabéis.
—Pero tus escribanos sí, obispo.
Sansum adoptó una actitud ofendida.
—¿Y qué necesidad tengo yo de hablar con Meurig?
—Porque tramabas darle el trono a él, Sansum, y no lo niegues. Hablé con él hace dos semanas.
—Yo no le escribí —insistió, enfurruñado.
Le creí, pues Sansum siempre había tenido la astucia de no pasar sus planes al papel, pero no dudaba de que hubiera enviado mensajeros. Y uno de tales mensajeros, o tal vez un alabardero de la corte de Meurig, le habría traicionado ante Argante, quien sin duda codiciaba el oro de Sansum.
—Mereces el castigo que te impongan —le dije—. Has urdido traiciones contra todo rey que alguna vez se mostrara clemente contigo.
—Sólo he procurado por el bien de mi país, siempre, ¡y por Cristo!
—Eres un sapo infestado de gusanos —dije, y escupí al suelo—. Sólo buscas poder.
Hizo la señal de la cruz y me miró con desprecio.
—¡Todo es por culpa de Fergal! —dijo.
—¿Por qué lo culpas?
—¡Porque quería ser el tesorero!
—¿Quieres decir que aspira a ser rico, como tú?
—¿Como yo? —Sansum me miró con fingida sorpresa—. ¿Como yo? ¿Yo, rico? ¡En el nombre de Dios! Lo único que he hecho ha sido guardar una miseria por si algún día el reino tuviera necesidad de ello. He sido prudente, Derfel, prudente. —Siguió justificándose y, poco a poco, empecé a comprender que creía profundamente en lo que decía. Sansum podía traicionar a las personas, urdir planes para deshacerse de ellas, como lo intentara con Arturo y conmigo cuando nos hizo arrestar a Ligessac, y podía sangrar el tesoro hasta dejarlo seco; sin embargo, de alguna manera siempre lograba convencerse de que sus actos tenían justificación. Se regía por el único principio de la ambición y se me ocurrió, mientras el desgraciado día se convertía en noche, que cuando en el mundo no quedaran hombres como Arturo y reyes como Cuneglas, en todas partes mandarían criaturas como Sansum. Si Taliesin estaba en lo cierto, nuestros dioses se alejaban cada vez más y con ellos desaparecerían los druidas, y después los grandes reyes, y entonces una tribu de señores de los ratones nos gobernaría a todos.
El día siguiente amaneció soleado y con un viento irregular que nos traía a la cabaña el hedor de las cabezas apiladas. No nos permitieron salir y por tanto hubimos de aliviar nuestras necesidades en un rincón.
Tampoco nos dieron de comer, aunque sí nos echaron por la puerta una vejiga de agua maloliente. El cambio de guardia no aportó novedades, pues los centinelas de turno nos vigilaban con igual celo que los anteriores. Amhar se acercó un momento a la cabaña a regodearse. Desenvainó a Hywelbane, besó la hoja, la limpió con la capa y pasó el dedo por el filo recién afilado.
—Como para cortarte las manos ha quedado, Derfel —dijo—. A mi hermano le placería tener una mano tuya. ¡La haría montar en el yelmo! Y yo me quedaría con la otra; necesito un penacho nuevo. —No contesté y, al cabo de un rato se cansó de provocarme y se marchó segando cardos con Hywelbane.
—A lo mejor Sagramor mata a Mordred —me susurró Sansum.
—Por ello ruego.
—Estoy seguro que Mordred ha ido a buscarlo. Vino aquí, mandó a Amhar a Dun Carie y luego partió hacia levante.
—¿Cuántos hombres tiene Sagramor?
—Dos centenares.
—No son muchos —dije.
—¿Creéis que vendrá Arturo? —dijo Sansum.
—A estas horas ya habrá tenido noticia del regreso de Mordred, pero no puede cruzar Gwent porque Meurig no se lo permite, o sea que tendría que venir por mar con sus hombres, y no creo que lo haga.
—¿Por qué?
—Porque Mordred es rey por derecho, obispo, y Arturo, por más que lo odie, no le negará ese derecho. No faltaría al juramento que le hizo a Uther.
—¿No intentará rescataros?
—¿Cómo? —pregunté—. Tan pronto como esos soldados vieran a Arturo, nos cortarían la garganta a los dos.
—¡Dios nos asista! —exclamó Sansum—. Que Jesús, María y todos los santos nos protejan.
—Yo prefiero rezar a Mitra.
—¡Pagano! —musitó Sansum, pero no trató de impedirme que rezara.
El día fue avanzando. Hacía un tiempo primaveral delicioso en verdad, aunque para mí fue amargo como hiel. Sabía que mi cabeza se sumaría al montón de la cima de Caer Cadarn, mas no era tal la causa primera de mi pesadumbre, sino el saber que no había cumplido con mi pueblo. Había llevado a mis lanceros a una encerrona, los había enviado a la muerte. Merecía que me recibieran con reproches en el otro mundo, pero sabía que me acogerían con júbilo, cosa que me hacía sentir más culpable aún. No obstante, la perspectiva del otro mundo me consolaba. Allí me esperaban amigos y dos hijas y, cuando terminase la tortura y mi espíritu entrara en su cuerpo de sombra, sentiría la felicidad del reencuentro. Observé que Sansum, por el contrario, no hallaba consuelo en su religión. Pasó el día gimiendo, quejándose, llorando y rabiando, mas nada logró con tanto ruido. Tan sólo nos restaba aguardar una noche más y otro largo día de ayuno.
Mordred llegó a última hora de la tarde del segundo día. Venía cabalgando por el este, al frente de una larga columna de lanceros de a pie que saludaron a gritos a los de Amhar. Un grupo de jinetes acompañaba al rey, entre los cuales se encontraba el manco Loholt. Confieso que sentí miedo al verlo. Algunos hombres de Mordred llevaban fardos, cargados de cabezas humanas, sospeché y no erré, y en menor número de lo que me temía. Veinte o treinta cabezas fueron a sumarse al montón envuelto en moscas y ninguna parecióme de piel negra. Sospeché que Mordred había caído por sorpresa sobre una patrulla de Sagramor, con la consiguiente masacre, pero sin acertar en el objetivo principal. Sagramor seguía libre, y fue un alivio. Sagramor era un amigo incomparable y un enemigo de temer. Arturo habría sido un buen enemigo, pues siempre se inclinó hacia el perdón, mas Sagramor era implacable. El númida era capaz de perseguir a un enemigo hasta el último rincón del mundo.
Sin embargo, la libertad de Sagramor no sirvió de nada aquella noche. Mordred, cuando supo que yo había caído cautivo, gritó de puro gozo y luego quiso ver la mancillada enseña de Gwydre. Se rió del oso y el dragón y ordenó que tendieran el paño en el suelo y que sus hombres orinasen encima. Loholt incluso bailó de alegría al saber de mi cautiverio, pues allí mismo, en aquella misma cima, había perdido él la mano. La mutilación fue el castigo impuesto por osar rebelarse contra su padre y podría vengarse en el amigo de éste.
Mordred quería verme y mandó a Amhar a buscarme; me llevó por la correa hecha con mi barba. Lo acompañaba un hombretón enorme, desdentado y con ojos como platos, el cual se agachó para entrar en la cabaña y, agarrándome por los pelos, me obligó a ponerme a cuatro patas y me sacó a empellones. Amhar me ciñó la correa al cuello y, cuando traté de levantarme, me hizo permanecer a cuatro patas.
—¡Arrástrate! —me ordenó. El bruto desdentado me empujó la cabeza contra el suelo, Amhar tiró de la correa y tuve que subir a la cima a cuatro patas entre filas de hombres, mujeres y niños que se reían. Todos me escupían al pasar, recibí unas cuantas patadas y golpes de asta de lanza pero Amhar no permitió que me hirieran. Me quería entero para mayor placer de su hermano.
Loholt aguardaba junto al montón de cabezas. Tenía el muñón de la mano derecha envuelto en un casco de plata al final del cual, en el lugar que habría ocupado la mano, se había hecho fijar dos garras de oso. Sonrió al ver que me acercaba arrastrándome a sus pies, pero estaba tan transido de gozo que no fue capaz de hablar. Empezó a farfullar y a escupirme sin parar de darme patadas en el vientre y en las costillas. Me golpeaba con fuerza, pero le cegaba la furia y pateaba sin mirar, de modo que apenas me hizo algunos moratones. Mordred observaba desde el trono, encumbrado en lo alto del montón de cabezas, con todas sus moscas.
—¡Basta! —dijo al cabo de un rato, y Loholt se apartó con un puntapié de despedida—. Lord Derfel —me saludó Mordred con cortesía bufa.
—Lord rey —respondí. Me flanqueaban Loholt y Amhar y, en torno al montón de cabezas se había congregado una multitud ansiosa a contemplar mi humillación.
—En pie, lord Derfel —me ordenó Mordred.
Me levanté y lo miré directamente, mas no le vi la cara porque el sol se ponía por detrás de él y me deslumbraba. Argante estaba a un lado del montón de cabezas, y con ella estaba Fergal, su druida. Debían de haber cabalgado hacia el norte desde Durnovaria durante el día, pues no los había visto hasta el momento. Argante sonrió al ver mi rostro pelado.
—¿Qué le ha pasado a vuestra barba, lord Derfel? —preguntó Mordred con fingida preocupación.
No respondí.
—¡Habla! —me ordenó Loholt, y me cruzó la cara de un zarpazo arañándome con las garras de oso.
—Me la cortaron, lord rey —dije.
—¡Os la cortaron! —Se rió—. ¿Y sabéis por qué os la cortaron, lord Derfel?
—No, señor.
—Porque sois enemigo mío —dijo.
—No es cierto, lord rey.
—¡Eres enemigo mío! —gritó, enrabiándose de pronto y golpeando el brazo de la silla por ver si me achicaba ante tanta furia—. Cuando era niño —anunció a todos— me crió este desecho. ¡Me pegaba! ¡Me odiaba! —La multitud se mofó hasta que Mordred impuso silencio con un gesto de la mano—. Esto que veis —prosiguió, apuntándome con el dedo para aumentar la mala suerte de sus palabras— ayudó a Arturo a cortar la mano al príncipe Loholt. —La multitud, enardecida, prorrumpió en aullidos nuevamente—. Y ayer, lord Derfel fue hallado en mi reino con una enseña ajena. Hizo un ademán con la mano derecha y dos hombres se adelantaron corriendo con la enseña de Gwydre empapada de orina. —¿A quién pertenece esta enseña, lord Derfel?
—Pertenece a Gwydre ap Arturo, señor.
—¿Y qué hace la enseña de Gwydre en Dumnonia?
Por un instante pensé en contar una mentira, en decirle que había llevado la enseña de Gwydre como tributo a su persona, pero sabía que no me creería y, lo que era peor, me despreciaría a mí mismo por mentir. De modo que levanté la cabeza y dije: —Esperaba izarla cuando tuviéramos noticia de vuestra muerte, lord rey.
La verdad lo tomó por sorpresa. Se oyó un murmullo entre la multitud pero Mordred siguió tamborileando con los dedos sobre el brazo de la silla.
—Os habéis declarado traidor —dijo al cabo de un rato.
—No, lord rey —repliqué—. Aunque haya deseado vuestra muerte, nada he hecho por dárosla.
—¡No fuiste a Armórica a rescatarme! —gritó.
—Cierto —admití.
—¿Por qué? —preguntó amenazadoramente.
—Porque habría sido enviar hombres de provecho al rescate de escoria —dije, señalando a sus guerreros, y todos se rieron.
—¿Esperabas que Clovis acabara conmigo? —preguntó Mordred, una vez concluidas las carcajadas.
—Muchos lo esperaban, lord rey —dije y, nuevamente, le sorprendió la sinceridad de la respuesta.
—Dadme una buena razón, lord Derfel, para que no os mate ahora —me instó Mordred.
Permanecí en silencio un breve rato y, al final, me encogí de hombros.
—No se me ocurre ninguna, lord rey.
Mordred desenvainó la espada y la dejó sobre las rodillas, luego puso las manos sobre la hoja.
—Derfel —me anunció—, te condeno a muerte.
—¡El privilegio es mío, lord rey! —manifestó Loholt con ansiedad—. ¡Mío! —La multitud prorrumpió en gritos de apoyo. Contemplar mi lenta muerte les abriría el apetito para el banquete que se estaba preparando en la cima.
—Príncipe Loholt, te corresponde el privilegio de cortarle la mano —decretó Mordred. Se levantó y bajó cojeando con tiento, espada en mano, por el montón de cabezas—. Pero su vida —añadió cuando se hubo acercado a mí— es privilegio mío. —Alzó la hoja de la espada entre mis piernas y me dedicó una sonrisa retorcida—. Antes de que mueras, Derfel, te cortaremos algo más que las manos.
—¡Pero no esta noche! —exclamó una voz imponente desde atrás—. ¡Lord rey! ¡No esta noche! —Un murmullo se levantó entre la multitud. Mordred alzó la mirada, más perplejo que ofendido por la interrupción, y se quedó mudo—. ¡No esta noche! —repitió el hombre, y entonces distinguí a Taliesin acercándose tranquilamente entre la excitada turba que le abría paso. Llevaba el arpa y la pequeña bolsa de cuero, y además, una vara negra, de modo que en todo parecía un druida—. Yo te daré una razón poderosa por la que no debes matar a Derfel esta noche, lord rey —dijo Taliesin al llegar a un espacio abierto junto al montón de cabezas.
—¿Quién eres? —preguntó Mordred.
Taliesin hizo caso omiso de la pregunta y se dirigió hacia Fergal; los dos se abrazaron y se besaron, y sólo cuando hubo cumplido con el saludo de rigor, Taliesin se volvió a Mordred.
—Soy Taliesin, lord rey.
—Y perteneces a Arturo —dijo Mordred enseñando los dientes.
—Yo no pertenezco a ningún hombre, lord rey —respondió Taliesin con calma— mas, como has preferido insultarme, mis labios no pronunciarán palabra alguna. Para mí todo es lo mismo. —Dio la espada a Mordred y empezó a alejarse.
—¡Taliesin! —lo llamó Mordred. El bardo se volvió a mirar al rey sin decir nada—. No quería insultaros —dijo Mordred, pues no deseaba enemistarse con un hechicero.
Tras un momento de vacilación, Taliesin aceptó las disculpas del rey con un gesto de asentimiento.
—Lord rey —dijo—, te doy las gracias —dijo en tono grave y, como correspondía a los druidas cuando se dirigían a los reyes, sin deferencia ni temor. Taliesin era un bardo famoso, no un druida, pero no hizo nada para corregir el error. Tenía la tonsura de los druidas, llevaba vara negra, hablaba con sonora autoridad y había saludado a Fergal como un igual. Evidentemente, Taliesin quería hacerles creer el engaño, pues no se podía matar ni maltratar a los druidas, aunque fueran enemigos. Incluso en el campo de batalla su vida se respetaba y Taliesin, fingiéndose druida, se procuraba seguridad. Los bardos no disfrutaban de igual inmunidad.
—Decidme, pues, por qué este ser —dijo Mordred señalándome con la espada— no debe morir esta noche.
—Hace algunos años, lord rey —dijo Taliesin—, lord Derfel, aquí presente, me pagó oro para que lanzara un maleficio a vuestra esposa. Tal maleficio es la causa de su esterilidad. Llené el vientre de un ciervo hembra con las cenizas de un niño muerto y así realicé el maleficio.
Mordred miró a Fergal, el cual asintió.
—Ciertamente, esa es una forma de hacerlo, lord rey —le confirmó el druida irlandés.
—¡No es verdad! —grité y, en premio, recibí otro manotazo de las garras de oso de Loholt.
—Puedo deshacer el maleficio —prosiguió Taliesin con serenidad—, pero sólo mientras lord Derfel siga con vida, pues él me encargó el maleficio, y no puedo hacerlo ahora, cuando el sol se pone, pues no surtiría efecto. Lord rey, debo hacerlo al amanecer porque el maleficio sólo puede deshacerse mientras sale el sol; de otro modo, la reina no tendrá hijos jamás.
Mordred miró a Fergal nuevamente y los huesecillos trenzados en sus barbas tintinearon al asentir él con la cabeza.
—Dice la verdad, lord rey.
—¡Miente! —protesté.
Mordred envainó la espada nuevamente.
—¿Por qué me hacéis tal ofrecimiento, Taliesin? —le preguntó.
Taliesin se encogió de hombros.
—Arturo es viejo, lord rey. Su poder mengua. Los druidas y los bardos debemos buscar la protección del poder ascendente.
—Fergal es mi druida —dijo Mordred. Yo pensaba que Mordred era cristiano, mas no me extrañó oír que había vuelto al paganismo. Mordred nunca fue un buen cristiano, aunque sospecho que tal cosa fuera el menor de sus pecados.
—Será para mí un honor aprender de mi hermano —dijo Taliesin con una inclinación de cabeza dirigida a Fergal—, y juraré seguir sus enseñanzas. Nada busco, lord rey, sino la posibilidad de utilizar mis pequeños poderes para mayor gloria tuya.
Era como la seda, hablaba con lengua de miel. Yo no le había pagado oro a cambio de ningún hechizo pero todos le creyeron, y más que nadie Mordred y Argante. Y así fue como Taliesin, el de la frente clara, me procuró una noche más de vida. Loholt sufrió una decepción pero Mordred prometió entregarle mi espíritu, además de mi mano, al alba, lo cual sirvióle de consuelo en cierta medida.
Hube de regresar a la cabaña arrastrándome por el suelo una vez más. En el camino recibí un golpe y una patada, pero sobreviví.
Amhar me quitó el dogal del cuello y, de un puntapié, me metió en la cabaña.
—Hasta el amanecer, Derfel —dijo.
Con el sol en los ojos y una espada en la garganta.
Aquella noche, Taliesin cantó ante los hombres de Mordred. Se reunieron en la iglesia inacabada que Sansum había empezado a construir en Caer Cadarn, convertida en salón de festejos sin techo y con las paredes derrumbadas y, allí, Taliesin los hechizó con su música. Cantó maravillosamente, como nunca le había oído ni volvería a oírle jamás. Al principio, como cualquier bardo que sirviera de distracción a los soldados, tuvo que luchar contra el incesante parloteo, pero poco a poco su don fue imponiendo silencio. Se acompañaba del arpa e interpretaba lamentos de suma belleza que Mordred y los lanceros escuchaban en silencio, imbuidos de admiración. Hasta los perros dejaron de aullar y se tumbaron silenciosamente mientras Taliesin el bardo cantaba en la noche. Si se detenía mucho entre canción y canción, los lanceros le pedían más y él volvía a cantar dejando morir la voz en los finales y resurgiendo nuevamente con versos nuevos, siempre calmante; la gente de Mordred bebía y escuchaba y la bebida y la música arrancaron lágrimas a todos, pero Taliesin seguía cantando. Sansum y yo también escuchábamos, y la etérea melancolía de las canciones nos hizo llorar como a los demás, pero a medida que transcurría la noche, Taliesin empezó a cantar canciones de cuna dulces y delicadas para adormecer a los borrachos y, mientras cantaba, el aire se fue enfriando y empezó a levantarse niebla en Caer Cadarn.
La niebla se espesó y Taliesin siguió cantando. Aunque el mundo sobreviviese al reinado de un millar de monarcas, dudo que los hombres vuelvan a oír jamás canciones tan asombrosamente cantadas. Y la niebla continuó envolviendo la cima hasta que la humedad redujo las hogueras y las canciones llenaron la oscuridad como salmodias espectrales que subieran desde la tierra de los muertos.
Entonces, con la oscuridad, las canciones cesaron y no oí más que las dulces cuerdas del arpa; me pareció que los acordes se acercaban cada vez más a nuestra cabaña y a los guardianes que permanecían sentados en la húmeda hierba escuchando a Taliesin.
El sonido del arpa se acercó más aún y por fin vi al bardo entre la bruma.
—Os traigo hidromiel —dijo a los centinelas—, tomadlo entre todos. —Y sacó de su bolsa un frasco tapado, el cual entregó a uno de los centinelas y, mientras el frasco pasaba de mano en mano, el bardo siguió cantando. Cantó la canción más suave de toda aquella mágica noche de música, una nana para acunar a los preocupados hombres hasta dormirlos. Y se durmieron, efectivamente. Uno a uno, los centinelas se inclinaron a un lado y Taliesin siguió cantando, envolviendo en su hechizo la fortaleza entera; sólo cuando uno de los guardianes empezó a roncar se detuvo y retiró la mano del arpa.
—Creo, lord Derfel, que ahora podéis salir —dijo con serenidad.
—¡Yo también! —exclamó Sansum, y me empujó a un lado para salir primero.
Taliesin sonrió al verme aparecer.
—Merlín me ha ordenado que os salve, señor —dijo—, aunque dice que no le debéis gratitud por ello.
—Pues claro que sí —respondí.
—¡Vamos! —gritó Sansum—, no hay tiempo para chácharas. ¡Vamos! ¡Rápido!
—¡Espera, miserable! —le dije, y me agaché a coger la lanza de uno de los guardianes, que dormían—. ¿Qué hechizo has empleado? —pregunté a Taliesin.
—No hacen falta hechizos para dormir a la gente ebria —dijo—, pero a estos centinelas les he dado una infusión de raíz de mandrágora.
—Espérame aquí —dije.
—¡Derfel! ¡Tenemos que marcharnos! —susurró Sansum, alarmado.
—Tienes que esperar, obispo —dije—, y desaparecí entre la niebla; me dirigí al resplandor borroso de las hogueras más grandes, las que ardían en la iglesia a medio construir, una mera estructura de inacabadas paredes de troncos con grandes huecos entre las vigas. Dentro, todo el mundo dormía, aunque algunos empezaban a despertarse y miraban con ojos adormilados como si volvieran en sí tras un encantamiento. Los perros hurgaban entre la gente dormida buscando comida y con el trajín iban despertando a otros. Algunos de los que iban despertándose me vieron pero nadie me reconoció. Para ellos, no era sino otro lancero más que caminaba en la noche.
Descubrí a Amhar cerca de una hoguera. Dormía con la boca abierta, y así murió. Le clavé la lanza en el gaznate y me detuve el tiempo suficiente para que abriera los ojos y su espíritu me reconociera, y entonces, cuando vi que sabía quién era, empujé la lanza hasta atravesarle el cuello y la cerviz, de modo que quedó clavado al suelo. Se agitaba mientras lo mataba, y lo último que vio su espíritu en este mundo fue mi sonrisa. Luego me agaché, cogí el dogal hecho con mi barba, que Amhar llevaba al cinturón, desaté a Hywelbane y salí de la iglesia. Quería buscar a Mordred y a Loholt, pero los durmientes empezaban a espabilar y uno me llamó la atención y me preguntó quién era yo, de modo que opté por desaparecer entre la bruma y subí rápidamente la cuesta hacia donde me esperaban Sansum y Taliesin.
—¡Tenemos que marchar! —balbució Sansum.
—En las murallas tengo unas bridas, señor —me dijo Taliesin.
—Piensas en todo —le dije con admiración. Me detuve a arrojar los restos de mi barba a la pequeña hoguera que calentaba a mis carceleros y, cuando vi que el último mechón se prendía y se reducía a cenizas, seguí a Taliesin hacia la parte norte de la muralla. Encontró las bridas en la oscuridad, subimos a la plataforma de combate y allí, ocultos a los centinelas gracias a la niebla, nos encaramamos al muro y saltamos a la ladera. La niebla terminaba a media falda y nos dirigimos rápidamente al prado donde dormía la mayor parte de los caballos de Mordred. Taliesin despertó a dos bestias acariciándoles suavemente el hocico y cantándoles al oído, y los animales se dejaron poner las bridas mansamente.
—¿Sabéis montar sin silla, señor? —me preguntó Taliesin.
—Y hasta sin caballo, esta noche, si me apuras.
—¿Y yo, qué? —dijo Sansum, una vez hube montado.
Lo miré por encima del hombro. Tentado estuve de dejarlo en el prado, pues toda su vida había sido un traidor y no deseaba alargar su existencia, pero podía sernos útil esa noche, de modo que le tendí una mano y lo ayudé a montar detrás de mí.
—Más me valdría dejarte aquí, obispo —le dije mientras se acomodaba. En vez de contestarme, me agarró fuertemente por la cintura. Taliesin llevó al segundo caballo hasta la puerta del prado y la abrió—. ¿Te dijo Merlín lo que teníamos que hacer ahora? —pregunté al bardo al tiempo que hacía salir al caballo por la puerta.
—No, señor, pero lo sabio sería dirigirnos a la costa y buscar una embarcación. Y darnos prisa, señor. El sueño no durará mucho en ese cerro, y tan pronto como descubran que no estáis enviarán hombres a buscarnos. —Taliesin se apoyó en la puerta a modo de estribo para subirse al caballo.
—¿Qué hacemos? —me preguntó Sansum, presa de pánico, apretándome con ferocidad.
—¡Matarte! —dije—. Así, Taliesin y yo huiríamos más deprisa.
—¡No, señor! ¡Os lo ruego!
Taliesin levantó la mirada hacia las estrellas.
—¿Vamos hacia poniente? —propuso.
—Ya sé adónde vamos a ir —dije, hincando los talones al caballo en dirección al sendero de Lindinis.
—¿Adónde? —preguntó Sansum.
—A ver a vuestra esposa, obispo —dije—, a ver a vuestra esposa. —Tal fue el motivo que me impulsó a salvar la vida a Sansum aquella noche, pues Morgana era en ese instante nuestra mayor esperanza. No la hallaría dispuesta a ayudarme a mí, y sin duda escupiría a Taliesin a la cara si le pedía auxilio, pero por Sansum haría cuanto fuera necesario.
De modo que cabalgamos en dirección a Ynys Wydryn.
Despertamos a Morgana del sueño y se acercó a la puerta de la fortaleza de muy mal humor, es decir, de peor humor que de costumbre. No me reconoció sin la barba y no vio a su esposo, el cual, dolorido por la cabalgada, venía detrás más despacio; a Taliesin, por el contrario, lo vio enseguida y, tomándolo por un osado druida profanador del recinto sagrado del templo, lo insultó.
—¡Pecador! —chilló; el hecho de acabar de despertarse no restó bríos al vituperio—. ¡Corruptor! ¡Idólatra! ¡En el nombre de Dios santo y de su santísima madre, te ordeno que te vayas!
—¡Morgana! —le dije, pero en ese momento distinguió la silueta desmañada y renqueante de Sansum, soltó un maullido de alegría y se precipitó a su encuentro. La luna en cuarto creciente arrancó un destello a la máscara dorada con la que se cubría el desfigurado rostro.
—¡Sansum! —clamó—. ¡Mi dulce esposo!
—¡Preciosa mía! —replicó Sansum, y ambos se fundieron en un abrazo a la luz de la noche.
—Querido mío —farfullaba Morgana acariciándole el rostro—, ¿qué te han hecho?
Taliesin sonrió, e incluso yo, que odiaba a Sansum y no sentía amor por Morgana, no pude contener una sonrisa al verlos tan contentos. De todos los matrimonios que he conocido en mi vida, aquel era el más extraordinario. Sansum, el hombre más deshonesto que haya existido jamás, y Morgana, la más sincera entre todas las mujeres de la creación, se adoraban mutua y abiertamente, o al menos, Morgana adoraba a Sansum. Morgana había nacido hermosa, pero un trágico incendio que puso fin a la vida de su primer esposo le deformó a ella el cuerpo y el rostro de forma abominable. Ningún hombre la habría amado por su belleza, ni por su carácter, tan amargado, deformado y destrozado por el fuego como su cuerpo, pero sí por su rango, pues era hermana de Arturo; yo siempre tuve para mí que tal era el motivo que había conducido a Sansum a sus brazos. Mas, aunque no la amara por sí misma, fingía amor de tal guisa que a ella le convencía y le proporcionaba felicidad, y sólo por eso estaba dispuesto a perdonar el simulacro al señor de los ratones. Además, el obispo le profesaba admiración, pues Morgana era una mujer inteligente y Sansum admiraba tal cualidad, de modo que ambos se beneficiaban del matrimonio; Morgana recibía ternura, Sansum obtenía protección y consejo y, como ninguno de los dos buscaba los placeres de la carne, el matrimonio resultó mejor avenido que muchos otros.
—Dentro de una hora —interrumpí brutalmente el feliz reencuentro— los hombres de Mordred estarán aquí. Tenemos que encontrarnos muy lejos cuando lleguen. Y vuestras mujeres, señora —le dije a Morgana—, que se refugien en los marjales. Mordred no respetará su condición de damas sagradas y las violarán a todas.
Morgana me fulminó con su único ojo, que brillaba por el agujero de la máscara.
—Estás mejor sin barba, Derfel —dijo.
—Pues peor estaría sin cabeza, señora; Mordred está levantando una montaña de cabezas en Caer Cadarn.
—No sé por qué Sansum y yo habríamos de salvaros esa vida pecaminosa que lleváis —gruñó—, pero Dios nos manda ser piadosos. —Se deshizo del abrazo de Sansum y despertó a sus mujeres profiriendo gritos horrísonos. Nos mandó a Taliesin y a mí al interior de la iglesia con un cesto, con orden de recoger todo el oro allí depositado, y envió a unas cuantas mujeres a la aldea a despertar a los barqueros. Era maravillosamente eficiente. El pánico dominaba el santuario, pero Morgana lo tenía todo bajo control, y en pocos minutos las primeras mujeres empezaron a embarcar en los botes de fondo plano de los pantanos y partieron hacia el lago envuelto en bruma.
Nosotros fuimos los últimos en embarcar y juro que oí cascos de caballos hacia el este en el momento en que nuestro barquero hundía la pértiga en las oscuras aguas. Taliesin, sentado en la proa, comenzó a cantar el lamento de Idfael, pero Morgana le ordenó con brusquedad que dejara de cantar música pagana. Taliesin levantó los dedos de la pequeña arpa.
—La música no reconoce lealtades, señora —bromeó el bardo con suavidad.
—La música que tú cantas la inspira el diablo —le dijo.
—No toda —replicó Taliesin, y reanudó su canto con una canción que no había escuchado nunca—. «A la orilla de los ríos de Babilonia —cantó—, donde estamos sentados, derramamos amargas lágrimas al recordar nuestro hogar», y vi que Morgana se introducía un dedo por debajo de la máscara como para enjugarse unas lágrimas. El bardo siguió cantando mientras el alto Tor quedaba atrás, la bruma de los pantanos nos envolvía y el barquero nos llevaba por entre los juncos susurrantes surcando el agua negra. Cuando Taliesin terminó la canción, sólo quedó el murmullo de las olas del lago bajo la barca y el chapoteo de la pértiga que nos impulsaba.
—Tendrías que cantar en el nombre de Cristo —dijo Sansum en tono reprobatorio.
—Yo canto en el nombre de todos los dioses —dijo Taliesin—, y en los días venideros los necesitaremos a todos.
—¡Sólo hay un Dios! —replicó Morgana con fiereza.
—Si vos lo decís, señora —respondió Taliesin con calma—, pero me temo que esta noche no os ha servido de gran cosa —y señaló hacia Ynys Wydryn. Todos nos volvimos a mirar y contemplamos un resplandor lívido que se extendía en la niebla. Yo había visto un resplandor semejante en otra ocasión, entre una niebla semejante y en el mismo lago. Era el resplandor de edificios incendiados con antorchas, el resplandor de tejados de paja ardiendo. Mordred había seguido nuestros pasos y el santuario del Santo Espino, donde su madre yacía enterrada, era reducido a cenizas; pero nosotros estábamos a salvo en los pantanos, donde nadie se atrevía a entrar sin guía.
El mal había atrapado a Dumnonia entre sus garras una vez más.
Mas nosotros conservábamos la vida y, al amanecer, encontramos a un pescador que nos llevaría a Siluria a cambio de oro. Y volví a casa, al encuentro de Arturo.
Al encuentro de un nuevo horror.