12
Ceinwyn estaba enferma.
La enfermedad le sobrevino repentinamente, me dijo Ginebra, pocas horas después de zarpar yo de Isca. Primero tiritaba, después sudaba y, al final del día, le faltaban fuerzas para tenerse en pie, de modo que se la llevó a la cama; Morwenna la cuidó y una mujer sabia le administró una poción de tusílago y ruda y le colocó un talismán curativo entre los senos, pero a la mañana siguiente le brotaron forúnculos por todo el cuerpo. Dolíanle todas las articulaciones, no podía tragar y respiraba entrecortadamente. Entonces empezó a delirar agitándose en el lecho y llamando a Dian a roncos gritos.
Morwenna trató de prepararme para la muerte de Ceinwyn.
—Padre, madre cree que es víctima de una maldición —me dijo—, porque el día que te fuiste llegó una mujer pidiendo de comer. Le dimos granos de cebada y, cuando se marchó, encontramos sangre en las jambas de la puerta.
—Las maldiciones pueden ser contrarrestadas —dije tocando el pomo de Hywelbane.
—Fuimos a buscar al druida de Cefucrib —continuó Morwenna—, limpió la sangre de la puerta y nos dio una piedra de fada. —Hizo una pausa y miró con ojos llorosos la piedra perforada que pendía sobre la cama de Ceinwyn—. ¡Pero el hechizo no se va! —se lamentó—. ¡Va a morir!
—Todavía no —dije—, todavía no. —No podía creer que la muerte de Ceinwyn fuera inminente, pues siempre había gozado de buena salud. Aún no tenía una sola cana, conservaba casi todos los dientes y, cuando me marché de Isca, seguía ágil como una niña. Mas de repente parecía vieja y consumida. Y sufría. No podía hablarnos de su dolor pero su rostro lo reflejaba y las lágrimas que le regaban las mejillas lo proclamaban a voces.
Taliesin pasó largo rato observándola y convino en que se trataba de un hechizo, pero Morgana lo negó briosamente.
—¡Superchería pagana! —dijo con voz de rana, y se fue a buscar otras hierbas, las cuales hirvió en hidromiel y dio a beber a Ceinwyn a cucharadas. Morgana la trataba con ternura, aunque, mientras le administraba la medicina, la reñía por ser todavía una pecadora pagana.
Yo no sabía qué hacer, más que sentarme junto al lecho de Ceinwyn, tomarle la mano y llorar. Tornáronse lacios sus cabellos y, a los dos días de mi llegada, empezó a caérsele a puñados. Los forúnculos reventaron y empaparon la cama de sangre y pus. Morwenna y Morgana hicieron camas nuevas con paja fresca, pero Ceinwyn manchaba el lecho a diario y era necesario hervir las sábanas en una tina grande. El dolor persistía, y con intensidad tan insufrible que, al cabo de poco tiempo, empecé a desear que la muerte pusiera fin a su tormento, pero Ceinwyn no moría. Sólo sufría y, a veces, el dolor le arrancaba lágrimas y me apretaba la mano con una fuerza tremenda, y yo sólo podía restañarle el sudor de la frente, pronunciar su nombre y sentir el temor a la soledad que me iba ganando.
Amaba tanto a mi Ceinwyn… Y hasta hoy, después de tantos años, sonrío al evocarla; a veces me despierto con lágrimas en el rostro y sé que son por ella. Nuestro amor comenzó en un arrebato de pasión, y dicen los sabios que tal pasión debe concluir, pero la nuestra, lejos de enfriarse, se tornó en amor profundo e intenso. Yo la amaba y la admiraba, los días parecían más luminosos con ella y, de pronto, me veía condenado a presenciar los tormentos infernales que la poseían, las convulsiones que el dolor le provocaba y la proliferación de forúnculos rojos que se hinchaban hasta reventar de la porquería que acumulaban. Y sin embargo, no moría.
Algunos días, Galahad o Arturo me relevaban. Todos querían ayudar. Ginebra mandó a buscar a las mujeres más sabias de las montañas de Siluria y les llenó las manos de oro para que fueran a buscar nuevas hierbas o viales de agua de algún remoto manantial sagrado. Culhwch, ya calvo pero aún mal hablado y pendenciero, lloraba por Ceinwyn y me dio una saeta de elfo que había encontrado en las montañas de poniente, aunque, cuando Morgana encontró el amuleto mágico en la cama de Ceinwyn, lo tiró, de la misma forma que tiró la piedra de fada del druida y el amuleto que descubrió entre los senos de Ceinwyn. El obispo Emrys rezaba por ella, y hasta Sansum, antes de partir hacia Gwent, rezó con él, aunque dudo que su plegaria fuera tan sentida como las que Emrys elevaba a su dios. Morwenna se entregó a su madre y nadie luchó más que ella por encontrar remedio. La cuidaba, la aseaba, rezaba por ella, lloraba por ella. Ginebra, naturalmente, no podía soportar la vista de la enfermedad ni el olor de la estancia de la enferma, pero paseaba conmigo a menudo mientras Galahad o Arturo tomaban la mano a Ceinwyn. Recuerdo un día que fuimos caminando hasta el anfiteatro y, paseando por el foso de arena, Ginebra trató, torpemente, de consolarme.
—Eres afortunado, Derfel —me dijo—, pues has conocido una cosa poco común. Un gran amor.
—Como el que conocisteis vos, señora —dije.
Hizo un gesto y, en ese momento, deseé no haber concitado, aun sin mentarlo, el pensamiento de que su gran amor se había echado a perder, aunque en realidad, tanto ella como Arturo habían sobrevivido al infortunio. Supongo que aún conservaban el recuerdo como una sombra profundamente enterrada y a veces, en aquellos años, cuando algún insensato pronunciaba el nombre de Lancelot, un silencio repentino enturbiaba el aire. En una ocasión, un bardo que llegó de paso cantó inocentemente el lamento de Blodeuwedd, una canción que habla de la infidelidad de una mujer y, al concluir la canción, se hizo un silencio plomizo en la ahumada sala de banquetes. Aun con todo, la mayor parte del tiempo que vivieron allí Arturo y Ginebra fueron felices de verdad.
—Sí, yo también soy afortunada —dijo Ginebra secamente, no porque yo le hubiera disgustado sino porque siempre le incomodaban las conversaciones íntimas. Sólo en Mynydd Baddon llegó a superar su natural reserva, al punto de que poco faltó para que se trabara una verdadera amistad entre nosotros; sin embargo, desde entonces nos alejamos de nuevo, sin llegar a la hostilidad de otros tiempos y manteniendo una relación afectuosa pero con recelo—. Te favorece la cara afeitada —dijo entonces, cambiando de tema—, pareces más joven.
—He jurado que no me la dejaré crecer de nuevo hasta que muera Mordred —dije.
—Pues que sea pronto. No soportaría morir antes de que esa lombriz reciba su merecido —dijo despiadadamente y con verdadero temor de que el tiempo acabara con ella antes de la muerte de Mordred. Todos habíamos cumplido ya los cuarenta, y pocos superaban esa edad en aquel tiempo. Naturalmente, Merlín había vivido dos veces cuarenta años, y más, y todos conocíamos a algunas personas de cincuenta, sesenta e incluso setenta, pero ya nos creíamos viejos. Ginebra tenía el pelo veteado de mechones blancos, pero conservaba la belleza y su enérgico rostro miraba al mundo con la misma fuerza y arrogancia de siempre. Se detuvo al ver a Gwydre, que había llegado a la arena a caballo. La saludó con la mano e hizo volver al caballo sobre sus pasos. Estaba adiestrando al animal para la guerra, le enseñaba a alzarse y a golpear con los cascos, a mantener las patas en movimiento aunque no se desplazara, para que ningún enemigo pudiera cortarle los tendones de las corvas. Ginebra se quedó un rato observándolo.
—¿Crees que llegará a ser rey? —me preguntó con melancolía.
—Sí, señora. Mordred cometerá un error tarde o temprano y entonces nos abalanzaremos.
—Eso espero —dijo, y me tomó del brazo. No me pareció que deseara procurarme consuelo a mí, sino a sí misma—. ¿Arturo ha hablado contigo de Amhar? —me preguntó.
—Brevemente, señora.
—No te culpa. Lo sabes, ¿verdad?
—Me gustaría creerlo —dije.
—Puedes creértelo —replicó bruscamente—. Sufre por haber fracasado como padre, no por la muerte de ese bastardo.
Sospechaba que la pesadumbre de Arturo se debía más a Dumnonia que a la muerte de Amhar, pues la noticias de las masacres le produjeron profunda amargura. Quería vengarse, como yo, pero Mordred poseía un ejército y Arturo contaba con menos de dos centenares de hombres que habrían de cruzar el Severn en naves llegado el caso de enfrentarse a Mordred. Sinceramente, Arturo no sabía cómo hacerlo. Incluso se preocupaba por la legitimidad de la venganza.
—Los hombres a los que ha matado —me dijo— le habían jurado lealtad. Tenía derecho a matarlos.
—Y nosotros tenemos derecho a vengarlos —insistí, pero no creo que Arturo estuviera completamente de acuerdo conmigo. Siempre elevaba la ley por encima de las pasiones personales y, según nuestra ley de lealtad que hace del rey la fuente de toda ley y por tanto de todos los juramentos de lealtad, Mordred podía proceder a su capricho en su propia tierra. Arturo, siendo como era, se preocupaba por el incumplimiento de la ley, aunque lamentaba la muerte de los hombres y mujeres y la esclavitud de los niños, y sabía que aún caerían más, muertos o esclavizados, mientras Mordred viviera. Al parecer, sería necesario forzar la ley, pero Arturo no sabía cómo hacerlo. Si hubiéramos tenido ocasión de marchar con nuestros hombres cruzando Gwent y llevarlos en dirección este hasta alcanzar las tierras fronterizas con Lloegyr, uniendo así nuestras fuerzas a las de Sagramor, habríamos tenido fuerza suficiente para vencer al sanguinario ejército de Mordred, o al menos enfrentarnos a él en igualdad de condiciones, pero el rey Meurig se negaba obstinadamente a franquearnos el paso por sus tierras. Si cruzábamos en naves por el Severn, tendríamos que prescindir de los caballos y nos encontraríamos muy lejos aún de Sagramor, separados por el ejército de Mordred. El rey podría vencernos a nosotros primero y atacar al numidio después.
Al menos, Sagramor aún seguía con vida, aunque no era grande el consuelo. Mordred había matado a algunos de sus hombres pero no logró encontrarlo a él y se retiró con sus tropas del país fronterizo antes de que Sagramor tomara represalias brutalmente. Nos habían dicho que Sagramor se había refugiado con ciento veinte hombres en una plaza fuerte al sur del país. Mordred no se atrevía a asaltarla y Sagramor carecía de fuerza para hacer una escapada y derrotar al ejército de Mordred, de modo que se vigilaban el uno al otro sin enfrentarse, mientras los sajones de Cerdic, animados por la impotencia de Sagramor, volvían a expandirse hacia el oeste en nuestro territorio. Mordred envió algunas bandas a luchar contra esos sajones, ajeno a los mensajeros que se atrevían a cruzar su tierra poniendo a Arturo en contacto con Sagramor. Los mensajes reflejaban la frustración de Sagramor… ¿cómo sacar de allí a sus hombres y llevarlos a Siluria? Mediaba una gran distancia y el enemigo, mucho más numeroso, se encontraba en el camino. Realmente parecía que no podríamos vengar las masacres de ninguna manera, pero entonces, tres semanas después de mi regreso a Dumnonia, tuvimos nuevas de la corte de Meurig.
El rumor nos llegó a través de Sansum. El obispo había ido a Isca conmigo, pero la compañía de Arturo le irritaba, de modo que dejó a Morgana al cuidado del hermano de ésta y se marchó a Gwent; después, tal vez para alardear de sus buenas relaciones con el rey, nos envió una misiva anunciándonos que Mordred quería obtener permiso de Meurig para cruzar Gwent con sus hombres y atacar Siluria. Meurig, decía Sansum, todavía no le había dado respuesta.
—¿El señor de los ratones estará urdiendo algo otra vez? —me preguntó Arturo, tras ponerme al corriente de la misiva de Sansum.
—Os apoya a vos y a Meurig, señor —dije agriamente— para ganar el favor de ambos.
—Pero ¿es cierto? —se preguntó Arturo. Esperaba que sí, pues si Mordred lo atacaba, ninguna ley podría condenarlo por defenderse, y si Mordred conducía a su ejército hacia el norte y entraba en Gwent, nosotros podríamos navegar hacia el sur por el mar Severn y unirnos a Sagramor en algún punto del sur de Dumnonia. Tanto Galahad como el obispo Emrys dudaban de que el mensaje de Sansum fuera cierto, pero yo no estaba de acuerdo con ellos. Mordred odiaba a Arturo más que a nadie y me parecía que no podría resistir la tentación de vencerlo en la batalla.
De modo que pasamos unos días haciendo planes. Nuestros hombres se ejercitaban con la lanza y la espada y Arturo envió mensajes a Sagramor explicándole a grandes rasgos la campaña que esperaba llevar a cabo, pero, o bien Meurig negó el permiso a Mordred o bien Mordred decidió no atacar Siluria, pues nada sucedió. El ejército de Mordred permanecía entre Sagramor y nosotros y no nos llegaron más rumores de Sansum, de modo que tuvimos que quedarnos esperando.
Esperando y presenciando la agonía de Ceinwyn, viendo que se demacraba de día en día, oyendo sus delirios, sintiendo el terror con que nos agarraba y oliendo la muerte que no llegaba.
Morgana probó hierbas nuevas. Colocó una cruz sobre el cuerpo desnudo de Ceinwyn pero el mero roce la hizo aullar. Una noche, cuando Morgana dormía, Taliesin hizo un contrahechizo para anular el que creía que aquejaba a Ceinwyn, pero, a pesar de sacrificar una liebre y untar con la sangre la cara a Ceinwyn, y a pesar de tocar la piel erizada de forúnculos con la punta de una vara de fresno, y a pesar de que le rodeamos el lecho de piedras de águila, dardos de elfo y piedras de fada, y a pesar del ramito de zarzamora y el de muérdago que cortamos de un limero y colocamos sobre su lecho, y a pesar de que dejamos a Excalibur, uno de los tesoros de Britania, a su lado, la enfermedad no remitía. Rezamos a Grannos, el dios de la salud, pero nuestras oraciones no fueron escuchadas y nuestros sacrificios no fueron aceptados.
—Se trata de magia muy poderosa —concluyó Taliesin con tristeza. A la noche siguiente, mientras Morgana dormía, fuimos a buscar a un druida del norte de Siluria y lo llevamos a la estancia de la enferma. Era un druida del pueblo, todo barbas y mal olor, y recitó un conjuro, luego machacó huesos de alondra hasta reducirlos a polvo y los mezcló con una infusión de artemisa en una copa sagrada. Hizo tomar la medicina a Ceinwyn a gotas, pero todo fue en vano. El druida intentó darle trocitos de corazón de gato negro asado, pero ella los escupió, de modo que el druida utilizó su recurso más fuerte, el roce de la mano de cadáver. La mano, que me recordó al penacho del casco de Cerdic, estaba negruzca. El druida se la pasó a Ceinwyn por la frente, la nariz y la garganta y la presionó sobre el cráneo mientras musitaba un encantamiento, pero lo único que consiguió fue pasar un puñado de piojos de sus barbas a la cabeza de Ceinwyn y, cuando quisimos despiojarla, terminó de caérsele el poco cabello que le quedaba. Pagué al druida y lo acompañé al patio huyendo del humo de las hogueras en las que Taliesin quemaba hierbas. Morwenna salió conmigo.
—Tienes que descansar, padre —me dijo.
—Tiempo habrá para descansar —le dije, mirando al druida que se perdía en la oscuridad arrastrando los pies.
Morwenna me abrazó y descansó la cabeza en mi hombro. Tenía el pelo dorado como Ceinwyn, y olía igual.
—Tal vez no sea cosa de magia —me dijo.
—Si no lo fuera, ya habría muerto.
—En Powys hay una mujer que dicen que tiene grandes poderes.
—Pues que vayan a buscarla —dije, cansado, aunque ya no tenía fe en los hechiceros. Muchos nos habían visitado y habían aceptado el oro, pero ninguno pudo sanarla. Había hecho sacrificios a Mitra y había rogado a Bel y a Don, mas la situación seguía igual.
Ceinwyn empezó a gemir hasta que su voz se convirtió en un aullido de dolor. El grito me sobrecogió y me separé de Morwenna con suavidad.
—Tengo que ir a su lado.
—Descansa, padre —insistió Morwenna—, yo le haré compañía.
En ese momento vi una sombra envuelta en un manto en el centro del patio. No distinguí si se trataba de hombre o mujer ni habría sabido decir cuánto tiempo llevaba allí de pie. Tenía la impresión de que, un momento antes, en el patio no había nadie, y sin embargo ahí tenía a un desconocido embozado que me miraba con la cara en sombra, semioculta a los rayos de la luna por una gran capucha; temí de pronto que fuera la muerte misma. Me acerqué.
—¿Quién eres? —pregunté.
—No me conocéis, lord Derfel Cadarn. —Tenía voz de mujer y, mientras hablaba, se retiró la capucha y vi un rostro pintado de blanco con hollín alrededor de los ojos, de modo que parecía una calavera viva. Morwenna tragó saliva.
—¿Quién eres? —insistí.
—Soy el soplo del viento del oeste, lord Derfel —dijo con voz silbante—, y la lluvia que riega Cadair Idris, y la helada que borda los picos de Eryri. Soy la mensajera del tiempo anterior a los reyes, soy la Bailarina. —Y se rió con unas carcajadas que resonaron como un acceso de locura en la noche. Al oírlas, Taliesin y Galahad salieron a la puerta de la enferma y se quedaron en el umbral mirando fijamente a la mujer de la cara blanca, que reía a mandíbula batiente. Galahad hizo la señal de la cruz y Taliesin tocó el cerrojo de la puerta, que era de hierro—. Venid conmigo, lord Derfel —me ordenó la mujer—, venid conmigo.
—Id, señor —me animó Taliesin, y de pronto tuve la esperanza de que los encantamientos del druida infestado de piojos hubieran surtido algún efecto, pues aunque no hubieran aliviado a Ceinwyn, habían producido una aparición en el patio, de modo que salí al claro de luna y me acerqué a la mujer embozada.
—Abrazadme, lord Derfel —me dijo, y en su voz percibí no sé qué decadencia y suciedad; me estremecí, avancé un paso más y le rodeé los delgados hombros con mis brazos. Olía a miel y ceniza.
—¿Queréis que Ceinwyn viva? —me susurró al oído.
—Sí.
—Pues venid conmigo en este instante —musitó nuevamente, y se deshizo de mi abrazo—. Ahora —insistió al ver que vacilaba.
—Voy a buscar un manto y una espada —dije.
—No necesitáis espada en el lugar al que vamos, lord Derfel, y podemos abrigarnos los dos con mi manto. Venid en este instante o vuestra dama seguirá sufriendo. —Con tales palabras, dio media vuelta y salió del patio.
—¡Id! —me apremió Taliesin—. ¡Id!
Galahad quiso acompañarme, pero la mujer se volvió al llegar a la puerta y le ordenó que retrocediera.
—Lord Derfel viene solo —dijo— o no viene.
De este modo partí tras los pasos de la muerte, en plena noche, hacia el norte.
Pasamos la noche andando y, al amanecer, estábamos al borde de las altas montañas; ella seguía adelante por sendas que nos alejaban más y más de cualquier población. La mujer que se hacía llamar la Bailarina iba descalza, y a veces brincaba como poseída de un júbilo insaciable. Una hora después del amanecer, cuando el sol inundaba los montes de nueva luz dorada, se detuvo junto a un lago pequeño a echarse agua por la cara y a frotarse las mejillas con puñados de hierba para quitarse la mezcla de miel y ceniza con que se había pintado. Hasta entonces no supe si era joven o vieja, pero de pronto vi a una mujer de veinte años, muy hermosa. Tenía el rostro delicado y lleno de vida, con ojos risueños y la sonrisa fácil. Sabía que era bonita y rompió a reír al ver que yo apreciaba su gracia.
—¿Queréis yacer conmigo, lord Derfel? —preguntó.
—No.
—Y si con ello Ceinwyn sanara —insistió—, ¿yaceríais conmigo?
—Sí.
—¡Pero no! —dijo—. ¡No sanará con ello! —Volvió a reírse y echó a correr delante de mí dejando caer el pesado manto, bajo el cual llevaba un vestido de lino fino que se le pegaba grácilmente al cuerpo—. ¿Os acordáis de mí? —preguntó girándose.
—¿Debería acordarme?
—Yo me acuerdo de vos, lord Derfel. Contemplasteis mi cuerpo un día con ojos hambrientos, porque estabais hambriento. ¡Qué hambre teníais! ¿Lo recordáis? —Entonces, cerró los ojos y bajó por el sendero de cabras hacia mí, levantando mucho los pies, con precisión, y estirando las puntas a cada paso, e inmediatamente la reconocí. Merlín: era la niña cuya piel desnuda brillaba en la oscuridad.
—Eres Olwen —dije. El nombre me llegó de muchos años atrás—. Olwen de Plata.
—De modo que os acordáis de mí. Ahora soy mayor. Olwen la mayor —se rió—. ¡Vamos, señor! ¡Traedme el manto!
—¿Adónde vamos?
—Lejos, señor, lejos. Donde nacen los vientos y se originan las lluvias, donde se forman las nieblas y no hay reyes que manden. —Bailó por el camino con una energía al parecer inagotable. Pasó el día entero bailando y contándome insensateces. Creo que estaba loca. En una ocasión, cuando pasábamos por un valle pequeño donde unos árboles de hojas plateadas temblaban con la brisa, se quitó el vestido y bailó desnuda sobre la hierba; lo hizo para provocarme, para tentarme; cuando pasé de largo, caminando obstinadamente y sin mostrar deseo por ella, se rió otra vez, se colgó el vestido sobre un hombro y siguió caminando a mi lado como si la desnudez no fuera cosa notable—. Fui yo quien llevó la maldición a vuestra casa —me dijo con orgullo.
—¿Por qué?
—Porque así había de ser, claro está —respondió con absoluta sinceridad—, y ahora tendrá que levantarse. Por eso vais a las montañas, señor.
—¿A ver a Nimue? —pregunté, aunque ya lo sabía; creo que supe, desde el momento en que encontré a Olwen en el patio, que iba a ver a Nimue.
—A Nimue —asintió Olwen, contenta—. Como veis, señor, ha llegado la hora.
—¿La hora de qué?
—La hora última de todas las cosas, claro —dijo Olwen, y se libró del estorbo del vestido tirándomelo a las manos. Me adelantó a saltos, de vez en cuando se volvía, me miraba con malicia y se divertía a costa de mi expresión inmutable—. Me gusta desnudarme cuando brilla el sol.
—¿Qué es la última hora de todas las cosas? —le pregunté.
—Convertiremos Britania en un lugar perfecto. No habrá enfermedades ni hambre, ni temores ni guerras, ni tormentas ni ropa. ¡Todo concluirá, señor! Las montañas caerán y los ríos volverán sobre su propio cauce, los mares hervirán y los lobos aullarán, pero al final el país será verde y oro, y los años dejarán de existir y el tiempo, y todos seremos dioses y diosas. Yo seré una diosa árbol. Mandaré sobre el alerce y el carpe; por las mañanas bailaré y por las noches yaceré con hombres dorados.
—¿No tenías que yacer con Gawain cuando lo sacaron de la olla? —le pregunté—. Creía que ibas a ser su reina.
—Yací con él, señor, pero estaba muerto. Muerto y seco. Sabía a sal. —Prorrumpió en carcajadas—. Muerto, seco y salado. Lo calenté toda la noche, pero no se movió. No quería yacer con él —añadió en tono confidencial—, pero desde aquella noche, señor, no he conocido otra cosa que la felicidad. —Se giró con ligereza, marcando un paso complicado en la hierba de primavera.
Loca, pensé, loca y extremadamente bonita, tan bonita como Ceinwyn en otro tiempo, aunque la niña, al contrario que mi Ceinwyn, blanca de piel y de dorados cabellos, tenía el pelo negro y la piel tostada por el sol.
—¿Por qué te llaman Olwen de Plata? —le pregunté.
—Porque mi espíritu es de plata, señor. ¡Tengo el pelo oscuro pero mi espíritu es de plata! —Giró velozmente en el camino y siguió corriendo con agilidad. Me detuve unos momentos después a recuperar el resuello y mirar al fondo de un profundo valle donde distinguí a un pastor con sus ovejas. El perro del pastor corría ladera arriba en busca de una oveja descarriada y, más allá del rebaño apelotonado, divisé una casa y una mujer que tendía ropa a secar en las aulagas. Pensé que aquello era la realidad y el viaje por las montañas una locura, un sueño; me toqué la cicatriz de la mano izquierda, la que me unía a Nimue, y vi que se había puesto bermeja. Hacía años que era blanca, pero en ese momento estaba lívida.
—¡Tenemos que seguir, señor! —me dijo Olwen—. ¡Seguir, seguir! ¡Hasta las nubes! —Afortunadamente, tomó el vestido de nuevo, se lo puso por la cabeza y la tela se deslizó sobre su esbelto cuerpo—. En las nubes hace frío, señor —me dijo, y empezó a bailar otra vez mientras yo, compungido, miraba por última vez al pastor y a su perro y reanudaba el camino en pos de ella por un estrecho sendero que se perdía entre altas peñas.
Por la tarde descansamos. Hicimos alto en un valle de empinadas paredes donde crecían fresnos, serbales y sicómoros cerca de un lago estrecho y alargado que se rizaba con la brisa. Me recosté contra una piedra grande y debí de quedarme dormido un rato, porque cuando desperté vi que Olwen se había desnudado otra vez y nadaba en las frías aguas negras. Salió del lago temblando, se secó con el manto y se puso el vestido.
—Nimue me dijo que si yacías conmigo, Ceinwyn moriría.
—Entonces —repliqué rudamente—, ¿por qué me pediste que lo hiciera?
—Pues para ver si amabais a vuestra Ceinwyn —respondió alegremente.
—La amo.
—Entonces podéis salvarla —respondió Olwen risueñamente.
—¿Cómo la ha hechizado Nimue?
—Con una maldición de fuego, una maldición de agua y una maldición de endrino —me dijo Olwen, y se agachó a mis pies mirándome fijamente a los ojos—, y con la tenebrosa maldición del otro cuerpo —añadió ominosamente.
—¿Y por qué? —pregunté enfurecido; no me importaban los pormenores de las maldiciones, sólo que las hubieran obrado contra mi amada Ceinwyn.
—¿Por qué no? —dijo Olwen, y soltó una carcajada, se arrebujó en el manto húmedo y siguió andando—. ¡Vamos, señor! ¿Tenéis hambre?
—Sí.
—Comeréis. Comeréis, dormiréis y departiréis. —Reanudó el baile pisando delicadamente con pies desnudos el sendero de pedernal. Vi que le sangraban los pies, pero no parecía importarle—. Vamos hacia atrás —me dijo.
—¿Qué significa eso?
Dio media vuelta y empezó a saltar hacia atrás, mirándome.
—Vamos atrás en el tiempo, señor. Devanamos los años a la inversa. Los años de ayer pasan volando a nuestro lado, tan veloces que no vemos los días ni las noches. Vos no habéis nacido siquiera, ni tampoco vuestros padres, y seguimos retrocediendo, siempre hacia atrás, hasta el tiempo en que no había reyes. Allí vamos, señor. Al tiempo anterior a los reyes.
—Te sangran los pies —dije.
—Se curan —dio media vuelta y siguió saltando—. ¡Vamos! ¡Venid a los tiempos de antes de los reyes!
—¿Merlín me está esperando allí? —pregunté.
Al ensalmo de ese nombre, Olwen se detuvo. Se quedó quieta, dio media vuelta y me miró con el ceño fruncido.
—Yací con Merlín una vez —dijo al cabo de un momento—. ¡Muchas veces! —añadió en un arrebato de sinceridad.
No me sorprendió. Merlín era una cabra.
—¿Nos espera Merlín? —insistí.
—Está en el corazón del tiempo de antes de los reyes —contestó con seriedad—. En el mismísimo centro, señor. Merlín es el frío de la helada, el agua de la lluvia, la llama del sol, el hálito del aire. Ahora, venid —me tiró de la manga con súbita premura—, ahora no podemos hablar.
—¿Merlín está prisionero? —pregunté, pero Olwen no contestó. Corría delante de mí y esperaba impaciente a que le diera alcance, y tan pronto como la alcanzaba, echaba a correr otra vez. No le costaba esfuerzo subir por los empinados caminos, mientras yo avanzaba a duras penas detrás de ella, adentrándonos más y más en las montañas. Me imaginé que ya habríamos salido de Siluria y habríamos llegado a Powys, a un paraje del triste país donde el brazo del joven Perddel no llegaba. Era una tierra sin ley, una madriguera de bandoleros, pero Olwen brincaba sin cuita entre los peligros.
Cayó la noche. Las nubes llegaron en masa desde poniente y enseguida nos envolvió la oscuridad. Miré alrededor, no veía nada, ni luces ni el destello de una llama en la lejanía. Me imaginé que Bel encontraría así la isla de Britania cuando por vez primera nos trajo la luz y la vida.
—¡Vamos, señor! —dijo Olwen tomándome de la mano.
—¡No ves nada! —protesté.
—Lo veo todo, confiad en mí, señor —y me llevó hacia adelante avisándome de vez en cuando de los obstáculos que nos salían al paso—. Aquí tenemos que cruzar un arroyo, señor. Pisad con cuidado.
Me di cuenta de que el sendero se empinaba mucho, pero nada más. Cruzamos un tramo de pizarra resbaladiza, Olwen me sujetaba la mano con firmeza y, en cierto momento, cuando tenía la impresión de que caminábamos por la cima de un saliente elevado donde el viento me silbaba en los oídos, Olwen cantó una extraña cancioncilla de elfos.
—En estas montañas todavía hay elfos —me dijo, no bien hubo terminado la tonada—. En las demás partes de Britania los mataron a todos, pero aquí no. Yo los he visto, me enseñaron a bailar.
—Te enseñaron bien —dije; no creía una sola palabra de lo que decía pero me confortaba notar su mano pequeña asiendo la mía firmemente.
—Usan mantos de gasa —dijo.
—¿No bailan desnudos? —le pregunté en son de broma.
—La gasa no oculta nada, señor —replicó en tono reprobatorio—, y además, ¿por qué ocultar la belleza?
—¿Yaces con los elfos?
—Algún día lo haré. Todavía no. Será cuando llegue el tiempo de antes de los reyes. Yaceré con los elfos y con hombres dorados. Pero antes tengo que yacer con otro hombre salado. Vientre contra vientre con otra cosa seca de dentro de la olla. —Soltó una carcajada, me tiró de la mano y dejamos atrás el saliente para iniciar una suave pendiente de hierba que llevaba a una cumbre más alta. Allí, por primera vez desde que las nubes ocultaran la luna, vi luz.
Lejos, al otro lado de un oscuro collado, se levantaba un cerro a cuyo pie debía de haber un valle lleno de hogueras, pues la pared más cercana del cerro estaba circundada de resplandor. Me quedé allí, con la mano en la de Olwen, sin darme cuenta, y ella se rió alegremente viéndome mirar las luces que habían aparecido de pronto.
—Ahí tenéis la tierra de antes de los reyes, señor —me dijo—. Allí encontraréis amigos y comida.
Le solté la mano.
—¿Qué amigo sería capaz de castigar a Ceinwyn con una maldición?
Volvió a tomarme la mano.
—Vamos, señor; ya casi hemos llegado. —Olwen bajaba la pendiente tirando de mí para hacerme correr, pero me negué. Avancé despacio, recordando las palabras de Taliesin cuando nos envolvió la bruma mágica en Caer Cadarn; Merlín le había ordenado que me salvara, y dijo que no tenía que mostrarle agradecimiento, y cuanto más me acercaba a la hondonada de las hogueras más temía descubrir el sentido de esas palabras. Olwen me apuraba, se reía de mis temores y le brillaban los ojos al reflejo de las hogueras, pero yo caminaba hacia la lívida línea del cielo con ánimo apesadumbrado.
La entrada del valle estaba vigilada por lanceros, hombres de aspecto salvaje, envueltos en pieles y armados de lanzas rudamente torneadas y provistas de cuchillas rústicas en la punta. Nada dijeron al vernos pasar, aunque Olwen los saludaba alegremente; luego me llevó por un camino hasta el centro del valle, envuelto en humo. En el fondo del valle había un lago alargado y estrecho y alrededor de las negras orillas proliferaban las hogueras, junto a las cuales se levantaban chozas pequeñas entre grupos de árboles raquíticos. Allí acampaba un ejército de gente, pues vi dos centenares de hogueras o más.
—Vamos, señor —dijo Olwen, y seguimos ladera abajo—. Esto es el pasado —me dijo— y el futuro. Aquí se cierra el aro del tiempo.
«Esto es un valle —pensé para mí— de las tierras altas de Powys. Un lugar recóndito donde los desesperados pueden refugiarse, y el aro del tiempo no pinta nada aquí». Sin embargo, me estremecí de aprensión cuando Olwen me llevó a las chozas de la orilla del lago, donde acampaba el ejército. Supuse que la gente estaría dormida, pues era noche cerrada pero, al cruzar entre el lago y las chozas, una multitud de hombres y mujeres salió de las chozas para vernos pasar. Eran gentes muy extrañas, algunos se reían sin razón aparente, otros chapurreaban palabras sin sentido, otros se retorcían. Vi rostros con grandes bocios, ojos ciegos, labios leporinos, marañas de pelo y brazos y piernas retorcidos.
—¿Quiénes son? —pregunté a Olwen.
—El ejército de los locos, señor —dijo.
Escupí en dirección al lago para evitar el mal. No todos estaban locos o tullidos, pues entre tantos desgraciados había algunos lanceros que llevaban escudos torrados con piel humana y ennegrecidos con sangre humana, también; eran Escudos Sangrientos de Diwrnach, que habían sido derrotados. Otros llevaban el águila de Powys en el escudo, e incluso vi uno que tenía el zorro de Siluria, una enseña que no concurría a las batallas desde los tiempos de Gundleus. Esos hombres, semejantes a los del ejército de Mordred, eran la hez de Britania: hombres vencidos, sin tierra, sin nada que perder y todo que ganar. El valle hedía a desechos humanos. Me recordó a la isla de los Muertos, el confinamiento a donde Dumnonia enviaba a los locos sin remedio, el lugar de donde rescaté a Nimue en una ocasión. Las gentes del valle tenían la misma mirada salvaje y producían la misma impresión inquietante de que en cualquier momento podían lanzarse sobre mí con uñas y dientes sin motivo alguno.
—¿Cómo les dais de comer? —pregunté.
—Los soldados van a buscar comida —me dijo Olwen—, los soldados de verdad. Comemos mucho cordero. Me gusta el cordero. Ya hemos llegado, señor. ¡Fin de viaje! —Y con tan halagüeñas palabras, me soltó la mano y, saltando, se adelantó un poco. Estábamos al final del lago; delante de mí había un grupo de árboles grandes al pie de un alto precipicio rocoso.
Bajo los árboles ardía una docena de hogueras; los troncos de los árboles formaban dos líneas, de modo que la arboleda parecía un gran salón de festejos, al fondo del cual se alzaban dos grandes piedras grises como los monolitos que erigía el pueblo antiguo, aunque no sabía si estarían allí de antiguo o desde hacía poco tiempo.
Entre las piedras, entronizada en un impresionante sillón de madera, con la vara negra de Merlín en una mano, estaba Nimue. Olwen corrió hacia ella y se arrojó a sus pies, luego le abrazó las piernas y apoyó la cabeza en su regazo.
—¡Lo he traído, señora! —exclamó.
—¿Yació contigo? —preguntó Nimue, hablando con Olwen pero mirándome a mí fijamente. Las piedras erguidas estaban coronadas por sendas calaveras, que a su vez estaban cubiertas de una gruesa capa de cera derretida.
—No, señora —dijo Olwen.
—¿Le invitaste? —Nimue seguía con la mirada clavada en mí.
—Sí, señora.
—¿Te mostraste a él?
—Todo el día, señora.
—Buena chica —dijo Nimue, acariciándole el pelo, y casi me imaginé el ronroneo plácido de la niña a los pies de Nimue, que no me perdía de vista un instante; avancé por entre los árboles a la luz de las hogueras sosteniéndole la mirada.
Nimue tenía el mismo aspecto que cuando la rescaté de la isla de los Muertos. Parecía no haberse lavado, peinado ni prodigado cuidado personal alguno desde hacía años. Ningún parche ni ojo postizo disimulaba su cuenca vacía, reducida a cicatriz hundida y reseca en su rostro demacrado. Tenía la suciedad incrustada en la piel y el cabello grasiento, una maraña inextricable que le llegaba a la cintura. El pelo, que había sido negro, se le había vuelto blanco como los huesos, excepto un único mechón negro. Cubríase con una sucia túnica blanca y una harapienta capa con mangas, muy grande para su talla; de pronto me di cuenta de que debía ser la capa de Padarn, uno de los tesoros de Britania. En un dedo de la mano derecha lucía el sencillo anillo de Eluned. Sus uñas eran largas y los pocos dientes que le quedaban, negros. Parecía mucho más vieja, o tal vez se debiera sólo a que la suciedad acentuaba las duras arrugas de su rostro. Nunca había sido lo que el mundo entiende por bella, pero la luz de la inteligencia animaba su rostro haciéndola atractiva; sin embargo en ese momento me pareció repulsiva y su animada expresión de antaño habíase tornado amarga, aunque me obsequió con un esbozo de sonrisa al tiempo que levantaba la mano derecha. Me enseñó la cicatriz gemela de la que tenía yo en la mano izquierda, y en respuesta, levanté la mano yo también; Nimue asintió, satisfecha.
—Has venido, Derfel.
—No he tenido más remedio —repliqué con amargura, y señalé la cicatriz de mi mano—. ¿Acaso esto no me ata a ti? ¿Por qué atacas a Ceinwyn para traerme hasta aquí, si ya tienes esto? —Volví a tocarme la cicatriz.
—Porque no habrías venido —dijo Nimue. Sus criaturas locas se apiñaban alrededor del trono como cortesanos, otros alimentaban las hogueras y uno me olisqueaba los tobillos como un perro—. Jamás has creído —me dijo acusadoramente—. Rezas a los dioses pero no crees en ellos. Nadie cree como es debido, excepto nosotros. —Señaló, con la vara hurtada, a los cojos, a los medio ciegos, a los tullidos y a los dementes, que la miraban con adoración—. Nosotros creemos, Derfel.
—Yo también creo —repliqué.
—¡No! —exclamó Nimue con un grito que hizo responder, aterrorizadas, a algunas de las criaturas que se refugiaban bajo los árboles. Me señaló con la vara—. Tú estabas presente cuando Arturo se llevó a Gwydre de las hogueras.
—¿No esperarías que consintiera en la muerte de su hijo?
—Lo que yo esperaba, insensato, era que Bel descendiera de los cielos abrasando el aire, haciéndolo chisporrotear a su paso y arrojando estrellas como hojas en la tormenta. ¡Eso esperaba yo! ¡Eso merecía! —Echó la cabeza atrás y chilló a las nubes, y todos los locos deformes aullaron con ella. Solo Olwen de Plata guardaba silencio. Me miraba esbozando una sonrisa, como insinuando que ella y yo éramos los únicos cuerdos en aquel refugio de locos—. ¡Eso era lo que yo quería! —me gritó Nimue, haciéndose oír por encima de la barahúnda de gritos y berridos—. ¡Y lo tendré! —añadió. Entonces se levantó, se deshizo de Olwen y, con la vara, me hizo una seña de que me acercara—. Ven.
La seguí más allá de las piedras erguidas, al interior de una oquedad del risco. No era una gruta honda sino un hueco donde habría cabido un hombre tumbado y al principio me pareció ver, efectivamente, a un hombre desnudo tendido entre las sombras de la entrada. Olwen venía a mi lado y quería darme la mano, pero la alejé de mí mientras los locos que me rodeaban se apretujaban para ver lo que había en el suelo de la cueva.
Una pequeña fogata ardía lentamente y a la tenue luz descubrí que no era un hombre lo que allí yacía, sino una estatua de arcilla, una forma de mujer de tamaño natural, con groseros pechos, piernas separadas y una cara burdamente modelada. Nimue entró en la cueva agachando la cabeza y se acuclilló al lado de la cabeza de la estatua.
—Mira, Derfel Cadarn —me dijo—, tu mujer.
Olwen soltó una carcajada y me miró con una sonrisa.
—¡Vuestra mujer, señor! —repitió Olwen, por si no lo había entendido.
Miré la grotesca forma de arcilla y luego a Nimue.
—¿Mi mujer?
—¡Es el otro cuerpo de Ceinwyn, necio! —dijo Nimue—, y yo soy su pesadilla. —Había una cesta raída al fondo de la cueva, la cesta de Garanhir, otro tesoro de Britania, y Nimue extrajo de allí un puñado de bayas secas. Se agachó e incrustó una en la arcilla cruda de la estatua—. ¡Otro forúnculo, Derfel! —dijo, y vi que la superficie de la figura estaba llena de bayas—. ¡Y otro, y otro! —Se reía cada vez que incrustaba otra baya seca en la arcilla roja—. ¿Le mandamos un poco de dolor, Derfel? ¿La hacemos gritar? —Y con esas palabras se sacó un rudimentario cuchillo del cinturón, el cuchillo de Laufrodedd, y clavó el filo mellado en la cabeza de la estatua—. ¡Cómo grita ahora! —me dijo Nimue—. ¡Intentan calmarla pero el dolor es tremendo, tremendo! —y empezó a hurgar con el cuchillo en la arcilla; de pronto me asaltó la rabia y me acuclillé a la entrada de la cueva; Nimue soltó el cuchillo inmediatamente y colocó dos dedos sobre los ojos de la figura—. ¿La ciego, Derfel? —susurró—. ¿Quieres que la ciegue?
—¿Por qué lo haces? —le pregunté.
Sacó el cuchillo de Laufrodedd de la atormentada cabeza de arcilla.
—Dejémosla dormir —canturreo—, ¿o no? —Entonces soltó una carcajada espantosa y sacó un cucharón de hierro de la cesta de Garanhir, con el cual recogió unas brasas humeantes de la fogata y las esparció por el cuerpo. Me imaginé a Ceinwyn estremeciéndose entre gritos, arqueando la espalda por el repentino dolor, y Nimue se reía viendo mi rabia impotente—. ¿Que por qué lo hago? —preguntó—. Porque me impediste matar a Gwydre. Y porque puedes traer a los dioses a la tierra. Ya lo sabes.
Me quedé mirándola fijamente.
—Tú también te has vuelto loca —dije en un susurro.
—¿Qué sabes tú de la locura? —me escupió—. Tú y tu cabeza de alfiler, una cabecita pequeña y patética. ¿Acaso me juzgas? ¡Ay, dolor! —y clavó el cuchillo entre los pechos de la figura—. ¡Dolor! ¡Dolor! —Los locos que se apelotonaban detrás de mí se sumaron al grito.
—¡Dolor! ¡Dolor! —clamaban jubilosos, unos batiendo palmas y otros riéndose de gozo.
—¡Basta! —grité.
Nimue se inclinó sobre la atormentada figura con el cuchillo preparado.
—¿Quieres que te la devuelva, Derfel?
—Sí —repuse, al borde del llanto.
—¿Es tu tesoro más preciado?
—Sabes que sí.
—¿Prefieres yacer con eso —dijo, refiriéndose a la grotesca estatua de arcilla— que con Olwen?
—Sólo yazgo con Ceinwyn —dije.
—Entonces te la devolveré —contestó acariciando tiernamente la frente de la estatua—. Te devolveré a tu Ceinwyn —prometió—, pero antes tienes que traerme mi más preciado tesoro. Ese es el precio.
—¿Y cuál es tu más preciado tesoro? —pregunté, aunque sabía la respuesta de antemano.
—Tráeme a Excalibur, Derfel, y tráeme a Gwydre.
—¿Por qué a Gwydre? —pregunté—. No es hijo de rey.
—Porque fue prometido a los dioses, y los dioses exigen que se cumpla lo que se les promete. Tienes que entregármelo antes de la próxima luna llena. Llevarás a Gwydre y a la espada al lugar donde se juntan las aguas debajo de Nant Dduu. ¿Conoces el lugar?
—Sí —dije con desaliento.
—Y si no me los entregas, Derfel, te juro que los dolores de Ceinwyn no cesarán de aumentar. Plantaré gusanos en su vientre, tornaré agua sus ojos, se le caerá la piel a tiras y la carne se le pudrirá sobre los huesos y, aunque desee la muerte, no le mandaré la muerte sino dolor. Nada más que dolor. —Sentí el impulso de adelantarme y matar a Nimue allí mismo. Habíamos sido amigos e incluso amantes en una ocasión, pero se había alejado tanto de mí, se había ido a un mundo donde los espíritus eran reales y la realidad, mero juguete—. Tráeme a Gwydre y a Excalibur —repitió, y su único ojo lanzó un destello en la penumbra de la cueva— y libraré a Ceinwyn de su otro cuerpo y a ti del juramento que me hiciste. Además, te devolveré dos cosas. —Buscó detrás de sí, sacó un paño y, al desdoblarlo, reconocí el manto viejo que me habían robado en Isca. Rebuscó en el manto, encontró lo que quería, lo sujetó con dos dedos y me lo enseñó: era la esquirla de ágata del anillo de Ceinwyn, que también se había perdido en Isca—. Una espada y un sacrificio —dijo— por un manto y una piedra. ¿Lo harás, Derfel? —me preguntó.
—Sí —dije, aunque no tenía la menor intención de cumplirlo, pero no supe qué otra cosa decir—. ¿Me dejas ahora con ella? —inquirí.
—No —dijo Nimue con una sonrisa—, pero ¿quieres que descanse esta noche? Bien, le daré un respiro, únicamente esta noche, Derfel. —De un soplido limpió de cenizas la estatua de arcilla; luego sacó las bayas y retiró los hechizos que había clavado en el cuerpo—. Por la mañana volveré a ponerlos en su sitio.
—¡No!
—No todos a un tiempo —dijo—, sino añadiendo más cada día hasta que sepa que te diriges a donde se unen las aguas en Nant Dduu. —Sacó del vientre de la estatua un fragmento de hueso quemado—. Y cuando tenga la espada —prosiguió— mi ejército de locos levantará unas hogueras tan grandes que la noche de Samain se tornará día. Y volverás a ver a Gwydre, Derfel. Descansará en la olla y los dioses lo besarán para devolverle la vida, y Olwen yacerá con él y él cabalgará gloriosamente con Excalibur en la mano. —Cogió una jarra de agua, humedeció un poco la frente de la estatua y extendió el agua suavemente sobre la lustrosa arcilla—. Ahora, vete —dijo—, Ceinwyn dormirá y Olwen tiene otra cosa que enseñarte. Partirás al alba.
Seguí a Olwen con paso inseguro, abriéndome camino entre la multitud sonriente de seres hórridos que se apretujaban a la entrada de la cueva; siempre detrás de ella, seguí el risco hasta llegar a otra cueva. Dentro había otra estatua de arcilla, de un hombre, y Olwen la señaló y se rió.
—¿Soy yo? —pregunté, pues la arcilla estaba lisa y sin marcas. Pero, acercándome a mirarla en la oscuridad, vi que le faltaban los ojos.
—No, señor —dijo Olwen—, no sois vos. —Se agachó junto a la estatua y cogió una larga aguja de hueso que había al lado de las piernas de la figura—. Mirad —dijo, y pinchó el pie izquierdo de la estatua con la aguja. A nuestra espalda, un hombre aulló de dolor. Olwen dejo escapar una risita—. Otra vez —dijo; clavó la aguja en el otro pie y volvimos a oír el grito de dolor. Olwen se rió y me dio la mano—. Venid —dijo, y me llevó a una hendidura profunda que se abría en la pared. La hendidura se estrechaba y luego parecía terminar bruscamente un poco más adelante, pues sólo se distinguía el pálido reflejo de la luz de las hogueras en la alta roca; después distinguí también una especie de jaula al fondo de la garganta. Crecían allí dos espinos con rudos palos entre los troncos a modo de rústicos barrotes de prisión. Olwen me soltó la mano y me empujó hacia adelante—. Vendré a buscaros por la mañana, señor. Ahí encontraréis comida. —Sonrió, dio media vuelta y se marchó.
Al principio pensé que la rústica jaula sería una especie de refugio y que, al acercarme, encontraría una entrada entre los barrotes, pero no había puerta. La jaula ocupaba los últimos metros de la hendidura y la comida prometida se encontraba al pie de uno de los espinos. Había pan rancio, cordero seco y un jarro de agua. Me senté, partí la hogaza de pan y, súbitamente, se produjo un movimiento en el interior de la jaula; me sobresalté, alarmado, al notar que algo se arrastraba hacia mí.
Al principio pensé que se trataba de una bestia, luego vi que era un hombre y, finalmente, reconocí a Merlín.
—Me portaré bien —dijo Merlín—, me portaré bien. —Entonces comprendí a quién representaba la segunda estatua de arcilla, pues Merlín estaba ciego. No tenía ojos. Puro horror—. Espinas en los pies —dijo—, espinas en los pies. —Se desplomó al lado de los barrotes gimiendo—. ¡Me portaré bien, lo prometo!
—Merlín —dije, agachado.
—¡Me portaré bien! —dijo temblando, desesperado. Cuando metí una mano entre los barrotes para acariciarle el pelo, sucio y enredado, se retiró bruscamente y se estremeció.
—Merlín —insistí.
—Sangre en la arcilla —dijo—, hay que poner sangre en la arcilla. Mezclarla bien. Lo mejor es sangre de niño, o eso me han dicho. Yo no lo he hecho nunca, querida. Tanaburs sí, lo sé, y una vez hablamos de eso, él y yo. Claro que Tanaburs estaba loco, pero poseía algunos conocimientos escabrosos. Me dijo sangre de niño pelirrojo, y mejor si era tullido, un tullido pelirrojo. Cualquier niño sirve, en caso necesario, pero mejor si es tullido y pelirrojo.
—Merlín, soy Derfel.
Siguió desvariando, dando instrucciones sobre la mejor forma de hacer una estatua de arcilla para enviar el mal desde lejos. Habló de sangre y rocío, dijo que había que moldear la figura mientras tronaba. No me escuchaba y, cuando me levanté e intenté desclavar los barrotes de los troncos, dos lanceros sonrientes se acercaron desde las sombras de la hendidura, por detrás de mí. Eran Escudos Sangrientos, y sus lanzas me convencieron de que no me convenía liberar al viejo prisionero. Volví a acuclillarme.
—¡Merlín! —dije.
Se acercó un poco, arrastrándose y olisqueando.
—¿Derfel? —preguntó.
—Sí, señor.
Me buscó a tientas, le tendí la mano y me la agarró con fuerza. Después, sin soltarme, se dejó caer al suelo.
—Estoy loco, ¿sabes? —dijo en tono muy razonable.
—No, señor —dije.
—Me han castigado.
—Por nada, señor.
—Derfel ¿eres tú, de verdad?
—Yo soy, señor. ¿Queréis comer?
—Tengo muchas cosas que contarte, Derfel.
—Eso espero, señor —dije, pero parecía incapaz de ordenar las ideas, y aún pasó unos momentos hablando otra vez de la arcilla y otros encantamientos, volvió a olvidarse de quién era yo y me llamó Arturo; luego guardó silencio un largo rato.
—¿Derfel? —preguntó otra vez, por fin.
—Sí, señor.
—Nada debe escribirse, ¿lo entiendes?
—Me lo habéis dicho muchas veces, señor.
—Todos nuestros conocimientos deben memorizarse. Caleddin lo consignó todo por escrito y entonces los dioses empezaron a retirarse. Pero lo tengo todo en la cabeza. Lo tenía y ella me lo robó. Todo. O casi todo. —Dijo las tres últimas palabras en un susurro.
—¿Nimue? —pregunté; al oír el nombre me apretó la mano con fuerza inmensa y enmudeció de nuevo.
—¿Ella os ha privado de la vista? —pregunté.
—¡Oh, no podía hacer otra cosa! —dijo, y frunció el ceño al notar mi tono reprobatorio—. No hay otra forma de hacerlo, Derfel. Yo diría que es evidente.
—A mí no me lo parece —repliqué con amargura.
—¡Es evidente! Es absurdo pensar otra cosa —dijo, me soltó la mano y trató de peinarse la barba y el pelo. La tonsura había desaparecido bajo una capa de pelo y porquería, tenía la barba desordenada y llena de hojas, y la túnica blanca del color del barro—. Ahora es druida —dijo en tono de admiración.
—Creía que las mujeres no podían ser druidas —dije.
—No seas necio, Derfel. Que no haya habido mujeres druidas no quiere decir que no lo puedan ser. ¡Cualquiera puede ser druida! Lo único que hay que hacer es aprender de memoria las seiscientas ochenta y cuatro maldiciones de Beli Mawr y los doscientos sesenta y nueve encantamientos de Lleu, y meterse en la mollera unas mil cosas prácticas más, y tengo que decir que Nimue ha sido una pupila excelente.
—Pero ¿por qué os ha privado de la vista?
—Tenemos un ojo entre los dos. Un ojo y una mente. —Guardó silencio.
—Habladme de la estatua de arcilla, señor —dije.
—¡No! —Se alejó de mí arrastrando los pies, con el miedo en la voz—. Me ha dicho que no te lo cuente —añadió en un susurro ronco.
—¿Cómo puedo vencerla? —pregunté, y él se echó a reír.
—¿Tú, Derfel? ¿Tú, oponerte a mi magia?
—Decídmelo —insistí.
Se acercó nuevamente a los barrotes y volvió las vacías cuencas a diestra y a siniestra como buscando algún posible enemigo que estuviera escuchándonos.
—Siete veces y tres más —dijo— soñé en Carn Ingli. —Había vuelto a sumirse en el delirio, y a lo largo de la noche me di cuenta de que si trataba de sonsacarle el secreto de la enfermedad de Ceinwyn, recaía sin remedio. Desvariaba, hablaba de sueños, de la niña del trigo a la que había amado junto a las aguas de Claerwen o de los perros de Trygwylth, que lo perseguían—. Por eso me han puesto barrotes, Derfel —dijo, golpeando los palos—, para que los perros no me atrapen, y por eso no tengo ojos, para que no me vean. ¿Sabes?, los perros no te ven si no tienes ojos. No lo olvides.
—¿Nimue hará volver a los dioses? —pregunté poco después.
—Para eso me ha robado la mente, Derfel —dijo Merlín.
—¿Lo conseguirá?
—¡Buena pregunta! Una pregunta excelente. Una pregunta que yo mismo me hago sin cesar. —Se sentó y se abrazó a sus huesudas rodillas—. Me faltó valor, ¿verdad? Me traicioné a mí mismo. Pero a mi Nimue no le pasará eso. Irá hasta el final, por amargo que sea.
—Pero ¿lo conseguirá?
—Me gustaría tener un gato —dijo al cabo de un rato—. Echo de menos a los gatos.
—Habladme de la invocación.
—¡Ya lo sabes todo! —dijo indignado—. Nimue encontrará a Excalibur, irá a buscar a Gwydre y el rito se llevará a cabo correctamente. Aquí, en la montaña. Pero ¿vendrán los dioses? Esa es la pregunta, ¿no? Tú adoras a Mitra, ¿cierto?
—Cierto, señor.
—¿Y qué sabes de Mitra?
—El dios de los soldados —dije— nació en una cueva. Es el dios del sol.
Merlín prorrumpió en carcajadas.
—¡Qué poco sabes! Es el dios de los juramentos. ¿Lo sabías? ¿Conoces los grados del mitraísmo? ¿Cuántos grados tenéis? —Vacilé, pues no deseaba revelar los secretos de los misterios—. ¡No seas necio, Derfel! —dijo Merlín, en un tono más cuerdo que nunca—. ¿Cuántos? ¿Dos? ¿Tres?
—Dos, señor.
—¡O sea que habéis olvidado los otros cinco! ¿Cómo se llaman esos dos?
—Soldado y Padre.
—Miles y Pater, tendríais que llamarlos. Y antaño existían también Leo, Corax, Perses, Nymphus y Heliodromus. ¡Bien poco sabes de tu mísero dios! Además, vuestra adoración es sólo una sombra de adoración. ¿Subís la escalera de los siete peldaños?
—No, señor.
—¿Bebéis el vino y coméis el pan?
—Eso lo hacen los cristianos, señor —protesté.
—¡Los cristianos! ¡Qué lerdos sois! La madre de Mitra era una virgen, los pastores y los sabios fueron a ver a su hijo recién nacido y Mitra llegó a ser un maestro y un sanador. Tenía doce discípulos, y la víspera de su muerte les ofreció una última cena de pan y vino. Fue enterrado en una roca y se levantó otra vez, y todo lo hizo mucho antes de que los cristianos clavaran a su dios en una cruz. ¡Dejáis que los cristianos despojen a vuestro dios de sus atributos!
—¿Es cierto eso? —pregunté, mirándolo fijamente.
—Es cierto, Derfel —dijo Merlín, y metió la mutilada cara entre los barrotes—. Adoráis la sombra de un dios. Se marcha, ¿no lo ves?, como los nuestros. Todos se marchan, Derfel, se van hacia el vacío. ¡Mira! —Señaló el cielo encapotado—. Los dioses vienen y se van, Derfel, y no sé si todavía nos oyen o nos ven. Se suceden en la gran rueda de los cielos y ahora manda el dios cristiano, y mandará durante un tiempo, pero la rueda se lo llevará a él también al vacío, y la humanidad volverá a estremecerse en las tinieblas buscando a otros dioses. Y los encontrará, Derfel, porque los dioses vienen y se van, Derfel, vienen y se van.
—¿Pero Nimue hará girar la rueda a la inversa? —pregunté.
—Es posible —contestó Merlín con tristeza—, y a mí me gustaría, Derfel, me gustaría recuperar los ojos, la juventud y la alegría. —Apoyó la frente en los barrotes—. No voy a ayudarte a deshacer el hechizo —dijo en voz baja, tan baja que apenas le oí—. Quiero a Ceinwyn, pero Ceinwyn debe sufrir por los dioses, de modo que su sufrimiento es algo noble.
—Señor —quise suplicarle.
—¡No! —exclamó en voz tan alta que algunos perros del campamento empezaron a ladrar—. No —repitió quedamente—. Ya cedí una vez y no volveré a repetirlo, porque, ¿cuál fue el precio de la cesión? ¡El sufrimiento! Pero si Nimue completa el rito, se acabará el sufrimiento de todos. Y será pronto. Los dioses volverán, Ceinwyn bailará y yo recobraré la vista.
Merlín durmió un rato y yo también, pero al cabo, me despertó sujetándome por el brazo con una mano cual garra entre los barrotes.
—¿Duermen, los guardianes? —me preguntó.
—Eso creo, señor.
—Entonces busca la bruma de plata —susurró.
Creí que había vuelto a caer en la locura.
—¿Señor? —le llamé.
—A veces pienso —dijo, con una voz cuerda— que queda muy poca magia en la tierra. Se evapora, como se evaporan los dioses. Pero no he dado todo a Nimue, Derfel. Ella cree que sí pero me queda el último encantamiento. Lo he hecho para Arturo y para ti, porque os he amado más que a todos los hombres. Si Nimue fracasa, Derfel, ve en busca de Caddwg. ¿Te acuerdas de Caddwg?
Referíase al barquero que nos había rescatado de Ynys Trebes hacía muchos años, y el que pescara dactylus para Merlín.
—Sí, me acuerdo de Caddwg —dije.
—Ahora vive en Camlann —prosiguió Merlín en un susurro—. Ve por él, Derfel, y busca la bruma de plata. No lo olvides. Si Nimue fracasa y se desencadena el horror, llévate a Arturo a Camlann, id a buscar a Caddwg y buscad la bruma de plata. Es el último encantamiento. Mi último regalo para los que me dieron amistad. —Me apretó el brazo fuertemente. Prométeme que la buscarás.
—Así lo haré, señor —le prometí.
Me pareció que se tranquilizaba. Se quedó sentado un rato apretándome el brazo y luego suspiró.
—Me gustaría irme contigo, pero no puedo —dijo.
—Podéis, señor —dije.
—No seas necio, Derfel. Tengo que quedarme aquí y Nimue me utilizará por última vez. Aunque sea viejo y esté ciego, medio loco y medio muerto, todavía conservo poder, y ella lo quiere. —Exhaló un horrible gemido quedo—. Ni siquiera puedo llorar, ya —añadió—, y a veces lo único que quisiera sería llorar. Pero en la bruma de plata, Derfel, no habrá llanto ni tiempo, sólo felicidad.
Volvió a dormirse y, cuando se despertó, ya despuntaba el alba y Olwen vino buscarme. Acaricié la cabeza a Merlín, pero de nuevo había caído en el pozo de la locura. Ladraba como un perro y Olwen se rió al oírlo. Deseé tener algo que darle, algo pequeño que le sirviera de consuelo, pero no tenía nada. Y así lo dejé, llevándome su último regalo aunque no comprendía lo que era; el último encantamiento.
Olwen no me condujo por el mismo camino que habíamos recorrido para llegar al campamento de Nimue, sino que descendimos por una profunda cañada hasta adentrarnos en un bosque oscuro donde un riachuelo se precipitaba entre las rocas. Empezó a llover y el camino tornóse peligroso, pero Olwen iba bailando delante de mí con el manto empapado.
—¡Me gusta la lluvia! —me dijo en voz alta.
—Creí que te gustaba el sol —contesté con amargura.
—Me gustan las dos cosas, señor —replicó. Era la misma criatura alegre de siempre, pero apenas presté atención a lo que me contaba. Pensaba en Ceinwyn, en Merlín, en Gwydre y en Excalibur. Tenía la impresión de estar atrapado y no veía la salida. ¿Habría de escoger entre Gwydre y Ceinwyn? Olwen debió de leerme el pensamiento, porque se acercó y me tomó del brazo.
—Enseguida se acabarán vuestras cuitas, señor —me dijo para consolarme.
Me separé de ella.
—No han hecho sino empezar —contesté con acritud.
—Pero Gwydre no permanecerá sumido en la muerte —me dijo animosamente—. Lo pondrán en la olla y la olla da vida. —Ella tenía fe, yo no. Yo aún creía en los dioses, pero no en que los hombres pudieran doblegar su voluntad. Pensé que Arturo tenía razón, que debemos buscar fortaleza en nosotros mismos, no en los dioses. Ellos se divierten a su capricho, y si no nos convertimos en sus juguetes, tanto mejor para nosotros.
Olwen se detuvo junto a una charca, bajo los árboles.
—Aquí hay castores —dijo, mirando la superficie que la lluvia agujereaba y, como no contesté, me miró con una sonrisa—. Si seguís el río, señor, llegaréis a un sendero. Tomadlo y bajad la ladera hasta encontrar el camino.
Seguí el sendero y encontré el camino, que provenía de unas colmas cercanas a la vieja plaza fuerte de Cicucium, convertida en refugio de un grupo de familias inquietas. Los hombres, al verme, se apostaron a las desvencijadas puertas con lanzas y perros, pero yo vadeé el río y subí una ladera; cuando comprobaron que no tenía malas intenciones ni armas y que no era la avanzadilla de una banda de asaltadores, se conformaron con lanzarme pullas. No recordaba haber pasado jamás tanto tiempo sin la espada, desde la infancia. Me sentía desnudo.
Tardé dos días en volver a casa; dos días de tristes pensamientos sin respuesta. Gwydre fue el primero que me divisó cuando bajaba por la calle mayor de Isca, y corrió a saludarme.
—Ha mejorado, señor —me dijo a gritos.
—Pero comienza a empeorar de nuevo —dije.
—Sí —admitió tras una vacilación—, pero hace dos noches nos pareció que empezaba a recuperarse. —Me miraba con ansiedad, preocupado por mi sombrío semblante.
—Y desde entonces —dije— cada día que pasa, empeora.
—Pero tiene que haber esperanza —insistió Gwydre, tratando de infundirme ánimos.
—Es posible —dije, aunque yo no tenía ninguna. Me acerqué al lecho de Ceinwyn y me reconoció; quiso sonreírme pero el dolor empezaba a torturarla otra vez y la sonrisa se convirtió en la mueca de una calavera. Le había salido una fina capa de pelo, absolutamente blanco. Me incliné, sucio como estaba, y le besé la frente.
Me cambié de ropa, me lavé, me afeité, me ceñí a Hywelbane a la cintura y me fui en busca de Arturo. Le conté cuanto me había dicho Nimue, pero se quedó sin respuestas, o al menos no me las podía dar. No entregaría a Gwydre, cosa que condenaba a Ceinwyn, mas no podía decírmelo abiertamente. En cambio, se enfadó.
—¡Ya basta de insensateces, Derfel!
—Una insensatez que condena a Ceinwyn a la agonía, señor —le recriminé.
—Lo que hay que hacer es curarla —dijo, pero la conciencia le hizo pensar. Frunció el ceño—. ¿Crees que Gwydre volvería a la vida si lo metieran en la olla?
Reflexioné un momento y fui incapaz de mentirle.
—No, señor.
—Yo tampoco —dijo, y llamó a Ginebra, mas ella sólo propuso que consultáramos a Taliesin.
Taliesin escuchó mi relato.
—Repetidme las maldiciones, señor —me dijo, una vez hube concluido.
—La maldición del fuego, la maldición del agua, la maldición del endrino y la oscura maldición del otro cuerpo.
Se estremeció al oír esta última.
—Puedo librarla de las tres primeras —dijo—, ¿pero la última? No conozco a nadie capaz de hacerlo.
—¿Por qué? —preguntó Ginebra secamente.
—Es ciencia superior, señora —dijo Taliesin con un encogimiento de hombros—. Los druidas no dejan de aprender una vez concluido el aprendizaje inicial, sino que siguen estudiando nuevos misterios. Yo no he pisado ese sendero, ni creo que lo haya hecho ningún britano, aparte de Merlín. La maldición del otro cuerpo es alta magia, y para contrarrestarla hace falta algo igual de poderoso. Desgraciadamente, yo no tengo ese poder.
Me quedé mirando los nubarrones que se cernían sobre los tejados de Isca.
—Señor —dije a Arturo—, si le corto la cabeza a Ceinwyn, ¿me cortaréis vos la mía al segundo siguiente?
—¡No! —exclamó horripilado.
—¡Señor! —le rogué.
—¡No! —repitió enfurecido. Le ofendía hablar de magia. Deseaba un mundo gobernado por la razón, no por la magia, pero en esos momentos su razón no nos servía de nada.
—Morgana —dijo entonces Ginebra en voz baja.
—¿Qué hay de Morgana? —preguntó Arturo.
—Fue sacerdotisa de Merlín antes que Nimue —dijo Ginebra—. Si alguien conoce la magia de Merlín es Morgana.
Llamamos a Morgana, la cual llegó al patio cojeando y envuelta, como siempre, en un aura iracunda. Nos miró de uno en uno, la máscara brillaba, y al ver que no había allí ningún cristiano, se santiguó. Arturo hizo que le llevaran una silla pero ella se negó a usarla, dándonos a entender que disponía de poco tiempo para nosotros. Desde la partida de su esposo a Gwent, Morgana se dedicaba al templo cristiano del norte de Isca. Allí acudían enfermos a morir y ella los alimentaba, los cuidaba y rezaba por ellos. Hoy día llaman santo a su esposo, pero tengo para mí que Dios la llama santa a ella.
Arturo le contó lo que sucedía y Morgana gruñó a cada nuevo descubrimiento, pero cuando Arturo nombró el hechizo del otro cuerpo, Morgana hizo la señal de la cruz y escupió por el hueco de la boca de la máscara.
—Entonces, ¿qué queréis de mí? —preguntó altivamente.
—¿Puedes levantar la maldición? —preguntó Ginebra.
—¡Sólo la oración puede levantarla! —declaró Morgana.
—Pero ya has orado —replicó Arturo, exasperado—, y también el obispo Emrys. Todos los cristianos de Isca oran y Ceinwyn sigue postrada.
—Porque es pagana —replicó Morgana en tono de acusación—. ¿Por qué habría de malgastar Dios su compasión con los paganos si tiene que cuidar de su propio rebaño?
—No has contestado a mi pregunta —dijo Ginebra ácidamente. Morgana y Ginebra se odiaban, pero por Arturo tratábanse con fría cortesía cuando se encontraban.
Morgana guardó silencio un momento y, finalmente, asintió con brusquedad.
—Se puede levantar la maldición —dijo— si creéis en esas supersticiones.
—Yo creo en ellas —dije.
—¡Sólo pensarlo es un pecado! —gritó Morgana, y volvió a santiguarse.
—Seguro que vuestro dios os perdona —dije.
—¿Qué sabes tú de mi Dios, Derfel? —me preguntó agriamente.
—Señora —dije, recordando cuanto Galahad me había contado a lo largo de los años—, sé que vuestro dios ama, que perdona y que mandó a su único hijo a la tierra para terminar con el sufrimiento de los demás. —Hice una pausa, pero Morgana no replicó—. También sé —proseguí en voz baja— que Nimue prepara un gran mal en las montañas.
El nombre de Nimue debió de convencerla, pues nunca dejó de rabiar por que Nimue, más joven que ella, le hubiera usurpado el lugar al lado de Merlín.
—¿Es una estatua de arcilla? —me preguntó—. ¿Hecha con sangre de niño y rocío y moldeada bajo los truenos?
—Exactamente.
Se estremeció, abrió los brazos y oró en silencio. Nadie hablaba. La oración duró mucho tiempo, y tal vez Morgana tuviera la esperanza de que la dejáramos allí, pero nadie se movió del patio y, por fin, bajó los brazos y se dirigió a nosotros otra vez.
—¿Qué amuletos usa la bruja?
—Bayas —dije—, esquirlas de hueso, brasas.
—¡No, idiota! ¿Qué amuletos? ¿Cómo llega a Ceinwyn?
—Tiene la piedra de un anillo de Ceinwyn y un manto mío.
—¡Ah! —exclamó Morgana, interesada a pesar de la repulsión que le producían las supersticiones paganas—. ¿Y para qué un manto tuyo?
—No lo sé.
—Es fácil, tonto —me espetó—, ¡el mal pasa a través de ti!
—¿De mí?
—¡No entiendes nada! —dijo—. ¡A través de ti, claro que sí! Tú has estado muy cerca de Nimue, ¿verdad?
—Sí —dije, y me ruboricé a mi pesar.
—¿Y qué símbolo tienes de ello? —preguntó—. ¿Te dio un amuleto? ¿Un trozo de hueso? ¿Alguna porquería pagana para colgártela al cuello?
—Me dio esto —dije, y le enseñé la cicatriz de la mano izquierda.
Morgana la miró de cerca y se estremeció. No dijo nada.
—Anula la maldición, Morgana —le rogó Arturo.
Morgana siguió en silencio.
—Está prohibido —dijo al fin— practicar cualquier forma de brujería. Las Santas Escrituras nos dicen que no debemos dejar con vida a las brujas.
—Entonces, decidme a mí lo que se ha de hacer —le suplicó Taliesin.
—¿A ti? —gritó Morgana—. ¿A ti? ¿Te crees capaz de contrarrestar la magia de Merlín? Si se ha de hacer, ha de hacerse con propiedad.
—¿Lo harás tú? —preguntó Arturo, y Morgana gimió. Hizo la señal de la cruz con su única mano sana y sacudió la cabeza como si hubiera perdido el habla por completo. Arturo frunció el ceño—. ¿Qué es lo quiere tu dios? —le preguntó.
—¡Vuestras almas! —gritó Morgana.
—¿Queréis que me convierta al cristianismo? —pregunté.
La máscara de oro con la cruz labrada se volvió hacia mí bruscamente.
—Sí —dijo Morgana sencillamente.
—Pues lo haré —contesté con igual sencillez.
Me señaló con la mano.
—¿Te bautizarás, Derfel?
—Sí, señora.
—Y jurarás obediencia a mi esposo.
Eso me contuvo, y la miré fijamente.
—¿A Sansum? —pregunté débilmente.
—¡Es obispo! —replicó Morgana rotundamente—. ¡Tiene autoridad divina! Tienes que jurarle obediencia, tienes que bautizarte, y sólo así levantaré la maldición.
Arturo me miraba sin parpadear. Tardé unos segundos en tragar la humillante exigencia de Morgana, pero pensé en Ceinwyn y asentí.
—Así lo haré —dije.
Entonces, Morgana deshizo la maldición jugándose la ira de su dios.
Lo hizo esa misma tarde. Llegó al patio del palacio ataviada con una túnica negra y sin la máscara, de modo que el horror de su rostro destrozado por el fuego, rojo y marcado, retorcido y surcado de protuberancias, quedó a la vista de todos. Estaba furiosa consigo misma pero fue fiel a su palabra y se dispuso a cumplir su cometido. Encendieron un brasero y lo alimentaron con carbón y, mientras el fuego se calentaba, unos esclavos llevaron unos cestos con arcilla de alfarero, la cual Morgana empezó a moldear en forma de mujer. Añadió sangre de un niño que había muerto en la ciudad por la mañana y agua que un esclavo recogió de la hierba húmeda del patio. No había truenos, pero Morgana dijo que el contrahechizo no lo precisaba. Escupía, horrorizada por lo que estaba haciendo. Modeló una imagen grotesca, una mujer con enormes pechos, las piernas separadas y el canal del nacimiento como una boca abierta, y en el vientre de la figura hizo un orificio y dijo que era el seno donde había que guardar el mal. Arturo, Taliesin y Ginebra observaban extasiados la forma que Morgana moldeaba. Después, Morgana dio tres vueltas alrededor de la obscena figura en el sentido del sol y, al final de la tercera, se detuvo, levantó la cabeza hacia las nubes y gritó. Creí que era presa de un dolor tan terrible que le impedía continuar y que su dios le mandaba dejar la ceremonia, pero entonces su cara deforme me miró directamente.
—Ahora necesito el vehículo del mal —dijo.
—¿Qué es? —pregunté.
La hendidura que tenía por boca pareció sonreír.
—Tu mano, Derfel.
—¿Mi mano?
Entonces vi que la hendidura sin labios sonreía.
—La mano que te une a Nimue —dijo Morgana—. ¿Cómo crees que canaliza el mal, si no? Tienes que cortártela, Derfel, y dármela.
—Seguramente… —quiso protestar Arturo.
—¿Me obligas a pecar —gritó Morgana enfrentándose a su hermano—, y luego pones en duda mi sabiduría?
—No —contestó Arturo apresuradamente.
—A mí me da lo mismo —replicó ella con indolencia—, si Derfel no quiere perder la mano, que así sea. Ceinwyn seguirá sufriendo.
—No —dije—, no.
Llamamos a Galahad y a Culhwch y Arturo nos llevó a los tres a la herrería, donde la forja ardía día y noche. Me quité el anillo de amantes y se lo di a Morridig, el herrero de Arturo, para que lo incrustara en el pomo de Hywelbane. Tratábase de un anillo de hierro común y corriente, un aro de guerrero, pero con una cruz de oro soldada, oro que yo robé de la olla de Clyddno Eiddyn, y Ceinwyn tenía otro igual.
Colocamos un grueso tocón de madera en el yunque. Galahad me sujetó con fuerza, rodeándome con ambos brazos, y yo me descubrí el brazo y puse la mano encima del leño. Culhwch me sostuvo el antebrazo, no para que no se moviera sino para después.
Arturo levantó a Excalibur.
—¿Estás seguro, Derfel? —me preguntó.
—Adelante, señor —le dije.
Morridig observaba, con los ojos como platos, la hoja, cuando tocó la viga que había encima de la fragua. Tras una pausa, Arturo asestó un solo mandoble. Fue un mandoble tremendo y al principio no sentí dolor alguno, pero entonces, Culhwch me arrastró por el brazo sangrante y me lo metió entre los tizones ardientes de la fragua, y entonces el dolor me estremeció el cuerpo de arriba abajo como un lanzazo. Grité y ya no recuerdo nada más.
Más tarde me contaron que Morgana tomó la mano cortada con la fatídica cicatriz y la encerró en el seno de arcilla. Luego, mientras entonaba un canto pagano antiguo como el tiempo, sacó la mano ensangrentada por el canal del nacimiento y la arrojó al brasero.
Y así fue como me hice cristiano.