10
Taliesin compuso una canción sobre Mynydd Baddon. La compuso deliberadamente al estilo antiguo, con un ritmo sencillo vibrante de dramatismo, heroísmo y ampulosidad. Era una canción muy larga, pues importaba dedicar al menos medio verso de alabanza a todo guerrero merecedor de tal honor, aunque los dedicados a cada uno de los jefes ocupaban estrofas enteras. Después de la batalla, Taliesin se instaló en las habitaciones de Ginebra, y con sensatez rindió el debido homenaje a su protectora describiendo maravillosamente las carretas que descendían dando tumbos con la carga incendiaria, aunque sin nombrar al hechicero sajón caído por su arco. Se inspiró en sus rojos cabellos para crear una imagen del campo de cebada anegado en sangre, donde habían muerto algunos sajones y, aunque nunca vi cebada en el campo de batalla, juzguélo detalle inteligente. Cantó la muerte de su antiguo protector Cuneglas en forma de lento lamento donde el nombre del rey muerto se repetía como un toque de tambor, y la carga de Gawain fue un recuento estremecedor donde el espíritu iracundo de nuestros lanceros caídos llegaba desde el puente de espadas para asaltar el flanco del enemigo. Alabó a Tewdric, a mí me trató con cariño y rindió honor a Sagramor, pero por encima de todo su canción era un himno a Arturo. En la canción de Taliesin, Arturo inundaba el valle de sangre enemiga, Arturo derrotaba al rey enemigo y Arturo sumía toda Lloegyr en el terror.
Los cristianos odiaban la canción de Taliesin. Compusieron sus propias canciones, en las que Tewdric arrasaba a los sajones. El Señor Dios Todopoderoso, decían las canciones de los cristianos, escuchando los ruegos de Tewdric, envió huestes celestiales al campo de batalla y los ángeles lucharon contra los sais con espadas flamígeras. Ni siquiera mentaban a Arturo en sus canciones, ciertamente no reconocían el menor mérito por parte de los paganos y aún en el día de hoy hay gente que incluso niega la presencia de Arturo en Mynydd Baddon. Una de las canciones cristianas adjudica la muerte de Aelle a Meurig, mas Meurig nunca estuvo en Mynydd Baddon, sino que permaneció en su casa, en Gwent. Después de la batalla, Meurig volvió a asumir el trono, Tewdric regresó al monasterio y fue declarado santo por los obispos de Gwent.
Aquel verano, Arturo tenía muchos quehaceres y no disponía de tiempo para canciones o santos. Durante las semanas posteriores a la batalla recuperamos enormes extensiones de Lloegyr, mas no toda entera, pues eran muchos los sajones que quedaban en Britania. Cuanto más hacia el este, más difícil resultaba hacerlos retroceder y, cuando llegó el otoño, el enemigo estaba encajonado en un territorio la mitad de extenso que el que ocupaba antes de la batalla. Incluso Cerdic hubo de pagar tributo aquel año, y prometió seguir pagándolo durante diez más, aunque no lo cumplió. Por el contrario, acogía toda nave que cruzara el mar y, poco a poco, reconstruyó sus vencidas fuerzas.
El reino de Aelle fue dividido. La mitad meridional volvió a manos de Cerdic y la septentrional se dividió a su vez en tres o cuatro reinos menores despiadadamente hostigados por bandas guerreras de Elmet, Powys y Gwent. Miles de sajones se sometieron a la ley britana, pues miles de ellos habitaban en las tierras orientales reconquistadas por Dumnonia. Arturo quería que las repobláramos nosotros, pero no abundaban los britanos dispuestos a establecerse allí de buen grado, de modo que los sajones se quedaron y cultivaron la tierra soñando con el día en que regresara su propio rey. Sagramor se convirtió en el gobernante de oficio de las nuevas tierras de Dumnonia. Los caudillos sajones sabían que su rey era Mordred, pero durante los primeros años después de Mynydd Baddon pagaban homenaje y tributos a Sagramor, y su severa enseña negra ondeaba sobre la vieja fortificación del río en Pontes, de donde salían sus guerreros para mantener la paz.
Arturo se puso al frente de la campaña de reconquista de las tierras robadas, pero tan pronto como llegó a los acuerdos necesarios con los sajones respecto a las nuevas fronteras, abandonó Dumnonia. Algunos de nosotros mantuvimos hasta el último momento la esperanza de que rompiera el compromiso contraído con Meurig y Tewdric, mas nada más lejos de sus propios deseos. Jamás había codiciado el poder. Lo había aceptado como un deber mientras el rey de Dumnonia fue niño y la rivalidad entre un puñado de ambiciosos señores de la guerra amenazaba con sumir el reino en el caos, pero a lo largo de todos esos años no había dejado de acariciar la idea de una vida sencilla y, desde el momento en que los sajones fueron vencidos, se sintió libre para convertir su sueño en realidad. Le rogué que lo considerase nuevamente, pero se negó.
—Soy muy viejo, Derfel.
—No mucho más que yo, señor.
—En tal caso, tú también eres viejo —replicó con una sonrisa—. ¡Más de cuarenta! ¿Cuántos hombres viven cuarenta años?
Pocos, ciertamente. Mas, con todo, creo que Arturo habría escogido quedarse en Dumnonia de haber recibido lo que deseaba, es decir, gratitud. Era orgulloso y sabía lo que había hecho en favor del país, pero el país se lo había agradecido con un hosco resentimiento. Primero, los cristianos pusieron fin a la paz por él lograda y, después, tras las hogueras de Mai Dun, también los paganos se volvieron contra él. Por otra parte, había prometido a Meurig salir de Dumnonia, promesa que reforzaba el juramento prestado a Uther de colocar a Mordred en el trono, e insistió en que cumpliría ambos compromisos plenamente.
—No seré feliz hasta que se cumplan los juramentos —me dijo, y no hubo manera de disuadirlo, de forma que, una vez establecidas las nuevas fronteras con los sajones y satisfecho el primer tributo de Cerdic, se marchó.
Llevó consigo sesenta jinetes y un centenar de lanceros a la ciudad de Isca, la de Siluria, reino situado al norte de Dumnonia, al otro lado del mar Severn. Habíase propuesto prescindir de lanceros, pero el consejo de Ginebra prevaleció. Arguyó que Arturo tenía enemigos y por tanto necesitaba protección y, además, sus jinetes se contaban entre los más poderosos guerreros de Britania y no le parecía justo que quedaran a las órdenes de otros hombres. Arturo se dejó convencer, aunque en realidad creo que no necesitaba grandes argumentos. Aunque soñara con ser un simple terrateniente y vivir en paz en el campo sin más preocupaciones que la salud del ganado y estado de las tierras de labor, sabía que sólo gozaría de la paz en la medida en que él mismo se la procurase y que un señor sin guerreros no mantiene la paz mucho tiempo.
Siluria era un reino pequeño, pobre y poco considerado. El último monarca de su antigua dinastía había sido Gundleus, caído en el valle del Lugg, y posteriormente, Lancelot fue proclamado rey, pero Siluria no era de su gusto y la abandonó alegremente a cambio del trono del país de los belgas, más opulento. La ausencia de rey hizo que Siluria quedara dividida en dos reinos, vasallos de Gwent y Powys respectivamente. Cuneglas se adjudicó el título de rey de la Siluria Occidental y Meurig se autoproclamó rey de la Siluria Oriental, aunque en verdad, ni el uno ni el otro dieron gran valor a sus valles encajonados y empinados que corrían hasta el mar desde las escabrosas montañas del norte del país. Cuneglas había reclutado lanceros en los valles y Meurig de Gwent se había limitado a enviar misioneros al territorio; el único rey que sentía verdadero interés por Siluria era Oengus mac Airem, que saqueaba los valles en busca de alimentos y esclavos; por lo demás, Siluria pasaba desapercibida. Los caciques del reino peleaban entre sí y pagaban los diezmos a Gwent o Powys de muy mal grado, pero la llegada de Arturo cambiaría el panorama. Le gustara o no, se convirtió en el habitante de mayor relevancia y, por tanto, el gobernante de oficio y, aun en contra de su ambición explícita de llevar una vida no pública, no pudo sustraerse a la tentación de enviar a sus lanceros a poner fin a las ruinosas desavenencias entre los caciques. Un año después de Mynydd Baddon, cuando fuimos a visitar a Arturo y Ginebra a Isca, él se llamaba a sí mismo irónicamente el gobernador, un título romano que le complacía por su falta de connotaciones con la realeza.
Isca era una ciudad muy bella. Los romanos habían levantado allí, en primer lugar, una plaza fuerte para defender el cruce del río, pero cuando llevaron a sus legiones más hacia el oeste y el norte, no tenían tanta necesidad de conservarla como plaza fuerte y la convirtieron en una ciudad semejante a Aquae Sulis, es decir, una ciudad de esparcimiento. Poseía un anfiteatro y, aunque careciese de manantiales de aguas termales, gozaba de seis casas de baños, tres palacios y tantos templos como dioses romanos había. Cuando Arturo llegó, la ciudad se encontraba en decadencia y se ocupó de reconstruir los tribunales de justicia y los palacios, tarea que siempre le resultaba gratificante. El palacio mayor, el que ocupara Lancelot, fue cedido a Culhwch, que había sido nombrado comandante de la guardia personal de Arturo, el cual se instaló allí con la mayoría de la guardia. El segundo en tamaño fue destinado al obispo Emrys, anterior obispo de Dumnonia y obispo de Isca en esos momentos.
—No podía quedarse en Dumnonia —me dijo Arturo, mientras me enseñaba la ciudad. Se había cumplido un año de la batalla de Mynydd Baddon, y Ceinwyn y yo visitábamos su nuevo hogar por primera vez—. En Dumnonia no hay sitio para los dos, Sansum y Emrys, quiero decir —me explicó—, así que Emrys colabora conmigo aquí. Tiene una vocación irreductible de administrador y, lo que es mejor, mantiene alejados a los cristianos de Meurig.
—¿A todos? —pregunté.
—A la mayoría —respondió con una sonrisa—, y la localidad es bonita, Derfel —añadió, contemplando las calles empedradas de Isca—, ¡muy bonita! —Antojóseme absurdo que se sintiera tan orgulloso de su nuevo hogar y que asegurara que llovía menos en Isca que en los campos de alrededor—. He visto las cumbres cubiertas de nieve —añadió— mientras el sol brillaba aquí sobre la hierba verde.
—Sí, señor —dije con una sonrisa.
—Es cierto, Derfel. ¡Es cierto! Cuando voy cabalgar fuera de la ciudad siempre me llevo el manto y, en algún momento, de repente deja de hacer calor y tengo que ponérmelo. Lo comprobarás mañana, cuando salgamos de caza.
—Parece cosa de magia, señor —dije con cierta sorna, porque generalmente Arturo despreciaba esos conceptos.
—¿Por qué no? —replicó con toda seriedad, y me llevó por un callejón que pasaba junto al gran templo cristiano y ascendía por un montículo situado en el centro de la ciudad. Un sendero trepaba en espiral hasta la cumbre, donde el pueblo antiguo había cavado un pozo poco profundo. Dentro había innumerables ofrendas menores para los dioses; trozos de cintas, mechones de vellón, botones, pruebas palpables de que los misioneros de Meurig, a pesar de haberse mantenido ocupados, no habían vencido del todo a la antigua religión—. Si en este lugar hay magia —me dijo Arturo, una vez llegados a la cima, mientras contemplábamos el pozo cubierto de hierba—, proviene de aquí. La gente del pueblo dice que es una entrada al otro mundo.
—¿Y vos lo creéis?
—Yo sólo sé que este paraje es una bendición —replicó animosamente, tal fue el efecto que Isca me produjo aquel día de finales de verano. La marea alta había invadido el río, que fluía, profundo, entre sus verdes orillas, el sol alumbraba los edificios de blancas paredes y los frondosos árboles de los patios y, hacia el norte, las colinas cubiertas de laboriosos campos y granjas se extendían pacíficamente hasta las montañas. Parecía imposible que, poco tiempo atrás, una banda sajona hubiera arrasado esas colinas asesinando campesinos, capturando esclavos e incendiando cosechas. Tales sucesos habían tenido lugar durante el reino de Uther, y el mérito de Arturo consistía en haber arrinconado tanto al enemigo como si ni aquel verano ni en muchos más hubiera de volver a verse a un sajón libre en Isca y sus alrededores.
El palacio más pequeño se alzaba al oeste del montículo y en él vivían Arturo y Ginebra. Desde lo alto del misterioso montículo vimos el patio donde paseaban Ginebra y Ceinwyn y no había duda de que Ginebra era la única que hablaba.
—Quiere casar a Gwydre —me dijo Arturo— con Morwenna, por descontado —añadió con una rápida sonrisa.
—Ya es tiempo de que mi hija se despose —dije con fervor. Morwenna era una buena chica, pero llevaba una temporada malhumorada e irritable. Ceinwyn me decía que era un síntoma típico, cuando una muchacha llegaba a la edad de contraer matrimonio, y creo que yo sería el primero en agradecer el remedio.
Arturo se sentó en la hierba al borde de la cima mirando hacia el oeste. Tenía las manos llenas de pequeñas cicatrices oscuras, del horno de la herrería que había construido en el patio de los establos del palacio. Toda la vida le había atraído la fragua y podía pasar horas hablando con entusiasmo del arte de los herreros. Sin embargo en ese momento tenía otros pensamientos en la cabeza.
—¿Te importaría que el obispo Emrys bendijese los esponsales? —me preguntó tímidamente.
—¿Por qué habría de importarme? —pregunté, pues apreciaba a Emrys.
—Sólo el obispo Emrys —dijo Arturo—. Nada de druidas. Tienes que comprender, Derfel, que vivo aquí por la gracia de Meurig. Al fin y al cabo, él es el rey de estas tierras.
—Señor —empecé a protestar, pero me hizo callar con un ademán y me comí la indignación. Sabía que el joven rey Meurig era un vecino difícil. Le había molestado que su padre le privara temporalmente del poder, le irritaba no haber participado en la gloria de Mynydd Baddon y profesaba un rencor envidioso a Arturo. El territorio silurio de Meurig empezaba a pocos metros del montículo, en el otro extremo del puente romano que cruzaba el río Usk, y la parte oriental de Siluria, donde nos hallábamos, le pertenecía legalmente.
—Fue Meurig quien quiso que viniera a vivir aquí en condición de aparcero suyo —dijo Arturo—, pero fue Tewdric quien me concedió todos los derechos sobre las antiguas rentas reales. Al menos él agradece la victoria de Mynydd Baddon, pero dudo mucho que el joven Meurig apruebe el arreglo, de modo que aplaco su inquina dando pruebas de alianza con el cristianismo. —Hizo la señal de la cruz con una actitud teatral y una mueca de desprecio de sí mismo.
—No tenéis necesidad de aplacar a Meurig —repliqué furioso—. Dadme un mes y os traeré a ese miserable aquí de rodillas.
Arturo rompió a reír.
—¿Otra guerra? —Hizo un gesto negativo con la cabeza—. Aunque Meurig sea un insensato, nunca se ha mostrado a favor de la guerra, por eso no lo desprecio. Me dejará en paz siempre y cuando no le ofenda. Por otra parte, ya tengo bastantes conflictos entre manos como para preocuparme por Gwent.
Tratábase de conflictos nimios. Los Escudos Negros de Oengus seguían haciendo correrías a lo largo de la frontera occidental de Siluria y Arturo había situado pequeñas guarniciones de lanceros para combatir dichas incursiones. No sentía ira hacia Oengus, al contrario, lo tenía por amigo, pero Oengus era tan incapaz de resistirse al saqueo de las cosechas como un perro a rascarse las pulgas. La frontera septentrional de Siluria era más conflictiva porque lindaba con Powys, país que, desde la muerte de Cuneglas, se había sumido en el caos. Perddel, el hijo de Cuneglas, había sido proclamado rey, pero no menos de media docena de caciques se creían con mayores derechos a la corona, o, cuando menos, con poder suficiente para tomarla, de modo que el otrora poderoso reino de Powys había sido degradado a la sórdida condición de campo de batalla. Gwynedd, el empobrecido país del norte de Powys, saqueaba y robaba a placer, las bandas guerreras se enfrentaban entre sí, establecían alianzas temporalmente, no las cumplían, los unos masacraban a las familias de los otros y a la inversa y, cuando se veía amenazados de muerte, se refugiaban en las montañas. No obstante, el contingente de lanceros fieles a Perddel bastaba para mantenerlo en el trono, aunque no para someter a los caciques rebeldes.
—Creo que se impone nuestra intervención —me dijo Arturo.
—¿Nuestra, señor?
—La de Meurig y la mía. Bien, ya sé que odia la guerra, pero tarde o temprano caerán misioneros suyos en Powys y sospecho que tales muertes lo convencerán de enviar lanceros en apoyo de Perddel. Con la condición, claro está, de que Perddel se avenga a instaurar el cristianismo en Powys, cosa que sin duda hará a cambio de recuperar el reino. Y si Meurig inicia la guerra, seguramente me pedirá que vaya. Preferirá con mucho que mueran mis hombres antes que los suyos.
—¿Bajo la enseña del cristianismo? —pregunté con acritud.
—Dudo que aceptara otra —respondió Arturo con calma—. Ahora soy su recaudador en Siluria. ¿Por qué no habría de ser su señor de la guerra en Powys? —Sonrió irónicamente ante semejante perspectiva y me miró con inocencia—. Existe otra razón para casar a Gwydre y a Morwenna según el rito cristiano —dijo al cabo de un rato.
—¿Cuál es? —tuve que preguntarle, pues percibí claramente que esta segunda razón le avergonzaba.
—¿Y si Mordred y Argante no tuvieran descendencia? —preguntó.
No contesté inmediatamente. Ginebra había insinuado la misma posibilidad cuando hablé con ella en Aquae Sulis, pero parecía una suposición poco probable, y así se lo dije.
—De todos modos, si no hubiera descendencia —insistió Arturo—, ¿quién tendría más derecho que nadie al trono de Dumnonia?
—Vos, sin duda —dije, pues Arturo era hijo de Uther, aunque bastardo, y no había otros descendientes que pudieran reclamar el trono.
—No, no —dijo inmediatamente—. Yo no lo quiero. ¡Jamás lo he querido!
Miré hacia Ginebra con la sospecha de que había sido ella quien planteara la cuestión de la sucesión de Mordred.
—Entonces, sería Gwydre —dije—. ¿Y él lo desea? —pregunté.
—Eso creo. Hace más caso a su madre que a mí.
—¿Vos no deseáis que Gwydre sea rey?
—Yo deseo que Gwydre sea lo que quiera —contestó—, y si Mordred no tiene heredero y Gwydre desea reclamar el trono, contará con mi apoyo. —Hablaba mirando a Ginebra y supuse que era ella la verdadera impulsora de tal ambición. Siempre había deseado desposarse con un rey, aunque se conformaría con ser madre de uno si Arturo rechazaba el trono—. Pero, como bien has dicho —prosiguió Arturo—, me parece una suposición poco probable. Espero que Mordred tenga muchos hijos; en caso contrario, no obstante, y si Gwydre ha de reinar, necesitará el apoyo de los cristianos. El cristianismo manda ahora en Dumnonia, ¿no es así?
—En efecto, señor —dije sombríamente.
—Por eso considero acertado celebrar los esponsales de Gwydre según el rito cristiano —dijo, y me dedicó una astuta sonrisa—. ¿Te das cuenta de lo cerca que se encuentra tu hija de convertirse en reina? —Sinceramente, jamás se me había pasado tal idea por la cabeza y se me debió de notar en la cara, porque Arturo se echó a reír—. Yo nunca habría escogido un matrimonio cristiano para Gwydre y Morwenna —admitió—. Si de mí dependiera, Derfel, los casaría Merlín.
—¿Tenéis noticias suyas, señor? —pregunté con interés.
—No. Esperaba que tú supieras algo.
—Sólo rumores —dije. Hacía un año que nadie sabía nada de Merlín. Había partido de Mynydd Baddon con las cenizas de Gawain, o al menos con un hato donde iban los huesos quebradizos y requemados de Gawain y algunas cenizas, que tanto podían ser suyas como de fresno y, desde entonces, nadie había vuelto a ver a Merlín. Corrían rumores de que había partido al otro mundo, de que estaba en Irlanda o en las montañas de poniente, pero nadie lo sabía con certeza. Me había dicho que iba a ayudar a Nimue, pero tampoco se sabía dónde estaba ella.
Arturo se puso en pie y se sacudió las hierbas de las calzas.
—Hora de comer —dijo—, y te advierto que es muy probable que Taliesin cante una canción aburridísima sobre Mynydd Baddon. Y lo que es peor ¡aún no la ha terminado! No para de añadir versos. Ginebra opina que es una obra maestra y lo será, si ella lo dice, pero ¿por qué tengo que soportarla todos los días a la hora de comer?
Fue la primera vez que oí cantar a Taliesin, y me quedé embelesado. Era, según me dijo Ginebra después, como si hiciera descender la música de las estrellas a la tierra. Poseía una voz maravillosamente pura y podía sostener una nota mucho más tiempo que cualquier otro bardo. Más tarde me explicó que practicaba la respiración, algo que jamás se me había ocurrido que precisara de práctica, pero así lograba mantener la misma nota mientras la reproducía y la concluía con las cuerdas del arpa. También era capaz de hacer resonar y vibrar toda una sala con su voz triunfante, y juro que aquella noche de verano en Isca revivió la batalla de Mynydd Baddon de principio a fin. Después le oí cantar muchas veces más y siempre me produjo el mismo asombro.
Sin embargo, era modesto. Comprendía el don que poseía y se encontraba a gusto con ello. Le complacía que Ginebra fuera su protectora, pues se mostraba generosa y apreciaba su arte, y le permitía ausentarse del palacio durante semanas enteras. Le pregunté adónde iba durante sus ausencias y me dijo que le gustaba ir a las colinas y a los valles y cantar ante el pueblo.
—Y no sólo cantar —dijo—, sino también escuchar al pueblo. Me gustan las canciones antiguas. A veces sólo se acuerdan de fragmentos sueltos, y yo intento recomponerlas de nuevo. —Dijo que era importante escuchar las canciones de la gente común, pues así aprendía sus gustos, aunque él también les deleitaba con las suyas—. Procurar diversión a los lores es fácil —me contó—, pues lo necesitan, pero un campesino necesita dormir antes que escuchar canciones y cuando logro mantenerlos despiertos sé que mi canción tiene algún mérito. —También me dijo que a veces cantaba para sí mismo—. Me siento bajo las estrellas y canto —confesó con una sonrisa irónica.
—¿Es cierto que veis el futuro? —le pregunté durante la conversación.
—Sueño lo que va a suceder —dijo, como si no fuera un gran don—. Pero ver el futuro es como atisbar por entre una niebla espesa, y el esfuerzo apenas vale la recompensa. Por otra parte, señor, nunca sé si mis visiones del futuro vienen de los dioses o son producto de mis propios temores. Al fin y al cabo, sólo soy un bardo. —Parecióme evasivo. Merlín me había dicho que Taliesin se mantenía célibe para conservar el don de la profecía, de modo que debía atribuirle un valor muy superior a lo que mostraba, aunque procuraba minimizar su importancia para que los hombres no lo agobiaran a preguntas. Creo que Taliesin vio nuestro futuro mucho antes que nosotros tuviéramos el menor atisbo, y no quería revelárnoslo. Era un hombre muy particular.
—¿Sólo un bardo? —pregunté, repitiendo sus últimas palabras—. Dicen que sois el mejor bardo de todos.
Desdeñó el halago con una sacudida de cabeza.
—Sólo un bardo —repitió—, aunque me he sometido a las enseñanzas de los druidas. Celafydd me enseñó los misterios en Cornovia. Estudié durante siete años y tres más, y el último día, cuando podía haber tomado la vara de druida, salí andando de la cueva de Celafydd y me nombré a mi mismo bardo, en vez de druida.
—¿Por qué?
—Porque —respondió tras una larga pausa— un druida tiene responsabilidades que no deseo para mí. Me gusta observar, Derfel, y relatar. El tiempo es como un relato y prefiero ser narrador en vez de protagonista. Merlín quería cambiar la historia, pero no lo consiguió. Yo no me atrevo a aspirar tan alto.
—¿Merlín no lo consiguió? —le pregunté.
—No, en los detalles —respondió Taliesin con calma—, ¿pero en las grandes cosas? Sí. Los dioses se alejan más cada vez, y sospecho que ni mis canciones ni todas las hogueras de Merlín los harán volver ya. El mundo se vuelve hacia otros dioses, señor, y tal vez no sea mala cosa. Un dios es un dios, ¿por qué ha de importarnos cuál de ellos rija el mundo? Sólo el orgullo y la costumbre nos atan a los dioses antiguos.
—¿Insinuáis que tendríamos que convertirnos todos al cristianismo? —pregunté hoscamente.
—Para mí no tiene importancia a qué dios adoréis, lord Derfel. Yo sólo estoy aquí para observar, escuchar y cantar.
Así, Taliesin cantaba mientras Arturo gobernaba Siluria con Ginebra. Mi tarea consistía en servir de brida a las fechorías de Mordred en Dumnonia. Merlín había desaparecido, seguramente en las tenebrosas brumas del corazón del oeste. Los sajones seguían sometidos, aunque aún deseaban apoderarse de nuestras tierras, y en los cielos, donde nadie pone bridas a sus fechorías, los dioses tiraron los dados de nuevo.
Mordred fue feliz durante los años posteriores a Mynydd Baddon. La batalla despertó su gusto por la guerra y la buscaba con afán. Durante un tiempo se conformó con luchar a las órdenes de Sagramor; participó en incursiones en la mermada Lloegyr y en persecuciones de bandas sajonas que acudían a robar nuestras cosechas y nuestro ganado, pero al cabo de un tiempo topó con la prudencia de Sagramor. El numidio no deseaba empezar una guerra total para conquistar los territorios que aún estaban en poder de Cerdic, y donde los sajones se hacían fuertes, pero Mordred echaba desesperadamente de menos el enfrentamiento de barreras de escudos. En una ocasión ordenó a los lanceros de Sagramor que lo acompañaran hasta el territorio de Cerdic, pero los hombres no quisieron obedecer más órdenes que las de Sagramor, el cual prohibió la invasión. Mordred estuvo resentido un tiempo hasta que, un día, llegó una petición de ayuda de Broceliande, el reino britano de Armórica, y Mordred partió, al frente de una banda de guerra formada por voluntarios, a luchar contra los francos que presionaban en las fronteras del rey Budic. Permaneció más de cinco años en Armórica, tiempo que le valió para forjarse un nombre por méritos propios. Me contaron que en la batalla no mostraba el menor temor, y sus victorias atrajeron a otros guerreros a su enseña del dragón. Tratábase de hombres sin amo, pendencieros y proscritos que podían enriquecerse gracias a los botines, y Mordred les ofrecía la satisfacción de sus más hondos deseos. Recuperó buena parte del antiguo reino de Benoic y los bardos empezaron a alabarlo como reencarnación de Uther, incluso como un segundo Arturo, aunque otros relatos, nunca convertidos en canciones, llegaron también a nuestros oídos desde el otro lado de las grises aguas, relatos que hablaban de violaciones y asesinatos y de hombres licenciosos y crueles.
También Arturo luchaba en esa época pues, como había previsto, algunos misioneros de Meurig fueron asesinados en Powys y Meurig le exigió ayuda para castigar a los rebeldes causantes de dichas muertes, de modo que hubo de dirigirse al norte y emprender una de sus más grandes campañas. Yo no estaba con él, pues me ataban las responsabilidades de Dumnonia, pero todos supimos de sus gestas. Arturo convenció a Oengus mac Airem de que atacara a los rebeldes desde Demetia y, mientras los Escudos Negros cargaban desde poniente, Arturo llegó por el sur al frente de sus hombres; el ejército de Meurig, que marchaba detrás de Arturo a dos días de distancia, llegó cuando la revuelta había sido sofocada y la mayoría de los asesinos capturados, aunque algunos de los asesinos de sacerdotes hallaron refugio en Gwynedd y Byrthig, el rey del montañoso país, se negó a entregarlos. Byrthig aún tenía esperanzas de utilizar a dichos rebeldes para anexionarse más territorio de Powys, de modo que Arturo, pasando por alto el consejo de precaución de Meurig, continuó la invasión hacia el norte. Venció a Byrthig en Caer Gei y, acto seguido y so idéntico pretexto de que algunos de los asesinos de sacerdotes se habían adentrado más al norte, se llevó a sus guerreros más allá del Sendero Tenebroso, hacia el temido reino de Lleyn. Oengus los siguió, y en las arenas de Foryd, donde el río Gwyrfair se desliza hasta el mar, Oengus y Arturo atraparon entrambos al rey Diwrnach, y así derrotaron a los Escudos Sangrientos de Lleyn. Diwrnach se ahogó, más de cien lanceros suyos murieron y el resto huyó presa de pánico. En dos meses de verano, Arturo terminó con la rebelión de Powys, sometió a Byrthig y destruyó a Diwrnach, hecho este último que le permitió cumplir la palabra dada a Ginebra de vengar, en nombre de su padre, la pérdida de su reino. Leodegan, padre de Ginebra, había sido el rey de Henis Wyren, pero Diwrnach llegó de irlanda, se apoderó del reino de la noche a la mañana, le cambió el nombre por el de Lleyn y así condenó a Ginebra a un exilio paupérrimo. Una vez muerto Diwrnach, pensé que Ginebra reclamaría el reino recuperado para su hijo, pero no se opuso cuando Arturo confió el cuidado de dichas tierras a Oengus con la esperanza de mantener a los Escudos Negros ocupados en otra cosa que no fuera invadir Powys. Según me dijo Arturo más adelante, era preferible que Lleyn tuviera un gobernante irlandés, pues la gran mayoría de la población era irlandesa y Gwydre habría sido siempre un extranjero allí; así pues, el hijo mayor de Oengus fue nombrado gobernante de Lleyn y Arturo llevó la espada de Diwrnach a Isca y se la ofreció a Ginebra como trofeo.
Mas yo nada vi de todo eso pues estaba ocupado en Dumnonia, donde mis lanceros recaudaban los diezmos y velaban por la justicia en nombre de Mordred. Issa hacía la mayor parte del trabajo, pues había sido nombrado lord por méritos propios y yo le había dado la mitad de mis lanceros. También era padre y Scarach, su esposa, esperaba otro hijo. Ella vivía con nosotros en Dun Carie, de donde partía Issa a recorrer el país y desde donde yo, con mayor desgana a medida que pasaba el tiempo, viajaba mensualmente al sur para asistir a las reuniones del consejo real en Durnovaria; Argante presidía las reuniones, pues las órdenes de Mordred dictaban que su reina ocupara la presidencia en su lugar en el consejo. Ni siquiera Ginebra había tomado parte en dichas reuniones, pero a instancias de Mordred, Argante convocaba al consejo, con el obispo Sansum como principal aliado. Sansum disponía de habitaciones en el palacio y cuchicheaba constantemente al oído de Argante mientras Fergal el druida le susurraba por el otro oído. Sansum proclamaba el odio a los paganos, pero cuando vio que no ganaría ascendencia a menos que la compartiera con Fergal, su odio se convirtió en una alianza siniestra. Morgana, esposa de Sansum, volvió a Ynys Wydryn después de Mynydd Baddon, pero Sansum permaneció en Durnovaria pues prefería las confidencias de la reina a la compañía de su esposa.
Argante disfrutaba ejerciendo el poder real. No creo que sintiera gran amor por Mordred, pero sí una gran pasión por el dinero y permanecer en Dumnonia era la garantía de que la mayor parte de la recaudación del país pasara por sus manos. Poco hacía con sus riquezas. No construía como Arturo y Ginebra, no se preocupaba de la conservación de puentes ni fortalezas, se limitaba a trocar los impuestos por oro, ya tratárase de sal, ya de cereales o pellejos. Enviaba un tanto del oro a su esposo, que siempre reclamaba más dinero para su banda de guerreros, pero almacenaba la mayor parte en la bóvedas del palacio, hasta que el pueblo de Durnovaria llegó a decir que la ciudad se levantaba sobre cimientos de oro. Hacía tiempo que Argante había recuperado el tesoro que escondimos en el camino de la Zanja, el cual iba engrosando sin cesar, y el obispo Sansum, que además de obispo de Dumnonia era ya primer consejero y tesorero real, alentaba dicha actitud ahorradora. No me cabía la menor duda de que el obispo utilizaba el último cargo para esquilmar el tesoro en favor de su rebaño. En una ocasión lo acusé de ello e inmediatamente adoptó una expresión muy dolida.
—Señor, no me importa el oro —dijo piadosamente—. ¿Acaso no nos mandó Dios Nuestro Señor no atesorar riquezas en la tierra, sino en el cielo?
—Tu dios puede mandar lo que quiera —dije—, pero aun así, tú venderías el espíritu por oro, obispo, y no es mala idea porque harías buen negocio.
—¿Buen negocio? —preguntó, mirándome con suspicacia—. ¿Por qué?
—Porque cambiarías suciedad por dinero, naturalmente. —Me era imposible fingir aprecio por Sansum, y a él también con respecto a mí. El señor de los ratones no perdía ocasión de acusarme de recortar los impuestos a cambio de favores y como prueba de la acusación alegó que cada año entraban menos riquezas en las arcas reales, mas tal recorte nada tenía que ver conmigo. Sansum había convencido a Mordred para que firmara un decreto de exención de impuestos para los cristianos y me atrevo a afirmar que, hasta entonces, la iglesia no había encontrado mejor forma de conseguir conversos, aunque Mordred derogó la ley tan pronto como se dio cuenta de que ganaba muchas almas para el cielo pero poco oro para el tesoro; entonces, Sansum convenció al rey de que la iglesia y nadie más que la iglesia, debía ser responsable de recoger la recaudación de los cristianos. Con dicha medida aumentó el beneficio un año, pero a partir de entonces disminuyó, pues los cristianos descubrieron que era más barato sobornar a Sansum que pagar al rey. Entonces, Sansum propuso doblar la contribución a todos los paganos, pero Argante y Fergal se lo impidieron. Argante propuso entonces que se doblaran los tributos de los sajones, pero Sagramor se negó a recaudar el aumento arguyendo que tal medida sólo provocaría la rebelión en las partes de Lloegyr que habíamos pacificado. No es de extrañar que aborreciera las reuniones del consejo y, al cabo de un año o dos de infructuosas discusiones, dejé de asistir por completo. Issa siguió encargándose de las recaudaciones, pero sólo pagaban los honrados y, al parecer, el número de honrados disminuía todos los años, de modo que Mordred siempre se quejaba de falta de dinero mientras Argante y Sansum se enriquecían.
Argante se enriquecía pero seguía sin concebir hijos. Trasladábase a Broceliande de tanto en tanto y, una vez cada largos períodos, Mordred volvía a Dumnonia, pero el vientre de Argante no llegó a hincharse nunca después de esas visitas. Ella rezaba, hacía sacrificios y visitaba las fuentes sagradas rogando concebir, pero continuaba estéril. Recuerdo la pestilencia que impregnaba las reuniones del consejo cuando llevaba el cinturón untado de heces de recién nacido, supuesto remedio de la esterilidad, pero que surtió tan poco efecto como las infusiones de brionia y mandrágora que tomaba a diario. Con el tiempo, Sansum la convenció de que sólo el cristianismo obraría el milagro, y así, dos años después de que Mordred partiera a Broceliande, Argante expulsó a Fergal el druida del palacio y recibió el bautismo públicamente en el río Ffraw, que pasa por el lado norte de Durnovaria. Durante seis meses asistió diariamente a los servicios en la enorme iglesia que Sansum había construido en el centro de la ciudad, pero al cumplirse los seis meses su vientre continuaba tan plano como antes de meterse en el río. Así pues, llamó nuevamente a Fergal al palacio; el druida volvió con nuevas pociones de heces de murciélago y sangre de comadreja que habían de hacerla fértil.
Por entonces, Gwydre y Morwenna habían contraído matrimonio y habían tenido su primer hijo; fue un niño que recibió el nombre de Arturo, aunque desde el primer día lo llamaron Arturo-bach, que quiere decir Arturo menor. El obispo Emrys bautizó al niño, y Argante consideró la ceremonia una provocación. Sabía que ni Arturo ni Ginebra profesaban verdadero amor al cristianismo, y el hecho de bautizar a su nieto no era más que una maniobra para ganarse el favor de los cristianos dumnonios, cuyo apoyo necesitarían si Gwydre llegara algún día a ocupar el trono. Por otra parte, la mera existencia de Arturo-bach era un reproche a Mordred. Los reyes tienen que ser fecundos, es su deber, y Mordred no lo cumplía. A pesar de que hubiera engendrado hijos por todo lo largo y ancho de Dumnonia y Armórica, no engendraba un heredero en Argante y la reina hablaba sombríamente de su pie deforme, recordaba los malos augurios de su nacimiento y miraba a Siluria con amargura, donde su rival, mi hija, hacía gala de su capacidad para criar nuevos príncipes. La desesperación de la reina aumentó al punto de rascar su tesoro para pagar con oro a cualquier farsante que le prometiera hincharle el vientre, pero ni todas las hechiceras de Britania podían ayudarla a concebir y, si los rumores eran ciertos, tampoco la mitad de los lanceros de la guardia palaciega. Mientras tanto, Gwydre esperaba en Siluria, y Argante sabía que si Mordred moría, Gwydre reinaría en Dumnonia a menos que ella concibiera un hijo propio.
Hice cuanto pude por mantener la paz en Dumnonia aquellos primeros años del mandato de Mordred y, durante un tiempo, mis esfuerzos contaron con el respaldo de la ausencia del rey. Nombré magistrados a los más capacitados para velar por la justicia de Arturo. Arturo siempre había admirado las leyes justas, pues le parecían la forma apropiada de mantener unido un país, como las tablas de sauce del escudo se mantienen unidas gracias al forro de cuero, y se había tomado muchas molestias para nombrar jueces en cuya imparcialidad se pudiera confiar. Eran en su mayoría terratenientes, mercaderes y sacerdotes, casi todos suficientemente ricos como para resistirse al efecto corrosivo del oro. Arturo siempre había dicho que si el hombre puede comprar la ley, la ley pierde todo su valor, y sus magistrados eran famosos por su honradez, aunque el pueblo de Dumnonia no tardó en descubrir que había formas de adelantarse a los magistrados. Sansum y Argante, a cambio de dinero, garantizaban que Mordred escribiera desde Armórica ordenando que tal o cual decisión fuera revocada, y así, año tras año, me vi hundido en un mar cada vez mayor de pequeñas injusticias. Los hombres honrados renunciaban al cargo por no ver sus decisiones cambiadas una vez sí y otra también, y aquellos que habrían llevado sus diferencias ante el tribunal preferían arreglarlas con las lanzas. Tal erosión de la ley fue un proceso lento, pero imparable. Por más que yo fuese la brida de los caprichos de Mordred, Argante y Sansum eran dos espuelas de igual calibre, y las espuelas podían más que las bridas.
Sin embargo, en general, fue una época de felicidad. Pocos eran los que alcanzaban la edad de cuarenta años, pero Ceinwyn y yo la alcanzamos y los dioses nos concedieron buena salud. El matrimonio de Morwenna nos proporcionó alegría, y más aún el nacimiento de Arturo-bach; un año después, nuestra hija Seren casó con Ederyn, el edling de Elmet. Fue un matrimonio dinástico, pues Seren era prima carnal de Perddel, rey de Powys, y el matrimonio no se realizó por amor sino para reforzar la alianza entre Elmet y Powys y, aunque Ceinwyn se opuso a tal matrimonio, pues no veía muestras de afecto entre Seren y Ederyn, Seren se había propuesto ser reina y por eso aceptó al edling y se fue lejos de nosotros. La pobre Seren nunca llegó a ser reina, pues murió al dar a luz a su primer hijo, una niña que sobrevivió solamente medio día más que su madre. Y así fue cómo nuestra segunda hija entró en el otro mundo.
Lloramos por Seren, aunque no lágrimas tan acerbas como las derramadas por Dian, pues ella había muerto a una edad cruelmente temprana; sin embargo, al cabo de un mes de perder a Seren, Morwenna dio a luz a su segundo hijo, una niña a la que Gwydre y ella pusieron de nombre Seren, y esos nietos eran la luz que animaba nuestros días. No se trasladaron a Dumnonia porque se exponían a la envidia de Argante, pero Ceinwyn y yo íbamos a Siluria con harta frecuencia. Tanto es así, que Ginebra dispuso unas habitaciones en su palacio para nuestro uso exclusivo y, al cabo de un tiempo, pasábamos más días en Isca que en Dun Carie. El pelo y la barba se me tornaban grises y no me importaba que Issa lidiara con Argante mientras yo jugaba con mis nietos. Construí una casa para mi madre en la costa de Siluria, pero su demencia había alcanzado tal punto que no comprendía lo que sucedía e intentaba volver de continuo a su choza de maderos del acantilado. Murió durante una epidemia invernal y, tal como prometiera a Aelle, la enterré a la manera sajona, con los pies hacia el norte.
Dumnonia decaía y poco podía hacer yo por evitarlo, pues Mordred ejercía suficiente influencia para tomarme la delantera, pero Issa mantenía el orden y la justicia en la medida de lo posible mientras Ceinwyn y yo pasábamos más y más tiempo en Siluria. ¡Qué dulces recuerdos guardo de Isca! Recuerdos de días soleados con Taliesin cantando canciones de cuna y Ginebra burlándose tiernamente de mi felicidad cuando montaba a Arturo-bach y a Seren en un escudo dado la vuelta y los lleva a rastras por la hierba. También Arturo se sumaba a los juegos, pues siempre había amado a los niños, y a veces también Galahad, que acompañaba a Arturo y Ginebra en su idílico exilio.
Galahad permanecía soltero, aunque tenía un niño. Tratábase de su sobrino el príncipe Peredur, hijo de Lancelot, que había sido hallado vagando y deshecho en llanto entre los muertos de Mynydd Baddon. Con el tiempo, Peredur se parecía más y más a su padre; tenía la misma tez oscura, el mismo semblante alargado y bello y el mismo cabello negro, pero poseía el carácter de Galahad, no el de Lancelot. Era un muchacho despierto, serio y aplicado, deseoso de ser buen cristiano. Ignoro hasta qué punto conocía la historia de su padre, pero se azoraba en presencia de Arturo y Ginebra, y creo que a ellos les inquietaba el muchacho. No era suya la culpa, sino que su rostro les recordaba hechos que habrían preferido olvidar, y ambos sintieron gran alivio cuando, a los doce años, Peredur fue enviado a Gwent, a la corte de Meurig, para recibir instrucción como soldado. Era un buen muchacho y, sin embargo, con su partida fue como si desaparecieran los nubarrones en Isca. En años posteriores, mucho después de concluida la historia de Arturo, llegué a conocer bien a Peredur y a valorarlo en tan alto grado como a cualquier hombre.
Aunque la presencia de Peredur inquietase a Arturo, muy pocas cosas más lo desasosegaban. En estos días oscuros, cuando el pueblo mira atrás y recuerda lo que perdió con la desaparición de Arturo, suele referirse a Dumnonia, pero también hay quien se lamenta por Siluria, pues en aquellos años proporcionó a tan inadvertido reino una época de paz y justicia. Por el simple hecho de que Arturo gobernase no desaparecieron la enfermedad ni la pobreza, ni los hombres dejaron de emborracharse y matarse entre sí, pero las viudas sabían que sus quejas serían atendidas en los tribunales y los hambrientos sabían que en sus graneros quedaría alimento para pasar el invierno. Ningún enemigo asaltaba las poblaciones fronterizas y, a pesar del rápido avance de la religión cristiana por los valles, Arturo no permitía que los sacerdotes profanaran los templos paganos ni que los paganos atacaran las iglesias cristianas. Durante aquellos años logró en Siluria lo que había soñado para toda Britania: un paraíso. No se esclavizaba a los niños, no se incendiaban las cosechas, los señores de la guerra no saqueaban las propiedades ajenas.
Sin embargo, el peligro acechaba allende las fronteras. Uno de dichos peligros era la ausencia de Merlín. Iban pasando los años y nada sabíamos de él; al cabo de un tiempo la gente dio por supuesto que habría muerto, pues nadie, ni siquiera él, podía vivir tanto tiempo. Meurig era un vecino molesto e irritable, siempre exigiendo impuestos más elevados y purgas de druidas, que vivían en los valles de Siluria, aunque Tewdric, su padre, sabía ejercer una influencia moderadora sobre él cuando se conseguía hacerle salir de la vida de renuncia que él mismo se había impuesto. Powys continuaba débil y Dumnonia se convertía cada vez más en un reino sin ley, aunque se ahorraba la peor parte del reinado de Mordred gracias a su ausencia. Sólo en Siluria, al parecer, existía felicidad, y Ceinwyn y yo empezamos a pensar en terminar nuestros días en Isca. Éramos ricos, teníamos amigos y familia y disfrutábamos de la felicidad.
En resumen, nos sentíamos satisfechos, mas el destino es gran enemigo de la satisfacción y, como solía decir Merlín, el destino es inexorable.
Estaba cazando con Ginebra en los montes del norte de Isca cuando tuve noticias de la calamidad de Mordred. Era invierno, los árboles estaban desnudos y los valiosos perros de Ginebra acababan de abatir a un gran ciervo rojo cuando un mensajero de Dumnonia me encontró. Me entregó una misiva y se quedó mirando a Ginebra con los ojos muy abiertos al verla en medio de los enfurecidos perros poniendo fin a la dolorosa agonía del venado con un misericordioso golpe de lanza corta. Los cazadores apartaron a los perros del venado y sacaron los machetes para destripar la pieza. Abrí el pergamino, leí el breve mensaje y miré al mensajero.
—¿Lo ha leído Arturo?
—No, señor —respondió el hombre—. La misiva va dirigida a vos.
—Llévasela inmediatamente —dije, y le entregué la hoja.
Ginebra, dichosa y salpicada de sangre, salió de en medio de la matanza.
—Tienes cara de malas noticias, Derfel.
—Al contrario —dije—, son buenas. Mordred ha sido herido.
—¡Bien! —exclamó Ginebra—. Espero que de gravedad.
—Eso parece. Un hachazo en la pierna.
—Lástima que no fuera en el corazón. ¿Dónde está?
—Sigue en Armórica —dije. El mensaje lo había dictado Sansum, y decía que un ejército al mando de Clovis, rey supremo de los francos, había caído sobre Mordred por sorpresa y lo había derrotado, y que en la batalla nuestro rey había recibido una herida grave en la pierna. Había escapado pero en esos momentos Clovis lo había sitiado en una antigua fortaleza de la vieja Benoic. Supuse que Mordred debía de estar pasando el invierno en el territorio que había conquistado a los francos, y que sin duda pensaba convertir en su segundo reino allende el mar, pero Clovis había llevado a su ejército franco hacia el oeste y había emprendido una campaña de invierno por sorpresa. Mordred había sufrido una derrota y, aunque continuaba con vida, estaba atrapado.
—¿Hasta qué punto son de fiar esas noticias? —preguntó Ginebra.
—Son de fiar —dije—, el rey Budic mandó un mensajero a Argante.
—¡Bien! —dijo Ginebra—. ¡Bien! Esperemos que los francos lo maten. —Volvió a acercarse al montón creciente de desperdicios humeantes y echó una tajada a uno de sus queridos perros—. Lo matarán, ¿no? —me preguntó.
—Los francos no destacan por su clemencia —dije.
—Espero que bailen encima de sus huesos —replicó ella—. ¡Llamarse a sí mismo el segundo Uther!
—Hubo un tiempo en que luchaba bien, señora.
—Lo que importa no es luchar bien, Derfel, sino ganar o perder la última batalla. —Echó a los perros unos puñados de entrañas, limpió el cuchillo con la túnica y lo envainó otra vez—. Entonces, ¿qué quiere Argante que hagas? —me preguntó—, ¿que lo rescates? —Eso era exactamente lo que Argante quería, y también Sansum, razón por la cual me había escrito. En su mensaje me ordenaba marchar con mis hombres hacia la costa sur, buscar embarcaciones y acudir en auxilio de Mordred. Así se lo conté a Ginebra, y ella me miró burlonamente.
—¿Y ahora vas a decirme que el juramento a ese pequeño bellaco te obliga a obedecer?
—No estoy obligado a Argante —dije—, y menos aún a Sansum. —El señor de los ratones podía enviarme cuantas órdenes quisiera, pero yo no tenía obligación de obedecerle ni deseos de rescatar a Mordred. Además, dudaba que un ejército pudiera llegar a Armórica en invierno y, aunque mis lanceros sobrevivieran a la procelosa travesía, serían pocos para luchar contra los francos. Mordred sólo podía esperar ayuda del viejo rey Budic de Broceliande, casado con Anna, la hermana mayor de Arturo; mas, aunque Budic se alegrara de que Mordred estuviera matando francos en tierras que habían pertenecido a Benoic, no querría llamar la atención de Clovis enviando lanceros a rescatar a Mordred. Pensé que el rey estaba condenado. Si no lo mataba la herida, Clovis acabaría con él.
Durante el resto del invierno, Argante me atosigó con mensajes donde me exigía que cruzara el mar con mis hombres, pero me quedé en Siluria e hice caso omiso de sus exigencias. Issa recibió idénticas órdenes y también se negó en redondo a obedecer; Sagramor se limitó a arrojar los mensajes de Argante al fuego. Argante, al ver que con la vida de su esposo se le escapaba el poder de las manos, se desesperó más aún y ofreció oro a todo lancero que quisiera embarcarse para Armórica. Muchos lo aceptaron, pero prefirieron navegar hacia poniente, hacia Kernow, o irse apresuradamente a Gwent en vez de navegar hacia el sur donde les esperaba el sanguinario ejército de Clovis. Nuestras esperanzas aumentaban en la misma medida que la desesperación de Argante. Mordred estaba atrapado y enfermo, tarde o temprano llegarían noticias de su muerte y, cuando tal cosa sucediera, pensábamos entrar en Dumnonia bajo la enseña de Arturo, con Gwydre como candidato al trono. Sagramor llegaría desde la frontera sajona para apoyarnos y nadie en Dumnonia tendría poder para oponernos resistencia.
Pero había otros hombres que aspiraban al trono de Dumnonia. Lo averigüé a principios de primavera, cuando murió el santo Tewdric. Arturo estornudaba y tiritaba a causa del último catarro del invierno y pidió a Galahad que asistiera a los funerales del viejo rey en Burrium, la capital de Gwent, situada a poca distancia de Isca, río arriba, y Galahad me rogó que lo acompañara. Lamenté la pérdida de Tewdric, pues siempre había sido buen amigo nuestro, mas no deseaba asistir a sus funerales por no verme obligado a soportar el ronroneo interminable de las ceremonias cristianas; pero Arturo añadió sus ruegos a los de Galahad.
—Vivimos aquí por mor de Meurig —me recordó—, y no está de más demostrarle respeto. Iría yo, si pudiera —hizo una pausa para estornudar—, pero dice Ginebra que moriría en el intento.
De modo que Galahad y yo acudimos en representación de Arturo, y el servicio se me hizo ciertamente interminable. Se celebró en una iglesia que parecía un gran cobertizo; Meurig había mandado construirla para conmemorar el quinto centenario del supuesto advenimiento de Cristo Jesús a este mundo de pecado y, una vez recitadas o salmodiadas las oraciones dentro de la iglesia, hubimos de soportar aún otras en la tumba de Tewdric. No hubo pira funeraria ni lanceros que cantasen, sólo una fría fosa en la tierra, un puñado de sacerdotes que cabeceaban y un indigno apresuramiento por volver a la ciudad a llenar las tabernas tan pronto como Tewdric recibió al fin sepultura.
Meurig nos ordenó a Galahad y a mí que acudiéramos a cenar con él. Peredur, el sobrino de Galahad, asistió también, así como el obispo de Burrium, un hombre de carácter lúgubre llamado Lladarn, el responsable de la mayoría de las tediosas oraciones del día; y aún antes de empezar a comer, recitó otra larga oración tras la cual me preguntó con gran interés por el estado de mi alma; se entristeció cuando le respondí que estaba perfectamente al cuidado de Mitra. Normalmente, a Meurig le habría irritado una respuesta semejante, pero estaba distraído y no se percató de la provocación. Me di cuenta de que no era dolor por la muerte de su padre la causa primera de su distracción, pues todavía no le había perdonado que le arrebatara el poder durante la campaña de Mynydd Baddon, pero al menos fingió estar afectado y nos abrumó con alabanzas insinceras de la sagacidad y la santidad del buen rey. Expresé el deseo de que la muerte hubiera sido misericordiosa con Tewdric y Meurig me dijo que había muerto de inanición en su intento de emular a los ángeles.
—Estaba completamente consumido, al final —especificó el obispo Lladarn—, no era sino piel y huesos. ¡Piel y huesos! Pero los monjes dijeron que su cuerpo despedía una luz celestial, ¡alabado sea Dios!
—Y ahora, el santo se sienta a la diestra de Dios Padre —dijo Meurig santiguándose—, donde me sentaré yo también algún día, a su lado. Probad una ostra, señor. —Me acercó un platillo de plata y se sirvió vino. Era joven, con ojos saltones, barba rala y una irritante actitud de pedantería. Al igual que su padre, imitaba el estilo romano. Ceñíase el ralo cabello con corona de laurel hecha de bronce, vestía toga y comía reclinado en un triclinio, un diván tremendamente incómodo. Habíase casado con una princesa de Rheged, triste y con cara de buey, que había llegado a Gwent siendo pagana y, tras concebir gemelos varones, había sido sometida al cristianismo a fuerza de azotes. Compareció unos breves momentos en la penumbra del comedor, nos devoró con los ojos, no dijo ni probó nada y desapareció tan misteriosamente como había llegado.
—¿Tenéis nuevas de Mordred? —preguntó Meurig tras la breve comparecencia de su esposa.
—Nada nuevo sabemos, lord rey —respondió Galahad—. Clovis lo tiene atrapado, mas ignoramos si vive o no.
—Yo sí tengo nuevas —dijo Meurig, satisfecho de saber más que nosotros—. Ayer llegó un mercader de Broceliande con noticias frescas, y, según él, Mordred se halla muy cerca de la muerte. La herida se le encona. —El rey se limpió entre los dientes con un palillo de marfil—. Será un castigo de Dios, príncipe Galahad, un castigo de Dios.
—Alabado sea su nombre —terció el obispo Lladarn. La barba entrecana del obispo era tan larga que desaparecía bajo el triclinio, la utilizaba a modo de servilleta para limpiarse la grasa de las manos y se iba impregnando las tiesas guedejas de suciedad.
—No es la primera vez que se oyen tales rumores, lord rey —dije. Meurig se encogió de hombros.
—El mercader parecía seguro de lo que decía —dijo, y engulló una ostra—. De modo que si Mordred no ha muerto aún, morirá sin tardanza, con toda probabilidad, ¡y sin dejar descendencia!
—Cierto —convino Galahad.
—Y Perddel de Powys tampoco tiene descendencia —añadió Meurig.
—Perddel es soltero, lord rey —puntualicé.
—¿Pero hay perspectivas de boda? —nos preguntó Meurig.
—Se ha hablado de matrimonio con una princesa de Kernow —dije—, y varios reyes irlandeses le han ofrecido a sus hijas, pero su madre desea que espere un año o dos.
—Está dominado por su madre, ¿no es cierto? No me extraña que sea débil —dijo Meurig con su voz aguda y de tono pedante—, débil. Tengo entendido que en las montañas occidentales de Powys abundan los proscritos.
—Eso dicen, lord rey —dije. Las montañas de la costa del mar de Irlanda eran dominio de hombres sin ley desde la muerte de Cuneglas, y, con las campañas de Arturo en Powys, Gwynedd y Lleyn, su número aumentaba sin cesar. Algunos de los refugiados eran lanceros de los Escudos Sangrientos de Diwrnach que, unidos a los descontentos de Powys, podrían representar una amenaza para el trono de Perddel, aunque hasta ese momento no habían causado más que pequeñas molestias. Hacían incursiones en busca de cereales y ganado, raptaban niños para esclavizarlos y regresaban corriendo a los refugios de las montañas para escapar a las represalias.
—Y Arturo —inquirió Meurig—, ¿cómo lo dejasteis al partir?
—No muy bien de salud, lord rey —dijo Galahad—. Le habría gustado acudir personalmente, pero por desgracia lo aqueja una fiebre invernal.
—¿Nada grave? —preguntó con una expresión rayana en la esperanza de que el catarro de Arturo fuera fatal—. Naturalmente, espero que así sea —se apresuró a añadir—, pero es viejo, y los viejos sucumben a trivialidades que los hombres más jóvenes superan de un plumazo.
—No creo que Arturo sea viejo —dije.
—¡Tendrá cerca de cincuenta! —puntualizó Meurig con indignación.
—Aún le faltan uno o dos años —dije.
—Pero es viejo —insistió Meurig—, viejo. —Guardó silencio y yo eché una ojeada en derredor; la estancia del palacio estaba iluminada por mechas que flotaban en platillos de bronce llenos de aceite. No había más mobiliario que los cinco triclinios y la mesa baja, y el único ornamento era una talla de Cristo en la cruz colgada a cierta altura en una pared. El obispo rebañaba una costilla de cerdo, Peredur estaba sentado en silencio y Galahad observaba al rey con leve sorna. Meurig volvió a escarbarse los dientes y luego me señaló con el palillo de marfil—. ¿Qué sucede si Mordred muere? —Parpadeó rápidamente, cosa que siempre hacía cuando se inquietaba.
—Debemos encontrar un nuevo rey, lord rey —dije sin darle importancia, como si la cuestión no me atañera.
—Hasta ahí llego yo —replicó ácidamente—, ¿pero quién?
—Los lores de Dumnonia lo decidirán —respondí evasivamente.
—¿Y escogerán a Gwydre? —Volvió a parpadear mientras me provocaba—. ¡Eso tengo entendido, que escogerán a Gwydre! ¿Me equivoco?
No respondí y, por fin, Galahad se decidió a hacerlo.
—Ciertamente, Gwydre tiene derecho, lord rey —dijo con cautela.
—¡No tiene derecho! ¡Ningún derecho! —gritó Meurig desquiciado—. ¿Acaso necesito recordaros que su padre es un bastardo?
—Igual que yo, lord rey —intervine.
Meurig pasó el comentario por alto.
—¡Los bastardos no entrarán en la congregación del Señor! —citó con insistencia—. Así rezan las escrituras. ¿No es cierto, obispo?
—«Los bastardos no entrarán en la congregación del Señor ni en la décima generación», lord rey —declamó Lladarn, e hizo la señal de la cruz—. Alabada sea su sabiduría, alabada sea su luz, lord rey.
—¡Ahí lo tenéis! —dijo Meurig, como si la cita zanjara la discusión. Sonreí.
—Lord rey —señalé con calma—, si hubiéramos de negar la herencia a los descendientes bastardos no tendríamos reyes.
Me miró fijamente con sus ojos claros y saltones, tratando de dilucidar si mis palabras ocultaban un insulto a su linaje, pero debió de optar por eludir la confrontación.
—Gwydre es joven —dijo— y no es hijo de rey. Los sajones se van fortaleciendo de día en día y Powys vive sin ley. Faltan jefes en Britania, lord Derfel, ¡faltan reyes fuertes!
—Cantamos hosannas a diario para que vos demostréis lo contrario, lord rey —replicó Lladarn untuosamente.
El halago del obispo me pareció simple retórica cortés, el tipo de frase vacía que los cortesanos suelen dedicar a los monarcas, pero Meurig se lo tomó como una verdadera revelación.
—¡Exactamente! —exclamó el rey entusiasmado, y me miró con los ojos muy abiertos como si esperara que me hiciese eco de los sentimientos del obispo.
—Lord rey —dije—, ¿a quién os gustaría ver en el trono de Dumnonia?
De repente, empezó a parpadear a toda velocidad, señal inequívoca de que la pregunta lo había desconcertado. La respuesta no podía ser otra: Meurig aspiraba al trono. Antes de Mynydd Baddon había hecho un intento falto de energía de anexionarse Dumnonia; su empeño por negar a Arturo el apoyo del ejército de Gwent en la lucha contra los sajones, a menos que éste renunciara a su poder, había sido una argucia para debilitar el trono de Dumnonia con la esperanza de que un día quedara vacante; pero en esos momentos, por fin, veía la ocasión, aunque no osaba anunciar su candidatura abiertamente hasta que la noticia cierta de la muerte de Mordred llegara a Britania.
—Yo apoyaría —dijo— a todo aspirante que demostrara ser discípulo de Cristo. —Se santiguó—. Nada más puedo hacer, pues sirvo al Señor Todopoderoso.
—¡Alabado sea! —remató el obispo a toda prisa.
—Y tengo informaciones fidedignas, lord Derfel —prosiguió Meurig con gran interés—, de que los cristianos de Dumnonia piden a gritos un gobernante cristiano. ¡Lo piden a gritos!
—¿Y quién os ha informado de sus gritos, lord rey? —pregunté en un tono tan ácido que el pobre Peredur se alarmó. Meurig no respondió, pero tampoco yo esperaba que lo hiciera, de modo que respondí a mi propia pregunta—. ¿El obispo Sansum? —dije, y por la expresión indignada de Meurig supe que había dado en el clavo.
—¿Qué os hace pensar que Sansum tiene voz en este asunto? —inquirió Meurig, completamente sonrojado.
—Sansum procede de Gwent, ¿no es así, lord rey? —pregunté, y Meurig enrojeció más aún, lo cual me corroboró que Sansum instigaba para colocar a Meurig en el trono de Dumnonia; y Meurig a su vez, Sansum podía estar seguro, le recompensaría con mayores poderes aún—. Sin embargo, en mi opinión, los cristianos de Dumnonia no precisan de vuestra protección, lord rey, ni de la de Sansum. Gwydre, al igual que su padre, es amigo de vuestra fe.
—¡Amigo! ¡Arturo amigo de Cristo! —me espetó el obispo Lladarn—. ¡En Siluria hay templos paganos, se sacrifican animales a dioses antiguos, las mujeres bailan desnudas a la luz de la luna, se pasa a los niños por el fuego, los druidas no callan! —El obispo escupía por la boca a medida que recitaba la lista de iniquidades.
—Sin la bendición de la ley de Dios —dijo Meurig inclinándose hacia mí— no puede haber paz.
—Lord rey —le dije sin ambages—, no puede haber paz si dos hombres codician el mismo reino. ¿Qué deseáis que diga a mi yerno?
Nuevamente, mi falta de diplomacia inquietó a Meurig. Estuvo dando vueltas a una concha de ostra hasta hallar la respuesta, y se encogió de hombros.
—Podéis asegurar a Gwydre que recibirá tierras, honores, rango y mi protección —dijo parpadeando muy velozmente—, pero que no consentiré en verlo convertido en rey de Dumnonia. —Al pronunciar las últimas palabras se sonrojó. Meurig era listo, pero un cobarde en el fondo, y debió costarle un esfuerzo ímprobo hablar con semejante franqueza.
Tal vez temiera mi ira, pero le respondí cortésmente.
—Así se lo diré, lord rey —respondí, aunque en realidad el mensaje no era para Gwydre sino para Arturo. Meurig no sólo había declarado su intención de reinar en Dumnonia, sino que además advertía a Arturo que el formidable ejército de Gwent se opondría a la candidatura de Gwydre.
El obispo Lladarn se inclinó hacia Meurig y le susurró unas palabras al oído. Habló en latín pensando que ni Galahad ni yo lo entendíamos, pero se equivocaba respecto a Galahad, el cual entreoyó lo que decía.
—¿Intentáis enjaular a Arturo en Siluria? —preguntó a Lladarn acusadoramente en britano.
Lladarn se sonrojó. Además de ser obispo de Burrium, Lladarn era el primer consejero del rey y, por tanto, un hombre con poder.
—Mi rey —dijo con una inclinación de cabeza en dirección a Meurig— no puede permitir que Arturo pase por el territorio de Gwent con sus lanceros.
—¿Eso es cierto, lord rey? —preguntó Galahad amablemente.
—Soy hombre de paz —bramó Meurig—, y una forma de conservar la paz es que los lanceros no salgan de su casa.
Nada respondí temiendo que la ira me hiciera pronunciar algún improperio que empeorara las cosas. Si Meurig se reafirmaba en prohibir que nuestros lanceros cruzaran por sus tierras, habría logrado dividir las fuerzas que apoyarían a Gwydre. Ello significaba que Arturo no podría reunirse con Sagramor, ni Sagramor con Arturo, y si Meurig lograba mantener separadas las fuerzas de Arturo, no sería difícil que se proclamase rey de Dumnonia.
—Pero Meurig no presentará batalla —dijo Galahad burlonamente mientras cabalgábamos río abajo hacia Isca al día siguiente. Una especie de velo sutil envolvía los sauces, el despuntar de las primeras hojas de primavera; pero el día era más un recordatorio del invierno, pues soplaba un viento frío y había niebla.
—Tal vez sí —dije—, por una compensación suficiente. —Y la compensación era enorme, pues si Meurig se proclamaba rey de Gwent y Dumnonia, controlaría la parte más rica de Britania—. Dependerá de cuántas lanzas le hagan frente.
—Las tuyas, las de Issa, las de Sagramor —contó Galahad.
—¿Quinientos hombres, a lo sumo? —dije—, y los hombres de Sagramor se encuentran lejos; Arturo tendría que cruzar el territorio de Gwent para llegar a Dumnonia. ¿De cuántos dispone Meurig? ¿De un millar?
—No se expondrá a una guerra —insistió Galahad—. Quiere la recompensa pero le aterroriza el riesgo. —Había detenido al caballo para observar a un hombre que pescaba en una embarcación pequeña en el centro del río. El pescador echaba la red de mano con despreocupada pericia y, mientras Galahad admiraba la destreza del pescador, yo adjudicaba una predicción a cada tirada. «Si ahora saca un salmón —me dije—, Mordred morirá». En efecto, sacó un gran pez que se revolvía, y enseguida pensé que el augurio era una tontería, porque todos habíamos de morir, así que pensé que en la siguiente tendría que salir un pez si Mordred moría antes de Beltain. La red salió vacía y toqué el hierro del pomo de Hywelbane. El pescador nos vendió una parte de lo cobrado, guardamos los salmones en las alforjas y seguimos camino. Rogué a Mitra que me hubiera equivocado con el destinado augurio; luego pedí que el juicio de Galahad fuera acertado y que Meurig no se atreviera a comprometer a sus tropas. Pero Dumnonia, la rica Dumnonia, ¿no valía el riesgo, incluso a ojos de un hombre cauteloso como Meurig?
Los monarcas débiles son una maldición en la tierra; sin embargo, les juramos fidelidad, y si no hubiera juramentos no habría ley, y si no hubiera ley viviríamos en el caos; por tanto, debemos ceñirnos a la ley y mantenerla por medio de juramentos; si el hombre pudiera cambiar de rey a su capricho, podría olvidar su juramento a un rey que no le pluguiera y por eso necesitamos reyes, porque necesitamos una ley inmutable. Por cierto que fuera tal razonamiento, mientras Galahad y yo cabalgábamos hacia casa entre brumas invernales, habría llorado porque el único hombre que merecía reinar jamás reinaría, mientras que todos los que no lo merecían, reinaban.
Encontramos a Arturo en la herrería. La había construido él mismo; había levantado un horno abovedado con ladrillos romanos y había comprado un yunque y varias herramientas de herrero. Siempre había dicho que quería ser herrero, aunque, como solía decir Ginebra, no era lo mismo querer que poder. Sin embargo, Arturo lo intentaba, ¡y con cuánto tesón! Contrató a un herrero de verdad, un hombre demacrado y taciturno llamado Morridig cuya tarea consistía en enseñar a Arturo los secretos del oficio, pero Morridig había renunciado hacía tiempo a enseñarle otra cosa que no fuera entusiasmo. No obstante, todos poseíamos objetos forjados por Arturo, como candelabros de hierro con los brazos torcidos, cazuelas mal acabadas con asas que no encajaban y badiles que se combaban al calor del fuego. Sin embargo, era feliz en la herrería, y pasaba horas junto al horno chisporroteante sin perder la esperanza de que, con un poco más de práctica, llegaría a adquirir la misma perfección y facilidad que Morridig.
Cuando Galahad y yo llegamos de Burrium, estaba solo en la fragua. Nos saludó distraídamente con un gruñido y siguió dando martillazos a un trozo informe de hierro que había de ser una herradura para uno de los caballos. Dejó el martillo a regañadientes cuando le enseñamos uno de los salmones que habíamos comprado y luego nos interrumpió para decirnos que ya sabía que Mordred estaba a punto de morir.
—Ayer llegó un bardo de Armórica —nos dijo— y dice que al rey se le ha gangrenado la pierna hasta la cadera. El bardo dijo que olía a sapo muerto.
—¿Cómo lo sabe el bardo? —pregunté, pues creía que Mordred estaba sitiado y aislado de los demás britanos de Armórica.
—Dice que en Broceliande lo sabe todo el mundo —contestó Arturo y añadió risueñamente que esperaba que el trono de Dumnonia quedase vacante dentro de pocos días; sin embargo, hubimos de ahogar su optimismo informándole de que Meurig prohibía el paso de lanceros por Gwent, y aún aumenté sus preocupaciones añadiendo mis sospechas sobre Sansum. Por un momento creí que Arturo iba a maldecir, cosa poco frecuente en él, pero dominó el impulso y prefirió apartar el salmón del fuego.
—No quiero que se ase —dijo—. ¿De modo que Meurig nos cierra los caminos?
—Dice que quiere paz, señor —le expliqué.
Arturo prorrumpió en una amarga carcajada.
—Lo que quiere es reafirmarse, nada más. Su padre ha muerto y está ansioso por demostrar que vale más que Tewdric. La mejor forma de hacerlo es convertirse en héroe en la batalla, o en su defecto, apoderarse de un reino sin luchar. —Estornudó violentamente y sacudió la cabeza con furia—. ¡Odio el catarro!
—Deberíais descansar, señor —dije—, en vez de estar trabajando.
—Esto no es trabajar, es holgar.
—¿Por qué no tomáis tusílago con hidromiel? —dijo Galahad.
—Hace una semana que no bebo otra cosa. Contra el resfriado, o el tiempo o la muerte. —Agarró el martillo y golpeó estrepitosamente el trozo de hierro, que se estaba enfriando; luego apretó el fuelle forrado de cuero que daba aire al fogón. El invierno había terminado, pero a pesar de la insistencia de Arturo de que en Isca el tiempo siempre era suave, hacía un día helado—. ¿A qué se dedica tu señor de los ratones? —me preguntó, mientras avivaba el fuego.
—No es mi señor de los ratones —dije de Sansum.
—Está urdiendo algo, ¿verdad? Quiere que su candidato ocupe el trono.
—¡Pero Meurig no tiene derecho al trono! —protestó Galahad.
—Ninguno —dijo Arturo—, en cambio tiene muchas lanzas. Y le asistiría cierto derecho si casara con la viuda Argante.
—No puede casarse con ella —dijo Galahad—, ya está casado.
—Una seta venenosa puede hacer desaparecer a una reina inoportuna —dijo Arturo—, así fue como Uther se deshizo de su primera esposa. Una seta venenosa en un guiso de champiñones. —Pensó unos segundos y echó la herradura al fuego—. Trae aquí a Gwydre —dijo a Galahad.
Mientras esperábamos, Arturo torturaba el trozo de hierro al rojo vivo. Una herradura era un objeto sencillo, una simple placa de hierro que protegía el vulnerable casco del caballo de las piedras, y sólo hacía falta un arco de hierro que encajara en la parte delantera del casco y un par de agarraderas en la parte posterior donde se ataban unas tiras de cuero, pero al parecer, Arturo no lograba darle la forma requerida. El arco era muy estrecho y alto, la placa tenía asperezas y las agarraderas eran excesivamente holgadas.
—Ya casi está —dijo, después de vapulear el hierro frenéticamente un minuto sin parar.
—¿Está, qué? —pregunté.
Volvió a poner la herradura al fuego y, en viendo entrar a Galahad con Gwydre, se quitó el mandil requemado. Arturo contó a Gwydre que se esperaba la muerte de Mordred en pocos días, luego le habló de la traición de Meurig y concluyó con una sencilla pregunta.
—¿Quieres ser rey de Dumnonia, Gwydre?
Gwydre pareció sobresaltarse. Era un hombre hecho, pero joven, muy joven. Tampoco era muy ambicioso, aunque su madre poseía ambición por ambos. Su rostro era como el de Arturo, alargado y huesudo, aunque animado por una característica expresión de alerta, como si siempre esperase una mala jugada del destino. Era delgado, aunque yo había practicado la espada con él varias veces y sabía que su engañoso aspecto frágil escondía una fuerza correosa.
—Tengo derecho al trono —dijo precavidamente.
—Porque tu abuelo se acostó con mi madre —dijo Arturo con irritación—, ése es el derecho que te asiste, Gwydre, ningún otro. Lo que quiero saber es si verdaderamente deseas ser rey.
Gwydre me miró buscando consejo, pero no pude ofrecerle ninguno, y volvió la mirada a su padre.
—Sí, creo que sí.
—¿Por qué?
Gwydre vaciló nuevamente, y supongo que un montón de razones le daban vueltas en la cabeza, pero por fin adquirió una expresión retadora.
—Porque nací para reinar. Soy tan descendiente de Uther como Mordred.
—O sea, afirmas que naciste para reinar, ¿eh? —preguntó Arturo con sarcasmo. Se agachó a accionar el fuelle y el fuego crepitó fragorosamente soltando pavesas hacia la bóveda de ladrillo—. Todos los hombres que hay aquí son hijos de un rey, excepto tú, Gwydre —dijo Arturo fieramente—, ¿y dices que has nacido para reinar?
—Pues sed vos el rey, padre —dijo Gwydre—, y así seré también hijo de un rey.
—Bien dicho —comenté.
Arturo me clavó una mirada furibunda, cogió un trapo de un cubo que había al lado del yunque y se sonó la nariz. Arrojó el trapo al fuego. Los demás nos sonábamos la nariz apretándonos las aletas con el pulgar y el índice, pero él siempre había sido muy meticuloso.
—Aceptemos, Gwydre —dijo—, que eres de linaje de reyes. Que eres nieto de Uther y por tanto tienes derecho al trono de Dumnonia. Sucede que yo también tengo ese derecho, pero prefiero no ejercerlo. Soy viejo. Pero ¿por qué unos hombres como Derfel y Galahad habrían de luchar por colocarte a ti en el trono de Dumnonia? ¡Dímelo!
—Porque seré un buen rey —dijo Gwydre, sonrojado, y me miró—. Y Morwenna será una buena reina —añadió.
—Todos los reyes que han sido declararon su intención de ser buenos —bramó Arturo—, y la mayoría fueron malos. ¿Por qué en tu caso habría de ser de otro modo?
—Decídmelo vos, padre —respondió Gwydre.
—¡Soy yo quien pregunta!
—Mas, si un padre no conoce el carácter de su hijo —replicó Gwydre—, ¿quién lo conoce?
Arturo se acercó a la puerta de la herrería, la abrió y se quedó mirando el patio de los establos. Nada se movía allí excepto la eterna jauría de perros, y volvió a entrar.
—Eres un hombre decente, hijo —dijo de mal humor—, un hombre decente, y estoy orgulloso de ti, pero tienes una opinión harto optimista del mundo. Ahí fuera hay mucha maldad, verdadera maldad, pero tú no lo crees.
—¿Lo creíais vos, cuando teníais mi edad? —preguntó Gwydre.
Arturo reconoció la agudeza de la réplica esbozando una sonrisa.
—Cuando yo tenía tu edad, hijo, creía que podía rehacer el mundo por completo. Creía que lo único que necesitaba este mundo era honradez y bondad. Creía que si se trataba bien a la gente, la gente respondería con agradecimiento. Creía que haría desaparecer la maldad a fuerza de bondad. —Hizo una pausa—. Supongo que la gente me parecía como los perros —continuó compungido—, que si reciben cariño se muestran dóciles, pero la gente no es como los perros, Gwydre, es como los lobos. Un rey tiene que gobernar sobre miles de ambiciones y todas son de impostores. Te halagarán, pero a tu espalda se burlarán de ti. Te jurarán lealtad eterna en un ay, y al siguiente maquinarán tu muerte. Y si sobrevives a las maquinaciones, un día tendrás la barba gris como yo, mirarás atrás y comprenderás que no has conseguido nada. Nada. Los niños que adorabas al verlos en brazos de sus madres se habrán convertido en asesinos, la justicia que imponías estará en venta, el pueblo al que protegías seguirá hambriento y el enemigo al que venciste aún amenazará tus fronteras. —A medida que hablaba se iba enfureciendo más y más, pero de pronto sonrió—. ¿Es eso lo que deseas?
Gwydre sostuvo la mirada a su padre. Por un momento pensé que flaquearía, o que tal vez discutiera con su padre, sin embargo supo contestar a Arturo acertadamente.
—Lo que yo deseo, padre —dijo—, es tratar bien al pueblo, proporcionarle paz y ofrecerle justicia.
Arturo sonrió al ver que su hijo le devolvía sus mismas palabras.
—En ese caso tal vez convenga ayudarte a ser rey, Gwydre. ¿Pero cómo? —Volvió al fogón—. No podemos cruzar Gwent con nuestros lanceros, Meurig nos detendría, pero sin lanceros no hay trono.
—Naves —dijo Gwydre.
—¿Naves? —inquirió Arturo.
—En nuestras costas tiene que haber una cuarentena de naves de pesca —dijo Gwydre—, y en cada una pueden viajar diez o doce hombres.
—Pero no los caballos —dijo Galahad—, no creo que puedan transportar caballos.
—En tal caso, habremos de luchar sin caballos —dijo Gwydre.
—Es posible que no tengamos que luchar siquiera —dijo Arturo—. Si llegamos primero a Dumnonia y después Sagramor se une a nosotros, es fácil que el joven Meurig vacile. Y si Oengus mac Airem envía una banda de guerreros desde el este hacia Gwent, Meurig se amilanará más aún. Es posible que logremos congelar el ánimo de Meurig ofreciendo una estampa suficientemente amenazadora.
—¿Por qué habría de ayudarnos Oengus a luchar contra su propia hija? —pregunté.
—Porque su hija no le importa, ahí lo tienes —dijo Arturo—. Además, no luchamos contra su hija, Derfel, sino contra Sansum. Argante puede quedarse en Dumnonia, aunque no será reina si Mordred muere. —Volvió a estornudar—. Derfel, conviene que vayas a Dumnonia cuanto antes —añadió.
—¿Con qué objeto, señor?
—Con el objeto de husmear lo que hace el señor de los ratones. Está tramando algo y necesita que un gato le dé una lección, y tú tienes las uñas afiladas. Puedes exhibir la enseña de Gwydre. Yo no puedo ir porque sería una provocación para Meurig, pero tú puedes navegar por el Severn sin levantar sospechas, y cuando llegue la noticia de la muerte de Mordred, proclamas el nombre de Gwydre en Caer Cadarn e impides que Sansum y Argante lleguen a Gwent. Ponlos bajo custodia si es preciso y diles que es por su propia seguridad.
—Necesito hombres —le dije.
—Llévate una embarcación llena y recurre a los de Issa —contestó Arturo, fortalecido por la necesidad de tomar decisiones—. Sagramor te enviará tropas —añadió—. Tan pronto como sepa que Mordred ha muerto, acudiré con Gwydre y todos mis lanceros. Si es que aún conservo la vida, claro —apostilló tras otro estornudo.
—La conservaréis —comentó Galahad con indiferencia.
—La semana próxima —dijo Arturo, mirándome con ojos enrojecidos—, parte la semana próxima, Derfel.
—Sí, señor.
Se dobló para echar otro puñado de carbón al fuego.
—Bien saben los dioses que jamás codicié ese trono —dijo—, pero de una forma u otra consumo mi vida luchando por él. —Se sorbió—. Derfel, nosotros empezaremos a reunir embarcaciones mientras tú reúnes lanceros en Caer Cadarn. Si parecemos muy fuertes, tal vez Meurig lo piense dos veces.
—¿Y en caso contrario? —pregunté.
—Habremos perdido —dijo Arturo—, habremos perdido. A menos que libremos otra guerra, y no estoy seguro de desearlo.
—Jamás lo estáis, señor —dije—, pero siempre las ganáis.
—Hasta ahora —replicó Arturo taciturnamente—, hasta ahora.
Cogió las tenazas para rescatar la herradura del fuego y yo partí en busca de una nave con la que secuestrar un reino.