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Soy sajón. Erce, mi madre, que era sajona, me llevaba en el vientre cuando cayó cautiva de Uther y fue esclavizada. Me separaron de ella siendo yo un niño pequeño, pero no antes de haber aprendido su lengua. Después, mucho después, la víspera misma de la revuelta de Lancelot, hallé a mi madre y descubrí que mi padre era Aelle.
Así pues, soy de pura sangre sajona, y medio real, por cierto, aunque, por haberme criado entre britanos no me siento hermano de los sais. Para mí, como para Arturo o cualquier britano libre, los sais son una plaga venida del otro lado del mar de levante.
De dónde proceden, nadie lo sabe a ciencia cierta. Sagramor, que ha viajado mucho más que cualquiera de los comandantes de Arturo, dice que el país de los sajones es una tierra lejana y brumosa de ciénagas y bosques, aunque no afirma haber estado allí. Sólo sabe que se halla al otro lado del mar, en alguna parte; pero asegura que lo abandonan porque Britania es mejor, aunque también he oído decir que la madre tierra de los sajones sufre el asedio de otros enemigos, más extraños aún, venidos del otro confín del mundo. Sea cual fuere la razón, los sajones llevan ya cien años cruzando el mar para apoderarse de nuestras tierras y ahora están en posesión de la Britania oriental. A esos territorios conquistados los llamamos Lloegyr, las Tierras Perdidas, y no hay un solo britano libre que no sueñe con reconquistarlas. Merlín y Nimue creen que sólo los dioses pueden recuperarlas, mientras que Arturo confía en la fuerza de la espada. Mi misión, pues, consistía en dividir al enemigo para facilitar la tarea, bien fuera a los dioses, bien a Arturo.
Partí en otoño, cuando los robles se habían vestido de bronce, las hayas de rojo y el frío rociaba de blanco las auroras. Fui solo, pues si Aelle estaba dispuesto a recompensar a cualquier emisario con la muerte, más valía que sólo un hombre perdiera la vida. Ceinwyn me rogó que me hiciera acompañar de una banda de guerreros pero ¿con qué fin? Una banda no podía soñar con vencer al ejército completo de Aelle y así, cuando el viento se llevaba las primeras hojas amarillas de los olmos, cabalgué hacia levante. Ceinwyn trató de convencerme de que postergara la partida hasta después de Samain, pues si las invocaciones de Merlín en Mai Dun surtían efecto no habría necesidad de enviar emisarios a los sajones, mas Arturo no se mostró dispuesto a tolerar el retraso. Había depositado toda su fe en la traición de Aelle y le urgía la respuesta del rey sajón, de forma que partí con la única esperanza de sobrevivir y estar de vuelta en Dumnonia la noche de Samain. Envainé la espada, me colgué el escudo a la espalda y prescindí de la armadura y demás pertrechos de guerra.
No cabalgué directamente hacia levante, pues me habría acercado peligrosamente a los dominios de Cerdic, sino que di un rodeo por el norte, en dirección a Gwent, y enfilé después hacia el este acercándome a la frontera sajona donde dominaba Aelle. Recorrí las feraces tierras de Gwent durante una jornada y media dejando atrás aldeas y casas solariegas que arrojaban humo por los respiraderos de las techumbres. Los cascos de las reses arreadas hacia el encierro en previsión de la matanza invernal convertían la tierra en un lodazal y sus mugidos añadían una nota de melancolía al viaje. En el aire apuntaba ya el invierno y por las mañanas el sol inflamado asomaba pálido y bajo entre las brumas. Los estorninos se arracimaban en los campos en barbecho.
El paisaje cambiaba a medida que me adentraba en el este. Gwent era un país cristiano y al principio encontraba grandes templos monumentales, pero a partir del segundo día, las iglesias eran de muy menor envergadura, hasta que por fin llegué a las tierras del centro donde no dominaban sajones ni britanos, sino que unos y otros acudían a matarse mutuamente. Allí, los campos que en otro tiempo sustentaban a familias enteras hallábanse ya cubiertos de retoños de robles, matorrales de espino, abedules y fresnos; las aldeas eran ruinas de techumbres derrumbadas y las fortalezas, sórdidos esqueletos requemados. No obstante, aún vivían algunas personas y, en una ocasión en que oí pasos corriendo por un bosque cercano, desenvainé a Hywelbane temiendo el ataque de los hombres sin amo que se refugiaban en los agrestes valles de la zona; pero nadie se me acercó, hasta una noche en que una banda de lanceros me cerró el paso. Eran hombres de Gwent y, como todos los soldados del rey Meurig, vestían a la usanza de los antiguos romanos: corazas de bronce, cascos empenachados con crin de caballo teñida de rojo y mantos marrón rojizo. Iban bajo el mando de un cristiano llamado Carig, que me invitó a la fortaleza, situada en un claro sobre una elevada cresta rocosa. Carig tenía la misión de defender la frontera y me preguntó secamente qué motivos me llevaban allí, mas dejó de inquirir tan pronto le hube informado de mi nombre y de mi rango de emisario de Arturo.
La fortaleza de Carig era una sencilla empalizada de madera en cuyo recinto habían levantado un par de cabañas donde el humo de las hogueras de fuera entraba a bocanadas. Me calenté mientras una docena de hombres se ocupaban de cocinar una pierna de venado ensartada en un asador hecho con la lanza de un sajón capturado. Había una docena de destacamentos similares en un radio de un día de distancia, todos vigilando el oriente, por donde podían caer los hombre de Aelle. Dumnonia tomaba precauciones semejantes, aunque teníamos un ejército permanente cerca de nuestra frontera. El mantenimiento de dicho ejército acarreaba un gasto exorbitante del que se resentían los que habían de contribuir con aportaciones de grano, cuero, sal y vellón. Arturo siempre se había esforzado por imponer un sistema de contribuciones justo para aligerarles la carga, pero en esos momentos, después de la revuelta, gravaba inflexible y despiadadamente a todos los hombres ricos que habían secundado a Lancelot, gravamen que recaía en onerosa desproporción sobre los cristianos, y Meurig, el rey cristiano de Gwent, había enviado una protesta que Arturo había pasado por alto. Carig, leal seguidor de Meurig, me trató con cierta reserva, aunque me advirtió como mejor supo de lo que me aguardaba al otro lado de la frontera.
—¿Sabíais, señor —me dijo— que los sais no permiten cruzar la frontera?
—Sí, teníamos noticias.
—Hace dos semanas pasaron unos mercaderes —continuó Carig—. Llevaban cacharrería y vellones de lana. Se lo advertí —hizo una pausa y se encogió de hombros—; los sajones se quedaron con los cacharros y la lana y enviaron aquí dos calaveras.
—Si recibierais la mía —le dije—, mandádsela a Arturo. —La grasa del venado goteaba y chisporroteaba en la hoguera—. ¿Llegan viajeros procedentes de Lloegyr?
—Hace semanas que no sale nadie —contestó Carig—, pero sin duda el año que viene abundarán los lanceros sajones en Dumnonia.
—¿Y en Gwent no? —le dije en tono retador.
—Aelle no quiere querella contra nosotros —replicó Carig firmemente. Era un joven nervioso y no le gustaba la expuesta posición que ocupaba en la frontera britana, aunque cumplía su deber concienzudamente y sus hombres, observé, estaban bien disciplinados.
—Vosotros sois britanos —repliqué a mi vez—, y Aelle es sajón, ¿no es suficiente querella?
—Dumnonia es débil, señor —me contestó con un encogimiento de hombros—, los sajones lo saben. Gwent es fuerte. Os atacarán a vosotros, no a nosotros —remató con macabra complacencia.
—Pero tan pronto venzan en Dumnonia —dije, tocando el hierro de la cruz de mi espada para evitar la mala suerte implícita en mis palabras—, ¿cuánto tardarían en marchar sobre el norte, sobre Gwent?
—Cristo nos protege —dijo piadosamente y se persignó. En la pared de la cabaña había un crucifijo; uno de los hombres se chupó los dedos y tocó los pies del Cristo torturado y yo escupí subrepticiamente en el fuego.
A la mañana siguiente continué viaje hacia el este. Durante la noche habían llegado nubes y el alba me recibió con una fina llovizna que me soplaba en la cara. La calzada romana, resquebrajada y llena de hierbajos, se adentraba en un bosque umbrío y cuanto más avanzaba, mayor era mi desánimo. Todos los comentarios que había oído en el puesto fronterizo de Carig auguraban que Gwent no lucharía junto a Arturo. Meurig, el joven rey de Gwent, siempre había sido remiso a la guerra. Tewdric, su padre, sabía que los britanos tenían que unirse entre sí contra el enemigo común, pero había abdicado del trono y se había ido a vivir como un monje a las orillas del río Wye, y su hijo carecía de espíritu guerrero. Sin las bien entrenadas tropas de Gwent, Dumnonia quedaba condenada a la derrota a menos que una luminosa ninfa desnuda presagiara una intervención milagrosa de los dioses. O a menos que Aelle creyera la mentira de Arturo. Pero ¿me recibiría Aelle, siquiera? ¿Creería al menos que yo era hijo suyo? En las pocas ocasiones en que nos habíamos cruzado, el rey sajón me había tratado con deferencia, pero eso no significaba nada puesto que seguíamos siendo enemigos, y cuanto más cabalgaba a merced de la amarga llovizna entre los altos y húmedos árboles, más se acrecentaba mi desesperación. Tenía la certeza de que Arturo me había enviado a la muerte, y lo que era peor, lo había hecho con la insensibilidad de un perdedor que todo lo arriesga en la última tirada de dados.
A media mañana quedaron atrás los árboles y entré en un claro por el que corría un arroyo. El camino vadeaba la pequeña corriente, pero al lado del cruce, clavado en un montículo no más elevado que la cintura de un hombre, erguíase un abeto seco cargado de ofrendas. No conocía ese símbolo mágico, de modo que no tenía idea de si el engalanado árbol guardaba el camino, aplacaba al río o era un simple objeto de juego infantil. Desmonté y vi que los objetos colgados de las hirsutas ramas eran pequeñas vértebras humanas. No eran juegos de niños, me dije, pero ¿qué eran? Escupí al montículo para ahuyentar el mal que pudiera emanar de allí, toqué hierro en el pomo de Hywelbane y crucé el vado llevando al caballo por las riendas.
A treinta pasos del río el bosque empezaba de nuevo y aún no había cubierto la mitad de la distancia cuando un hacha salió disparada de entre las sombras de la espesura. Se me venía encima girando en el aire, reflejando la luz gris del día en la hoja, pero iba mal atinada, pues pasó silbando a más de cuatro pasos de mí. Nadie salió a detenerme ni me arrojaron más armas desde la fronda.
—¡Soy sajón! —grité en dicha lengua. Pero nadie respondió, aunque oí un murmullo de voces y un crujido de ramas al quebrarse—. ¡Soy sajón! —repetí preguntándome si los vigilantes ocultos serían sajones o proscritos britanos, pues aún me hallaba en la tierra de nadie donde los hombres sin amo de todas las tribus y todos los países se ocultaban de la justicia.
Disponíame a dar aviso en britano de que no tenía malas intenciones cuando una voz respondió en sajón desde las sombras.
—¡Échanos aquí la espada! —me ordenaron.
—Venid a buscarla —repliqué.
—¡Nombre! —dijeron tras una pausa.
—Derfel —dije—, hijo de Aelle.
Invoqué el nombre de mi padre para provocarlos y debí de inquietarlos, pues nuevamente escuché murmullo de voces, y, un momento después, seis hombres salieron al calvero de entre las zarzas. Iban cubiertos de gruesas pieles, apreciada armadura de los sajones, y provistos de lanzas. Uno de ellos tenía un casco con cuernos, debía de ser el jefe, y avanzó hacia mí por la margen del camino.
—Derfel —dijo, deteniéndose a media docena de pasos—. Derfel —repitió—. Me suena ese nombre y no es sajón.
—Es mi nombre —repliqué—, y soy sajón.
—¿Hijo de Aelle? —inquirió con recelo.
—Ciertamente.
Consideró mis palabras unos momentos. Era un hombre alto con una espesa mata de pelo castaño embutida en el casco cornudo. La barba le llegaba casi a la cintura y los bigotes le rozaban el borde superior de la cota de cuero que llevaba bajo el manto de pieles. Lo tomé por un cacique cualquiera, o un guerrero encargado de guardar esa parte de la frontera. Enroscóse un lado del bigote en un dedo y luego lo soltó para que se desenroscara.
—A Hrothgar, hijo de Aelle, lo conozco —dijo mascullando—, y a Cyrning, hijo de Aelle, por amigo lo tengo. A Penda, Saebold e Yffe, hijos de Aelle, he visto en el campo de batalla, pero ¿Derfel, hijo de Aelle? —Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Ante ti lo tienes —dije. Sopesó la lanza y advirtió que mi escudo seguía colgado de la silla de mi montura.
—Derfel, amigo de Arturo, de ése sí he oído hablar.
—El mismo que ves, también —dije—, y tengo un asunto que tratar con Aelle.
—Ningún britano tiene nada que tratar con Aelle —sentenció, y sus hombres lo apoyaron con murmullos.
—Soy sajón —repetí.
—¿De qué asunto se trata?
—Eso es cosa que sólo mi padre debe oír y sólo yo he de exponer. A ti no te concierne.
Se giró hacia sus hombres e hizo un gesto.
—Nos concierne desde este momento.
—¿Cómo te llamas? —pregunté en tono exigente.
El guerrero vaciló un momento y por fin decidió que nada perdía diciéndome su nombre.
—Ceolwulf —dijo—, hijo de Eadberhrt.
—Bien, Ceolwulf —repliqué— ¿crees que mi padre te compensará cuando sepa que me has hecho perder el tiempo? ¿Cómo crees que te compensará, con oro o con la tumba?
Era un débil farol, pero surtió su efecto. No tenía idea de si Aelle me abrazaría o me mataría, pero Ceolwulf temía la ira de su rey lo suficiente como para franquearme el paso a regañadientes y darme una escolta de cuatro hombres, que me llevaron a las entrañas de las Tierras Perdidas.
Así fue como viajé por tierras holladas por muy pocos britanos libres desde hacía generaciones. Era terreno enemigo plenamente, y viajé por él durante dos días. Al principio, el paisaje se diferenciaba poco de la tierra britana, pues los sajones se habían apoderado de nuestros campos y los cultivaban de manera semejante a la nuestra, aunque percibí que sus almiares eran más altos y cuadrados que los nuestros y sus casas más sólidas. Las villas romanas estaban prácticamente abandonadas, aunque todavía había algunas propiedades en pie desperdigadas por aquí y por allá. No vi iglesias cristianas ni santuarios, aunque en una ocasión pasamos ante un ídolo britano que tenía algunas pequeñas ofrendas al pie. Todavía vivían britanos por allí, e incluso algunos conservaban tierras, pero la mayoría eran esclavos o mujeres casadas con sajones. Todos los nombres de los lugares habían cambiado y mis escoltas ni siquiera sabían cómo se llamaban cuando pertenecían a los britanos. Cruzamos Lycceword y Steortford, luego Leodasham y Celmeresfort, nombres sajones todos ellos, y lugares prósperos. No eran terrenos de labor ni casas de un pueblo invasor, sino poblaciones ya arraigadas. Viramos hacia el sur en Celmeresfort y cruzamos Beadewan y Wicford y, mientras cabalgábamos, mis acompañantes me contaron con orgullo que eran terrenos de labranza devueltos por Cerdic a Aelle ese mismo verano, el precio de la lealtad de Aelle en la próxima guerra, la que llevaría a su gente limpiamente hasta el mar occidental. La escolta estaba segura de la victoria. Todos sabían que Dumnonia se había debilitado a raíz de la rebelión de Lancelot, y la revuelta había animado a los reyes sajones a unir sus esfuerzos para conquistar todo el sur de Britania.
El cuartel de invierno de Aelle se hallaba en un palacio que los sajones llamaban Thunreslea. Tratábase de un cerro elevado en medio de un paisaje llano de campos arcillosos y oscuros marjales, desde cuya cima plana se dominaba el sur, por donde discurría el ancho Támesis en dirección a las brumosas tierras de Cerdic. En lo alto del cerro se alzaba una gran fortaleza de oscuras vigas de roble, y arriba del todo, en la punta del hastial del empinado tejado, divisábase el emblema de Aelle: una calavera de toro pintada con sangre. La solitaria fortaleza se alzaba, negra e impresionante, en la oscuridad como un lugar siniestro. Hacia el este, más allá de unos árboles, había una aldea y percibí el reflejo de millares de hogueras. Al parecer habíamos llegado a Thunreslea en un día señalado y las hogueras indicaban el lugar donde acampaba el gentío.
—Es una fiesta —me dijo uno de los de la escolta.
—¿En honor de los dioses? —pregunté.
—En honor de Cerdic, que ha venido a hablar con nuestro rey. —Mis esperanzas, escasas de antemano, cayeron en picado. Con Aelle tenía alguna posibilidad de sobrevivir, pero pensé que con Cerdic no había ninguna. Cerdic era un hombre frío e intransigente, mientras que Aelle era de espíritu emocional e incluso generoso.
Toqué el pomo de Hywelbane y pensé en Ceinwyn. Rogué a los dioses que me permitieran volver a verla y llegó el momento de apearme del cansado caballo, estirarme bien el manto, descolgar el escudo de la perilla de la silla e ir a enfrentarme con mis enemigos.
Debía de haber trescientos guerreros divirtiéndose en el suelo cubierto de juncos de aquella fortaleza elevada y siniestra de la cima del cerro. Trescientos hombres alegres y ruidosos, con barba y rostro bermejos que, al contrario que los britanos, no encontraban inadecuado entrar armados en el salón de festejos de un señor. En el centro del salón crepitaban tres grandes hogueras y la humareda era tan densa que al principio no veía a los hombres sentados a una larga mesa en el fondo de la estancia. Nadie se percató de mi llegada, pues por mi largo cabello rubio y mi espesa barba parecía un lancero sajón, hasta que al pasar junto a las crepitantes hogueras, un guerrero vio la estrella blanca de cinco puntas de mi escudo y recordó haberse enfrentado a ese símbolo en la batalla. Entre el tumulto de conversaciones y risas se oyó un gruñido. El gruñido fue aumentando hasta que todos los hombres allí reunidos me miraban y me abucheaban mientras yo seguía avanzando hacia el estrado donde se hallaba la mesa larga. Los guerreros dejaron los cuernos de cerveza y empezaron a batir las palmas contra el suelo o contra los escudos, de modo que el alto techo repetía como un eco el latido de la muerte.
El restallar de una espada contra la mesa puso fin al ruido. Aelle se había puesto en pie, había sido su espada la que había levantado astillas de la larga y rústica mesa a la que se sentaban una docena de hombres ante fuentes repletas y cuernos rebosantes. Cerdic estaba a su lado y al otro lado de Cerdic sentábase Lancelot. Mas no era él el único britano presente, pues su primo Bors se hallaba con él y Amhar y Loholt, los hijos gemelos de Arturo, ocupaban el extremo opuesto. Todos eran enemigos míos, de modo que toqué el pomo de Hywelbane y rogué por una muerte digna.
Aelle me miró fijamente. Me conocía bien, pero ¿sabría que era hijo suyo? Lancelot pareció asombrado de verme e incluso se ruborizó, luego hizo una seña a un intérprete, le dijo unas breves palabras y el intérprete se acercó a Cerdic y le musitó algo al oído. También Cerdic me conocía, pero ni las palabras de Lancelot ni el hecho de reconocer a un enemigo hicieron cambiar la impenetrable expresión de su cara. Tenía cara de escribano, bien afeitado, de barbilla estrecha y con la frente alta y ancha. Sus labios eran finos y llevaba los ralos cabellos tensados hacia atrás y recogidos en un moño prieto; un rostro sin nada especial, a excepción de sus inolvidables ojos, claros y despiadados, ojos de asesino.
Aelle parecía haberse quedado sin habla, de la sorpresa. Era mucho mayor que Cerdic, debía de tener cincuenta y uno o cincuenta y dos, es decir, un viejo, aunque de porte impresionante todavía. Era alto, ancho de pecho, con la cara aplastada y acerada, la nariz rota, las mejillas marcadas por cicatrices y una cerrada barba negra. Llevaba una elegante vestimenta roja y una gruesa torques de oro al cuello, y otras piezas de oro en las muñecas, pero no había lujo que ocultara su condición primera y principal de soldado, de gran oso, de guerrero sajón. Le faltaban dos dedos de la mano derecha, que habría perdido en alguna batalla lejana y de la que me atrevería a decir se había vengando cumplidamente. Por fin, habló.
—¿Te atreves a presentarte aquí?
—Para veros a vos, lord rey —dije, e hinqué una rodilla en tierra. Saludé a Aelle y a Cerdic con una inclinación de cabeza, pero desprecié a Lancelot. Para mí no era nadie, un rey vasallo de Cerdic, un elegante traidor britano cuyo oscuro rostro rebosaba odio hacia mí.
Cerdic pinchó una gran porción de carne con el cuchillo, se la llevó a la boca y vaciló.
—No recibimos a los mensajeros de Arturo —dijo con naturalidad—, y si algún loco se atreve a venir, lo matamos. —Se metió la carne en la boca y me dio la espalda despachándome como asunto trivial. Sus hombres clamaban por mi muerte.
Aelle impuso silencio una vez más con un golpe de espada en la mesa.
—¿Vienes de parte de Arturo? —inquirió.
—Os traigo saludos, lord rey —dije pensando que los dioses sabrían perdonar una mentira— de Erce y el filial respeto del hijo de Erce, el cual se congratula de ser hijo vuestro.
Tal saludo no significaba nada para Cerdic. Lancelot, que escuchaba la traducción, cuchicheó con apremio al oído del intérprete, el cual habló a Cerdic a su vez. Las siguientes palabras de Cerdic se inspiraron sin duda en las de Lancelot.
—Debe morir —insistió, hablando con serenidad, como si muerte fuera cosa sin importancia—. Tenemos un acuerdo —recordó a Aelle.
—Según nuestro acuerdo, no recibimos embajadas de nuestros enemigos —sentenció Aelle, sin dejar de mirarme.
—¿Y qué otra cosa es éste? —preguntó Cerdic, mostrando por fin algo de temperamento.
—Es hijo mío —dijo Aelle sencillamente, y la concurrencia se quedó sin respiración—. Es hijo mío —repitió Aelle—, ¿acaso no lo eres?
—Lo soy, lord rey.
—Tienes otros hijos —comentó Cerdic a Aelle como al descuido, y señaló hacia unos hombres con barba que se hallaban sentados a la siniestra de Aelle. Esos hombres, a los que tomé por medio hermanos míos, me miraban sin comprender—. ¡Trae un mensaje de Arturo! —insistió Cerdic—. Ese perro —me señaló con el cuchillo— siempre sirve a Arturo.
—¿Traes un mensaje de Arturo? —inquirió Aelle.
—Traigo palabras de un hijo para su padre —mentí nuevamente—, nada más.
—¡Debe morir! —exclamó Cerdic secamente, y todos sus partidarios presentes lo apoyaron con grandes voces.
—No tengo intención de matar a mi propio hijo en mi propia casa.
—Entonces, ¿lo mato yo? —inquirió Cerdic con acritud—. Si un britano viene aquí, debemos pasarlo por la espada. —Lo dijo dirigiéndose a todos los presentes—. ¡Es lo acordado! —Cerdic insistió y sus hombres lo apoyaron nuevamente con gritos y golpes de lanza contra escudo—. ¡Esa cosa —continuó, señalándome con un ademán— es un sajón que lucha por Arturo! ¡Es un gusano, y ya sabéis lo que hay que hacer con los gusanos! —Los guerreros pedían mi muerte a pleno pulmón y los perros se sumaron a la algarabía con ladridos y aullidos. Lancelot me observaba con expresión indescifrable, mientras que Amhar y Loholt parecían ansiosos por contribuir a mi muerte. Loholt me guardaba un rencor singular, pues yo le había sujetado el brazo mientras su padre le cortaba la mano derecha.
Aelle esperó a que cesaran las voces.
—En mi casa —dijo, subrayando el posesivo para recordar a todos que él mandaba allí y no Cerdic—, los guerreros mueren con la espada en la mano. ¿Alguno de los presentes desea matar a Derfel mientras lleve su espada? —Miró hacia el salón invitando a cualquiera a enfrentarse conmigo. Nadie se alzó y Aelle se dirigió a su colega, el otro rey sajón—. No rompo ningún acuerdo contigo, Cerdic. Nuestras espadas marcharán juntas y ninguna palabra que mi hijo pronuncie evitará nuestra victoria.
Cerdic se sacó una hebra de carne de entre los dientes.
—Su cabeza —dijo señalándome— sería un buen estandarte de guerra. Lo quiero muerto.
—Pues mátalo tú —replicó Aelle burlón. Aunque fueran aliados mediaba poco afecto entre ellos. Aelle opinaba que Cerdic, más joven, era un oportunista, mientras que Cerdic opinaba que Aelle, el mayor de ambos, adolecía de carácter blando.
—Yo no —replicó Cerdic con media sonrisa, sin inmutarse—, mi paladín hará el trabajo. —Echó una ojeada a la sala, dio con el hombre que buscaba y lo señaló con el dedo—. ¡Liofa! Aquí hay un gusano. ¡Mátalo! —Los guerreros prorrumpieron en vivas. Tenían ganas de pelea y, sin duda, antes de que la velada concluyera la cerveza que tomaban causaría más de un enfrentamiento mortal, pero un combate a muerte entre el paladín de un rey y el hijo de otro rey era un espectáculo más refinado que una pelea de borrachos y mucho más divertido que las melodías de los dos arpistas que miraban desde los extremos del recinto.
Me volví hacia mi oponente con la esperanza de encontrar a un hombre medio ebrio ya y, por tanto, más fácil de vencer con Hywelbane, pero el que se destacó de entre los invitados no era lo que esperaba. Esperaba a un hombre de gran corpulencia, del estilo de Aelle, pero se trataba de un paladín esbelto y acerado, de semblante sereno y artero, limpio de cicatrices. Me miró descuitado mientras dejaba caer el manto al suelo y luego desenvainó una espada larga de hoja fina de su funda de cuero. Apenas llevaba joyas, sólo una sencilla torques de plata, y su atavío no ostentaba el lujo del que gustaban los paladines. Todo en él denotaba experiencia y seguridad, y su cara sin cicatrices indicaba una buena fortuna extraordinaria o una pericia poco común. Además, parecía pavorosamente sobrio cuando salió al espacio abierto ante la alta mesa y saludó a los reyes con una inclinación de cabeza.
Aelle parecía preocupado.
—El precio por hablar conmigo —me dijo— es defenderte ante Liofa. Pero puedes marcharte ahora y regresar a casa sano y salvo. —Los guerreros se burlaron de la propuesta.
—Hablaré con vos, lord rey —dije.
Aelle asintió y volvió a sentarse. Aún parecía descontento y deduje que Liofa debía de tener fama de espadachín temible. Mejor que bueno había de ser, pues de lo contrario no sería paladín de Cerdic y, por la expresión de Aelle, supuse que sería algo más que un espadachín consumado.
No obstante, mi nombre también era conocido, cosa que, al parecer, preocupaba a Bors, pues hablaba precipitadamente a Lancelot al oído. Lancelot, tan pronto su primo hubo concluido, hizo una seña al intérprete, el cual a su vez susurró algo a Cerdic. El rey lo escuchó y acto seguido me miró torvamente.
—¿Cómo sabemos —preguntó— que este hijo tuyo, Aelle, no está protegido por algún encantamiento de Merlín? —Los sajones siempre habían temido a Merlín y la mera sospecha levantó airadas protestas. Aelle frunció el ceño.
—¿Estás protegido, Derfel?
—No, lord rey.
Cerdic no quedó satisfecho.
—Estos hombres pueden reconocer la magia de Merlín —insistió, señalando a Lancelot y a Bors. Bors se encogió de hombros, se levantó y, dando un rodeo a la mesa, bajó del estrado. Se acercó a mí con cierta vacilación y yo extendí los brazos para indicarle que no pretendía hacerle mal alguno. Bors me miró las muñecas, buscando quizás pulseras de hierbas trenzadas o cualquier otro amuleto, luego me deshizo los cordones del jubón de cuero.
—Ten cuidado con él, Derfel —musitó en britano, y me percaté con gran sorpresa de que Bors no era enemigo mío. Había convencido a Lancelot y a Cerdic de que era preciso registrarme sólo para tener ocasión de acercarse y avisarme discretamente—. Es rápido como una comadreja —prosiguió Bors—, y lucha con ambas manos. Cuidado con el bastardo cuando finja un resbalón. —Vio entonces el pequeño broche de oro que Ceinwyn me había regalado—. ¿Está encantado? —me preguntó.
—No.
—De todos modos, te lo guardo yo —dijo; me soltó el broche, se lo enseñó a los presentes y los guerreros protestaron ruidosamente porque pudiera llevar escondido un talismán—. Y entrega el escudo —dijo Bors, pues Liofa no llevaba.
Aflojé las ataduras del brazo izquierdo y entregué el escudo a Bors. Lo tomó, lo colocó al pie del estrado y depositó el broche de Ceinwyn en el borde del escudo sin que se cayera. Me miró como para asegurarse que había visto dónde lo había puesto, y yo asentí.
El paladín de Cerdic cortó el aire lleno de humo con la espada.
—He matado a cuarenta y ocho hombres en combate singular —me dijo en un tono frío, casi aburrido—, y he perdido la cuenta de los que murieron a mis manos en el campo de batalla. —Hizo una pausa y se tocó la cara—. En todas esas luchas —añadió—, no he cobrado ni una herida. Ríndete ahora si deseas una muerte rápida.
—Entrégame tu espada —repliqué— y ahórrate el combate.
El intercambio de insultos era una formalidad. Liofa desoyó mi oferta con un encogimiento de hombros y se volvió hacia los reyes. Se inclinó una vez más ante ellos y yo hice lo mismo. Estábamos a diez pasos uno de otro, en el centro del espacio despejado que había entre el estrado y la más cercana de las tres hogueras, y a ambos lados de la estancia se apelotonaban hombres excitados. Oí el ruido de las monedas, que marcaba el ritmo de las apuestas.
Aelle hizo un gesto de asentimiento para que comenzáramos el combate. Desenvainé a Hywelbane y me llevé la cruz a los labios. Besé uno de los pequeños fragmentos de hueso de cerdo incrustados en el pomo. Mis verdaderos talismanes eran dos fragmentos de hueso, y tenían mucho más poder que el broche pues antaño habían formado parte de un encantamiento de Merlín. Aunque los huesos no me ofrecieran protección mágica, besé el pomo una vez más y me encaré a Liofa.
Nuestras espadas son pesadas y de torpe manejo, pierden el filo durante la batalla y así se convierten en poco más que grandes bastones de hierro que requieren mucha fuerza para ser blandidos. La lucha de espadas carece de delicadeza, aunque exige gran destreza. La destreza consiste en engañar, en convencer al oponente de que el golpe va a venir por la izquierda y, cuando cierra la guardia por ese lado, se ataca por la derecha. De todos modos, la mayoría de los duelos a espada no se resuelven gracias a tal destreza sino por la fuerza bruta. Uno de los hombres se debilita, se doblega su guardia y la espada vencedora se clava y se hunde en él hasta la muerte.
Pero no era así el arte de Liofa, y ciertamente, ni antes ni después vi a nadie que luchara igual. Percibí la diferencia tan pronto se me acercó, pues la hoja de su espada, aunque de la misma longitud que Hywelbane, era mucho más fina y ligera. El paladín había renunciado al peso en favor de la velocidad, y comprendí que mi enemigo debía de ser tan rápido como me había advertido Bors, rápido como un rayo, y justo cuando lo estaba pensando, me atacó, pero en vez de describir un arco amplio con la hoja, se lanzó hacia mí con ella en ristre procurando atravesarme el brazo derecho con la punta.
Me aparté del ataque. Estas cosas suceden tan rápidamente que después, cuando se intenta recordar los momentos del combate, no se consigue aislar cada uno de los movimientos y contragolpes, pero percibí un brillo en sus ojos y vi que su espada sólo podía clavarse lanzándose hacia adelante, y me desplacé en el momento en que me asestaba el golpe. Fingí que la rapidez del asalto no me había tomado por sorpresa y, en vez de pararlo, pasé a su lado; cuando calculé que Liofa estaría en equilibrio precario, enseñé los dientes y asesté un revés con Hywelbane que habría destripado a un buey.
Mi oponente saltó hacia atrás, mas en ningún momento falló en su equilibrio, y extendió los brazos a los lados de modo que mi hoja se quedó a unos quince centímetros de su vientre. Esperó a que yo preparase otro golpe, pero me quedé esperando el suyo. Los hombres gritaban, pedían sangre, mas no les prestaba oídos. Mantenía la mirada fija en los tranquilos ojos grises de Liofa. Sopesó la espada en la mano derecha, marcó un golpe hacia adelante para tocar mi hoja y se acercó con un balanceo.
Lo detuve fácilmente y corté el contragolpe, que siguió su trayectoria con la naturalidad con que el día sigue a la noche. El estrépito de las hojas fue fuerte, pero noté que en los ataques de Liofa no había verdadero esfuerzo. Me ofrecía la clase de lucha que podría haberme esperado, pero al mismo tiempo me tanteaba mientras avanzaba y asestaba golpe tras golpe. Yo atajaba los envites, notaba cuando eran más fuertes y, en el momento en que esperaba que hiciera un mayor esfuerzo, frenó un ataque en seco, soltó la espada al aire, la agarró con la izquierda y dejó caer la hoja desde arriba directa hacia mi cabeza. Y todo a la velocidad de una serpiente al ataque.
Hywelbane detuvo el asalto descendente, aunque no sé cómo. Yo estaba parando un golpe de lado cuando de pronto ya no había espada allí y sí la muerte cerniéndose sobre mi cabeza, pero no sé cómo, mi espada estaba donde tenía que estar y la otra arma, más ligera, resbaló por el filo de la mía hasta la cruz; traté de convertir la parada en un contragolpe, aunque mi respuesta quedó falta de fuerza y el oponente saltó hacia atrás sin problemas. Continué avanzando, cortando como cortaba mi rival, aunque empleando en ello toda mi fuerza de modo que cualquiera de los golpes habría acabado con él, y sin dejarle más opción, con mi rapidez y mi fuerza, que seguir reculando. Paraba mis envites con la facilidad con que yo había parado los suyos, pero no oponía resistencia. Me dejaba oscilar, pero en vez de defenderse con la espada se protegía retirándose continuamente. Así me obligaba además a derrochar energías vanamente contra el aire y no contra carne, huesos y sangre. Di un último golpe demoledor, detuve la hoja a media trayectoria y torcí la muñeca para hundirle a Hywelbane en el vientre.
Acercó la espada al golpe y luego desvió un latigazo hacia mí haciéndose a un lado al mismo tiempo. Yo también me hice a un lado rápidamente, de modo que ambos erramos el golpe. Sin embargo, chocamos pecho contra pecho y le olí el aliento. Noté un leve vaho de cerveza, pero evidentemente no estaba ebrio. Se inmovilizó un instante y luego, con cortesía, movió el brazo del arma a un lado y me miró interrogativamente, como para saber si estaba de acuerdo en separarnos. Asentí y ambos retrocedimos con las espadas a un lado entre el murmullo excitado de la concurrencia. Sabían que estaban presenciando un combate poco común. Liofa era famoso entre ellos, y diría que mi nombre no les resultaba desconocido, sin embargo yo sabía que probablemente me vencería. Mis habilidades, de tener alguna, eran las propias de un soldado, sabía abrir brecha en una barrera de escudos y luchar con lanza y escudo, o con espada y escudo; Liofa, el paladín de Cerdic, por el contrario, sólo tenía una, y era el combate singular con espada. Un espadachín mortífero.
Retrocedimos seis o siete pasos y entonces Liofa patinó hacia adelante, ligero como un bailarín, y lanzó una firme estocada. Hywelbane atajó la estocada duramente y vi que Liofa se zafaba de la sólida parada con un estremecimiento. Fui más rápido de lo que se esperaba, o tal vez anduviera él más lento que de costumbre, pues hasta una pequeña cantidad de cerveza entorpece los movimientos. Algunos hombres sólo pelean ebrios, pero viven más los que luchan sobrios.
El estremecimiento me intrigó. Aún no le había herido, pero al parecer le había causado cierta preocupación. Contraataqué y él retrocedió de un salto, lo cual me dio tiempo para pensar. ¿Por qué se había estremecido? Entonces recordé la poca fuerza con que paraba los golpes y comprendí que no quería arriesgar su acero contra el mío, pues el suyo era muy ligero. Si lograba golpearle la hoja con todas mis fuerzas, seguro que se la quebraba, de modo que ataqué de nuevo, pero una vez tras otra, y empecé a gritar a medida que avanzaba sobre él. Lo maldije por el aire, por el fuego y por el mar. Lo llamé mujer, escupí en su tumba y en la tumba de perro donde su madre estaba enterrada, pero él no replicó una sola palabra sino que se limitó a salir al encuentro de mi espada con la suya y a desviar los golpes suavemente, sin dejar de retroceder y sin que sus claros ojos dejaran de mirarme.
Entonces resbaló. Su pie derecho pareció patinar sobre unos juncos del suelo y la pierna desapareció de su sitio. Cayó de espalda, sacó la mano izquierda para sujetarse y yo levanté a Hywelbane en el aire con un grito de muerte.
Me separé de él inmediatamente, sin intentar rematar siquiera el golpe mortal.
Bors me había avisado del posible resbalón y yo lo esperaba. Presenciarlo fue una maravilla, y a punto estuvo de engañarme, pues habría jurado que había resbalado accidentalmente; mas Liofa era un acróbata, además de espadachín, y el aparente resbalón que le hizo perder el equilibrio se transformó en un ágil movimiento repentino que concluyó con su espada en el lugar donde tenían que estar mis pies. Todavía me resuena en los oídos el silbido de la hoja fina y larga al barrer los juncos a milímetros del suelo. La estocada iba destinada a partirme los tobillos, pero no me encontró.
Retrocedí y lo observé con calma. Él, atribulado, levantó la mirada.
—Ponte en pie, Liofa —le pedí con voz serena, dándole a entender que toda mi ira no había sido más que una impostura.
Creo que en ese momento comprendió que yo era peligroso de verdad. Parpadeó un par de veces y supe que ya había agotado sus mejores recursos, pero sin resultado, y eso socavó su confianza. Pero no su pericia, y cargó hacia adelante con ímpetu y rapidez para hacerme recular mediante una serie mareante de ataques cortos, lanzamientos rápidos y pases repentinos. No me molesté en parar los pases y esquivé el resto de los envites lo mejor que pude desviándolos y procurando romperle el ritmo, hasta que por fin, un golpe me alcanzó de lleno en el antebrazo izquierdo; la manga de cuero contuvo la fuerza de la hoja, aunque me produjo una contusión que me duró casi un mes. La turba suspiró. Habían seguido el combate con entusiasmo y ardían en deseos de ver correr la primera sangre. Liofa arrastró la hoja hacia sí por encima de mi brazo tratando de atravesar el cuero hasta el hueso, pero desvié el brazo, me lancé con Hywelbane en ristre y le obligué a replegarse.
Liofa esperaba que continuara el ataque, pero había llegado la hora de utilizar mis propios trucos. No avancé hacia él sino que dejé caer la espada unos milímetros y resollé. Sacudí la cabeza para apartarme de la frente los mechones de pelo empapados de sudor. Hacía calor al lado de la gran hoguera. Liofa me observaba sin perder detalle. Vio que me faltaba aire, vio que la espada me flaqueaba, pero no había matado él a cuarenta y ocho hombres a costa de arriesgarse. Atacó con rapidez, para ver cómo reaccionaba, con un barrido corto que exigía un contraataque, pero no iba bien atinado como para resultar mortal. Lo detuve intencionadamente con cierto retraso y dejé que la punta de la espada de Liofa me rozara el brazo mientras Hywelbane chocaba en la parte más gruesa de su hoja. Solté un gruñido, simulé un movimiento amplio y retiré la espada cuando él se alejaba ágilmente.
Me quedé de nuevo a la espera. Se lanzó, aparté su hoja de un golpe pero no inicié el contraataque como antes. La multitud guardaba silencio intuyendo el próximo desenlace de la pelea. Liofa atacó de nuevo y de nuevo lo detuve. Prefería el envite frontal para poder matar sin poner en peligro su preciosa hoja, pero yo sabía que si esquivaba esas embestidas rápidas muchas veces, al final me mataría a la antigua usanza. Abalanzóse sobre mí dos veces más; la primera, desvié su hoja con torpeza, retrocedí para evitar la segunda y me pasé la manga izquierda por los ojos como si el sudor me escociese.
Entonces, atacó con un barrido. Lanzó un grito, el primero, al describir un amplio y potente arco desde arriba que iba dirigido a mi cuello. Lo paré sin dificultad, pero me tambaleé al hacer resbalar su hoja por la de Hywelbane alejándola así de mi cabeza, luego la dejé caer un poco y él reaccionó tal como esperaba.
Tomó impulso con todas sus fuerzas. Lo hizo rápido y bien, pero yo ya conocía su velocidad y Hywelbane volaba al encuentro de su acero con igual velocidad. La tenía sujeta con las dos manos y empleé todas mis fuerzas en ese golpe hacia arriba que no iba dirigido a Liofa sino a su espada.
Las espadas chocaron con exactitud.
Pero no produjeron el estruendo de costumbre sino un chasquido seco.
El acero de Liofa se había roto. Dos tercios de la hoja saltaron limpiamente y cayeron en los juncos dejándolo con un muñón de espada en la mano. Se quedó horrorizado. Entonces, por un instante, pareció dispuesto a atacarme con lo que quedaba de espada, pero imprimí a Hywelbane dos rápidos movimientos que lo hicieron retroceder. Entonces supo que yo no estaba cansado, y también que podía darse por muerto, aunque trató de detener los envites con el arma mutilada; pero Hywelbane lo despojó del débil metal y entonces lo asalté.
Mantuve la punta de Hywelbane quieta sobre la torques de plata que le rodeaba la garganta.
—Lord rey —dije, sin apartar los ojos de Liofa. En el salón sólo se oía el silencio. Los sajones, al ver vencido a su campeón, habían enmudecido—. ¡Lord rey! —insistí.
—¿Lord Derfel? —respondió Aelle.
—Me habéis pedido que luchara contra el paladín de Cerdic, no que lo matara. Perdonadle la vida.
—Su vida está en tus manos, Derfel —contestó Aelle tras una pausa.
—¿Te rindes? —pregunté a Liofa. No me respondió inmediatamente. Su orgullo todavía luchaba por la victoria, pero mientras él dudaba, llevé la punta de Hywelbane de su garganta a su mejilla derecha—. ¿Qué dices? —le insté a responder.
—Me rindo —dijo, y arrojó al suelo los despojos de su arma.
Le rebane la piel y un poco de carne del pómulo con Hywelbane.
—Una cicatriz, Liofa —dije— para que no olvides que luchaste contra lord Derfel Cadarn, hijo de Aelle, y que fuiste vencido. —Lo dejé sangrando. La multitud clamaba. Los hombres se comportan de modo extraño. Un momento antes pedían mi sangre a gritos y después me aclamaban porque había perdonado la vida a su campeón. Recogí el broche de Ceinwyn y mi escudo y miré a mi padre—. Os traigo saludos de Erce, lord rey —dije.
—Y los acepto gustoso, lord Derfel —replicó Aelle—, los acepto gustoso.
Señaló una silla a su izquierda que uno de sus hijos había dejado vacante y así fue como me reuní con los enemigos de Arturo en su mesa encumbrada en estrado. Y lo celebré.
Al final del banquete, Aelle me llevó a su cámara, que se hallaba detrás del estrado. Tratábase de una estancia espaciosa, de altas vigas, con una hoguera en el centro y un lecho de pieles bajo el hastial de la pared. Cerró la puerta, guardada por centinelas, y me indicó que me sentara en un arcón de madera que había al lado de la pared; él se dirigió al extremo opuesto de la habitación, se aflojó los calzones y orinó en el suelo de tierra, en un agujero.
—Liofa es rápido —comentó mientras orinaba.
—Mucho.
—Creí que te vencería.
—No es tan rápido —dije—, o bien la cerveza le restó velocidad. Ahora, escupid encima.
—¿Que escupa encima de qué? —preguntó mi padre.
—De vuestra orina, para evitar la mala suerte.
—Mis dioses no tienen en cuenta la orina ni la saliva, Derfel —dijo medio riéndose. Había invitado a dos de sus hijos a la habitación, y ambos, Hrothgar y Cyrning, me miraban con curiosidad—. Así pues —dijo Aelle—, ¿cuál es el mensaje de Arturo?
—¿Por qué habría de enviaros un mensaje?
—Porque de otro modo no habrías venido aquí. ¿Crees que te engendró un idiota, muchacho? Bien, ¿qué quiere Arturo? No, no me lo digas, a ver si lo adivino. —Se ató el cinturón de los calzones y fue a sentarse en la única silla de la estancia, un sillón romano de madera negra con incrustaciones de marfil, aunque muchas de las incrustaciones habían saltado—. Me ofrece unas tierras seguras, ¿no es eso? —preguntó Aelle—, si ataco a Cerdic el año que viene.
—Sí, señor.
—La respuesta es no —gruñó—. ¡Me ofrece lo que ya me pertenece! ¿Qué clase de oferta es ésa?
—La paz para siempre, lord rey —dije. Aelle sonrió.
—Cuando un hombre promete algo para siempre juega con la verdad. Nada es para siempre, muchacho, nada. Di a Arturo que mis lanzas marcharán con Cerdic el año que viene. —Prorrumpió en una carcajada—. Has perdido el tiempo, Derfel, pero me alegro de que hayas venido. Mañana hablaremos de Erce. ¿Deseas una mujer para pasar la noche?
—No, lord rey.
—Tu princesa nunca lo sabrá —me tentó burlonamente.
—No, lord rey.
—¡Y se llama hijo mío! —rió Aelle y sus hijos rieron con él. Ambos eran altos y, aunque tenían el cabello más oscuro que yo, sospeché que nos parecíamos, de la misma forma que sospechaba que habían sido invitados a entrar para presenciar la conversación y dar a conocer a los demás jefes sajones la negativa rotunda de Aelle—. Puedes dormir a mi puerta —dijo Aelle, e indicó a sus hijos que salieran—, estarás más seguro. —Esperó a que Hrothgar y Cyrning salieran y me detuvo con un gesto de la mano—. Mañana —dijo mi padre bajando la voz— Cerdic vuelve a su casa y se lleva a Lancelot consigo. Cerdic recelará de que te deje con vida, pero sobreviviré a sus recelos. Mañana hablaremos, Derfel, y te daré una respuesta más completa para tu Arturo. No será la que él desea, pero tal vez con ello salve la vida. Ahora, vete; espero visitas.
Dormí en el estrecho espacio que había entre el estrado y la puerta de mi padre. Durante la noche, una muchacha pasó cerca de mí hacia el lecho de Aelle mientras en el salón los guerreros cantaban y luchaban, bebían y por fin caían dormidos, aunque ya despuntaba el alba cuando el último empezó a roncar. Entonces desperté al oír el canto de los gallos en el cerro de Thunreslea; me ceñí a Hywelbane, recogí el manto y el escudo y pasé ante las brasas de las hogueras hasta salir al crudo aire frío. La niebla empañaba la alta cima como un velo, cada vez más denso a medida que la tierra descendía hacia donde el Támesis desembocaba en el mar. Me acerqué al borde de la cima y contemplé la blancura que se levantaba del río.
—Mi señor rey —dijo una voz tras de mí— me ordenó que te matara si te encontraba solo.
Di media vuelta y vi a Bors, el primo y paladín de Lancelot.
—No te he dado las gracias —dije.
—¿Por avisarte respecto a Liofa? —Bors se encogió de hombros como si su aviso hubiera sido poca cosa—. Es rápido, ¿verdad? Rápido y mortífero. —Bors se plantó a mi lado y mordió una manzana, le pareció arenosa y la tiró. Él también era un guerrero corpulento, un lancero lleno de cicatrices, de negra barba, que había luchado en numerosas barreras de escudos y había visto morir amigos en demasía. Eructó—. Nunca me importó luchar por dar a mi primo el trono de Dumnonia —dijo—, pero jamás he deseado luchar por un sajón. Y no me apetecía ver cómo te rajaban para entretener a Cerdic.
—Pero el año que viene, señor —dije— lucharás por Cerdic.
—¿De verdad? —me preguntó. Parecía reírse—. No sé lo que haré el año que viene, Derfel. A lo mejor me voy navegando a Lyonesse, quién sabe. Dicen que las mujeres de allí son las más bellas del mundo. Tienen cabellos de plata, cuerpo de oro y carecen de lengua. —Rompió a reír, sacó otra manzana del morral y la limpió en la manga—. Mi señor rey —dijo, refiriéndose a Lancelot— luchará por Cerdic, pero ¿qué otra opción le queda? Arturo no lo recibiría.
Me di cuenta de hacia dónde apuntaba Bors.
—Mi señor Arturo —dije con precaución— no está enemistado contigo.
—Ni yo con él —replicó Bors con la boca llena de manzana—. Es decir, que tal vez volvamos a reunirnos, lord Derfel. Es una lástima que no te haya visto en toda la mañana. Mi señor rey me habría recompensado inmensamente si te hubiera matado. —Sonrió y se alejó.
Dos horas más tarde vi a Bors partir con Cerdic cerro abajo, donde la niebla, que ya escampaba, colgaba todavía en jirones de los árboles de hojas rojas. Con Cerdic iban cien hombres, la mayoría afectados por la resaca de la fiesta de la víspera, igual que los de Aelle, que formaron una escolta para despedir a los que partían. Cabalgué detrás de Aelle, que iba a pie junto al rey Cerdic y Lancelot mientras un escudero llevaba su caballo por las riendas. Detrás de ellos avanzaban dos portadores de estandartes, uno con el de Aelle, el cráneo de toro untado de sangre ensartado en una vara, y otro enarbolando la calavera de un lobo pintada de rojo y cubierta con un pellejo humano, la enseña de Cerdic. Lancelot no me prestó la menor atención. Esa misma mañana, un rato antes, cuando nos encontramos por casualidad cerca de la fortaleza, se limitó a mirar más allá de donde yo estaba, como si fuera transparente, y yo no reaccioné en modo alguno. Sus hombres habían asesinado a la menor de mis hijas y, aunque ya había dado muerte a los asesinos, aún habría querido vengar a Dian en el mismo Lancelot, pero la fortaleza de Aelle no era el lugar apropiado. Así pues, desde un saliente herboso que se elevaba sobre las lodosas orillas del Támesis, vi dirigirse a Lancelot con sus escasos criados hacia las naves de Cerdic, que aguardaban.
Sólo Amhar y Loholt osaron provocarme. Los gemelos eran dos jóvenes rencorosos que odiaban a su padre y despreciaban a su madre. Se tenían por príncipes, pero Arturo, que desdeñaba los títulos, se negó a concederles tal honor, cosa que sólo sirvió para aumentar su resentimiento. Tenían la idea de que se les había escamoteado el derecho a un rango real, a una tierra, a riquezas y honores, y estaban dispuestos a luchar con cualquiera que quisiera derrotar a Arturo, a quien culpaban de toda su mala fortuna. Loholt llevaba el muñón de la mano derecha envuelto en un casco de plata, al que había provisto de un par de garras de oso. Fue Loholt el que se enfrentó conmigo.
—Nos encontraremos el próximo año —me dijo.
Sabía que pretendía provocar una pelea, pero le respondí con voz bien templada.
—Estoy deseando que llegue el día.
Levantó el muñón cubierto para recordarme que yo le había sujetado el brazo para que su padre lo mutilara con Excalibur.
—Me debes una mano, Derfel.
No repliqué. Amhar se había acercado a su hermano. Ambos tenían el rostro anguloso y alargado de su padre, pero animado con una expresión de amargura que en nada se parecía a la fortaleza de su padre. Tenían cara de astutos, de lobos, casi.
—¿Acaso no me has oído? —preguntó Loholt.
—Alégrate —le dije— de que todavía tengas una mano. En cuanto a lo que te debo, Loholt, te lo pagaré con Hywelbane.
Vacilaron, pero no sabían con certeza si la guardia de Cerdic los defendería, caso de que desenvainasen la espada, de modo que al final se limitaron a escupirme antes de dar media vuelta y bajar al trote hacia la orilla embarrada donde aguardaban las dos naves de Cerdic.
La playa del pie de Thunreslea era un lugar mísero, mitad tierra, mitad mar, donde el encuentro del río con el océano había labrado un paisaje gris de lodazales, bajíos arenosos y rías laberínticas. Las gaviotas graznaron cuando los lanceros de Cerdic invadieron el lodazal de la playa, vadearon la ría poco profunda y subieron a bordo de las embarcaciones saltando por la borda. Vi que Lancelot avanzaba con tiento entre el pestilente barro alzándose el orillo del manto. Lo seguían Loholt y Amhar y, tan pronto como llegaron a la nave, se giraron y me señalaron con el dedo, un gesto para desearme mala suerte. No les hice el menor caso. Las naves ya habían desplegado las velas, pero el viento era suave y las dos embarcaciones de orgullosa proa hubieron de salir de la estrecha y disminuida ría impulsadas por los largos remos que empujaban los hombres de Cerdic. Tan pronto como las proas rematadas con figuras de lobo estuvieron cara al mar abierto, los remeros guerreros entonaron un canto que imprimía ritmo a sus esfuerzos, «Hwaet por tu madre —cantaban—, y hwaet por tu chica, y hwaet por tu amante y por el hwaet que le echaste en el suelo» y, a cada hwaet gritaban cada vez más e impulsaban los largos remos, hasta que las dos embarcaciones adquirieron velocidad y la niebla envolvió por fin las velas crudamente pintadas con cabezas de lobo. «Y hwaet por tu madre —comenzó el canto nuevamente, aunque las voces iban debilitándose entre la bruma—, y hwaet por tu chica —y los cascos empezaron a desdibujarse en la niebla hasta que por fin dejaron de verse en el aire lechoso— y hwaet por tu amante, y por el hwaet que le echaste en el suelo». La voz llegaba como salida de la nada, hasta que dejó de oírse con el chapoteo de los remos.
Dos hombres ayudaron a Aelle a montar en su caballo.
—¿Has dormido? —me preguntó tras aposentarse en la silla.
—Sí, lord rey.
—Yo he tenido mejores cosas que hacer —replicó secamente—. Ahora, sígueme. —Picó espuelas y el caballo enfiló la playa, por donde las rías se rizaban con el flujo y reflujo de la marea. Esa mañana, en honor de los huéspedes que habían partido, Aelle se había ataviado de rey guerrero. Su casco de hierro tenía un filete de oro y un penacho de plumas negras; la coraza de cuero y las altas botas estaban teñidas de negro y de los hombros le colgaba un largo manto negro de piel de oso que empequeñecía la estampa del caballo. Nos seguía una docena de jinetes, uno de los cuales portaba el estandarte de la calavera de toro. Aelle, igual que yo, no tenía dotes para la monta.
—Sabía que Arturo te haría venir —dijo súbitamente y, como no respondí, se giró hacia mí—. De modo que encontraste a tu madre.
—Si, lord rey.
—¿Qué tal está?
—Vieja —repliqué sinceramente—; vieja, gorda y enferma.
Suspiró al saber las nuevas.
—Al principio son unas jóvenes tan hermosas que rompen el corazón a un ejército entero, pero después de parir a un par de hijos todas se vuelven viejas, gordas y enfermas. —Hizo una pausa mascullando lo que acababa de decir—. Aunque yo creía que a Bree no le sucedería jamás. Era una belleza —añadió con nostalgia, pero enseguida sonrió—, gracias a los dioses que las reservas de jóvenes no se agotan nunca, ¿eh? —Soltó una carcajada y volvió a mirarme—. La primera vez que me dijiste el nombre de tu madre supe que eras hijo mío —hizo una pausa—, mi primogénito.
—Vuestro primogénito bastardo —dije.
—¿Y qué? La sangre es la sangre, Derfel.
—Y me siento orgulloso de llevar la vuestra, lord rey.
—Como debe ser, muchacho, aunque la compartes con muchos más. No me he mostrado egoísta con mi sangre. —Chasqueó la lengua, desvió al caballo hacia un montículo de barro y lo obligó a subir a latigazos por la resbaladiza pendiente hasta llegar cerca de una flota de embarcaciones abandonadas—. ¡Mira, Derfel! —dijo mi padre, frenando al caballo y señalando hacia las naves—. ¡Míralas! Ahora ya no sirven para nada, pero casi todas llegaron este verano, y cargadas de gente hasta los topes. —Volvió a picar espuelas y cabalgamos despacio dejando atrás la triste línea de barcos abandonados.
Habría unas ochenta o noventa naves embarrancadas en la orilla, con la proa igual que la popa, elegantes pero semipodridas ya. Tenían las planchas de madera cubiertas de limo verde, el pantoque inundado y los maderos negros de podredumbre. Algunas, que debían llevar más de un año allí, no eran más que oscuros esqueletos.
—Tres veintenas de hombres en cada barco, Derfel —dijo Aelle—, tres veintenas como poco, y con cada marea llegaban más. Ahora que los temporales se abaten sobre el mar abierto, no navegan, pero están construyendo más embarcaciones, que arribarán en primavera. Pero no desembarcarán sólo aquí, Derfel, ¡sino a lo largo de toda la costa! —hizo un movimiento amplio con el brazo para abarcar toda la costa oriental britana—. ¡Barcos y más barcos! Llenos de gente nuestra en busca de un hogar, en busca de tierra. —Pronunció la última palabra con fiereza y alejó al caballo de mí sin esperar respuesta—. ¡Vamos! —gritó, y seguí a su montura por la ría fangosa hasta un montículo de guijarros y, luego, entre matorrales de espino, cerro arriba hacia donde se levantaba su fortaleza.
Aelle detuvo al caballo en un repecho de la subida y me esperó; entonces, cuando le di alcance, señaló un collado sin decir palabra. Allí había un ejército. Había tantos hombres reunidos en aquel recoveco que no pude contarlos y sabía que no eran más que una parte de su ejército. Los guerreros sajones formaban una gran multitud y, cuando vieron al rey en lo alto, rompieron en aclamaciones estruendosas y empezaron a golpear las lanzas contra los escudos, de modo que el aire gris retumbaba con el estrépito. Aelle alzó la mano derecha, llena de cicatrices, y el clamor cesó.
—¿Ves, Derfel? —me preguntó.
—Veo lo que queréis mostrarme, lord rey —respondí evasivamente, pues sabía con exactitud el mensaje que deseaba transmitirme con los barcos abandonados y la masa de hombres armados.
—Ahora soy fuerte —añadió— y Arturo es débil. ¿Cuenta con quinientos hombres, al menos? Lo dudo. Los lanceros de Powys acudirán en su ayuda, pero ¿serán suficientes? Lo dudo. Yo dispongo de mil lanceros entrenados, Derfel, y el doble de hombres hambrientos dispuestos a empuñar el hacha para ganarse unos palmos de tierra que puedan considerar suya. Y el ejército de Cerdic es aún mayor, mucho mayor, y necesita tierras con más desesperación que yo. Los dos la necesitamos, Derfel, los dos necesitamos tierra y Arturo la tiene, pero Arturo es débil.
—Gwent posee mil lanceros —dije—, y si invadís Dumnonia, Gwent acudirá en su ayuda. —No estaba seguro de ello, pero en nada perjudicaría a Arturo que yo hablara con seguridad—. Gwent, Dumnonia y Powys —dije—, los tres reinos lucharán, y aún acudirán otros a apoyar a Arturo. Los Escudos Negros, los lanceros de Gwynedd y de Elmet, e incluso los de Rheged y Lothian. —Tamaña presunción hizo sonreír a Aelle.
—La lección no ha terminado aún, Derfel —dijo—; ven. —De nuevo hincó espuelas y siguió subiendo por el cerro, pero dirigiéndose hacia oriente, hacia una arboleda. Desmontó junto a los árboles, dio el alto a la escolta para que no nos siguiera y me llevó por un sendero estrecho y húmedo hasta un claro donde había dos pequeñas construcciones de madera. No eran más que simples cabañas con techumbres de paja puntiagudas y muros bajos de troncos sin desbastar—. ¿Ves? —dijo, señalando hacia el hastial de la cabaña más próxima.
Escupí para ahuyentar el mal, pues en lo alto del hastial había una cruz de madera. Allí, en la pagana Lloegyr, se encontraba lo último que hubiera esperado ver: una iglesia cristiana. La segunda cabaña, algo más baja que la iglesia, era, sin duda, la vivienda del sacerdote que salió a recibirnos arrastrándose al exterior por la baja puerta de su choza. Tenía tonsura, un hábito oscuro de monje y una enredada barba castaña. Al reconocer a Aelle hizo una profunda inclinación de cabeza.
—¡Saludos en Cristo, lord rey! —dijo el hombre en un sajón horrible.
—¿De dónde eres? —le pregunté en britano.
Se sorprendió de que le hablara en su lengua nativa.
—De Gobannium, señor —me dijo. La esposa del monje, una criatura sucia con ojos de resentida, salió de la casucha y se colocó junto a su hombre.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté.
—Nuestro Señor Jesucristo ha abierto los ojos a Aelle, señor —dijo—; el rey nos ha invitado a traer las nuevas de Cristo a su pueblo. Estoy aquí con mi hermano, el sacerdote Gorfyddyd, para predicar la palabra a los sais.
—¿Misioneros de Gwent? —pregunté a Aelle, que sonreía arteramente.
—Criaturas débiles, ¿verdad? —comentó indicando al monje y a su esposa que se retiraran a la cabaña—. Pero creen que gracias a ellos vamos a dejar de adorar a Thunor y Seaxnet, y a mí no me importa. De momento.
—¿Porque —dije despacio— el rey Meurig os ha prometido una tregua mientras permitáis que sus sacerdotes vengan a vuestro pueblo?
Aelle se rió.
—Meurig es un necio. Le importa más el alma de mi pueblo que la seguridad de su reino, y dos sacerdotes no es un precio elevado a cambio de que los mil lanceros de Gwent se queden de brazos cruzados mientras atacamos Dumnonia. —Me asió por los hombros y me llevó de vuelta a los caballos—. ¿Lo ves, Derfel? Gwent no va a luchar, no mientras su rey crea que hay posibilidades de extender su religión entre mi pueblo.
—¿Y se extiende rápidamente? —pregunté.
Aelle soltó un bufido.
—Entre algunos esclavos y mujeres, pero no muchos, y no va a extenderse más, de eso me ocupo yo. Vi lo que esa religión provocó en Dumnonia y no he de consentirlo aquí. Nuestros viejos dioses aún nos sirven, Derfel, ¿para qué queremos dioses nuevos? De ahí vienen la mitad de los males de los britanos. Han perdido a sus dioses.
—Merlín no los ha perdido —repliqué.
Eso contuvo a Aelle. Se giró a la sombra de los árboles y vi la preocupación reflejada en su rostro. Siempre había temido a Merlín.
—Se oyen habladurías —dijo con incertidumbre.
—Los tesoros de Britania —dije.
—¿Qué son? —quiso saber.
—No gran cosa, lord rey —respondí con bastante franqueza—, una colección de objetos viejos y rotos. Sólo hay dos que valgan la pena: una espada y una olla.
—¿Los has visto? —me preguntó con ansiedad.
—Sí.
—¿Y qué efectos producen?
—Nadie lo sabe —repliqué con un encogimiento de hombros—. Arturo cree que no harán nada, pero Merlín está convencido de que subyugan a los dioses y de que, si llevan a cabo las ceremonias mágicas adecuadas en el momento adecuado, los antiguos dioses de Britania quedarán a su merced.
—¿Y los enviará contra nosotros?
—Sí, lord rey —dije, y sería pronto, muy pronto, aunque eso no se lo dije a mi padre.
—Nosotros también tenemos dioses —dijo Aelle con el ceño fruncido.
—Pues llamadlos, lord rey, y que los dioses luchen contra los dioses.
—Los dioses no están locos, muchacho —gruñó—, ¿por qué habrían de luchar si los hombres pueden hacer la matanza en su lugar? —Empezó a caminar nuevamente—. Ahora ya soy viejo —me dijo—, y no he visto a los dioses una sola vez en toda mi vida. Creemos en ellos, pero ¿acaso les importamos? —Me miró con preocupación—. ¿Tú crees en el poder de esos tesoros?
—Yo creo en el poder de Merlín, lord rey.
—Pero ¿los dioses caminando por la tierra? —Se quedó rumiándolo unos momentos y al final sacudió la cabeza—. Y si vuestros dioses vinieran, ¿por qué no habrían de venir los nuestros a protegernos? Incluso a ti, Derfel —dijo con sarcasmo—, te resultaría muy difícil luchar contra el martillo de Thunor. —Salimos de la arboleda y vi que tanto la escolta como nuestros caballos habían desaparecido—. Caminemos —dijo Aelle—, y te contaré cosas de Dumnonia.
—Yo sé cosas de Dumnonia, lord rey.
—Entonces, Derfel, sabrás que el rey es un desatinado y que quien manda no quiere ser rey, ni siquiera quiere ser un, como lo llaméis, ¿un kaiser?
—Un emperador —dije.
—Un emperador —repitió pronunciando el término burlonamente. Me llevaba por un sendero que seguía el lindero del bosque. No había nadie a la vista. A nuestra izquierda, el terreno caía hacia la brumosa hondonada del estuario, y hacia el norte se extendían bosques profundos y umbríos—. Vuestros cristianos son rebeldes —resumió Aelle su punto de vista—, vuestro rey está tullido y loco, y vuestro cabecilla se niega a usurpar el trono al loco. Con el tiempo, Derfel, más temprano que tarde, otro hombre reclamará ese trono. Lancelot estuvo a punto de conseguirlo, y otro más merecedor que Lancelot va a pedirlo enseguida. —Hizo una pausa y frunció el ceño—. ¿Por qué Ginebra se abrió de piernas a Lancelot? —preguntó.
—Porque Arturo no quería titularse rey —dije sombríamente.
—Entonces está loco. Y el año que viene será un loco muerto, a menos que acepte una proposición.
—¿Qué proposición, lord rey? —inquirí, deteniéndome bajo una haya de un rojo ardiente.
Aelle se detuvo también y me agarró por los hombros.
—Di a Arturo que te dé el trono a ti, Derfel.
Miré a mi padre a los ojos fijamente. Por un instante pensé que estaba bromeando, pero entonces vi que hablaba en serio.
—¿A mí? —pregunté atónito.
—A ti —respondió Aelle—, y después me juras lealtad. Quiero arrebataros la tierra, pero di a Arturo que te dé el trono a ti y tú gobernarás Dumnonia. Mi pueblo colonizará y trabajará los campos y tú reinarás sobre mi pueblo, pero como rey vasallo mío. Construiremos una federación, tú y yo. Padre e hijo. Tú gobiernas Dumnonia y yo, Anglia.
—¿Anglia? —pregunté, pues no conocía la palabra.
Me quitó las manos de los hombros y señaló el campo.
—¡Esto! Nos llamáis sajones, pero tú y yo somos anglos. Cerdic es sajón, pero tú y yo somos anglos y nuestro país es Anglia. ¡Esto es Anglia! —proclamó con orgullo, mirando hacia la húmeda cima del cerro.
—¿Y Cerdic? —pregunté.
—Tú y yo mataremos a Cerdic —dijo con franqueza, entonces me asió por el codo y seguimos caminando, pero me condujo hacia un sendero que serpenteaba entre los árboles, donde los cerdos hozaban en busca de hayucos entre el reciente manto de hojas caídas—. Habla a Arturo de mi proposición —insistió Aelle—. Dile que se quede él con el trono, si lo prefiere, en vez de dártelo a ti, pero se lo quede quien se lo quede, que lo haga en mi nombre.
—Se lo diré, lord rey —dije, aunque sabía que Arturo se lo tomaría a risa. Creo que Aelle también lo sabía, pero el odio que sentía por Cerdic le impulsó a formalizar la oferta. Sabía que aunque Cerdic y él conquistaran todo el sur de Britania, aún habrían de enzarzarse en otra guerra para decidir quién sería el bretwalda, término que significaba «Rey Supremo»—. ¿Suponiendo —añadí— que Arturo y vos atacarais a Cerdic juntos el próximo año?
Aelle hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Cerdic ha repartido mucho oro entre mis caudillos. Ahora no lucharán contra él, mientras los tiente con Dumnonia como premio. Pero si Arturo te da Dumnonia a ti y tú me la das a mí, ya no necesitarán el oro de Cerdic. Díselo así a Arturo.
—Se lo diré, lord rey —repetí, pero ni aun así se avendría Arturo a tal acuerdo, jamás, pues significaría faltar al juramento hecho a Uther de convertir a Mordred en rey, juramento que constituía la raíz principal de la vida de Arturo. Ciertamente, estaba tan seguro de que no faltaría a su palabra que no me molestaría siquiera en contárselo a Arturo, a pesar de lo que le dije a Aelle.
Después me llevó a un amplio claro donde vi a mi montura esperando y, con ella, una escolta de lanceros a caballo. En el centro del claro había una gran roca áspera de la altura de un hombre y, aunque en nada se asemejaba a las pulidas piedras de los druidas de los antiguos templos de Dumnonia, ni a las losas planas sobre las que aclamábamos a nuestros reyes, no había duda de que se trataba de una peña sagrada, pues se erguía sola en el círculo de hierba y ningún guerrero sajón se acercaba a ella, aunque allí cerca habían plantado uno de sus símbolos sagrados, un gran tronco de árbol descortezado con un rostro toscamente tallado. Aelle me llevó al lado de la gran roca, pero se detuvo en seco y rebuscó en un morral que llevaba colgado del cinturón de la espada. Sacó una bolsita de piel, la abrió y se guardó algo en la mano. Me enseñó el objeto, se trataba de un diminuto anillo de oro con una pequeña esquirla de ágata engarzada.
—Iba a dárselo a tu madre —me dijo—, pero Uther la capturó antes de que tuviera ocasión de regalársela, y la conservo desde entonces. Tómala.
Acepté el anillo. Era muy sencillo, hecho en el país. No era obra romana, pues los romanos engastan las joyas de forma exquisita, ni tampoco sajona, pues a los sajones les gustan las piedras ostentosas; seguramente lo habría fabricado algún pobre britano abatido por espadas sajonas. La verde piedrecilla cuadrada ni siquiera estaba bien engastada, pero aun así, el anillo poseía un encanto extraño y frágil.
—No pude dárselo a tu madre —dijo Aelle— y si está gorda tampoco podría ponérselo. Así que, regálaselo a tu princesa de Powys. Tengo entendido que es una buena mujer.
—Lo es, lord rey.
—Pues dáselo a ella —dijo Aelle— y dile que si nuestros países entran en guerra, perdonaré la vida a la mujer que lo lleve puesto y a toda su familia.
—Gracias, lord rey —dije, y me guardé la diminuta alhaja en la bolsa.
—Aún tengo otro regalo que darte —dijo, y de nuevo me pasó el brazo por los hombros, para llevarme hasta la roca. Me sentí culpable por no haberle llevado presente alguno; ciertamente, el temor del viaje a Lloegyr me impidió pensar siquiera en ello, pero Aelle pasó por alto la omisión. Se detuvo al lado de la peña.
—Esta piedra era de los britanos, antaño —me dijo—, y la tenían por sagrada. Está horadada ¿ves? Ven por este lado, muchacho, mira.
Me situé al otro lado de la roca y, efectivamente, vi un orificio grande y negro que atravesaba toda la piedra.
—En una ocasión, hablando con un viejo esclavo britano, me contó que se podía hablar con los muertos susurrando por este agujero.
—Pero vos no lo creéis, ¿verdad? —le pregunté, al percibir el escepticismo de su voz.
—Nosotros creemos que podemos hablar con Thunor, Woden y Seaxnet por ese agujero —dijo Aelle—, pero en tu caso, Derfel, tal vez llegues hasta los muertos —sonrió—. Volveremos a vernos, muchacho.
—Eso espero, lord rey —dije, y entonces recordé la extraña profecía de mi madre, que Aelle moriría a manos de su hijo, y traté de olvidarlo, de considerarlo desvaríos de vieja loca, aunque a veces los dioses escogen a mujeres así para hablar por su boca y, de repente, no se me ocurrió nada que decir.
Aelle me abrazó aplastándome la cara contra el cuello de su gruesa capa de pieles.
—¿Le queda mucha vida a tu madre? —me preguntó.
—No, lord rey.
—Entiérrala —me dijo— con los pies hacia el norte, según la costumbre de nuestro pueblo. —Me abrazó por última vez—. Te llevarán a casa sano y salvo —añadió, y dio un paso atrás—. Para hablar con los difuntos —dijo aún, ásperamente— tienes que dar tres vueltas alrededor de la piedra y arrodillarte frente al agujero. Da un beso a tu hija de mi parte. —Sonrió, satisfecho de haberme sorprendido por estar al corriente de detalles íntimos de mi vida, y luego dio media vuelta y se marchó.
La escolta me observaba mientras yo daba las tres vueltas a la roca, también cuando me arrodillé y me acerqué al orificio. De pronto sentí deseos de llorar y la voz se me cortó al musitar el nombre de mi hija.
—Dian —susurré en las entrañas de la piedra—, mi querida Dian. Espéranos, hijita, que llegaremos enseguida. Dian. —Mi hija muerta, mi queridísima hija, asesinada por sicarios de Lancelot. Le dije que la amábamos, le mandé el beso de Aelle y apoyé la frente en la fría roca pensando en su pequeño cuerpo de sombra, sólo en el otro mundo. Merlín, es cierto, nos había dicho que los niños jugaban alegremente bajo los manzanos de Annwn en el mundo de los muertos, pero yo seguí llorando al imaginar de repente que la niña oía mi voz. ¿Levantaría la mirada? ¿Lloraría ella, igual que yo?
Y partí. Tardé tres días en llegar a Dun Carie y allí entregué a Ceinwyn el pequeño anillo de oro. Siempre había sentido preferencia por las cosas sencillas y el anillo le agradó mucho más que cualquier rica joya romana. Se lo puso en el dedo meñique de la diestra, pues era el único donde le cabía.
—De todos modos, dudo que me salve la vida —comentó compungida.
—¿Por qué? —pregunté.
Sonrió contemplando el anillo.
—¿Qué sajón se detendrá a buscar un anillo? Primero violar y después saquear, ¿no es esa la regla de los lanceros?
—Tú no estarás aquí cuando vengan los sajones —dije—. Tienes que volver a Powys.
—Yo me quedo —afirmó—. No puedo salir huyendo siempre en busca de mi hermano cada vez que amenaza un peligro.
No quise discutir más hasta que llegara el momento, y envié mensajeros a Durnovaria y a Caer Cadarn para informar a Arturo de mi regreso. Cuatro días después llegó él a Dun Carie; le conté la negativa de Aelle y Arturo se encogió de hombros como si no hubiera esperado otra cosa.
—Merecía la pena intentarlo —comentó sin darle importancia. No le hablé de la proposición de Aelle, pues su mal humor le habría hecho sospechar que yo me sentía tentado a aceptarla y tal vez dejara de confiar en mí para siempre. Tampoco le dije que había visto a Lancelot en Thunreslea, pues sabía que odiaba hasta el sonido de ese nombre. Sin embargo, sí que le hablé de la presencia de los dos sacerdotes de Gwent y la noticia le hizo fruncir el ceño—. Supongo que tendré que visitar a Meurig —dijo sombríamente, mirando al Tor. Luego se volvió hacia mí—. ¿Sabías —preguntó en tono de acusación— que Excalibur es uno de los tesoros de Britania?
—Sí, señor —dije. Me lo había contado Merlín hacía tiempo, pero me había obligado a jurar que guardaría el secreto por miedo a que Arturo rompiera la espada para demostrar que no era supersticioso.
—Merlín me ha pedido que se la devuelva —dijo Arturo. Sabía desde siempre que un día podía reclamársela, lo sabía desde su juventud, desde el mismo día en que Merlín le entregara la espada mágica.
—¿Se la devolveréis? —pregunté con ansiedad.
—Si no lo hiciera, Derfel —contestó con un gesto amargo—, ¿olvidaría Merlín todas esas tonterías?
—En el caso de que sean tonterías, señor —repliqué; me acordé de la luminosa niña desnuda y me dije que era precursora de grandes portentos.
Arturo se desabrochó el cinturón con la vaina labrada.
—Tómala, Derfel —dijo a regañadientes—, llévasela tú. —Me colocó la preciosa espada en las manos—. Pero di a Merlín que quiero que me la devuelva.
—Así lo haré, señor —le prometí. Pues si los dioses no acudían la noche de Samain, Excalibur tendría que ser blandida contra el ejército de los sajones.
La víspera de Samain estaba muy próxima ya y durante la noche de difuntos, Merlín llamaría a los dioses.
Al día siguiente, llevé a Excalibur hacia el sur para que así fuera.