14
Ceinwyn me ayudó a ponerme la armadura, pues me resultaba engorroso manejar la pesada cota con una sola mano, e imposible abrocharme las grebas de bronce que gané en Mynydd Baddon y que me protegían las piernas de los lanzazos que llegan por debajo del borde del escudo. Tan pronto como tuve las grebas y la cota puestas y Hywelbane ceñida a la cintura, Ceinwyn me ajustó el escudo al brazo izquierdo.
—Más prieto —le dije, presionando instintivamente la cota de malla hasta notar el pequeño bulto del broche, que llevaba prendido a la camisa. Allí estaba, mi talismán, que había librado conmigo incontables batallas.
—Tal vez no ataquen —me dijo, apretando las correas del escudo al máximo.
—Ruega por que así sea —contesté.
—¿A quién? —me preguntó con una sonrisa seria.
—Al dios en quien más confíes, amor mío —dije, y la besé. Me puse el yelmo y ella me lo ató bajo la barbilla. Habían alisado el tajo de la parte superior que recibí en Mynydd Baddon y lo habían tapado con un parche de hierro. Besé a Ceinwyn otra vez y me bajé los protectores de las mejillas. El viento me puso la cola de lobo del penacho en los orificios de los ojos y moví la cabeza para apartar el largo pelo gris. Yo era el último de los colas de lobo. El resto había sido masacrado por Mordred o había quedado bajo custodia de Manawydan. Yo era el último, y también el último guerrero que lucía la estrella de Ceinwyn en el escudo. Sopesé la lanza, que tenía una asta del grosor de la muñeca de Ceinwyn y una hoja afilada del más fino acero de Morridig—. Caddwg no tardará en llegar —le dije—, no tendremos que esperar mucho.
—Sólo el día entero —replicó Ceinwyn, y echó una ojeada hacia el lago salado donde la Prydwen flotaba al borde del lodo. Unos hombres enderezaban el mástil, pero la bajamar dejaría la nave embarrancada otra vez y tendríamos que esperar a que las aguas subieran de nuevo. Pero al menos el enemigo no había interferido en la labor de Caddwg, ni tenía razón para hacerlo. Para ellos sería, sin duda, un marinero más que nada les importaba. Sólo nosotros les importábamos.
Había unos sesenta o setenta en total, todos a caballo, y debían de haber cabalgado sin tregua para darnos alcance; en ese momento aguardaban en el extremo por donde la punta se unía a tierra; todos sabíamos que pronto aparecerían los lanceros. Al anochecer nos las veríamos con un ejército, dos quizá, pues sin duda los hombres de Nimue llegarían presurosos detrás del ejército de Mordred.
Arturo vistió sus mejores galas de guerra. La cota con escamas de oro entre los aros de hierro brillaba al sol. Le vi ponerse el yelmo con el penacho de blancas plumas de ganso. Normalmente lo asistía Hygwydd a la hora de armarse, pero había muerto y fue Ginebra quien le ciñó la vaina recamada de Excalibur a la cintura y le puso el manto blanco sobre los hombros. Le dedicó una sonrisa, se inclinó a escuchar sus palabras, se rió y se bajó los protectores de las mejillas. Entre dos hombres lo ayudaron a montar en uno de los caballos de Sagramor, y luego le dieron la lanza y el escudo de plata del cual se había borrado la cruz tiempo atrás. Tomó las riendas con la mano del escudo y se acercó a nosotros.
—Vamos a provocarlos un poco —dijo a Sagramor, el cual se hallaba a mi lado. Arturo tenía intención de acercarse al enemigo con treinta jinetes y fingir que se retiraban por miedo, con la esperanza de que los persiguieran y cayeran en la trampa.
Dejamos a una veintena de hombres al cuidado de las mujeres y a los niños dentro de la fortificación, y los demás seguimos a Sagramor hasta la profunda hondonada de detrás de una duna situada frente a la playa. El arenal del oeste de la fortificación era un mar de dunas y hondonadas que formaban un laberinto de trampas y callejones sin salida, y sólo en los últimos doscientos pasos del final de la lengua de tierra, al este de la fortaleza, el terreno era llano.
Arturo esperó a que nos ocultásemos y luego se llevó a los treinta jinetes hacia el oeste, cabalgando sobre la arena rizada por el mar que se extendía hasta cerca del rompeolas. Nos agazapamos al amparo de la alta duna. Yo había dejado la lanza en la fortificación, pues prefería luchar sólo con Hywelbane. También Sagramor había pensado en utilizar la espada únicamente, y estaba limpiando un poco de óxido de la hoja curva con un puñado de arena.
—Has perdido la barba —me dijo con un gruñido.
—La cambié por la vida de Amhar.
Un brillo de clientes blancos destelló un momento entre las sombras de los protectores de las mejillas.
—Un buen cambio —dijo—. ¿Y la mano?
—Cosas de la magia.
—Menos mal que no es la de la espada. —Levantó la hoja para verla a la luz y le satisfizo comprobar que el óxido había desaparecido; entonces inclinó la cabeza a un lado, escuchando, pero no se oía nada más que el murmullo de las olas que rompían—. No tenía que haber venido —dijo al cabo de un rato.
—¿Por qué? —Jamás había visto a Sagramor rehuir una batalla.
—Seguro que me han seguido —dijo señalando hacia el oeste con la cabeza, donde se hallaba el enemigo.
—Es posible que supieran de antemano que veníamos aquí —dije, tratando de justificarlo, aunque, a menos que Merlín hubiera confesado lo de Camlann a Nimue, parecía más probable que Mordred hubiera dejado un puñado de jinetes ligeramente armados vigilando los movimientos de Sagramor y hubieran sido éstos quienes descubrieran nuestro escondite. Fuera como fuese, ya era tarde. Los hombres de Mordred sabían dónde estábamos y todo se reducía a una carrera entre Caddwg y el enemigo.
—¿Oís eso? —nos dijo Gwydre. Se había puesto la armadura y lucía el oso de su padre en el escudo. Estaba nervioso, y no era de extrañar pues se acercaba el momento de su primer combate verdadero.
Agucé el oído. El relleno de cuero del yelmo amortiguaba los sonidos, pero por fin distinguí el ruido de cascos de caballos en la arena.
—¡Agachaos! —ordenó Sagramor a los que se asomaban a mirar por encima de la duna.
Los caballos galopaban por la playa, desde la cual no se nos veía, escondidos como estábamos detrás de la duna. El sonido se acercaba, iba convirtiéndose en un golpeteo de cascos atronador, y empuñamos las lanzas y las espadas. El penacho del yelmo de Sagramor era una cara de zorro que enseñaba los dientes. Me quedé mirando el zorro sin oír más el galope creciente de los caballos. Hacía calor y se me cubrió el rostro de sudor. Me pesaba la cota de malla, pero siempre me sucedía igual hasta que empezaba la lucha.
Los primeros cascos pasaron de largo al galope, y entonces oímos gritar a Arturo desde la playa.
—¡Ahora! —gritaba—. ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!
—¡Adelante! —gritó Sagramor, y subimos todos duna arriba por la cara anterior. Las botas resbalaban en la arena y me dio la impresión de que nunca llegaría arriba, pero enseguida alcanzamos la cima y corrimos hacia la playa, donde un remolino de jinetes removía la arena húmeda de la orilla. Arturo se había dado media vuelta y provocado un encontronazo brutal entre sus treinta hombres y los perseguidores, que superaban en número a los de Arturo por dos a uno; sin embargo, los más prudentes de entre los perseguidores, al vernos caer en tromba sobre su flanco, volvieron grupas y se lanzaron al galope hacia el oeste en busca de refugio. Pero la mayoría se quedó en el combate.
Solté un grito de guerra, una punta de lanza me dio de lleno en el centro del escudo, respondí con un pase amplio de Hywelbane que cortó los corvejones de las patas traseras al caballo y luego, mientras el animal caía hacia mí, clavé la espada con fuerza al jinete en la espalda. El hombre aulló de dolor y retrocedí de un salto cuando jinete y montura se desplomaron levantando un torbellino de cascos, arena y sangre. Di una patada en la cara al hombre que se retorcía, volví a clavarle a Hywelbane y, al retirarla, amenacé a otro jinete aterrorizado que me apuntaba débilmente con la lanza. Sagramor aullaba terroríficos gritos de guerra y Gwydre asestaba lanzazos a un hombre caído a la orilla del mar. El enemigo abandonaba el combate y espoleaba a los caballos hacia lugar seguro, más allá de los bajíos donde la resaca arrastraba un remolino de sangre y arena a las olas rompientes. Culhwch espoleaba al caballo persiguiendo a un enemigo, al cual levantó en vilo de la silla. El hombre trató de ponerse en pie, pero Culhwch echó atrás la espada, hizo virar al caballo y descargó la hoja como un hacha. Los pocos enemigos supervivientes quedaron atrapados entre el mar y nosotros, y los matamos sin piedad. Los caballos piafaban y agitaban las patas al morir. Las pequeñas olas se tiñeron de rosa y la arena quedó negra de la sangre vertida.
Matamos a veinte y prendimos prisioneros a dieciséis, y una vez nos hubieron contado cuanto sabían, también les dimos muerte. Arturo dictó sentencia con una mueca de estremecimiento, pues no era de su agrado matar a hombres desarmados, mas no podíamos malgastar lanceros para que hicieran de carceleros ni sentíamos misericordia por esos enemigos que portaban escudos sin enseña haciendo alarde de brutalidad. Los matamos rápidamente, obligándolos a arrodillarse en la arena donde Hywelbane o la afilada hoja de Sagramor les separaron la cabeza del tronco. Eran hombres de Mordred que habían irrumpido en la playa conducidos por el propio Mordred; sin embargo, el rey había dado media vuelta a la primera señal de encerrona y ordenó la retirada a sus hombres.
—Estuve muy cerca de él —dijo Arturo compungido—, pero no lo suficiente. —Mordred se había escapado pero la primera victoria era nuestra, aunque habíamos perdido a tres hombres en la lucha y otros siete sangraban profusamente—. ¿Qué tal ha peleado Gwydre? —me preguntó Arturo.
—Como un valiente, señor —dije. Tenía la espada llena de sangre y trataba de limpiarla con un puñado de arena—. ¡Ha matado, señor! —le dije.
—Bien —contestó; se acercó a su hijo y le rodeó los hombros con un brazo. Yo limpié la hoja de Hywelbane con una sola mano y luego me aflojé el cierre del yelmo y me lo quité.
Rematamos a los caballos heridos, soltamos a los indemnes, que regresaron a la fortificación, y recogimos armas y escudos de entre nuestros enemigos.
—No volverán —dije a Ceinwyn— hasta que reciban refuerzos. —Levanté la vista hacia el sol, que ascendía despacio por el cielo sin nubes.
Teníamos muy poca agua, sólo la que los hombres de Sagramor habían traído en su ligero equipaje, de modo que hubimos de racionar los pellejos. Sería una jornada larga y seca, sobre todo para los heridos. Uno tiritaba, estaba pálido, casi amarillo y, cuando Sagramor intentó darle un poco de agua a la boca, el hombre mordió convulsivamente el orificio del pellejo. Empezó a gemir, el sonido de su agonía nos carcomía el ánimo y Sagramor precipitó su muerte con la espada.
—Tenemos que encender una pira —dijo Sagramor— al final del brazo de tierra. —Señaló con la cabeza el terreno llano donde el mar depositaba maderos flotantes descoloridos por el sol. Al parecer, Arturo no lo oyó.
—Si quieres —dijo a Sagramor— puedes irte hacia poniente ahora.
—¿Y abandonaros aquí?
—Si os quedáis —replicó Arturo en voz baja—, no sé si podréis marcharos después. Sólo disponemos de una embarcación, Mordred recibirá refuerzos, pero nosotros no.
—Cuantos más vengan, a más mataremos —respondió Sagramor secamente, aunque creo que sabía que quedándose se aseguraba la muerte. En la nave de Caddwg podrían salvarse no más de veinte personas—. Alcanzaremos la otra orilla a nado, señor —dijo, señalando con la cabeza el lado oriental del canal que corría, raudo y hondo, rodeando la punta de tierra—. Los que sepan nadar, claro está —añadió.
—¿Tú sabes nadar?
—Nunca es tarde para aprender —replicó Sagramor, y escupió—. Además, todavía no estamos muertos.
Tampoco nos habían vencido aún, y cada minuto que pasaba nos acercaba más a la salvación. Vi a los hombre de Caddwg transportando la vela a la Prydwen, escorada a la orilla del agua. Ya tenía el mástil en su lugar, aunque todavía aparejaban la cuerdas del tope y, al cabo de una o dos horas, subiría la marca y la nave quedaría a flote otra vez, lista para la travesía. Sólo teníamos que resistir hasta el final de la tarde. Nos pusimos a levantar una pira enorme de maderos traídos por el mar y, cuando empezó a arder, colocamos a nuestros muertos en medio del fuego. Los cabellos prendieron con grandes llamas y, poco después, empezó a oler a carne asada. Echamos más leña al fuego hasta que las llamas rugieron, rojas y blancas como el infierno.
—Una barrera de espíritus podría detener al enemigo —dijo Taliesin después de entonar un canto por los cuatro hombres cuyos espíritus salían flotando con el humo en busca de sus cuerpos de sombra.
Hacía años que no veía una barrera de espíritus, pero aquel día levantamos una. Fue una tarea macabra. Contábamos con treinta y seis cadáveres enemigos, los cuales decapitamos para clavar las cabezas en la punta de sus propias lanzas. Después plantamos las lanzas a lo largo de la lengua de tierra y Taliesin, que se destacaba con su túnica blanca y un asta de lanza a modo de vara de druida, fue pasando ante las cabezas ensangrentadas para que el enemigo creyera que estaba haciendo un encantamiento. Pocos hombres se atreverían a cruzar una barrera de espíritus sin la intervención de un druida que contrarrestara el mal y, tan pronto como la valla quedó terminada, descansamos aliviados. Compartimos una comida frugal a mediodía y recuerdo que Arturo miraba atribulado la valla de espíritus mientras comía.
—De Isca a esto —comentó en voz baja.
—De Mynydd Baddon a esto —dije yo.
—Pobre Uther —dijo encogiéndose de hombros; debía de pensar en el juramento que había convertido a Mordred en rey, el juramento que había desembocado en aquella punta de tierra soleada, a la orilla del mar.
Los refuerzos de Mordred llegaron a primera hora de la tarde, a pie principalmente, en una larga columna que se arrastraba por la orilla occidental del lago marino. Contamos más de cien hombres, y sabíamos que llegaban otros detrás.
—Estarán cansados —nos dijo Arturo—, y además tenemos la barrera de espíritus.
Pero el enemigo también contaba con un druida. Fergal llegó con los refuerzos y, unas horas después de que divisáramos la columna de lanceros, el druida se acercó a escondidas a la valla olisqueando el aire salado como un perro. Echó puñados de arena a la cabeza más cercana, saltó a la pata coja un momento, echó a correr hacia la lanza y la derribó. La valla estaba rota, Fergal levantó la cabeza hacia el sol y exhaló un gran grito de triunfo. Nos pusimos los yelmos, recogimos los escudos y nos pasamos las piedras de amolar de unos a otros.
Subió la marea, con la cual regresaron las primeras barcas de pesca. Las llamamos cuando pasaban frente a la punta de tierra, pero apenas nos prestaron atención, pues la gente común suele tener buenas razones para temer a los lanceros; entonces, Galahad mostró una moneda de oro y el cebo atrajo a una barca, que se acercó de mala gana a la playa y se detuvo en la arena junto a la pira. Los dos marineros, con el rostro surcado de tatuajes, se avinieron a llevar a las mujeres y a los niños a la embarcación de Caddwg, que ya casi estaba a flote nuevamente. Dimos oro a los pescadores, ayudamos a las mujeres y a los niños a embarcar y mandamos con ellos a un lancero herido para que los protegiera.
—Decid a los demás pescadores —pidió Arturo a los hombres tatuados— que hay oro para todo aquel que una su barca a la de Caddwg. —Se despidió brevemente de Ginebra, y yo de Ceinwyn. La abracé un momento pero me quedé sin palabras.
—Conserva la vida —me dijo ella.
—Así lo haré —dije—, por ti. —Ayudé a empujar la barca varada hacia el mar y me quedé mirando cómo se alejaba despacio por el canal.
Un momento después, uno de nuestro vigías montados llegó al galope desde la valla de espíritus, ya rota.
—¡Vienen, señor! —gritaba.
Galahad me ajustó la correa del yelmo, luego tendí el brazo y me apretó las correas del escudo. Me dio la lanza.
—Que el Señor sea contigo —me dijo, y recogió su escudo blasonado con la cruz cristiana.
No presentaríamos batalla en la dunas porque no contábamos con hombres suficientes para cubrir todo el frente de la zona rocosa del brazo de tierra con una barrera de escudos, y los hombres de Mordred podrían rodearnos por los lados y sitiarnos condenándonos a morir en un corro de enemigos cada vez más cerrado. Tampoco luchamos en la fortificación, porque allí también podían rodearnos y cerrarnos el acceso al agua cuando Caddwg llegara, de modo que nos replegamos hacia la punta estrecha de la lengua de tierra donde nuestros escudos podían abarcar el terreno de orilla a orilla. La pira todavía ardía, un poco más allá de la línea de algas que marcaba el límite de la pleamar y, mientras esperábamos al enemigo, Arturo ordenó que alimentaran el fuego con maderos del mar. Seguimos echando leña al fuego hasta que vimos acercarse a los hombres de Mordred, y entonces formamos la barrera de escudos a pocos pasos de las llamas. Colocamos la enseña de Sagramor en el centro de la formación, unimos los escudos por los bordes y aguardamos.
Éramos ochenta y cuatro hombres, Mordred llegaba con más de cien, pero tan pronto como avistaron nuestra barrera formada y dispuesta, se detuvieron. Unos cuantos jinetes de Mordred entraron en los bajíos del lago con la esperanza de hostigarnos por los flancos, pero el agua se hacía profunda rápidamente por donde pasaba el canal junto a la orilla sur y no lograron rodearnos a caballo; así pues, desmontaron y se fueron con los escudos y las lanzas a engrosar la larga barrera de Mordred. Miré al cielo, el sol declinaba, finalmente, por los montes occidentales. La Prydwen ya estaba casi a flote, aunque todavía había hombres trajinando con el aparejo. Pensé que no faltaba mucho para que llegara Caddwg, pero por el camino del oeste seguían apareciendo enemigos sin tregua. Las fuerzas de Mordred no dejaban de fortalecerse y nosotros sólo nos debilitaríamos.
Fergal, la barba intercalada de pelo de zorro y cuajada de huesecillos, se plantó delante de nuestra barrera de escudos y empezó a saltar a la pata coja con una mano levantada al aire y un ojo cerrado. Maldijo nuestros espíritus, nos encomendó al gusano de fuego de Crom Dubh y a la manada de lobos que merodea por el paso de la flechas de Eryri. Nuestras mujeres serían entregadas como juguetes a los demonios de Annwn y nuestros hijos serían clavados en los robles de Arddu. Maldijo nuestras lanzas y nuestras espadas y pronunció un hechizo para que se nos rompieran los escudos y las tripas se nos hicieran agua. Lanzaba las maldiciones a gritos y nos prometió que en el otro mundo tendríamos que buscarnos el alimento carroñeando entre los detritus de los perros de Arawn, y que nuestra agua sería la bilis de las serpientes de Cefydd.
—¡Se os nublarán los ojos de sangre —canturreaba—, se os infestarán las tripas de lombrices y la lengua se os volverá negra! ¡Presenciaréis la violación de vuestras mujeres y la muerte de vuestros hijos! —A algunos nos llamó por el nombre y nos amenazó con tormentos inimaginables, y para contrarrestar sus maldiciones cantamos la canción de guerra de Beli Mawr.
Desde aquel día hasta hoy no he vuelto a oír la canción nunca más en boca de guerreros, y jamás fue mejor cantada que en aquel estrecho de arena templado por el sol y rodeado por el mar. Éramos pocos, pero éramos los mejores guerreros que Arturo hubiera tenido nunca bajo su mando. Sólo había un par de lanceros jóvenes en aquella barrera de escudos, los demás éramos hombres curtidos, veteranos conocedores de la batalla que olíamos la carnicería y sabíamos matar. Éramos los señores de la guerra. Allí no había ni un solo hombre débil, ni uno solo en quien su compañero no pudiera confiar, ni uno solo al que pudiera flaquearle el valor, ¡y cómo cantamos aquel día! Ahogamos con nuestras voces las maldiciones de Fergal y seguro que la canción llegó por sobre el agua hasta donde aguardaban las mujeres, a bordo de la Prydwen. Cantamos a Beli Mawr, que unció el viento a su carro y cuya lanza era un tronco de árbol y cuya espada segaba vidas enemigas como la hoz cardos. La canción hablaba de sus víctimas, esparcidas por los campos de trigo, y celebraba el número incontable de viudas que su ira sembraba a su paso; describía sus botas cual ruedas de molino, su escudo cual montaña de hierro, y el penacho de su casco, tan alto que rascaba las estrellas. Cantamos con lágrimas en los ojos, inundando de terror el corazón de nuestros enemigos.
La canción terminaba con un aullido feroz, pero antes de que se extinguiera el grito, Culhwch salió cojeando de la barrera de escudos y amenazó al enemigo con la lanza. Se burló de ellos y los llamó cobardes, escupió en su linaje y los invitó a probar su lanza. Todos lo miraban pero nadie se prestó a aceptar el reto. Eran una banda andrajosa y temible, tan hecha a matar como la nuestra, aunque no al enfrentamiento en barrera de escudos, quizás. Eran la escoria de Britania y Armórica, los malhechores, los proscritos, los hombres sin ley que se habían hacinado en torno a Mordred por la perspectiva del botín y la violación. Sus filas se engrosaban con cada minuto que pasaba, no dejaban de llegar hombres a la lengua de tierra, pero llegaban fatigados, con los pies llagados, y el estrechamiento de la punta limitaba el número de hombres que podía avanzar a la vez contra nuestras lanzas. Nos harían retroceder pero no lograrían rodearnos por los flancos.
Al parecer, ninguno osaba enfrentarse a Culhwch, el cual se plantó delante de Mordred, situado en el centro de la línea enemiga.
—A ti te parió una ramera de sapo —le dijo al rey—, y tu padre era un cobarde. ¡Lucha conmigo! ¡Soy cojo, viejo y calvo! ¡Pero no te atreves contra mí! —Escupió a Mordred, mas ni aun así salió nadie a defenderlo—. ¡Niños! —se burló Culhwch, y dio la espalda al enemigo para mayor escarnecimiento.
En ese momento, un joven se destacó de entre las filas enemigas, el casco harto holgado para su cabeza de cara imberbe, la coraza un simple trozo de cuero y el escudo rajado entre dos tablones. Necesitaba matar a un campeón para ganar riqueza y embistió contra Culhwch gritando de odio; los hombres de Mordred lo animaban a voces.
Culhwch dio media vuelta medio agachado, con el escudo bajo, y apuntando la lanza a la entrepierna del contrincante. El joven levantó su lanza con la intención de clavarla por encima del escudo de Culhwch y lanzó un aullido de triunfo al asestar el golpe, pero el triunfal aullido se transformó en un grito ahogado, pues la lanza de Culhwch le arrebató el espíritu ensartándolo por la boca abierta. Culhwch, ducho en la guerra, retrocedió. El joven no llegó ni a rozarle el escudo, se tambaleó con la lanza clavada en la garganta, quiso girarse hacia Culhwch y se desplomó. Culhwch despojó al enemigo de su lanza de una patada, desclavó la propia y volvió a clavársela al moribundo con fuerza en el cuello. Entonces sonrió a los hombres de Mordred.
—¿Alguno más? —dijo. Nadie se movió. Culhwch escupió a Mordred y se reincorporó a nuestras filas entre vítores. Me guiñó un ojo al pasar cerca de mí—. ¿Has visto cómo se hace, Derfel? —me dijo—. Observa y aprende —y los hombres que me rodeaban se rieron.
La Prydwen ya estaba a flote, el casco claro se reflejaba en el agua, que rizaba un viento suave del oeste. Ese viento nos trajo el tufo de los hombres de Mordred, el olor mezclado del cuero, el sudor y el hidromiel. La mayoría de los enemigos estarían borrachos y muchos no osarían jamás enfrentarse a nuestros aceros sin haber bebido. Me pregunté si el joven que yacía con la boca y el gaznate negros de moscas habría necesitado el valor del hidromiel para enfrentarse a Culhwch.
Mordred arengaba a sus hombres para que avanzaran ya y los más valientes animaban a sus compañeros. Habríase dicho que el sol hubiera descendido mucho de pronto, pues empezó a deslumbrarnos; no me había dado cuenta de que había transcurrido mucho tiempo desde que Fergal nos maldijera y Culhwch retara al enemigo y, sin embargo, el ejército contrario aún no había reunido el valor necesario para atacar. Unos cuantos avanzaban pero los demás quedaban atrás, y Mordred los maldecía mientras cerraba la barrera de escudos y conminaba a los hombres a avanzar de nuevo. Siempre ha sido así. Se necesita mucho valor para acercarse a una barrera de escudos, y la nuestra, aunque reducida, estaba muy bien trabada y repleta de guerreros famosos. Miré a la Prydwen y vi caer la vela de la verga; la vela nueva era de color escarlata, como la sangre, y lucía el oso negro de Arturo. Caddwg había gastado mucho oro en esa vela, pero ya no pude observar más la embarcación en la distancia porque los hombres de Mordred se acercaban por fin y los más valientes conminaban a los demás a correr.
—¡Apuntalaos! —gritó Arturo, y doblamos las rodillas para recibir el impacto de los escudos. El enemigo se encontraba a doce pasos, a diez, y a punto de cargar cuando Arturo gritó de nuevo—. ¡Ahora! —y su voz detuvo el avance del enemigo pues no sabían lo que podía significar; entonces, Mordred les ordenó que mataran y, por fin, avanzaron sobre nosotros.
Perdí la lanza al chocar contra un escudo. Entonces blandí a Hywelbane, que había dejado clavada en la arena delante de mí. Un instante después, los escudos de Mordred chocaron contra los nuestros y una espada corta se agitó por encima de mi cabeza. Se me llenaron los oídos de ruido al recibir un golpe en el yelmo en el momento en que clavaba a Hywelbane por debajo del escudo en la pierna de mi enemigo. Noté que la hoja hacía presa, la retorcí con fuerza y el hombre al que acababa de dejar tullido se tambaleó. Retrocedió encogido, pero aún de pie. Bajo el abollado casco de hierro asomaban sus rizos morenos, y el hombre me escupía mientras yo levantaba a Hywelbane por debajo del escudo. Detuve una estocada salvaje de su espada corta y luego le descargué la mía en la cabeza. Se desplomó en la arena.
—¡Delante de mí! —grité al que tenía detrás, y con su lanza remató al contrincante que, de haber tenido ocasión, me habría hundido el acero en las entrañas; entonces oí gritos de dolor o de alarma y miré hacia la izquierda, aunque las espadas y las hachas me dificultaban la visión, y vi unos grandes montones de maderos ardientes que avanzaban por encima de nuestras cabezas hacia las líneas enemigas. Arturo había recurrido a la pira como arma, y su última orden antes de que las barreras entrechocaran había sido para que los hombres que estaban cerca de la pira agarraran los troncos por el extremo que aún no ardía y los arrojaran sobre las filas de Mordred. Los lanceros enemigos retrocedieron instintivamente ante las llamas y Arturo dirigió a los nuestros por la brecha que abrieron.
—¡Abrid paso! —gritó una voz a mi espalda, y miré a un lado al tiempo que un lancero corría entre nuestras filas portando un haz enorme de madera ardiendo. Lo arrojó a la cara del enemigo, el cual abrió filas para evitar las llamas y nosotros saltamos al hueco que quedó. El fuego nos chamuscaba las barbas mientras golpeábamos y cortábamos. Por encima de nuestras cabezas volaban las ramas incendiarias. El enemigo que tenía más cerca se había hecho a un lado para alejarse del fuego y dejó abierto el flanco a mi compañero; oí el crujir de sus costillas al impacto de la lanza y vi la sangre que se le acumulaba en los labios mientras caía al suelo. Había llegado a la segunda fila enemiga; el madero caído me quemaba la pierna pero convertí el dolor en rabia y clavé a Hywelbane a un contrario en el rostro. Los que venían detrás de mí echaron arena al fuego con el pie al tiempo que avanzaban empujándome hasta la tercera fila. No tenía sitio para blandir la espada, pues me quedé pegado, escudo contra escudo, a un hombre que maldecía y me escupía mientras se esforzaba en pasar la espada por encima de mi escudo. Una lanza apareció por encima de mi hombro, golpeó en la mejilla al que maldecía y la presión de su escudo cedió entonces lo justo para que yo pudiera levantar a Hywelbane. Después, mucho después, recordé que gritaba incoherencias lleno de rabia mientras hundía a aquel hombre en el suelo a golpes. Se había apoderado de nosotros la locura de la batalla, el desatino desesperado de hombres en lucha atrapados en un espacio reducido, pero fue el enemigo el que inició la retirada. La rabia se tornó horror y luchamos como dioses. El sol brillaba sobre el monte del oeste.
—¡Escudos! ¡Escudos! ¡Escudos! —aullaba Sagramor, recordándonos que mantuviéramos la formación, y mi compañero de la diestra trabó su escudo con el mío, sonrió y atacó con la lanza. Una espada enemiga tomó impulso para descargarme un golpe mortal, salí con Hywelbane al encuentro de la muñeca de mi rival y se la rebané como si sus huesos fueran juncos. La espada voló hasta nuestras filas de retaguardia con una mano ensangrentada aferrada al pomo todavía. El hombre que tenía a la izquierda cayó con una lanza enemiga clavada en el vientre, pero enseguida el de la segunda fila ocupó su puesto y, con un potente juramento, embistió contra el escudo del contrario y asestó un golpe con la espada.
Otro tronco ardiente voló bajo por encima de nosotros y cayó sobre dos enemigos, que se separaron al punto. Asaltamos la nueva brecha y entonces sólo vimos arena ante nosotros.
—¡Cerrad filas! ¡Cerrad filas! —grité. El enemigo se rendía. Todos los de su primera fila habían perecido o estaban heridos, los de la segunda agonizaban y los de retaguardia eran los menos dispuestos a luchar y, por tanto, los más fáciles de matar. En las filas de retaguardia se agazapan los duchos en violaciones y los despiertos para el saqueo, pero jamás se habían enfrentado a una barrera de escudos de soldados aguerridos. ¡Y qué masacre llevamos a cabo entonces! La barrera enemiga se deshacía, corroída por el fuego y el miedo, y nosotros cantábamos a voces un canto de victoria. Tropecé con un cuerpo, caí hacia adelante y rodé con el escudo en la cara. Una espada me golpeó el escudo con un estruendo ensordecedor y, de pronto, Sagramor se plantó delante de mí y un lancero me levantó.
—¿Herido? —me preguntó.
—No.
El lancero siguió adelante. Me detuve a mirar dónde hacían falta refuerzos en nuestras líneas, pero en todas partes había al menos tres hombres y las tres filas avanzaban demoledoramente sobre los despojos de un enemigo acabado. Los hombres gruñían sin dejar de esgrimir las armas, cortando y hundiendo las hojas en el cuerpo del enemigo. Tal es la seductora gloria de la batalla, la pura euforia de destrozar una barrera de escudos y saciar la espada en el odiado enemigo. Miré a Arturo, un hombre amable como ninguno, y no percibí sino júbilo en su mirada. Galahad, que afirmaba diariamente que podía obedecer el mandamiento de Cristo de amar a todos los hombres, mataba en esos momentos con una eficacia terrible. Culhwch aullaba insultos. Había soltado el escudo para manejar su pesada lanza con ambas manos. Gwydre enseñaba los dientes, detrás de los protectores de las mejillas, y Taliesin cantaba y remataba a los enemigos heridos que íbamos dejando a nuestro paso. No se obtiene la victoria en la barrera de escudos mostrando sensibilidad o moderación sino dejándose llevar por el torrente divino de una locura clamorosa.
Y el enemigo no pudo contener nuestra locura, de modo que huyó a la desbandada. Mordred trató de detener a sus hombres, pero no estaban dispuestos a quedarse allí por él y hubo de huir tras ellos hacia la fortificación. Algunos de los nuestros, dominados todavía por la furia de la batalla, iniciaron la persecución pero Sagramor los hizo volver. Había recibido una herida en el hombro del escudo y, tras rechazar todas nuestras tentativas de ayudarlo, gritó a sus hombres que abandonaran la persecución. No nos atrevimos a seguirlos aunque estaban vencidos, pues habríamos llegado a la parte más ancha de la lengua de tierra, donde podían rodearnos con facilidad. Nos quedamos, pues, en el campo de batalla escarneciendo al enemigo y llamándolo cobarde.
Una gaviota picoteaba los ojos de un muerto. Busqué la Prydwen con la mirada y la hallé con la proa hacia nosotros, flotando libremente lejos del amarradero, aunque el viento suave apenas hinchaba su refulgente vela; pero la nave se movía y el color de la vela se reflejaba temblorosamente en el agua cristalina.
Mordred vio la embarcación y el gran oso de la vela y comprendió que su enemigo podría escapar por mar, de modo que ordenó a sus hombres a voces que formaran de nuevo la barrera de escudos. No dejaban de llegar refuerzos, y entre los últimos en llegar había hombres de Nimue, pues vi tomar posiciones a dos Escudos Sangrientos en la nueva barrera de escudos que se preparaba para el asalto siguiente.
Volvimos al punto en el que habíamos empezado y formamos sobre la arena empapada de sangre, delante de la pira que nos había ayudado a ganar el primer combate. Los cuerpos de nuestras cuatro primeras bajas habían ardido sólo a medias y sus rostros ahumados nos sonreían macabramente enseñando dientes descoloridos entre consumidos labios. Dejamos a los enemigos muertos donde estaban para que obstaculizaran el camino a los vivos, pero retiramos a los nuestros y los amontonamos al lado de la pira. Teníamos dieciséis bajas y una veintena de heridos de gravedad, pero aún éramos suficientes para formar una barrera de escudos, aún podíamos luchar.
Taliesin cantaba. Nos ofreció su propia versión de Mynydd Baddon y, al ritmo severo de la canción, trabamos los escudos una vez más. Las hojas de nuestras espadas y lanzas estaban desafiladas y cubiertas de sangre, mientras que el enemigo contaba con hombres de refresco, pero nos acercamos a ellos con animosa algarabía. La Prydwen apenas se movía. Semejaba un barco posado sobre un espejo, pero entonces vi que del casco se desplegaban unos largos remos como alas.
—¡A matar! —gritó Mordred, poseído finalmente por la furia de la batalla, una furia que lo impulsó hasta nuestra línea. Un puñado de valientes lo apoyaba y, tras ellos, algunos de los atormentados seguidores de Nimue, de modo que la primera carga que cayó sobre nosotros era una formación irregular; sin embargo, entre los recién llegados había hombres que deseaban ponerse a prueba, por eso doblamos otra vez las rodillas y nos parapetamos tras los escudos. El sol nos cegaba en ese momento, pero un instante antes de que la demencial embestida se produjera, percibí unos destellos luminosos en el monte de occidente y supe que por allí llegaban más lanceros. Tuve la impresión de que otro ejército completo se había reunido en la cima, aunque no sabía de dónde habría salido ni quién lo dirigiría; y después ya no tuve de tiempo de pensar en los recién llegados porque arremetí con el escudo; la colisión me despertó un dolor punzante en el muñón y exhalé un grito de agonía al tiempo que descargaba la hoja de Hywelbane con todas mis fuerzas. Mi oponente era un Escudo Sangriento y hundí el filo de la espada despiadadamente en el hueco que encontré entre su coraza y su casco; una vez librada la espada de su presa, ataqué salvajemente al siguiente enemigo, un demente, y lo hice girar sobre sí mismo sangrando por la mejilla, por la nariz y por un ojo.
Tal fue el asalto de los primeros atacantes, destacados de la barrera de escudos de Mordred, pero enseguida se nos echó encima el grueso del ejército y empujamos contra ellos gritando valientemente al tiempo que descargábamos las hojas al otro lado de nuestros escudos. Recuerdo confusión, el entrechocar de las espadas, la colisión de los escudos. La batalla es una cuestión de centímetros, no de kilómetros. Los centímetros que separan a un hombre de su rival. Se huele el hidromiel en su aliento, se oye el aire en su garganta, los gruñidos, se notan los cambios de peso y su saliva en tus ojos, y se buscan señales de peligro, se mira a los ojos del siguiente rival buscando un hueco, se toma el hueco, se cierra otra vez la barrera de escudos, se avanza un paso, se nota el empuje de los de atrás, se tropieza en los cuerpos de los que se acaba de matar, se recobra el equilibrio, se empuja hacia adelante y, después, apenas se recuerda otra cosa que los golpes que estuvieron a punto de matarnos. Uno se abre camino, empuja y hiende para hacerse un hueco en la barrera de escudos del enemigo, y luego uno gruñe, se abalanza y reparte estocadas para ampliar el hueco, y sólo entonces sobreviene la locura, cuando el enemigo rompe filas y se comienza a matar sin tino como un dios porque el enemigo tiene miedo y huye, o tiene miedo y se queda helado, y lo único que sabe hacer es morir mientras uno siega vidas.
Y los rechazamos una vez más. Y de nuevo utilizamos las llamas de la pira y volvimos a romper su formación, aunque también rompimos la nuestra en el intento. Recuerdo el sol deslumbrante tras el alto monte del oeste, y recuerdo que llegué tambaleándome a un espacio arenoso y abierto pidiendo ayuda a gritos, y recuerdo que descargué a Hywelbane sobre el cogote desnudo de un enemigo y me quedé mirando cómo se le acumulaba la sangre en el pelo y cómo se le caía la cabeza hacia atrás bruscamente; luego vi dos frentes de batalla mutuamente destrozados, sólo pequeños grupos de hombres cubiertos de sangre enzarzados en encarnizada lucha sobre un ensangrentado terreno de arena cubierta de cenizas.
Pero vencimos. La retaguardia enemiga corría en vez de despojarnos de las espadas, pero en el centro, donde luchaba Mordred y donde luchaba Arturo, los hombres no huían y el combate se recrudeció en torno a los dos cabecillas. Intentamos rodear a los hombres de Mordred, pero presentaron batalla y comprendí que éramos muy pocos, y que muchos no volverían a luchar jamás porque su sangre se derramaba en la arenas de Camlann. Una multitud de enemigos nos miraba desde las dunas, cobardes que no acudían en socorro de sus compañeros, de modo que los últimos de los nuestros lucharon contra los últimos de Mordred. Arturo asestaba golpes con Excalibur tratando de acercarse al rey, y también estaban Sagramor y Galahad, y me uní a la lucha sin lanza ni escudo, acuchillando con Hywelbane, abriéndome camino; tenía la garganta seca como el humo y una voz como graznido de cuervo. Golpeé a otro hombre, Hywelbane dejó una cicatriz en su escudo, el hombre se tambaleó hacia atrás y no halló fuerzas para avanzar de nuevo; yo también me debilitaba por momentos, así que me quedé mirándolo con los ojos escocidos por el sudor. Avanzó despacio, lo ataqué, retrocedió con paso inseguro al interceptar el envite con el escudo y contraatacó con un lanzazo que me hizo retroceder. Yo jadeaba y, en toda la extensión de la lengua de tierra, hombres exhaustos luchaban entre sí.
Hirieron a Galahad, le partieron el brazo de la espada y la cara se le cubrió de sangre. Culhwch murió. No lo vi pero más tarde encontré su cuerpo con dos lanzas clavadas en la desprotegida ingle. Sagramor cojeaba, aunque su veloz espada era mortífera todavía. Trataba de proteger a Gwydre, que sangraba por un corte en la mejilla y se esforzaba por llegar junto a su padre. Las plumas de ganso de Arturo estaban rojas de sangre, como su manto blanco. Le vi reducir a un hombre alto, esquivar el ataque desesperado de su víctima de una patada y rematarlo brutalmente con Excalibur.
En ese momento atacó Loholt. No lo había visto hasta entonces, pero él, al ver a su padre, espoleó al caballo y echó la pica atrás con su única mano. Cargó contra la maraña de hombres agotados con un canto de odio en la boca. El caballo tenía los ojos en blanco de terror, pero las espuelas lo obligaron a avanzar y Loholt se acercó a Arturo apuntándolo con la pica; entonces, Sagramor cogió una lanza y la arrojó a las patas de la bestia, la cual tropezó con la dura asta y cayó levantando una lluvia de arena. Sagramor pisó entre los cascos que pateaban el aire y marcó una estocada de lado con su negra hoja curva; brotó sangre del cuello de Loholt y, en el momento en que Sagramor acababa con él, un Escudo Sangriento se le echó encima lanza en ristre. Sagramor retiró bruscamente su arma haciendo correr la sangre de Loholt por la punta y el Escudo Sangriento embistió aullando; en ese instante, un grito anunció que Arturo había alcanzado a Mordred y los demás nos volvimos instintivamente a mirar la confrontación de los dos hombres. Una vida entera de odio mutuo palpitaba entre ellos.
Mordred, con la espada baja la movió de delante atrás con un ademán amplio para indicar a sus hombres que lo dejaran solo frente a Arturo. El enemigo se retiró obedientemente. El rey iba íntegramente vestido de negro, igual que el día de su aclamación en Caer Cadarn. Manto negro, coraza negra, calzones negros, botas negras y yelmo negro. La negra armadura estaba rascada en algunos puntos, donde las espadas habían atravesado la pez seca dejando el metal al descubierto. Su escudo tenía una capa de pez y las únicas pinceladas de color de su atuendo eran una marchita rama verde de verbena que le asomaba por el cuello y las cuencas de los ojos de la calavera que coronaba su yelmo. Pensé que sería el cráneo de un niño pues era pequeño, y tenía las cuencas de los ojos rellenas con un paño rojo. Mordred avanzó cojeando y blandiendo la espada y Arturo nos hizo seña de que nos retirásemos para dejarle espacio libre. Sopesó a Excalibur y levantó el escudo de plata, hendido y manchado de sangre. ¿Cuántos quedábamos en ese momento? No lo sé. ¿Cuarenta? Menos, quizá, y la Prydwen había llegado a la curva del canal del río y se deslizaba en nuestra dirección con la piedra espectral en la proa y la vela moviéndose apenas al suave viento. Los remos se hundían y se levantaban. La marea casi había terminado de subir.
Mordred atacó. Arturo esquivó el golpe, contraatacó y Mordred retrocedió. El rey era veloz y joven, pero el defecto del pie y el profundo corte en el muslo que había recibido en Armórica le restaban agilidad, en lo cual Arturo le aventajaba. Se humedeció los resecos labios, avanzó de nuevo y las espadas entrechocaron fragorosamente en el aire del atardecer. Uno de los enemigos que miraban se tambaleó de pronto y cayó al suelo sin motivo aparente, y no se movió más cuando Mordred dio otro paso adelante y describió con la espada un arco cegador. Arturo salió al encuentro de la hoja con Excalibur, golpeó hacia adelante con el escudo para alcanzar al rey y Mordred retrocedió trastabillando. Arturo retiro la hoja disponiéndose a lanzar otra estocada desde atrás, pero Mordred logró mantener el equilibrio y se replegó como pudo parando el golpe con la espada y respondiendo rápidamente con otra ofensiva.
Vi a Ginebra de pie en la proa de la Prydwen y a Ceinwyn justo detrás de ella. A la deliciosa luz del atardecer habríase dicho que el casco era de plata y la vela del más fino lino escarlata. Los largos remos subían y bajaban y, lentamente, la nave se acercaba, hasta que por fin, un soplo de aire cálido hinchó el oso de la vela y el agua se rizó a mayor velocidad en los costados plateados; en ese instante, Mordred cargó gritando, las espadas entrechocaron, los escudos retumbaron y Excalibur seccionó la espeluznante calavera del penacho del casco de Mordred. El rey contraatacó duramente, Arturo se sobresaltó al recibir el impacto pero alejó al rival empujándolo con el escudo, y los contrincantes se separaron.
Arturo se tocó el costado con la mano de la espada y apretó el punto donde había recibido la estocada, pero sacudió la cabeza como negando la herida. Sagramor estaba herido de muerte. Había seguido el combate pero de pronto se dobló hacia adelante y cayó en la arena. Me acerqué a él.
—Una lanza en el vientre —me dijo, y vi que se sujetaba las tripas con ambas manos para que no se le desparramasen por el suelo. En el momento en que mataba a Loholt, el Escudo Sangriento había saltado sobre Sagramor lanza en ristre y había perecido en la proeza, pero Sagramor agonizaba. Le rodeé los hombros con mi único brazo entero y lo puse boca arriba. Me tomó la mano. Los dientes le castañeteaban y se le escapó un quejido, pero levantó la cabeza con casco y todo para seguir mirando el cauteloso avance de Arturo.
Arturo sangraba por la cintura. El último ataque de Mordred le había atravesado la cota de mallas, entre las placas metálicas que parecían escamas, y le había abierto una herida profunda en el costado. Mientras avanzaba, la sangre seguía manando y acumulándose en el corte que la espada había hecho en la cota, pero saltó hacia adelante súbitamente y transformó lo que parecía un asalto en un hachazo de arriba abajo que Mordred detuvo con el escudo. Mordred estiró el brazo del escudo para zafarse de Excalibur al tiempo que clavaba una estocada frontal, pero Arturo interpuso el escudo a tiempo, echó a Excalibur hacia atrás y entonces vi que su escudo se vencía y que la espada de Mordred ascendía rascando la abollada superficie de plata. Mordred gritó y empujó la espada con más fuerza, y Arturo no advirtió la punta asesina que se acercaba hasta que atravesó el borde del escudo y se le clavó en el orificio del ojo del yelmo.
Nuevamente manó la sangre, pero entonces vi que Excalibur caía desde el cielo para asestar el mayor golpe que Arturo hubiera asestado en su vida.
Excalibur atravesó el yelmo de Mordred. Cortó el hierro negro como si fuera pergamino, hendió el cráneo del rey y le partió la cabeza por la mitad. Y Arturo, con sangre brillando en el orificio del ojo del yelmo, se tambaleó, se recobró y tiró de Excalibur hacia arriba levantando una lluvia de gotas de sangre. Mordred, muerto desde el instante en que Excalibur le partiera el yelmo, cayó de bruces a los pies de Arturo. La arena se empapó de sangre, y también las botas de Arturo; los hombres del rey, al verlo muerto y a Arturo todavía sobre los dos pies, soltaron un gemido grave y se retiraron.
Me solté de la moribunda mano de Sagramor.
—¡Barrera de escudos! —grité—. ¡Barrera de escudos! —Los perplejos supervivientes de nuestra mermadísima banda de guerra cerraron filas delante de Arturo, trabamos los abollados escudos y avanzamos enseñando los dientes y pasando por encima del cuerpo sin vida de Mordred. Pensaba que el enemigo podía volver a la carga para vengarse, pero retrocedió. Sus caudillos habían muerto, a nosotros todavía nos quedaban agallas y a ellos les faltaron entrañas para seguir matando aquella tarde.
—¡Alto! —ordené a la barrera de escudos, y volví junto a Arturo.
Galahad le retiró el yelmo y la sangre salió a chorro. La espada no le había alcanzado el ojo derecho por un dedo, pero había roto el hueso de la órbita y la herida sangraba abundantemente.
—¡Un paño! —pedí a gritos, y un herido rasgó un trozo de tela del jubón de un muerto y con ello tapamos la herida. Taliesin se lo ató con una tira del faldón de su propia túnica. Arturo me miró y cuando Taliesin hubo concluido la cura, quiso hablar.
—No habléis, señor —le dije.
—Mordred —dijo.
—Ha muerto, señor —dije—, ha muerto.
Creo que sonrió, y en ese instante la proa de la Prydwen arañó la arena. Arturo estaba pálido, con la mejilla regada de hilos de sangre.
—Ahora ya puedes dejarte crecer la barba, Derfel —me dijo.
—Sí, señor —dije—. Así lo haré. No habléis. —Tenía la cintura ensangrentada y había perdido mucha sangre, mas fue imposible comprobar la envergadura de la herida porque no pude quitarle la armadura, aunque temía que la del costado fuera la más grave de las dos.
—Excalibur —me dijo.
—Serenaos, señor —le dije.
—Coge a Excalibur —dijo—. Llévatela y arrójala al mar. ¿Me lo prometes?
—Sí, señor, os lo prometo. —Tomé la ensangrentada espada de su mano y me retiré mientras cuatro heridos lo levantaban y lo acercaban a la nave. Lo izaron por sobre la borda y Ginebra los ayudó a acostarlo en la cubierta; ella le preparó una almohada con el manto empapado de sangre, se acuclilló a su lado y le acarició el rostro.
—¿Vienes, Derfel? —me preguntó.
Señalé a los hombres que todavía formaban la barrera de escudos en la arena.
—¿Podemos llevarlos? —pregunté—. ¿Podemos llevarnos también a los heridos?
—Sólo otros doce hombres —dijo Caddwg desde la popa—. Ni uno más de doce. No queda sitio.
No habían acudido pescadores con sus barcas. Pero ¿por qué habían de hacerlo? ¿Por qué habían de preocuparse de matar y derramar sangre cuando su tarea consistía en extraer alimentos del mar? Sólo teníamos la Prydwen, y haría su travesía sin mí. Sonreí a Ginebra.
—No puedo, señora —dije y, girándome de nuevo, señalé hacia la barrera de escudos—. Alguien tiene que quedarse y acompañarlos hasta el otro lado del puente de espadas. —El muñón de la izquierda me sangraba nuevamente y tenía una contusión en las costillas, pero estaba vivo. Sagramor agonizaba. Culhwch había muerto, Galahad y Arturo estaban heridos. Sólo quedaba yo. Era yo el último señor de la guerra de Arturo.
—¡Me quedo yo! —terció Galahad, que había oído nuestra conversación.
—No puedes luchar con el brazo roto —dije—. Sube a la nave y llévate a Gwydre. ¡Rápido! La marea empieza a bajar.
—Yo tendría que quedarme —dijo Gwydre con inquietud.
Lo tomé por los hombros y lo empujé hacia los bajíos.
—Ve con tu padre —dije—, hazlo por mi bien. Y dile que le he sido fiel hasta el fin. —Lo retuve bruscamente y le obligué a mirarme; había lágrimas en su rostro joven—. Di a tu padre que lo he amado hasta el fin.
Asintió con un gesto y subió a la embarcación con Galahad. Arturo estaba por fin con su familia; retrocedí cuando Caddwg empujó la nave con un remo impulsándola hacia el canal. Miré a Ceinwyn, sonreí con lágrimas en los ojos mas no supe qué decir, excepto que la esperaría bajo los manzanos del otro mundo; pero, cuando empezaba a ordenar mis torpes palabras y la nave abandonaba la arena, Ceinwyn pisó levemente la proa y saltó a los bajíos.
—¡No! —grité.
—Sí —dijo ella, y me tendió la mano para que la ayudara a salir a la orilla.
—¿Sabes lo que harán contigo? —le pregunté.
Me enseñó el puñal que llevaba en la mano izquierda para recordarme que se mataría antes que dejarse tomar por los hombres de Mordred.
—Amor mío, hemos estado tanto tiempo juntos que no podemos separarnos ahora —dijo, y se quedó a mi lado mirando la nave que entraba en aguas profundas. Nuestra última hija se alejaba con sus hijos. La marea se retiraba y el reflujo empujaba la plateada nave hacia el mar.
Estuve al lado de Sagramor hasta que expiró. Le tomé la cabeza entre los brazos, le sujeté la mano y lo acompañé hasta el puente de espadas sin dejar de hablarle. Después, con los ojos enrojecidos por el llanto, volví a la reducida barrera de escudos. Camlann estaba erizada de lanzas. Había llegado un ejército completo, tarde para salvar a su rey y con tiempo de sobra para aniquilarnos a nosotros. Por fin distinguí a Nimue, destacándose en las dunas ensombrecidas con su túnica blanca y su blanco caballo. La que fuera amiga e incluso amante en una ocasión era mi última enemiga.
—Tráeme un caballo —dije a un lancero. Había caballos sueltos por todas partes y el lancero echó a correr, agarró una yegua negra por la brida y me la llevó. Pedí a Ceinwyn que me desabrochara el escudo y el lancero me ayudó a montar en la yegua; una vez hube montado, me puse a Excalibur bajo el brazo izquierdo y tomé las riendas con la derecha. Hinqué espuelas, la yegua saltó hacia adelante, volví a hincárselas y partimos levantando arena con los cascos y apartando hombres del camino. Cabalgué entre las huestes de Mordred, pero no les quedaban arrestos para la lucha pues habían perdido a su señor. No tenían amo y el ejército de locos de Nimue estaba detrás de ellos, y tras las harapientas fuerzas de Nimue se congregaba un tercer ejército. Un nuevo ejército había llegado a las arenas de Camlann.
Era el ejército que había divisado en el alto monte del oeste y que habría llegado al sur pisando los talones a Mordred dispuesto a tomar Dumnonia. Era un ejército que había acudido a presenciar la mutua destrucción de Mordred y Arturo; una vez concluido el combate, los lanceros de Gwent avanzaron despacio con sus pendones de la cruz desplegados. Llegaban para gobernar Dumnonia y para proclamar rey a Meurig. Sus capas rojas y penachos escarlatas parecían negros a la luz del crepúsculo, miré hacia arriba y vi las primeras estrellas brillando en el cielo.
Cabalgué hacia Nimue pero me detuve a cien pasos de mi antigua amiga. Olwen me observaba y Nimue me miraba torvamente; entonces, sonreía Nimue, saqué a Excalibur con la mano derecha y levanté el muñón de la izquierda para que viera lo que había hecho. Luego le mostré la espada.
En ese momento se dio cuenta de lo que planeaba.
—¡No! —gritó; todo su ejército de locos aulló con ella y el tumulto conmovió el cielo crepuscular.
Volví a ponerme a Excalibur bajo el brazo izquierdo, recogí las riendas y espoleé a la yegua al tiempo que le hacía dar media vuelta. La espoleé más, galopamos sobre la arena de la playa y oí que el caballo de Nimue galopaba detrás de nosotros, pero Nimue llegaba tarde, muy tarde.
Seguí cabalgando hacia la Prydwen. El suave viento hinchaba la vela y ya había rebasado la altura de la lengua de tierra; la piedra espectral de la proa subía y bajaba meciéndose en las interminables olas del mar. Volví a hincar espuelas, la yegua sacudió la cabeza y yo grité para que avanzara hacia el mar oscuro; seguí espoleándola hasta que las frías olas rompieron contra su pecho, y sólo entonces solté las riendas. Noté en las piernas el temblor de la yegua cuando tomé a Excalibur con la mano derecha.
Eché el brazo atrás. Todavía había sangre en la espada, sin embargo la hoja parecía brillar con luz propia. Merlín había dicho en una ocasión que la espada de Rhydderch se convertiría en fuego al final, y tal vez fuera así, o tal vez me engañaran las lágrimas.
—¡No! —imploró Nimue con un grito.
Arrojé a Excalibur, la arrojé con todas mis fuerzas y subió muy arriba y muy lejos, sobre las aguas profundas donde las mareas formaban el canal que atravesaba las arenas de Camlann.
Excalibur giró en el aire nocturno. Jamás existió espada más hermosa. Merlín juraba que la había forjado Gofannon en la fragua del otro mundo. Era la espada de Rhydderch, un tesoro de Britania. Era la espada de Arturo, regalo de un druida, y giró como un remolino contra el cielo oscuro; la hoja refulgió con un fuego azul sobre las estrellas brillantes. Se detuvo un instante cual fulgurante haz de fuego azul posado en los cielos y luego cayó.
Cayó en el mismo centro del canal. No produjo chapoteo apenas, sólo un atisbo de aguas blancas, y desapareció.
Nimue gritó. La yegua volvió grupas y regresamos a la playa, a los desechos de la batalla donde aguardaba mi última banda de guerreros. Entonces, el ejército de los locos empezó a dispersarse, se alejaba. Se marchaban, y los hombres de Mordred que habían sobrevivido huían por la playa ante el avance de las tropas de Meurig. Dumnonia declinaría, un rey débil reinaría y los sajones volverían, pero nosotros seguíamos vivos.
Me apeé del caballo, tomé a Ceinwyn por el brazo y la lleve a la cima de la duna más próxima. El cielo de poniente se encendió con un fiero resplandor rojo, pues el sol acababa de ocultarse, y permanecimos juntos, envueltos en la sombra del mundo contemplando el subir y bajar de la Prydwen entre las olas. Navegaba ya a toda vela, pues el viento del anochecer soplaba del oeste y la proa de la nave rompía el agua blanca mientras la popa dejaba tras de sí una estela cada vez más ancha. A toda vela se alejaba, luego viró hacia poniente a pesar de que el viento soplaba de poniente y ningún barco puede navegar directo hacia el corazón del viento; pero juro que así fue. Navegaba hacia poniente y el viento soplaba de poniente, con la vela completamente hinchada, cortando las aguas blancas con la orgullosa proa; o a lo mejor no sabía lo que veía porque las lágrimas me anegaban los ojos y las mejillas.
Y mientras mirábamos, vimos que una bruma de plata se levantaba del agua.
Ceinwyn me apretó el brazo. La bruma era sólo un retal, pero crecía y brillaba. El sol se había ocultado, la luna no había aparecido, no había más que estrellas, el cielo del crepúsculo, el mar con encajes de plata y la nave de oscura vela, y sin embargo la bruma brillaba. O tal vez fueran sólo las lágrimas de mis ojos.
—¡Derfel! —me llamó Sansum secamente. Había llegado con Meurig y se acercaba por la arena torpemente hacia nosotros—. ¡Derfel! —insistió—. ¡Te estoy llamando! ¡Ven aquí! ¡Ahora mismo!
—Mi señor bienamado —dije, pero no a Sansum. Me refería a Arturo. Y seguí mirando y llorando, enlazando a Ceinwyn con el brazo, mientras la titilante bruma de plata engullía la nave clara.
Así partió mi señor.
Y nadie ha vuelto a verlo desde entonces.