APÉNDICE TRES
«EL CORTE»
Yo sólo tenía seis años
cuando me condujeron bosque adentro,
como quien va camino del matadero.
Demasiado joven para saber qué implicaba todo aquello,
me acerqué con desgana a las mujeres que me
esperaban.
En lo más profundo de mi ser latía el deseo de que me
cortaran,
pues el dolor era mi destino:
tal es el precio de la feminidad,
eso me habían dicho siempre.
Aun así, estaba muerta de miedo...,
pero no podía dejar que se me notara.
Las mujeres hablaban en voz baja,
concentradas en cumplir con su cometido.
Estaba la que nos sujetaría el torso,
que debía ser fuerte para retenernos en el suelo.
Piernas y manos también tenían cada una su
guardiana,
que debían saber lo que hacían
para que no nos zafáramos y huyéramos a la carrera.
Primero cortaron a la mayor de las chicas
y tras ella a todas las demás.
Famosa por mi timidez, yo me hallaba entre las seis
últimas.
Temblaba de pies a cabeza, tenía ganas de vomitar;
la espera se me hacía larga,
la expectativa del dolor demasiado intensa,
pero debía esperar mi turno.
El corazón me latía con fuerza,
ahogando todos los sonidos,
excepto los alaridos de las chicas,
pues ése era también mi sino.
Finalmente llegó mi turno, y una de las mujeres
me guiñó el ojo y me dijo:
«Ven aquí, muchacha», con una sonrisa cruel.
«No serás la primera ni la última,
pero sólo tienes esta oportunidad para demostrar que
eres valiente.»
Me desnudó. Se me puso la carne de gallina.
Soplaba un viento frío que enviaba señales de
advertencia
a todo mi cuerpo. Me costaba respirar, y la cabeza
me daba vueltas mientras me llevaban de la mano.
Obediente, me senté entre las piernas de la mujer
que me sujetaría el abdomen,
y cada una de las otras cuatro
me agarró de una extremidad.
Me hicieron abrir las piernas, que sujetaron con firmeza.
Y a la sombra de un árbol...
la cortadora empezó su trabajo...
El recuerdo del dolor
sigue siendo muy vívido,
décadas después de haberlo sufrido.
¡Dios, fue espantoso!
Lloré y chillé hasta desgañitarme.
Me quedé sin voz y los gritos no brotaban de mi boca.
Me retorcí mientras un dolor atroz desgarraba
mi carne tierna.
«¡Sujetadla!», gritó la maldita cortadora,
y la más corpulenta de las mujeres se sentó en mi
pecho.
No podía respirar, pero nadie
me escuchaba.
Luego mis gritos se fueron apagando, y todo se volvió
negro.
Mientras perdía el conocimiento, oía a las mujeres
riendo,
burlándose de mi cobardía.
Debieron de pasar varias horas hasta que me desperté
a una realidad espeluznante.
¡El dolor era insoportable!
Me devoraba por dentro, y cada palmo de mi cuerpo
infantil latía de dolor.
Las mujeres intercambiaban miradas
y hablaban sin disimulo de cómo se me conocería en
adelante,
como una cobarde que se había desmayado mientras
la cortaban.
¡Allahu Akbar!, exclamaban mientras me criticaban.
Miré hacia abajo y me dieron una bofetada.
«No mires, cobarde», dijo la cortadora;
luego ordenó a las mujeres que echaran arena caliente
sobre mis genitales en carne viva.
Mi preciosa sangre manó a borbotones, espumeando.
«Abre», ordenó la mujerona con malos modos,
mientras me echaba arena.
Nada de lo que hacían aliviaba el dolor.
«¡Ja! ¿Cómo darás a luz?», se mofó
la de la sonrisa cruel.
Yo temblaba y me mordía el labio inferior.
Me mecía hacia delante, hacia atrás y a ambos lados,
retorciéndome de dolor.
«¡Ésta no me traerá sino vergüenza!», exclamó la
cortadora.
«Fijaos en lo mucho que se ha movido, ¿así cómo va a
curarse?»
Mi hermana estaba avergonzada, pero reconocí
el dolor en sus ojos...
Tal vez estuviera recordando su propio suplicio.
Me llevó rápidamente hasta la cabaña.
La sangre rezumaba y manaba. Pájaros carroñeros
volaban en círculos y se posaban en los árboles cercanos.
«Ish, ish», los ahuyentaban las mujeres.
Y durante todo ese tiempo el dolor seguía viniendo en
oleadas,
cada cual más intensa que la anterior.
Las mujeres nos hicieron levantarnos pero nos
advirtieron
que no debíamos separar las piernas.
Limpiaron la arena sangrienta de nuestros muslos
y pequeñas nalgas,
y luego nos volvieron a dejar sentadas.
Excavaron un hoyo en el suelo
y majaron malmal, la hierba palo.
Las cuerdas para atarnos las piernas estaban listas.
Trajeron carbón y lo pusieron en el hoyo,
donde había boñigas secas de burro y muchas hierbas,
la parafernalia de la cortadora.
Echaron las hierbas sobre el carbón
y nos hicieron sentarnos a horcajadas sobre el hoyo.
Mientras el humo se elevaba a mi alrededor,
oía la sangre goteando sobre el carbón,
levantando más humareda.
El dolor empezaba a remitir un poco,
pero me sentía débil y mareada.
«¿No estará perdiendo sangre?», preguntó mi
hermana, preocupada.
«No, no. Parará en cuanto le ponga las hierbas»,
replicó la cortadora con impaciencia.
Me pusieron la pasta del malmal allí donde antes
habían estado mis labios vaginales,
y luego me envolvieron desde los muslos hasta los
tobillos
con cuerdas muy resistentes hechas de piel de
camello.
Trajeron un bastón largo y las mujeres se turnaron
para enseñarnos cómo caminar, sentarnos y
levantarnos.
Dijeron que no debíamos inclinarnos ni separar las
piernas.
«Así os curaréis más deprisa», dijeron,
pero lo que realmente pretendían
era que la abertura quedara sellada.
Las primeras gotas de orina,
más abrasadoras que la cuchilla,
cayeron despacio, poco a poco,
una gotita tras otra,
estando yo tumbada de lado.
No podía lavarme ni secarme,
y la quemazón persistió durante horas.
Pero no hice de vientre...
al menos que yo recuerde.
A lo largo del mes siguiente ésa fue mi vida.
No podíamos comer nada que llevara aceite,
ni tampoco verduras o carne.
Mi ración de comida diaria consistía en leche y ugali.13
Sólo me permitían beber sorbitos de agua,
para no «mojar» la herida, decían, pues eso retrasaría
la recuperación.
Nos pasábamos el día en el bosque.
El viaje de vuelta a casa empezaba
a eso de las cuatro y a veces terminaba a las siete.
Durante todo ese tiempo debíamos soportar el calor
y caminar arrastrando los pies descalzos hasta casa
sin beber ni gota de agua, por supuesto.
No debíamos inclinarnos si nos clavábamos una
espina,
ni pedir auxilio en voz alta, eso jamás,
pues hacerlo nos «abriría» y entonces tendrían
que volver a llamar a la cortadora.
Todo se reducía a normas y prohibiciones,
a cual más temible.
A lo largo de las siguientes cuatro semanas
permanecí allí con las otras cinco niñas.
Ninguna de nosotras se bañó;
entre nuestra ropa y la piel se instalaron piojos
que nos mordían y escocían día y noche.
No había manera de librarnos de ellos,
no hasta que nos hubiésemos curado.
El río quedaba a tan sólo un kilómetro de distancia.
Por la mañana, la brisa traía el dulce perfume
de sus aguas hasta nosotras,
agudizando nuestra sed.
El día que llamaron a la cortadora de nuevo,
todas nosotras temblamos
y rezamos en silencio
para que no tuvieran que
volver a cortarnos.
Gracias a Dios estábamos todas listas,
excepto una desafortunada muchacha
que hubo de pasar otra vez por todo aquello
y tardó meses en recuperarse.
Nos afeitaron la cabeza.
Nos liberaron de las cuerdas, y con ellas de los piojos,
por fin.
Nos bañaron y untaron la piel con aceite,
pero lo más importante de todo fue que nos dejaron
beber agua.
Yo bebí hasta que no me cabía ni una gota más en el
estómago,
pero mi boca y mi garganta seguían pidiendo más.
Se había terminado.
Las cuerdas me habían dejado marcas en los muslos,
salpicados de llagas provocadas por los piojos.
Ahora debía cuidarme,
para asegurarme de que todo permaneciera intacto
hasta el día que me casara.
Maryam Sheikh Abdi