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Sí, tenemos derecho a votar, pero no podemos llegar a los colegios electorales porque la malnutrición nos impide caminar, la baja autoestima nos tiene atadas de pies y manos y el pegamento de los brillantes que usamos para embellecernos el pubis nos escuece horrores. Y para colmo nos hemos olvidado de apuntarnos en el censo electoral.»
Bridget Christie Minds the Gap, mi primera serie radiofónica, se emitió en marzo de 2013 en Radio 4. Para entonces, había escrito e interpretado en solitario siete espectáculos en el Fringe Festival de Edimburgo y llevaba nueve años haciendo bolos. Tenía un grupo de fans muy reducido y muy fiel, pero no conseguía ganarme la vida. El programa se emitió en la franja horaria de las once de la noche, reservada al humor «alternativo», por lo que yo esperaba que diera pie a muchas discusiones entre parejas que lo estuvieran escuchando justo antes de acostarse.
El tema de la serie era el feminismo, así que me pasé varias semanas entretenida, pensando en todas las formas de homicidio a las que querría someterme la gente por sacar el tema, y eso por hablar sólo de otras feministas. Pensé que el programa podía no gustarles por poco ingenioso, o demasiado serio, o porque no aportaba ninguna solución, o porque no encajaba con su idea de feminismo, o porque no abarcaba las cuestiones de las que ellas habrían hablado si les hubiesen encargado el guión de una serie de cuatro programas sobre el feminismo en clave de humor, o porque no profundizaba lo bastante en un tema en concreto, o porque no representaba a suficientes tipos de mujeres (en eso estoy de acuerdo), o porque todo lo que en él se decía lo había dicho antes Caitlin Moran, y con mucha más gracia. ¡ESTOY HASTA EL MOÑO DE CAITLIN MORAN! Ya sabéis, la otra feminista graciosa. Los misóginos, por su parte, odiarían el programa porque me oirían hablando en su cocina y ni siquiera les estaría cocinando nada. Los perros lo odiarían porque no salía ningún perro en él. Las mesas lo odiarían porque no hablaba lo bastante de ellas. Se me ocurrió incluir mi único chiste tonto sobre Margaret Thatcher, ese de la vueltecita, y The Telegraph me acusó de atacarla sin piedad. Una sola broma difícilmente se puede considerar un ataque despiadado. Es más bien como un codazo. Una broma sobre Margaret Thatcher dando vueltas como una peonza. No veo dónde está el problema. No lo va a escuchar, ¿verdad que no?
Al parecer, mi guión resultaba predecible, y puesto que creo en el derecho de las mujeres a ser tratadas con respeto y objetividad, y he salido en Radio 4, soy un ejemplo del sesgo izquierdista de la BBC. «¿Por qué no se dedican esas rojas de pacotilla, esas cómicas feministas, a hacer bromas sobre mujeres de la izquierda que dan vueltas sobre sí mismas, como Clare Short, Harriet Harman o Polly Toynbee?» Eso es lo que tanto os ha molestado, ¿verdad que sí? Pues veréis, porque ellas no han hecho ningún discurso sobre el hecho de que algunas mujeres se dedican a dar vueltecitas para que las contemplen. No hay ningún discurso famoso pronunciado por una política de izquierdas que hable del particular. Ojalá lo hubiera. Bastante se habla ya de Thatcher.
El caso es que era tan sólo una broma inocente sobre mujeres que giran como peonzas. Tampoco es que haya llevado el país a la quiebra ni nada por el estilo. Al parecer, ahora mismo hay demasiados humoristas de izquierdas en el mundo de la comedia británica. Que no cabe ni uno más, vamos. Yo no lo sabía. Creía que no había más de seis. Pero en noviembre de 2014 Nigel Farage, el humorista, aclaró la cuestión escribiendo un artículo en el diario The Independent sobre los humoristas de izquierdas. Al parecer, son una plaga que azota todo el país.
Hablando de «políticos», hay algo que quisiera compartir con todos vosotros sobre George Osborne, el ministro de Economía y Hacienda. Al parecer, sólo usa platos que tengan estampada la cara de Margaret Thatcher. Su mayordomo ha indicado que es algo en lo que no está dispuesto a dar su brazo a torcer. Además, según el encargado de la finca, engulle la comida a toda prisa para poder contemplar el rostro de la Dama de Hierro. Luego derrama lágrimas sobre el plato y se complace en fingir que nada en ellas. O al menos eso es lo que asegura su mozo de cuadra. El lacayo, por su parte, ha revelado que George ha dibujado un cuerpecillo diminuto debajo de la cara de Margaret Thatcher, con bañador y flotadores, sosteniendo un cóctel, y asegura que le gusta imaginar que la ex primera ministra está de vacaciones en su plato. La costurera dice que es una escena bastante lamentable. Luego, según el ama de llaves, George lame sus lágrimas saladas como si fuera un perro, con su triste y caliente lengua bífida, hasta dejar el plato limpio como una patena. Su mozo de caza afirmó que todo aquello le daba un poquito de repelús. Luego George seca el plato con un jirón de la sábana santa de Turín que arrancó y robó sólo para secar sus platos de Maggie. El sudario de Jesucristo es la única tela lo bastante buena para secar los platos de George, según el niño que va por la casa encendiendo todas las lámparas. La fregona ha añadido que nadie toca sus platos de Maggie excepto él. Además, según el chófer, toda la ceremonia sigue un orden estricto. El jardinero principal lo cronometró en cierta ocasión y dijo que George llora durante tres minutos exactos, imagina la escena de las vacaciones durante siete minutos y lame el plato durante dos. La parte del secado con la sábana santa dura cincuenta y cuatro segundos. La gobernanta ha manifestado que luego George guarda el plato en un armario bajo llave, junto con el disfraz humano de látex que se pone para ir a trabajar, y a la mañana siguiente vuelta a empezar. Pero basta ya de hablar sobre los hábitos alimentarios de George Osborne.
Se me ocurrió que debía cortar por lo sano y cuanto antes las reacciones viscerales a mi serie, así que empecé la primera entrega como sigue, en directo, para desconcierto del público que estaba en el estudio de Radio 4 asistiendo al programa de gorra y que, de todos modos, debía de creer que había ido hasta allí para ver a Nicholas Parsons:
¡Hola y bienvenidos a Bridget Christie Minds the Gap!, un programa sobre el feminismo en cuatro entregas. «Ay, Dios mío», dirán los oyentes, «que no sea otro aburrido programa sobre mujeres de los que hacen en Radio 4.» ¡Y eso sólo las oyentes del sexo femenino! «Ya tienen La hora de la mujer. No necesitan acaparar otros treinta minutos de las ciento sesenta y ocho horas de emisión semanales.» Pues esto promete, porque no sólo soy una mujer que sale en Radio 4 hablando sobre el feminismo en su propio programa, sino que además soy una mujer sin apenas estudios que habla sobre el feminismo con acento regional. Y sí, Richard Littlejohn, para esto paga usted el canon de la radiotelevisión pública. Ah, y si hay algún fundamentalista islámico escuchándome, no se preocupe, no voy a amenazarlo. Soy su mujer ideal, en muchos sentidos. ¡No tengo estudios y no puede usted verme!
Ambas series de Minds the Gap estaban producidas por Alison Vernon-Smith y Alexandra Smith, una par de arpías asquerosas. Lo único que sabían hacer era criticar mi ropa y llamarme gorda. Asco de mujeres.
El caso es que decidimos que cada episodio se centraría en un tema en concreto, y que nos ceñiríamos al contexto actual del feminismo en Gran Bretaña. ¡Sólo son cuatro episodios de 28 minutos cada uno! Tampoco dan tanto de sí. En el primer episodio repasaría en líneas generales la situación del feminismo en Gran Bretaña hoy en día, y luego, en los siguientes tres episodios, nos centraríamos en problemas específicos. El segundo episodio trataría sobre el cuerpo y la cosificación de la mujer.
Dedicábamos horas a hablar sobre los temas y a decidir lo que opinábamos sobre los mismos, y luego yo me iba y trataba de conseguir que resultaran graciosos. La dificultad estribaba en el hecho de que, en un espectáculo de una hora, o en un episodio de veintiocho minutos, o en un libro, siempre tienes que dejar algo fuera. Es imposible abarcarlo todo. La gente siempre te va a criticar por no haber hablado de esto o aquello, por las cosas que te has dejado en el tintero. Lo mismo sucede en este libro; hay un porrón de cosas sobre las que me hubiese gustado hablar pero no puedo ni enumerarlas porque seguro que alguien diría que falta algo en la lista de cosas de las que ni siquiera se supone que puedo hablar. Creedme, el feminismo es un campo minado. A nadie puede sorprenderle que no se hable más del tema, la verdad. Ah, y hay algo más. Estuve tentada de no escribir este libro porque son muchas las mujeres que no tienen voz, ni una plataforma desde la que puedan hacerse oír, sobre todo las mujeres negras, las que pertenecen a minorías étnicas, las inmigrantes y las transexuales. Salvo raras excepciones, nunca las invitan a participar en los debates televisivos o las noticias, ni les piden que escriban columnas sobre el feminismo británico en los diarios de tirada nacional. Al menos en lo que se refiere a la cobertura televisiva y periodística en general, el feminismo británico de hoy en día es fundamentalmente blanco. Así que temía estar privando a todas esas mujeres de una oportunidad, pero luego pensé que eso era absurdo, que no podía estar privándolas de nada, porque me habían encargado que escribiera un libro gracioso, y las mujeres no son graciosas, por muy oprimidas o silenciadas que estén. Así que, en realidad, no tengo nada de lo que avergonzarme.
A la hora de decidir el reparto de mi serie para Radio 4, intenté adoptar una perspectiva agenérica y poner a una actriz en el papel de un hombre. Si Phyllida Lloyd puede ponerse al frente de la Royal Shakespeare Company, ahí es nada, y llevar a escena un Julio César sólo con actrices, yo no iba a ser menos, ni a consentir que la BBC me impusiera a un solo hombre. Pero en Radio 4 me dijeron: «No podemos poner a una mujer en ese papel, pero sí la mejor alternativa. Fred MacAulay está disponible en esas fechas.»
Yo había trabajado años antes con Fred MacAulay en Edimburgo, en un espectáculo titulado Celebrity Autobiography, por lo que tenía muy claro –yo y todos los demás integrantes del reparto– que era uno de los hombres más graciosos de la isla de Wyre, Orkney (que cuenta con veintinueve habitantes). Si no podía contar con Fred, no quería tener a ningún hombre en el equipo, así que fue una suerte que estuviera disponible en las fechas de grabación.
Todo lo relacionado con Fred encajaba a la perfección con lo que yo necesitaba para el programa. Mide cerca de metro ochenta y suele llevar sombrero; viste bien, usa maletas de calidad e invierte fortunas en material de escritorio. Además, le encanta caminar y tiene perros. Todo lo anterior servía para compensar y equilibrar los estrógenos estridentes y quejumbrosos que dominaban el programa. Visto con perspectiva, creo que su papel se quedaba corto, y no, no es una sutil alusión sexual. Lamento no haber desarrollado más el personaje que interpretaba Fred MacAulay, el hombre más gracioso de la comedia feminista. Estoy segura de que volveremos a trabajar juntos. A lo mejor él podría escribir una serie de programas para Radio 4 sobre lo mal que se portan las mujeres con los hombres. Por aquello de la paridad.
El humor es subjetivo, al igual que el feminismo, así que es imposible contentar a todo el mundo. Tienes que liberarte de la necesidad de gustar o ser popular y simplemente hacer lo que quieres. Yo fui más lejos todavía y me liberé incluso de la necesidad de ser graciosa. Empecé a decir lo que pensaba, sin más. La misoginia me parece algo absurdo y ridículo, así que intenté centrarme en eso.
Yo suelo escribir sobre cosas que me molestan, así que en el segundo episodio de la primera serie me centré en el cuerpo femenino y la explotación sexual de la mujer en los medios de comunicación. Por entonces, Marks & Spencer acababa de lanzar una campaña publicitaria bajo el lema «Todas las mujeres» en la que faltaban unos cuantos tipos de mujer. A juzgar por las imágenes que la acompañaban, aquella campaña de lencería debería haberse bautizado más bien como «Algunas mujeres». Más concretamente, dos tipos de mujer, los únicos que encajaban en sus férreas restricciones de edad y talla. La campaña publicitaria «Todas las mujeres» de M&S ofendió a mujeres de todo el mundo, que señalaron con toda razón que algunas tenían más de cincuenta y siete años y usaban una talla 46. ¡Malditos espantajos! ¿Cómo se atrevían a existir siquiera, no digamos ya a PONERSE ROPA INTERIOR?
A mí la campaña no me pareció ofensiva, sino tan sólo condescendiente y cínica. Además, su eslogan era lamentable: «No son mujeres reales del montón, sino mujeres reales M&S.» ¡Que no somos gallinas! Daba la impresión de que habían criado su propia raza de mujeres: «Nuestras mujeres biológicas, alimentadas con maíz, pastan en libertad en una granja de Gloucestershire. Pagamos tarifas justas a nuestros proveedores.»
Además, si vas a fingir que representas a las mujeres reales, tienes que ser consecuente. Enseña la celulitis o las estrías. Muéstranos comiendo judías de una lata mientras lloramos a moco tendido viendo Bebé a bordo o Llama a la comadrona.
El caso es que retiraron la campaña de lencería en un visto y no visto y la reemplazaron con otra en la que salía una mujer real de veinticinco años que usa la talla 36, más concretamente la supermodelo Rosie Huntington-Whiteley, posando en la cama con un sujetador de esos que realzan el pecho y leyendo el último boletín informativo de la Fawcett Society, organización que defiende los derechos de la mujer, con un dedo entre los labios y el ceño fruncido. Así aprenderá a no meterse el dedo en la boca justo después de haber desparasitado al gato.*
No es lo mismo sentirse ofendido que molesto. Nosotras las feministas tenemos que elegir con mucho cuidado las batallas que libramos, porque a veces, cuando decimos que algo nos ofende, lo que en realidad queremos decir es que nos ha molestado. Por ejemplo, la misoginia de cara a la galería que practica Jeremy Clarkson no me ofende. Me molesta porque no es auténtica; sólo trata de llamar la atención. Tal vez sea un racista de tomo y lomo, pero no creo que sea realmente sexista. Creo que ama a las mujeres. Lo que pasa es que aún no ha descubierto cómo relacionarse con ellas, ni cómo hablarles.
Es importante que las feministas se molesten en distinguir lo que ofende de lo que molesta. Cuando se trata de las grandes cuestiones, no queremos medias tintas. De lo contrario, acabaremos como el niño que gritó Virginia Woolf. Ya sabéis, Richard Burton.
Ésta es la nueva lucha, mujeres, una que ni siquiera Charles Darwin vio venir. La evolución de la cirugía estética o, como me gusta referirme a ella, «El origen de las mujeres».
Después de tener a mi segundo hijo, pensé que mi vagina necesitaba una inyección de moral, pero nunca se me pasó por la cabeza someterme a una labioplastia. Sé que muchas mujeres lo hacen; de hecho, la labioplastia es una de las intervenciones de cirugía estética cuya demanda ha aumentado más en los últimos tiempos. No seré yo quien juzgue a esas mujeres. Es su vagina y pueden hacer con ella lo que les venga en gana, pero sí me gustaría poner sobre la mesa mi alternativa a la cirugía. Veréis, lo que yo hice fue organizar una ceremonia de imposición de nombre. No hubo invitados. Quemé un poco de aceite de geranio y luego mi vagina y yo compartimos un bocadillo de jamón y tomate. Desde entonces me siento mucho mejor respecto a Brian, y todos los hombres a los que he presentado a Brian desde la ceremonia de imposición de nombre (sobre todo críticos de comedia, miembros de jurados, productores teatrales, empresarios del sector, fotógrafos, agentes y productores televisivos) comparten mi opinión.
Recortar los labios vaginales es como desmochar un árbol. Todos los nidos de los pájaros desaparecen, así como las bolsas de plástico y las palomas torcaces. Dejan de ser árboles llenos de vida para convertirse en tocones muertos. Dejadlos en paz.
No creo que se pueda legislar contra las vaginas de diseño, aunque eso es exactamente lo que ha hecho Theresa May. Ha dicho que los médicos que realizan esta intervención podrían estar cometiendo un delito similar a la mutilación genital femenina, salvo que exista una justificación médica, ya sea física o psicológica, para llevarla a cabo.
Hoy en día las mujeres tienen más poder, dinero y oportunidades que nunca, así que ¿cómo hemos acabado convertidas en una generación de mujeres que se odian a sí mismas, que se fustigan con trastornos alimentarios, dismorfia corporal y montes de Venus desforestados? Algo tiene que haber salido rematadamente mal para que cuarenta mil británicas vayan por ahí con silicona de uso industrial, la misma que se emplea para fabricar colchones, en sus glándulas mamarias. Sí, tenemos derecho a votar, pero no podemos llegar a los colegios electorales porque la malnutrición nos impide caminar, la baja autoestima nos tiene atadas de pies y manos y el pegamento de los brillantes que usamos para embellecernos el pubis nos escuece horrores. Y para colmo nos hemos olvidado de apuntarnos en el censo electoral.
El único retoque que me he hecho es operarme de las encías, pero porque me atracaron (¡un hombre, claro está! Ya podemos añadir «destrozapiños» a la lista) y me golpearon en la dentadura, así que tuve que enderezármela un poco. No fue porque hubiese sucumbido al incesante bombardeo de imágenes idealizadas de encías femeninas en los medios de comunicación.
Siempre he sido bastante sensata en lo relativo a mi cara y mi cuerpo. No suelo someterme a absurdas dietas milagro ni me castigo con extenuantes sesiones de ejercicio físico. No paso hambre ni me afeito para tener la expresión y el cuerpo de una rata de laboratorio en fase de preoperatorio. Y no consiento que nadie me trate como una especie de cubo de la basura humano o uno de esos juguetes de encajar formas. Yo decido qué me meto en el cuerpo, y por qué agujeros.
Además, ahora soy mamá. Tengo dos hijos. Mi cuerpo no tiene que ser perfecto, sólo tiene que funcionar. Mientras pueda coger a los niños, arrojarlos a un contenedor y salir corriendo a toda pastilla, no necesito nada más. Y eso no puedo hacerlo con enormes tetas rellenas de silicona, pies vendados o labios vaginales convalecientes.
Katie Price (que me cae bien, dicho sea de paso; sólo la saco como ejemplo de alguien que ha pasado montones de veces por las manos de un cirujano estético) se ha sometido recientemente a una operación de reducción de pecho con el fin de que «la tomen más en serio». A lo mejor tendría que someterme a una operación de aumento de pecho, para asegurarme de que la gente no me toma demasiado en serio ni me critica por no dar respuesta a ninguno de los problemas que abordo. Sí. Para variar, no estaría mal que me juzgaran por una serie de parámetros distintos. Que no me consideraran responsable de todas y cada una de las palabras que pronuncio, o incluso de palabras que no he pronunciado porque me han parafraseado o citado fuera de contexto, o simplemente porque alguien tiene ganas de buscarme las cosquillas. Dicho lo cual, os ruego que no dejéis de criticarme bajo ningún concepto, es la única forma de que aprenda. Pero tampoco lo toméis como una invitación a despellejarme.
En resumidas cuentas, estoy bastante a gusto con mi cuerpo. Y estoy bastante a gusto con la desnudez. Baste decir que le compré la casa a un nudista. Con lo que ya no estoy tan cómoda es con la desnudez en primer plano de perfectos extraños, que fue lo que pasó cuando Peter Stringfellow9 decidió regalarme un lap dance o baile erótico. No es que Peter Stringfellow bailara personalmente para mí. Eso habría sido de lo más violento. Sobre todo si su melena ochentera se hubiese enredado con las cuentas de mi rosario. Pero en cierta ocasión lo tuve sentado frente a mí mientras comía un bistec y se reía de mí. No suena demasiado agradable, ¿verdad que no? Suena como si, además de pagar a una stripper para que se contoneara delante de mí, también le hubiese pagado a Peter Stringfellow para que hiciera de mirón y, no contenta con eso, le hubiese preparado la cena.
Lo que pasó, en pocas palabras, fue que Peter Stringfellow me invitó a cenar, a mí y a unas cuantas compañeras de oficio. Por entonces yo trabajaba en un diario como redactora de la columna de cotilleos, y cuando trabajas en la prensa te invitan a toda clase de saraos. Publicidad gratuita, ya sabéis. Lo que quiero decir es que, mientras estaba en el diario, tuve ocasión de visitar los garitos más exclusivos de Londres, incluidos clubs de acceso restringido, galerías de arte y cubos de basura de los famosos. Al finalizar la cena, Peter Stringfellow tuvo a bien agasajarnos a todas y cada una de nosotras con un lap dance realizado por otras tantas bailarinas. Si queréis que os diga la verdad, después de haber comido un pescado que picaba lo que no está escrito, me habría apetecido mucho más un sorbete. (A todas éstas, tenéis presente a Peter Stringfellow, ¿verdad? Lleva el típico peinado ochentero, corto por los lados y largo por detrás, tiene dientes de conejo y orejas puntiagudas. Parece el resultado de una noche loca entre Nosferatu y Carol Thatcher.)
No me hacía demasiada gracia ver a todas aquellas mujeres en paños menores delante de mí nada más acabar de cenar. Era como si me hubiesen ofrecido una tabla de quesos humanos, ninguno de los cuales era de Gloucester o Cheddar. Le dije a Peter: «A mí es que me va más el tipo añejo, o el de bola.» Pero no los encontraréis entre las chicas de Stringfellow, ¡faltaría! Son tiernas y jugosas como un requesón y no se parecen en nada a una bola.
Yo no quería que una bailarina se contoneara en mi regazo. No me gusta que nadie actúe sólo para mí, me resulta intimidante. Aún no he superado lo del payaso que vino a mi fiesta de aniversario cuando cumplí cinco años, y eso que no iba desnudo. Ni se sentó en mi regazo. Ni tenía a Peter Stringfellow mirándome. Mis padres nunca lo habrían invitado a mi fiesta de cumpleaños, ni siquiera en los años setenta.
Pero mi principal objeción al baile erótico ni siquiera tenía nada que ver con el feminismo o el catolicismo. Que alguien bailara sólo para mí se me antojaba un desperdicio. Yo vengo de una familia numerosa irlandesa de clase trabajadora. Soy la pequeña de nueve hermanos. Estoy acostumbrada a compartirlo todo. Comida, zapatos, frases. Hasta compartíamos padres.
Una mujer entera para mí sola era sencillamente demasiado. Aún nos faltaban el postre y el café, y yo siempre me reservo un hueco para ambos. Me había comido un lenguado entero yo solita. Y eso que aún llevaba la cabeza pegada al cuerpo. Siempre que me sirven un pescado con la cabeza intacta, le tapo los ojos con una servilleta. (¿Puedo hacer un breve inciso para decir que la comida en el club de Stringfellow es sencillamente deliciosa? Mucho mejor de lo estrictamente necesario, de hecho. Yo esperaba que me sirvieran nuggets de pollo o langostinos rebozados, algo para picar, más que una cena en toda regla. Y un sorbete industrial de postre. O tal vez una manzana caramelizada, o incluso algodón de azúcar. Pero comí un lenguado. Con un cuchillo de pescado. Y creo que mi servilleta estaba incluso planchada. De hecho, las servilletas de Peter Stringfellow iban mejor vestidas que yo. No es precisamente lo que uno esperaría de un club de strippers, ¿verdad que no? En mi opinión, Peter Stringfellow no sabe lo que tiene entre manos. Debería cambiar la forma en que publicita sus servicios. «Chicas que bailan desnudas, buen pescado y servilletas almidonadas.» Eso le abriría las puertas de todo un mercado sin explorar.
Recuerdo haber mirado mi servilleta perfectamente doblada, de un blanco nuclear, meticulosamente colocada bajo el reborde de mi plato, junto a un vaso de agua, y haber sentido de pronto una punzada de añoranza del viejo National Health Service, antes de los recortes y las externalizaciones. Jamás hubiese dicho que, estando en el club de Peter Stringfellow, rodeada de vaginas, se me ocurriría pensar en los enfermos y los ancianos que esperaban en pasillos. Sin servilletas de ninguna clase, no digamos ya blancas y almidonadas. Recordé haber ido a urgencias con mis hijos, haber notado el suelo pegajoso bajo los pies y haberme preguntado si no debería pedir una fregona y darle un repaso. Recordé haberme fijado en el suelo del centro comercial Westfield, en Shepherd’s Bush, y haber pensado que estaba mucho más limpio que el de algunos hospitales por los que había pasado. Pero también pensé en el afecto y la admiración que sentía por el National Health Service. En cómo operaron a mi hijo de la hernia. En lo bien que trataron a mi hija cuando se fracturó la pierna. Pensé en mi madre moribunda y los cuidados que recibió. Pensé en mi médico de cabecera, que el 31 de diciembre, durante mi segundo embarazo, me diagnosticó una rara afección hepática que puede causar muerte intrauterina, por lo que no pude celebrar la Nochevieja y tuve que ingresar en el hospital para que monitorizaran el latido cardíaco de mi bebé mientras mi mejor amigo, el hombre, escritor y humorista Andrew Doyle, recibía el año nuevo a solas en un pub. Pensé que no tuve que pagar nada a cambio de todos esos cuidados, y pensé en la sanidad pública en otros países. Pensé en lo importante que es el National Health Service para la vida y la dignidad del pueblo británico, y también que, pese a no ser perfecto ni infalible, nuestro sistema sanitario es la envidia del mundo. Pensé en Nye Bevan, fundador del National Health Service. Pensé que si todos los inmigrantes con VIH dejaran de venir en hordas a tratarse en el Reino Unido y a agotar los recursos del National Health Service, como dijo Nigel Farage, los hospitales públicos podrían estar tan limpios y relucientes como los clubs de strippers de Peter Stringfellow.
En fin, como iba diciendo, siempre tapo los ojos del pescado antes de comérmelo. Pero no puedes poner una servilleta sobre los ojos de un pescado en un club de strippers, porque parece que estés insinuando algo. Parece que estés intentando proteger la inocencia del pescado. Digamos que no está bien visto, en un club de strippers, tapar los ojos de un pez muerto. Así que me pasé toda la cena intentando no mirar a los ojos a Michael, como lo bauticé. Y tuve que volver a hacerlo con la bailarina, que también me hizo sentirme culpable, y a la que también bauticé como Michael, para que todo aquello no resultara tan impersonal, ya sabéis. El caso es que tampoco puedes taparle los ojos a una stripper con una servilleta, de ninguna manera. No les gusta. Eso sí que estaría mal visto en un club de strippers. Vaya por delante que estoy segura de que no había reproche en los ojos de Michael, era yo la que me reprochaba a mí misma, pero aun así..., demasiados ojos. Esa noche, entre unas cosas y otras, creo que me las arreglé para cometer ocho de los siete pecados capitales.
Dos de los temas que más divisiones provocan en el seno del feminismo son la industria del sexo y Margaret Thatcher. Algunas feministas están a favor de ambas, otras no están a favor de ninguna, y las hay también que se decantan por una sola de las dos, sin que haya ni la más remota posibilidad de entendimiento entre las facciones enfrentadas. A lo mejor deberíamos unirlas. ¿Qué pasaría si Maggie se convirtiera en la cara visible de Conejitos Rampantes, la línea de vibradores de la marca de juguetes eróticos Ann Summers, o de cualquiera de esos artilugios concebidos para la penetración anal? El eslogan podría ser alguna broma del tipo «Primero nos joden el Estado del bienestar y luego nos dan por culo» o algo así. Pero no sé yo si colaría.
Lo que me molesta de la industria del sexo, y en especial de la prostitución, es cómo nos referimos a veces a ambas, echando mano de lugares comunes desfasados y maniqueos. «El oficio más antiguo del mundo.» Pues no, no lo es. El oficio más antiguo del mundo es la caza y recolección, seguido por la agricultura de subsistencia, seguido por el diseño de páginas web.
El problema es que algunas feministas creen que la industria del sexo puede servir para empoderar a las mujeres, mientras que otras opinan todo lo contrario. Yo puedo entender ambas posturas, según con qué clase de feminista haya salido a tomar algo. Algunas de ellas pueden llegar a intimidarte mucho. Cuando las feministas quedamos para salir, no hacemos más que hablar de la industria del sexo, la epistemología hegemónica en el discurso feminista y los zapatos de la ministra para la Mujer y la Igualdad.
Creo que si una mujer en plena posesión de sus facultades ha elegido libremente trabajar para la industria del sexo, no hay nada que objetar. Como Brooke Magnanti, que ha dicho lo siguiente acerca del feminismo:
De verdad que no entiendo a las profesionales del feminismo intelectual de la tercera ola. Os lo juro. He intentado comprender lo de la baja por maternidad, y todo eso de repartir las tareas domésticas, y la conclusión a la que he llegado es: si tu trabajo no te permite tener todo el tiempo libre que quisieras, jódete o búscate otro. Si tu pareja no friega los platos, tres cuartos de lo mismo.
¿Jódete? ¿Jódete? ¡Que te j****! A ver, un momento.
He aquí un gran ejemplo de lo compleja que puede llegar a ser la cuestión de la industria sexual en el seno del movimiento feminista. Por suerte, aquí me tenéis para explicarlo de un modo sencillo y claro, tal como hice con los vikingos en aquel pitch para la radio.
Brooke Magnanti es a todas luces feminista. Estamos ante una mujer fuerte y económicamente independiente que trabajó en la industria del sexo para poder acabar los estudios universitarios porque en su doctorado no había suficiente sexo, algo que le chifla. Si eso no es una actitud feminista, apaga y vámonos. Pero Brooke no puede definirse como feminista porque cree que la «comunidad feminista británica», si es que tal cosa existe, la desairó al afirmar que ciertos aspectos de la industria sexual, como el porno, la prostitución o los clubs de striptease, contribuyen a la opresión de la mujer. En lo tocante a la prostitución, la plataforma End Violence Against Women [Acabemos con la Violencia contra las Mujeres] sostiene que, si bien no cabe juzgar a quienes la ejercen, es una institución patriarcal mediante la cual se explota, margina, maltrata y deshumaniza a la mujer.
Brooke Magnanti no quiere formar parte de una comunidad que opina así porque ella se ha dedicado a la prostitución y tiene una visión muy distinta del tema. Cree que la industria sexual puede ser incluso una herramienta de empoderamiento femenino, siempre que se sigan al pie de la letra las instrucciones del fabricante y no se sobrepase la dosis recomendada. A raíz de sus declaraciones, muchas feministas sexys y con estudios superiores –que no trabajan para la industria sexual ni lo harían aunque pudieran, y que no creen que la industria sexual empodere a la mujer– se niegan a definirse como trabajadoras sexuales (o como sexys a secas) porque algunas trabajadoras sexuales, como Brooke Magnanti, que cobran a cambio de favores sexuales, han dicho que se niegan a definirse como feministas. Así que las feministas han vetado el sexo y han dicho: «Bueno, si tú no quieres que te llamen feminista, nosotras no queremos que nos llamen sexys, porque no queremos formar parte de la comunidad sexy, no si ha dicho que nosotras no somos sexistas.» He aquí el quid de la cuestión. Se trata de un tema complejo y volátil, y eso sin meter a los vikingos de por medio.
En cuanto movimiento político, el feminismo requiere que, en mayor o menor medida, las feministas decidan y se pongan de acuerdo en determinadas cuestiones. Mis amigas no consiguen decidir si salir a tomar un café o un té, no digamos ya si la industria sexual mercantiliza a la mujer o no.
El problema es que, llegados a cierto punto, el movimiento político necesita un líder, y si hay algo que las feministas no soportan es que les digan lo que tienen que hacer, sobre todo si se lo dicen otras feministas. Había que buscar a un hombre para eso, ¿no? A Jimmy Somerville, el de los Bronski Beat, no le hace demasiada gracia tener que hacer pipí sentado, pero ése era el trato. Podía ser el Líder de las Mujeres, pero no íbamos a instalar un urinario en nuestro cuartel general.
No tiene sentido, desde el punto de vista económico, que una mujer sea la líder de las feministas. El liderazgo requiere tiempo y dedicación, y descontando canguros y otros gastos, sencillamente no le saldría a cuenta. Haría mejor quedándose en casa y rellenando con los datos de su marido el formulario de solicitud de liderazgo feminista. Irónicamente, las únicas mujeres que pueden dedicar su tiempo y esfuerzos a luchar por la paridad en los sueldos y la conciliación laboral y familiar son las mujeres que gozan de independencia económica y que no tienen hijos.*
A lo mejor no debería haber una mujer al frente del movimiento feminista. Un humorista muy simpático me dijo en cierta ocasión: «Si más hombres tomaran parte en la lucha feminista, os iría mucho mejor.» Y el que hombres con una gran proyección social se nos unan sólo puede ser bueno, y todas deberíamos estarles eternamente agradecidas. De hecho, un hombre feminista bastante mediocre vale mucho más que, pongamos, un millón de mujeres feministas bastante buenas. Sobre todo en lo tocante a la atención mediática. Un hombre humorista, por ejemplo, sólo tiene que decir en público: «No creo que debamos reírnos de que haya mujeres a las que sus parejas violan o matan» para que le ofrezcan dirigir la ONU o poco menos. Y para que le lluevan los ligues.
Cuando Jimmy Somerville, el de los Bronski Beat, actual Líder de las Mujeres, se muera, tal vez Russell Brand pueda ocupar su puesto. Brand se ha convertido al feminismo porque tuvo una relación con una mujer que le parecía brillante, lo que le hizo pensar que a lo mejor había más mujeres brillantes ahí fuera, por lo que debería tratar mejor a las mujeres en general, lo que es fantástico. Es realmente alentador que cada vez más hombres se esfuercen por abordar problemas cuyo origen son ellos. Brand tuiteó una foto suya sosteniendo una camiseta de la campaña «Acabemos con la página tres» y el siguiente mensaje: «Y finalmente, gracias al amor de una buena mujer, mi yo adolescente y sexista ha muerto.»
Esto sugiere que el sexismo trasnochado del que Brand hacía gala en el pasado era culpa de las malas mujeres con las que había estado anteriormente y no de su sexismo, lo que resulta un pelín insultante para todas las mujeres que han pasado por su vida y para TODAS LAS MUJERES en general. No me malinterpretéis, está bien que Russell haya decidido dejar de ser sexista, pero conviene no perder la perspectiva. Para empezar, se supone que no debería ser sexista, ni alardear de las proezas sexuales de su novia en presencia del abuelo de ésta, ni llamar a una línea de apoyo a mujeres violadas para gastar bromitas. Sólo digo que deberíamos pensarlo dos veces antes de felicitar a la gente por no hacer algo que de entrada no debería hacer, porque eso supone bajar mucho el listón al resto de la humanidad. Es como si Russell hubiese tuiteado una foto suya al lado de Denzel Washington con el texto: «Y finalmente, gracias al talento de un buen actor negro, mi yo adolescente y racista ha muerto.»
Estoy siendo dura con él, y tampoco es de los peores. Algo ha hecho bien, como despertar conciencias y llamar la atención de los medios de comunicación hacia las madres del movimiento Focus E15, cuya apasionada campaña a favor de la vivienda social se convirtió en símbolo de la crisis de la vivienda en Londres.*
Estoy de acuerdo con él en muchos temas –el capitalismo, la evasión fiscal, los vaqueros ultraceñidos–, pero el tipo de sexismo que practica Russell, y que en cierta ocasión comparó con el racismo de su abuela para quitarle hierro, sigue siendo sexismo por más que tenga un aire setentero e inocentón, y por más que intente distraernos envolviendo su sexismo con un lenguaje florido, llamándolo «compleja dicotomía entre un empirismo rico en matices y las insaciables necesidades de mi proletario miembro viril», sigue siendo sexismo. Además anima a los jóvenes a no votar, lo que es irresponsable.
Sea como fuere, y volviendo al argumento del empoderamiento de la mujer, mi stripper no me parecía demasiado empoderada. Para empezar, la escogí yo, lo que me hizo sentirme un poco como la propietaria de una plantación algodonera. Ah, por cierto, la mayor parte de los clubs de strippers cobran a las bailarinas por actuar en sus locales, así que tienen que pagar por trabajar, además de costearse su propio vestuario y sobornar al personal del bar para que les haga llegar los clientes con posibles, por lo que se pasan el resto de la noche intentando recuperar todo el dinero invertido. Los fines de semana las cantidades que pagan pueden llegar a triplicarse, y desde hace algún tiempo los clubs vienen aumentando el número de bailarinas que ofrecen cada noche para tener más ingresos, lo que agrava la competencia entre strippers. Así que, si no consiguen que alguien las contrate para bailar un lap dance, pueden incluso acabar la jornada en números rojos.
El desequilibrio de poder tal vez no hubiera sido tan flagrante si a mí me hubiesen puesto en el cepo y a ella le hubiesen permitido tirarme el postre y el café a la cara a poco que diera la impresión de no estar disfrutando del baile. O si Peter Stringfellow hubiese instalado una sala de autoflagelación posbailoteo para todos sus clientes católicos y/o feministas. Cabe señalar que Peter Stringfellow es uno de los famosos con más gancho del Partido Conservador.
El lap dancing es tan sólo una faceta de la industria sexual, claro está. Luego está el porno. No soy una puritana. Lo que no me gusta del porno es que se ha vuelto demasiado accesible, que los niños pueden encontrarlo sin querer en internet y que incluye demasiado sexo. ¿Dónde está la emoción? ¿Y el suspense? Siempre sabes cómo acabará una peli porno: en sexo. A mí el porno no me parece excitante en absoluto. Os diré una película porno que sí me gustaría ver: una en la que no hubiera ninguna escena de sexo. Eso sí que sería transgresor.
A mí personalmente me excitan las montañas rusas, las recreaciones históricas de la Guerra Civil británica y las chaquetas impermeables. Tengo cerca de trece chaquetas impermeables, todas de colores y estilos distintos. Ojalá hubiese un modo de combinar el porno con mis cosas preferidas.
Una encuesta de Channel 4 para el programa The Sex Education Show vs Pornography [Educación sexual frente a pornografía] reveló que el 60% de los adolescentes de entre catorce y diecisiete años reconocía que «la pornografía puede contribuir a fomentar ideas falsas sobre la sexualidad entre los jóvenes de ambos sexos», y tres de cada diez dijeron que habían aprendido todo lo que sabían del sexo a través del porno. En otra encuesta realizada por la BBC a hombres de entre dieciocho y veinticuatro años, el 60% de los encuestados afirmó que el porno tiene efectos nocivos y el 25% dijo que le preocupaba la cantidad de porno que consumía, casi el mismo porcentaje que confesó haberse sentido incómodo por el tipo de imágenes que había visto. Por otro lado, uno de cada cinco hombres teme que el porno influya en su comportamiento. En su informe anual de 2007, Ofsted [Office for Standards in Education], el cuerpo de inspectores escolares del Reino Unido, alabó el contenido sexualmente explícito de las revistas destinadas a un público adolescente masculino, como Nuts, con el argumento de que son «una fuente de consejos y reafirmación muy positiva para un gran número de jóvenes» pese a que «a veces refuerzan actitudes sexistas».
Hoy en día el sexo sirve para vender de todo, desde ventanas de PVC a material de camping, pasando por el propio sexo. El sexo vende, y los cuerpos femeninos se han usado en la publicidad desde sus albores. Antes incluso de que naciera la publicidad, el sexo se usaba para hacer publicidad de la publicidad. Pero las imágenes de las mujeres se han ido haciendo cada vez más explícitas. Y ahora están por todas partes. Cualquier revista femenina del montón imprime en su portada a una mujer semidesnuda, luciendo un par de diminutas braguitas de estampado patriótico e inclinándose hacia delante con gesto escandalizado. Estas publicaciones deberían estar en la balda más alta de todas, no con las revistas de Scooby-Doo y Doctor Who.
Yo no quiero ver mujeres representadas de esa manera, y tampoco quiero que las vean mis hijos. Quiero que vean monstruos y zombis. Gente muerta. Realmente muerta, y no sólo con la mirada muerta. No quiero tener que explicarle a mi hijo por qué la pobre señora que sale en la portada del Sunday Sport no puede permitirse comprar unos pantalones. Él cree que ha sido víctima de un tornado y que ha perdido toda su ropa.
Nos bombardean con estas imágenes, a menudo retocadas, y esa mercantilización del cuerpo de la mujer que pasa por convertirla en un objeto, un objeto profundamente sexualizado, contribuye en buena medida al rechazo que muchas mujeres sienten hacia su propio cuerpo. El 90 % de las británicas no se siente a gusto con su aspecto físico. ¡El 90 %! Eso me hace preguntarme quiénes componen el 10 % restante. Os lo diré: las monjas. Hay cada vez más jóvenes que se meten monjas en este país. No es que sean religiosas, lo que pasa es que están hasta el moño de todo este circo. No puedo culparlas. Como feminista y católica, yo también me lo he planteado. De hecho, lo sugirió mi marido. No es que insinuara que debería meterme monja, sino que vivir conmigo era como hacerlo en un convento, por los crucifijos, los hábitos, las inmensas fotos enmarcadas de todos los papas de la historia que he colgado en la pared de la escalera por orden cronológico según se sube, las cuentas de rosario desperdigadas por toda la casa, las figuras de Jesús y los santos, el altar del salón y el vitral del parabrisas de mi coche, y también por todas las monjas que viven con nosotros.
En muchos sentidos, éste es el mejor momento de la historia para nacer mujer: podemos votar, tenemos derechos matrimoniales y nos hemos librado de la página tres. Pero no se lo digáis a The Sun, o volverá a ponerla. Fue una decisión editorial.
¿Y cómo empleamos nuestra libertad, oportunidades y dinero?
Aspiramos a satisfacer los gustos de todo el mundo rebanándonos el cuerpo de pies a cabeza como si estuviéramos en un asador de la cadena Toby Carvery en día de cobro. Añadimos unas cosas, recortamos otras, nos ponemos extensiones capilares por aquí y nos quitamos pelos por allá.
Nos tumbamos bajo lámparas para estar más morenas y nos decoloramos el pelo para tenerlo más claro. Nos ponemos unos pechos más grandes y luego nos los quitamos otra vez porque nos dan dolor de espalda.
Nos congelamos la frente y nos rellenamos los labios. Tiempo atrás nos quitamos un par de costillas y luego las volvimos a poner en su sitio porque las modas cambian. Nos rompemos y vendamos los pies y nos pintamos la cara con mercurio. Ahora nos adornamos los montes de Venus con brillantes y, si trabajamos en un teatro musical y tenemos manos peludas, también las llenamos de brillantitos.
Y no podemos parar. Seguiremos así hasta convertirnos en el equivalente humano a un tablero de fieltro con figuras de quita y pon. Y hasta que de nosotras no quede sino la baja autoestima.*
A lo mejor tendrían que volver a quitarnos todo el dinero, como en los buenos viejos tiempos.
Pero los hombres jóvenes no son los únicos que temen a la pelambrera vaginal. En 1848, en su noche de bodas, John Ruskin, pensador y filántropo socialista, se llevó tal impresión al ver el vello púbico de su esposa que al parecer perdió el conocimiento y se pasó el resto de la noche en el pub. El caso es que no pudo consumar el matrimonio, así que lo anuló. El matrimonio, no el pubis de su mujer.
Curiosamente, en la entrada de la Wikipedia de Ruskin no se menciona este contratiempo. Es evidente que el propio Ruskin la ha editado, tan evidente como que Grant Shepps no edita la suya. Sólo pone: «Las complejas razones que impidieron la consumación del matrimonio y llevaron a su posterior disolución siguen siendo motivo de especulación y debate.» No entre las feministas, desde luego. La culpa la tuvo el vergel victoriano de la novia, está claro.
Creemos que ejercemos control sobre nuestro cuerpo porque ahora tenemos más dinero para gastar en él, ¿pero qué entendemos por control?
Los estudios de opinión y encuestas demuestran sistemáticamente que las mujeres prefieren perder peso antes que alcanzar cualquier otra meta en la vida.
En 2011, cuarenta mil mujeres se sometieron a una operación de cirugía estética en el Reino Unido. Esta cifra no incluye «apaños rápidos», como el bótox.
Ese mismo año, el 90 % de los pacientes de cirugía estética fueron mujeres. Las intervenciones más solicitadas fueron el aumento de pecho, la corrección de párpados y el lifting facial y de cuello.
Un tercio de las mujeres se sometería a una intervención quirúrgica para cambiar su aspecto.
La mitad de las mujeres de edades comprendidas entre los dieciséis y los veintiuno no descarta someterse a una operación de cirugía estética.
La demanda de la labioplastia se ha multiplicado por cinco en los últimos diez años; casi todas las mujeres que se han sometido a estas intervenciones tienen genitales que encajan en los parámetros considerados normales.
El 30 % de las encuestadas con edades comprendidas entre los dieciocho y los sesenta y cinco estarían dispuestas a vivir menos tiempo a cambio de un cuerpo «perfecto». El 10 % de las mismas estarían dispuestas a sacrificar entre dos y cinco años de vida.
Se estima que 1,6 millones de personas sufren alguna clase de trastorno alimentario en el Reino Unido. El 89 % de las mismas son mujeres.
He aquí los hechos. Pero no todo está perdido. Yo tengo dos dedos palmeados en el pie derecho. No totalmente palmeados, sólo a medias. Es un rasgo familiar. Vengo de una familia de patos, y todos estamos muy orgullosos de nuestros pies palmeados. Pese a tenerlos, me las he arreglado para llevar una vida plena y satisfactoria. Hasta me las he arreglado para tener dos hijos. Bueno, dos patitos. Yo los llamo niños. En muchos sentidos, no sólo el psicológico, podría decirse que soy material defectuoso. Y sin embargo aquí estoy, escribiendo mi propio libro (aunque no con los dedos de los pies, sino con los otros). Una mujer, una mujer de Gloucester, con pies palmeados, sin una carrera universitaria, recibe el encargo de escribir su propio libro sobre feminismo. Lo que no sabía entonces mi editora es que tengo pies palmeados. Ahora ya lo sabe.
Si no empezamos a valorarnos como algo más que mercancía, si seguimos fiando nuestra felicidad y nuestras aspiraciones al aspecto físico, todo lo conquistado hasta ahora habrá sido una tremenda pérdida de tiempo. ¿De qué sirve denunciar la opresión de la mujer si nosotras somos las primeras en ejercerla?