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De hecho, hoy en día hay tanto tetamen a la vista en toda clase de entornos distintos que a veces no nos deja ver esa sociedad profundamente injusta que cosifica, degrada y trivializa la imagen de la mujer, reduciéndola a un par de tetas.»

Cuando vuelvo la vista hacia el pasado, la época que medió entre War Donkey, que se estrenó en agosto de 2012, y mi primera serie de monólogos cómicos para la radio, que empezó a emitirse en marzo de 2013, fue seguramente la última en la que se me conocía –si es que alguna vez he sido conocida, más allá de un reducido círculo de amantes de la comedia– como «Bridget Christie, la humorista» y no como «Bridget Christie, la cara feminista del humor». También hay quien me conoce como esa «comicastra imbécil y sin mentón natural de Gloucester», pero eso es más que nada mi cirujano plástico.

Lo que eso significa, si vuelvo la vista hacia el futuro, es que debo acometer la titánica empresa de intentar separar mi persona de una ideología que apoya la igualdad de género, y de las personas que suscriben dicha ideología, si quiero abrirme a otra clase de mercados. Y eso es exactamente lo que me propongo hacer.

Ya no me interesa bailarles el agua a quienes están de acuerdo conmigo. ¿Qué gracia tendría eso? ¿Dónde está el desafío? No me interesa llenar una sala con gente que no hace más que asentir y aplaudir todo el rato. Eso estaba bien al principio, pero ahora empieza a sacarme de mis casillas. Me da igual caer bien o no. Ahora me propongo ir a por todos los demás, esos que no creen en la justicia, la razón y la igualdad.

Ya puedo tachar el feminismo de mi lista. Eso es lo que dijeron en 2014 los periodistas de los diarios serios, los que escriben para una diminuta minoría de sesudos amantes de la comedia habituales del Fringe Festival. ¿Y qué hago yo ahora? No quiero volver a ver entre el público a esa panda de rojos con sus sombreros hechos de paneles solares. Quiero ver a los otros, los que nada más sentarse se enchufan a la red de suministro eléctrico y se ponen a comer especies en vías de extinción delante de mis narices. Quiero a todas las empresas que evaden impuestos y a todos los que se tiran pedos en público. Quiero verlos asintiendo y aplaudiendo ante la injusticia.

Tengo que intentar sacudirme de encima a todo ese público peludo, ecuánime, de izquierdas, fiel seguidor de la BBC y su sesgo izquierdista, indignado crónico, lector de The Guardian, amante de las lentejas, los calcetines y los sombreros, liberal y defensor de causas perdidas, buenista y adalid de la igualdad de derechos, rojo de salón, reciclador, contrario a Jeremy Clarkson, aficionado a sujetar puertas y ceder el paso, admirador de Ed el Rojo y de Ken el Rojo,7 peludo, marxista, liberal socialista, comunista, entusiasta de los eclipses solares, peludo, admirador de Ken el Rojo y Ed el Rojo, fiel seguidor de la BBC y su sesgo izquierdista, peludo, antisistema, marxista, amante de las lentejas, las botas de montaña, la impermeabilización extrema y los paneles solares, izquierdoso, marxista, defensor de los molinos de viento en la costa y la pesca sostenible, vegano, amante de las sandalias, loco por los calcetines y contrario a Jeremy Clarkson que me he buscado a lo largo de los últimos tres años e intentar abrirme a otros mercados.

Aunque, pensándolo mejor, tal vez no sea mala idea retenerlos durante algún tiempo más mientras trato de atraer a nuevos espectadores, en lugar de espantarlos a todos de una sentada, porque me encantaría llenar salas más grandes en mi próxima gira, así que voy a necesitar a mi antiguo público.

Escribo este capítulo en una comodísima habitación de hotel de Glasgow, en marzo de 2015. Hay un armario, una ventana y algunos cuadros en la pared. Un hombre acaba de traerme una hamburguesa con patatas fritas y una copa de vino, y me hace mucha ilusión que no me despierten a gritos por la mañana para que vaya a limpiar un trasero. ¡Odio que el cartero se ponga a chillar así a través del buzón! Acabo de presentar mi monólogo An Ungrateful Woman [Una desagradecida] en el Glasgow Stand, uno de los clubs de comedia con más encanto de Gran Bretaña, en el marco del Glasgow Comedy Festival.

Cuando ya me iba, los encargados del local me comentaron que tengo un público muy civilizado, pulcro como pocos, y que si bien habían disfrutado del espectáculo, las verdaderas estrellas eran ellos, los del público, porque no habían hecho ningún estropicio, los angelitos. Eso significaba que los empleados del local no habían tenido que afanarse para dejar la sala a punto para el siguiente espectáculo.

Es más: ¡dijeron que mi público era tan bueno, si no mejor, que el de Daniel Kitson! Y el público de Daniel Kitson es tan bueno que lo traen directamente del Great Ormond Street Hospital, donde llevan cincuenta años trabajando como voluntarios, sin parar ni para ir al baño.

En fin, me parece que debo tratar de ampliar mi público sin perder al que ya tengo conquistado, en lugar de cargármelo de un plumazo y partir de cero. Estoy sopesando la posibilidad de usar los comentarios del personal del Glasgow Stand como publicidad para mi próxima gira: «Bridget Christie tiene un público de lo más aseado. No dudaríamos en volver a invitarla. Sobre todo en la franja de las 19.30, porque justo después tenemos otro bolo. Con ella, lo que en circunstancias normales supondría un gran estrés resulta incluso agradable» (Glasgow Stand).

A modo de colofón, citaría algunas de las mejores críticas que he recibido: «La comicastra» (The Sun), «Tan divertida como un cáncer de pulmón» (Twitter) o quizá «Bridget Christie merece que la violen» (Cooked and Bombed:8 por lo demás, una web de gran calidad y nivel para los verdaderos amantes de la comedia).

El caso es que al humorista británico Robin Ince le han permitido abrirse al mercado de «los amantes de los libros» y al de «los amantes de la ciencia» (aunque lo sustituyeron por Dara Ó Briain cuando el mercado de «los amantes de la ciencia» se disponía a dar el salto a la tele, quizá porque no se había acostado con tanta gente como Dara). Pero, por descontado, Robin Ince es un hombre, en el sentido biológico del término, así que puede hacer lo que le salga de los huevos.

Sólo por aclararlo: me alegra mucho y me halaga que me llamen la cara feminista del humor. Adoro a las mujeres y adoro mi trabajo. Pero en algún momento hablaré de algo que no sea el feminismo, así que espero que la gente no se sienta confusa si viene a ver a Bridget Christie, la cara feminista del humor, y resulta que no hablo de feminismo. Ni de Bridget Christie. Ni de humor. Espero que no me vengan hordas de feministas enfurecidas a exigir que les devuelvan el dinero de la entrada. O que les sirvan mi cabeza en una bandeja. Ah, a las feministas les encantan las cabezas en bandeja. Olvidé mencionarlo en el capítulo uno.

Pero hay personas a las que no les sienta nada bien que les llamen feministas. Un día, cuando hacía el monólogo War Donkey en Edimburgo, un puñado de adolescentes vino a verme por equivocación y se sentó en la primera fila. Pasaban por allí y les gustó el cartel del espectáculo, en el que mi rostro aparecía impreso sobre el hocico de un burro. Todas llevaban bolsas de H&M, y cuando conté el chiste sobre la misoginia y el hecho de que los leggings de imitación de cuero negro volvieran a estar de moda, todas ellas sacaron de las bolsas los leggings de imitación de cuero negro que acababan de comprar. Esto ocurrió mucho después, cuando ya me había ganado su confianza.

No sintieron ni pizca de vergüenza ajena al ver a una mujer disfrazada de burro que fingía saltar por los aires a causa de un improvisado artefacto explosivo. Tampoco sintieron vergüenza ajena cuando me quité el disfraz de burro para enseñar el disfraz inflable de bailarina que llevaba debajo. Ni cuando lo inflé despacio, mientras las miraba con cara de póquer, sin decir una sola palabra. Entonces tampoco sintieron vergüenza ajena. Pero sí cuando dije que era feminista. Entonces se hundieron en los asientos y clavaron los ojos en el suelo. Parecían tan abochornadas que por un momento pensé que iban a levantarse y marcharse. Y eso que para entonces yo ya había desinflado el disfraz de bailarina y había vuelto a ponerme el disfraz de burro por encima de mi ropa de calle.

Para aquellas chicas, el feminismo era motivo de vergüenza. Era como el DIU, Burberry o Myspace. ¿Y sabéis qué? No me extraña lo más mínimo. Yo a su edad también habría sentido vergüenza ajena. Mi yo cuarentón habría sido la peor pesadilla de mi yo quinceañero. Aquellas chicas no querían tener nada que ver con el feminismo. Las connotaciones sociales eran demasiado degradantes. Por cierto, no todas las feministas comparten la misma idea de diversión. Por ejemplo, una de mis amigas feministas, Leyla Hussein, se divierte viendo el programa de telerrealidad The Real Housewives of Orange County. Y otra de mis amigas feministas, la humorista Josie Long, lo hace nadando en aguas frías. ¿Lo ven? Todas somos distintas.

Pero el problema es que la misoginia ha vuelto cuando nadie se lo esperaba, como los leggings negros de aquellas chicas, y ni la una ni los otros sientan demasiado bien a las mujeres normales y corrientes. Yo le echo la culpa a la hipersexualización de nuestra cultura, a la normalización del porno, a la Iglesia y a H&M.

Por supuesto, la misoginia nunca ha desaparecido del todo. Lo único que pasó fue que los misóginos que se dedicaban a las tecnologías de la información inventaron formas más eficaces para que otros misóginos expresaran públicamente su odio y desprecio hacia las mujeres, sobre todo las mujeres famosas (lo que se considera juego limpio) y las mujeres que, pese a no tener un especial interés por ser famosas, se ven obligadas por motivos profesionales a una inevitable aunque indeseada exposición en los medios (y eso también se considera juego limpio).

Mejor aún sería que los misóginos se pusieran directamente en contacto con esas arpías que no se muerden la lengua ni se arredran ante nada, y las amenazaran con todas las formas posibles de violación y homicidio, a cual más truculenta. Vale, me he pasado. Estoy segura de que esos genios de la informática creyeron que Twitter sería un medio fantástico, seguro, eficaz e instantáneo para que los opositores iraníes se manifestaran contra los resultados de las elecciones presidenciales de 2009 y se comunicaran con el resto del mundo, y así fue, pero también ha propiciado la aparición de indeseables. De eso no hay duda.

Twitter y Facebook han puesto a cretinos, fanáticos, racistas, homófobos y transófobos en contacto entre sí, dándoles una sensación de hermandad y permitiendo que se crezcan. Antes de Twitter, un cretino tenía que tomarse la molestia de buscar la lista de afiliados al ultraderechista British Nacional Party para ponerse en contacto con otros cretinos. Ahora les basta con sacarse de la manga ciento cuarenta caracteres de bromitas racistas, homófobas, transófobas o misóginas.

Así que los avances tecnológicos, junto con el posfeminismo, la denominada lad culture con su exaltación de la masculinidad más rancia, el sexismo irónico, la reacción frente a la corrección política, el martirio de los fanáticos humillados en público, el bochorno de ver a una humorista defender sus ideales apasionadamente, el éxito del UKIP, el secuestro y tergiversación del concepto de libertad de expresión y la etiqueta «Yo no soy feminista porque...» (esa que las mujeres usaban para colgar en las redes sociales fotos suyas sosteniendo letreros en los que enumeraban las razones por las que no se consideraban feministas, como por ejemplo: «No soy feminista porque me gusta cuidar de mi marido»), han contribuido a fomentar la sensación de que el movimiento feminista ha sufrido un retroceso.

El feminismo siempre ha estado ahí, pero ¿qué es exactamente el feminismo y qué sentido tiene hoy en día? Veamos, el feminismo es la creencia de que las mujeres deberían tener los mismos derechos sociales, económicos y políticos que los hombres. Aún no los tenemos, y eso es lo que da sentido al feminismo.

Pero no todo son malas noticias, al menos para las mujeres británicas. Según una reciente encuesta realizada por la revista The Lady a los sexistas británicos, las mujeres británicas disfrutan en la actualidad de uno de los mejores sexismos del mundo, y si algo saben los sexistas británicos es qué clase de sexismo les gusta más a las mujeres británicas. El suyo, al parecer, algo por lo que todas deberíamos estarles agradecidas.

Así pues, me siento muy agradecida por poder «aleccionar» a la gente sobre lo dañino y eficaz que resulta el lenguaje sexista, pues no sólo cumple a la perfección su función de degradar y menospreciar lo que hacen las mujeres, sino que está tan extendido y se ha vuelto tan omnipresente que ya ni siquiera reparamos en él.

El lenguaje sexista se usa a diestro y siniestro, y adopta muchas formas distintas. Lo tenemos tan interiorizado que ni siquiera nos damos cuenta de que es así. Lo emplean los medios de comunicación, los tribunales, los críticos de todo tipo, los jueces, los policías, los presentadores de televisión y los periodistas.

En cierta ocasión leí una reseña de un monólogo mío –una reseña muy positiva y firmada por un buen periodista, así que odio sacarla a colación– que empezaba con la siguiente frase: «“¡El feminismo me ha destrozado la vida!”, berrea Bridget Christie al empezar su espectáculo.» (Definición de «berrear»: emitir su voz propia un becerro u otro animal que la tenga semejante; emitir gritos estridentes.) Mi tono de voz no es estridente, y en aquella ocasión no berreaba. Puede que gritara la frase, eso sí. No negaré que a veces se me escapa algún grito, pero nunca he berreado. Creo que, de haber sido yo un hombre y no una mujer, el periodista no hubiese empleado el verbo «berrear». A eso me refiero. No creo que lo hiciera de un modo consciente, pero el hecho de que usara el verbo «berrear» –que por lo general se emplea para describir la voz de los becerros– resta valor a lo que hago.

Del mismo modo, cuando una humorista habla de forma apasionada sobre determinados temas, se la percibe como una «quejicosa» o una «resentida». En cambio, si un humorista hace lo mismo se le considera fiel a sus principios, comprometido y entregado. Nadie hubiese dicho que Mark Thomas, por ejemplo, se dedicaba a «gañir» sobre el tráfico de armas, sino que hablaba con vehemencia, valentía y sentimiento sobre un tema que era importante para él. Ojalá llegue el día en que nadie compare la voz de una mujer que expresa su opinión con la de un animal. Ignoro qué estaré haciendo dentro de cinco o diez años (lo más probable es que esté criando malvas), pero de momento me sobran los motivos de queja. Por citar a la periodista Helen Lewis, «los comentarios que acompañan cualquier artículo sobre el feminismo justifican por sí solos el movimiento feminista».

Así que esa clase de lenguaje sexista está concebida para socavar la autoestima de las mujeres y desdeñar sus logros. Pero hay otra forma más siniestra de manipular el lenguaje que favorece a los sistemas patriarcales o «dominantes».

Jackson Katz, abanderado del movimiento antisexista en Estados Unidos, dio una conferencia brillante y perspicaz en el marco de las célebres «TED talks» sobre la forma en que los «problemas de los hombres» se han manipulado para que parezcan «problemas de las mujeres» centrando la atención en las víctimas y no en los verdugos. Katz explica que «los hombres se vuelven casi invisibles en el discurso sobre cuestiones que les atañen de forma directa, sobre todo cuando se trata de la violencia doméstica o sexual». Sostiene que «los hombres acaban prácticamente borrados de un debate que gira en buena medida en torno a ellos» y, basándose en el trabajo de la lingüista feminista Julia Penelope, señala que, «a nivel de estructura sintáctica, el uso del lenguaje evita que centremos nuestra atención en los hombres».

A modo de ejemplo, Katz explica la deriva de una frase como «John agredió a Mary», que se convierte en «Mary ha sido agredida por John» y luego en «Mary ha sido agredida» para acabar en «Mary es una mujer maltratada». John ha desaparecido por completo del relato. Katz sostiene que, a partir de ese momento, «nos centramos exclusivamente en Mary –¿por qué vivía con John, por qué no lo abandonó, etcétera, etcétera?–, cuando a nadie se le escapa que la gran pregunta es POR QUÉ pegó JOHN a Mary». Eso no significa, claro está, que debamos olvidarnos de las víctimas, pero si no nos centramos en comprender por qué hay tantos hombres que pegan, violan y matan a las mujeres, nunca llegaremos a desentrañar las causas de la violencia machista.

Las campañas contra la violencia doméstica se centran, con razón, en obtener o garantizar una dotación económica suficiente para mantener centros de acogida y concienciar a la población, pero no podemos olvidarnos de los maltratadores: por qué lo hacen, cómo se les castiga. Es la sociedad en su conjunto la que sufre los efectos de la violencia machista, por lo que debe ser la sociedad en su conjunto la que se enfrente a la misma. La educación, las leyes y el sistema judicial deben desempeñar un papel igual de importante en esa lucha.

Katz sostiene que, hoy en día, la violencia por motivo de género se considera un «problema de las mujeres» en el que «algunos hombres buenos tratan de echar una mano», algo con lo que no está de acuerdo. Según él, para enfrentarnos de forma eficaz a la violencia por motivo de género, se necesita una perspectiva que sólo puede venir de la mano de un cambio de paradigma. La violencia de género debe percibirse como lo que es, «un problema de los hombres» en el que «algunas mujeres buenas tratan de echar una mano». Etiquetar la violencia de género como un problema femenino es parte del problema.

A menudo he pensado en esta paradoja. El feminismo gira en torno a los hombres, en cómo ven y tratan a las mujeres, así que ¿no deberíamos empezar a venderlo como tal, a transformarlo en algo destinado a los hombres y no a las mujeres? ¿No deberíamos sacar a las mujeres del feminismo? ¿Cómo hemos podido caer todas en la misma trampa? Se las han arreglado para hacernos creer que un problema suyo es en realidad nuestro. ¡Es absolutamente genial!

Creo que debemos replantearnos la forma en que abordamos la cuestión. A lo mejor, a la hora de emprender campañas de concienciación, las organizaciones de apoyo a la mujer y el gobierno deberían dejar de centrarse exclusivamente en las víctimas y empezar a poner el foco también en los maltratadores. La perspectiva de ver su cara ocupando todo el lateral de un autobús o un cartel colgado por encima del secador de manos en los lavabos de señoras tal vez fuera más eficaz como medida disuasoria. Creo que por lo menos deberíamos probarlo durante un tiempo, para ver si se traduce en algún cambio.

En fin. El caso es que todos deberíamos estar agradecidos al sexismo británico porque, como quedó claro en la encuesta de The Lady, es sexismo del bueno. Yo no me había percatado de ello hasta que en abril de 2014 Rashida Manjoo, abogada sudafricana defensora de los derechos humanos y relatora especial de Naciones Unidas sobre la violencia ejercida contra las mujeres, vino a Gran Bretaña para presentar su informe sobre igualdad de género en el Reino Unido y, en un texto de cuatro mil palabras, afirmó que aquí existe una «cultura descaradamente sexista que bebe del machismo más recalcitrante».

Los sexistas británicos declararon sentirse ultrajados y se lanzaron en tromba a Twitter –oficialmente considerado zona de protección del sexismo– para defenderse a sí mismos. Llamaron vieja y fea a Manjoo y sugirieron que regresara a Sudáfrica, donde se producen muchas más violaciones que en Gran Bretaña, con lo que demostraron más allá de toda duda que estaba cargada de razón. Manjoo completó su informe inicial con otro mucho más breve que decía simplemente: «¿Lo ven?»

En éstas, un columnista de derechas al que no quiero nombrar porque me temo que eso le gustaría, salió en defensa del sexismo británico aduciendo que el informe de Manjoo era una sarta de tonterías y que sí, tal vez seamos un pelín sexistas, pero que el nuestro es un sexismo desenfadado e inocente, nada que ver con lo que pasa en otros países. ¡Si alguien está oprimido en Gran Bretaña son los hombres! Luego trató de demostrar que tenía razón argumentando que, cuando había acompañado a su mujer a clase de yoga, todas las demás mujeres se habían pitorreado de él.

Hay que ver lo tonta que es Rashida Manjoo, que hasta obligó al Home Office a organizar el itinerario de su visita, la primera en suelo británico de una experta independiente comisionada por el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas para valorar la situación de la violencia ejercida contra las mujeres. ¿Por qué no se limitó a visitar una clase de yoga en un barrio acomodado de Londres? Eso le habría permitido hacerse una idea mucho más fidedigna de la violencia de género, la opresión de la mujer y el sexismo en el Reino Unido.

Y de todos modos, como dijo el citado columnista, no estamos tan mal como en Arabia Saudí, ni mucho menos. ¡Ni que fuera una competición! Pido disculpas por no haberme percatado de que tendríamos que estar agradecidas al sexismo y la misoginia británicos por ser mucho menos exacerbados que en otros países. La próxima vez que nos sigan por la calle de madrugada, chicas, tal vez deberíamos sacar una banderita del bolso y empezar a agitarla con orgullo patrio.

¡Eso es! ¡Arriba ese orgullo! ¡Sexismo británico, el mejor sexismo del mundo! La verdad, yo me siento bastante intimidada porque está oscuro y no hay nadie en los alrededores, pero gracias, chicos, por no lapidarme en plena calle. La verdad, estoy muerta de miedo porque tengo trece años y vuelvo sola de la escuela, pero por lo menos me dejan ir a la escuela, ¿verdad, chicos? ¡No como en Nigeria! ¡Hurra! Creo que echaré a correr de un momento a otro. ¡Oh, genial, sólo sois nueve! ¡Menos mal! Qué suerte tengo, ¿verdad? Si estuviera en la India seguramente seríais quince o veinte, ¿a que sí? ¡Esos violadores indios son unos cobardes que atacan en grupo! ¡No como nuestros valientes violadores británicos, que trabajan por su cuenta o en pareja, o para equipos de fútbol! Tú da las gracias por lo que tienes, tú da las gracias... ¡Oh, un taxi! Gracias a Dios que ha aparecido, esos hombres me estaban siguiendo. Tiene usted licencia de taxista, ¿verdad? ¿No? Vaya por Dios. Quiero decir, ¡hurra! ¡Taxis británicos sin licencia! ¡Mucho más seguros que viajar por las zonas controladas por los talibanes!

Este argumento cae por su propio peso. El columnista de marras comparaba el Reino Unido con regímenes totalitarios o países gobernados por déspotas o fanáticos religiosos, países en los que apenas se respetan los derechos humanos. Se supone que el Reino Unido es una sociedad democrática y civilizada, por lo que debería compararla con otras sociedades civilizadas como Sealed Knot, la sociedad de recreación histórica de la Guerra Civil inglesa, la Real Sociedad de Horticultura o The Village en la serie televisiva The Prisoner.

Según el mencionado columnista, los grupos de feministas y las relatoras especiales de la ONU deberían dejar de quejarse de una vez, porque las mujeres británicas se cuentan entre las más privilegiadas y liberadas del mundo. Pueden votar, acceder a la educación, controlar sus propios bienes y sus propias vejigas. Pero si tenemos esos derechos es porque cientos de mujeres se quejaron y protestaron hasta conseguirlos. A veces creo que estos hombres que se hacen pasar por periodistas defienden planteamientos estúpidos con la única intención de incrementar el número de visitas a sus páginas web.

Sea como fuere, ahí va un breve recordatorio de lo fácil que lo tienen las mujeres británicas.*

En el Reino Unido, cerca de cien mil mujeres son violadas al año, y sólo el 6 % de las violaciones denunciadas se castiga con penas de cárcel.

En el Parlamento británico, los hombres superan en número a las mujeres en una proporción de cuatro a uno, y sólo cuatro de las veintitrés carteras ministeriales están en manos femeninas.

En el Reino Unido las mujeres que trabajan a jornada completa ganan un 16 % menos que los hombres, y dos terceras partes de los trabajadores peor pagados son mujeres.

La intimidación y el acoso sexual son habituales en los centros escolares del Reino Unido. Casi un tercio de las chicas ha sufrido tocamientos sexuales no deseados en las escuelas británicas, y prácticamente uno de cada tres jóvenes de entre dieciséis y dieciocho años (el 28 %) afirma haber visto imágenes de contenido sexual en el móvil, en horario escolar, varias veces al mes o más.

A las feministas se las critica constantemente por enfrentarse al sexismo que impregna nuestra vida cotidiana y que, en opinión de algunos, no es más que una inofensiva forma de diversión. Las «chicas de la página tres» no son más que bromas con tetas. Bromas, bromas, bromas. Este argumento también se esgrime como excusa para justificar el racismo, la homofobia, la transfobia y los cursillos de fin de semana que ofrecen los Center Parcs para fortalecer el espíritu de equipo en la empresa. Si me dieran una libra cada vez que oigo eso de «¿Por qué se empeñan las feministas en dar la vara con las chicas de la página tres cuando tienen cosas más importantes por las que luchar, como la mutilación genital femenina, la violencia doméstica o las violaciones?», habría reunido ya 5,63 libras esterlinas.

El argumento es irritante. Es como cuando los antiecologistas dicen: «¿Por qué os molestáis en convencer a una persona de que vaya en bici en lugar de usar el coche cuando los casquetes polares se están derritiendo y nos estamos quedando sin petróleo? Hay que centrarse en las cuestiones verdaderamente importantes, atontados.» Sí, tenemos que abordar las grandes cuestiones, pero eso no significa que haya que ignorar las menos complejas.

Por si no sabéis qué son las chicas de la página tres, os haré un breve resumen. En 1969, un tal Rupert Murdoch compró el diario The Sun. Por entonces no salían tetas en los diarios. Ni en las noticias. Ni en los programas de debate político como Question Time. Ni en los de reportajes de actualidad como Panorama. Ni en la cobertura informativa de ninguna campaña electoral. Era casi como si no existieran.

En aquellos tiempos había que tener un poco más de iniciativa y determinación para ver unas tetas al natural. No podías toparte con un par de domingas mientras intentabas averiguar los puntos clave de los presupuestos del Estado. Oh, no, tenías que irte a una galería de arte o a una tienda porno, o sobornar a una simpática señora en la parada del autobús con tu chocolatina medio mordisqueada para ver un par de tetas. O comer toneladas de frutos secos en un pub. O fingir que algo le pasaba a tu coche, buscar el taller mecánico más cercano y simular un súbito interés por todos los meses del año.

Hoy en día eso ya no pasa. Ahora vivimos en un mundo en que las tetas son omnipresentes. Las imágenes de pechos femeninos desnudos están literalmente por todas partes. Basta conectarse a la red para encontrar un par de tetas, o bajar a la tienda de la esquina a por pan y leche para verlas por docenas, alineadas en un estante, o acercarse a la gasolinera para ver unas tetas enormes en la portada del Daily Sport, junto a una pila de botellas de líquido anticongelante rebajadas de precio. Porque ése es el lugar de las tetas desnudas, junto a un producto químico de color azul que te permite eliminar el hielo del parabrisas. Las tetas desnudas se han vuelto tan ubicuas como Dios, las ratas y las partículas de diésel. De hecho, hoy en día hay tanto tetamen a la vista en toda clase de entornos distintos que a veces no nos deja ver esa sociedad profundamente injusta que cosifica, degrada y trivializa la imagen de la mujer, reduciéndola a un par de tetas.

La actitud en torno a las tetas que se exhiben en público llega a ser muy desconcertante. Por ejemplo, están permitidas entre las páginas de un diario que se distribuye en el Parlamento británico, pero no lo están en el hotel Claridge’s de Londres cuando van adosadas a una mujer que amamanta.

A lo que íbamos: Murdoch decide poner tetas en la página tres de The Sun. Hace la friolera de cuarenta y cuatro años. Y desde entonces allí siguen, en la página tres. No las mismas, claro está.

Hasta que un día una mujer valiente llamada LucyAnne Holmes lanzó la campaña «Acabemos con la página tres», convencida de que un diario no debería publicar imágenes de mujeres jóvenes con los pechos al aire porque el mensaje que transmite sobre el lugar de la mujer en la sociedad es rematadamente negativo. Esas tetas están fuera de contexto. A ver, que quede claro que ninguna de nosotras tiene nada contra las tetas. Holmes no se dedica a recorrer las galerías de arte y los museos para destrozar todas las representaciones de bustos femeninos que encuentra a su paso. No es la versión feminista del ISIS. La cuestión no es si los pechos existen o no, sino si deberían existir en un diario. Holmes no es Oliver Cromwell. Las imágenes de mujeres desnudas en la prensa son degradantes y trivializan a la mujer. Los cuerpos femeninos no son bromas desenfadadas ni inocentes. No están al mismo nivel que la anécdota de un hámster que vivió durante cuarenta y cinco años en el pelo de un hombre sin que nadie se diera cuenta, pese a que seguía dando vueltas en su rueda y había aprendido a tocar varias canciones en la cabeza del hombre. Además, me sacan de quicio las caras que ponen las chicas. Siempre están sonriendo como si estuvieran encantadas de la vida. ¿No podrían salir a veces con un aire socarrón, desafiante, melancólico o indiferente? En fin, el caso es que Holmes se salió con la suya. La versión en papel de The Sun ya no muestra pechos desnudos. Pero The Sun sigue existiendo, y sigue dando trabajo a ciertos columnistas, así que aún queda mucho por hacer.

El sexismo y la misoginia son dos cosas distintas pero pertenecen a la misma familia, un poco como el ajo y el puerro. Comparten la misma ideología, pero uno huele un poco más fuerte que el otro. Puedes ser un sexista –verbigracia: «Sin el delantal puesto no te había reconocido, cariño»– y no ser un misógino, una persona que odia a las mujeres. Un misógino nunca haría un comentario tan desenfadado y simpático, sino que por lo general incluiría una buena dosis de violencia y/o agresividad latente, o alguna ocurrencia brillante. Algo del tipo: «Vaya, se me ha caído la cartera. Recógela, anda, cariño. Te gusta mi cartera, ¿a que sí? ¿Por qué no sacas un billete y te compras unos zapatos? A las chicas os chiflan los zapatos. Ah, y ya que estás ahí abajo, chúpamela, anda.»

El sexismo británico es más fácil de entender que el sexismo extranjero, ¿no creéis? Por ejemplo, el otro día un hombre me siseó. Estaba allí plantado y empezó a sisearme, como si fuera una serpiente. Ya sé que, estrictamente hablando, no se trata de un caso de sexismo, sino más bien de «acoso reptiliano», pero creo que puedo incluirlo en este apartado porque a) ocurrió de verdad y b) no vuelvo a mencionar las serpientes en todo el libro. Además, iba con mis hijos. El caso es que no sé a ciencia cierta de dónde era el hombre, pero llevaba una chilaba. Debía de ser de un país en el que las mujeres se sienten atraídas por las serpientes. O en el que los hombres se hacen pasar por serpientes. De lo contrario, ¿por qué iba a sisearme? Lo del siseo como forma de ligar debe de tener mucho éxito en ese país, porque así de entrada sisearle a una perfecta desconocida es algo bastante osado, ¿no creéis? O eso o era un mago infantil –el Señor Serpiente, o el Asombroso Hombre Serpiente– y sólo trataba de atraer a nuevos clientes. Recordemos que llevaba a los niños conmigo.

Yo no sabía cómo responder al Señor Serpiente. No sabía si el siseo era una pregunta o una afirmación. Llevaba tanto tiempo siseándome que ya no podía parar. Todos sabemos cómo es, todos hemos pasado por eso. Te pasas siglos siseándole a alguien, arqueando las cejas y mirándolo de arriba abajo, hasta que de pronto se interrumpe la comunicación y a partir de ese momento ya nadie sabe qué hacer. Es muy difícil volver a la comunicación verbal como si nada. Casi podía ver cómo aquel hombre se estrujaba la sesera, tratando de buscar una forma airosa de salir del trance. Me entraron ganas de decirle: «Venga, tío, deja ya de sisearme. Cada vez que lo haces te hundes un poco más en un agujero.» Pero se me ocurrió que él podría malinterpretar lo del agujero por culpa de la barrera lingüística y entonces sí que me metería en un lío. Casi podía leerle el pensamiento: «Dios, llevo tanto tiempo siseándole a esta mujer que ya no puedo echarme atrás. No me queda más remedio que seguir fingiendo que soy una serpiente. Oh, vaya, llevo una camisa recién lavada y la voy a poner perdida de tanto arrastrarme por el suelo. Será mejor que esté atento a las mierdas de perro y los escupitajos. Está claro que no he conseguido intimidarla ni seducirla, lo que es extraño, porque sisear a las desconocidas es un truco que nunca falla.»

Al final no me contuve y le dije: «¿Qué quiere usted? ¿Por qué me sisea y me mira arqueando las cejas? ¿Espera que también me haga pasar por una serpiente? ¿Se supone que debo devolverle el siseo? ¿Acaso va a mudar de piel aquí mismo para revelar al otro sexista que lleva dentro, un sexista británico, quizá? Oiga, me da igual de dónde es usted, porque no soy racista. Una de las principales razones por las que he decidido quedarme en Londres, pese a que la contaminación me está matando, es su diversidad cultural y étnica. Quiero que mis hijos conozcan a hombres como usted. Bueno, no como usted, porque usted se dedica a sisear, pero ya sabe a qué me refiero. Bienvenido a mi ciudad. Pero permita que le dé un consejo: si piensa usted quedarse a vivir aquí y ser como nuestros buenos sexistas británicos, tendrá que aprender el lenguaje sexista. No sé qué significa el siseo en su tierra, pero en Gran Bretaña imitar la voz de un reptil –con acento extranjero, por más señas– para dirigirse a una mujer con hijos a la que no conoce significa que es usted un mago infantil, no un depredador sexual. Ahora váyase a escuchar a esos albañiles británicos de ahí durante un par de horas y aprenda a hacerlo como es debido.»

En el otoño de 2012 salí de gira por el Reino Unido con mi espectáculo War Donkey. En el transcurso de una actuación en un antiguo club de striptease ubicado en la parte de atrás de un pub en la localidad de Grimsby (que nadie había limpiado en profundidad desde que dejó de ser un club de striptease), un borracho pasó entre mi persona y la primera fila del público para ir al lavabo y por el camino se sacó el pene de los pantalones. Supongo que lo sacaba con antelación para poder miccionar nada más llegar al urinario y seguir trasegando alcohol sin perder más tiempo del estrictamente necesario. No creo que su pene quisiera ver mi espectáculo. El caso es que aquél fue uno de los puntos álgidos de la gira, lo digo en serio.