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Iba a hacer una larga lista de palabras femeninas, pero me temo que no se me ocurre ninguna porque soy mujer y las palabras, ya se sabe, nunca han sido nuestro fuerte. Ni a la hora de hablar, ni a la hora de escribir.»
En mayo de 2013 lo único que tenía era el título, A Bic for Her [Un Bic para ellas], y el guión que había escrito para la primera serie de programas radiofónicos, en el verano de 2012, sobre la gama de bolígrafos Bic específicamente concebidos para mujeres que había visto en la papelería Ryman.
Aquellos bolis me divertían. Debo decir, en honor a la verdad, que los productos abiertamente sexistas no me molestan tanto como cabría suponer. En general me parecen cómicos, a lo sumo irritantes, pero me vienen de fábula para dorarles un poco la píldora a mis espectadores. Cuando mi monólogo empieza a ponerse demasiado serio, siempre puedo echar mano de la bolsa de té para hombres o los tapones de oídos para mujeres para dar un respiro al público. Así que me puse a hablar con la cajera sueca de Ryman sobre los bolis y nos echamos unas risas a su costa. Ella dijo que un producto así jamás funcionaría en Suecia. Yo le dije que no presumiera tanto, que si Suecia era tan maravillosa y tan igualitaria, ¿qué hacía ella en Gran Bretaña? Luego le compré todo el stock de bolígrafos Bic for Her, pues pensé que sería una buena idea repartirlos entre el público. O tal vez no. Empezaba mi monólogo hablando del feminismo en general, en una versión reescrita y ampliada de mi texto «Yo no soy feminista, pero...».
Yo no soy feminista. Dios me libre. Esas mujeres horribles, peludas como osas y sin pizca de sentido del humor que se empeñan en quemar sostenes. No, ni hablar, yo no tengo nada que ver con esas feministas de la dichosa ONU. Ni hablar. De hecho, en más de un sentido, soy lo opuesto a una feminista. No tengo pelos en ninguna parte de mi cuerpo, ni siquiera en la cabeza. Hasta me he arrancado las pestañas y me he afeitado las cejas para que nadie me confundiera con una de esas malditas feministas. Y he tirado la mayoría de mis petos de los días de la semana. Sólo conservo los del sábado y el domingo. Así que quiero dejar claro que no soy feminista. Pero... no acabo de entender por qué Bic, la marca de bolígrafos, ha sacado Bic for Her, un bolígrafo específicamente creado para las mujeres, ergonómicamente adaptado a la mano femenina, que viene en una serie de alegres tonos pastel, supuestamente para animarnos a todas.
Insisto en que no soy feminista, pero no creo que las mujeres necesitemos bolígrafos especiales, ¿a que no? Quiero decir, en todos los años que llevo escribiendo, desde que tenía cuarenta y un años (ahora tengo cuarenta y tres) ...
Sí, ya sé que en la cubierta del libro aparento menos edad, gracias. Los cumplidos sobre mi aspecto físico siempre son bienvenidos, y sí, aunque sea feminista agradezco los halagos (véase el capítulo uno).
... nunca, pero nunca jamás, he pensado,* Dios, este boli es incómodo, ¡y el color no me pega para nada! Además, pesa como un muerto. ¿Y este color? ¿Qué mujer en su sano juicio querría escribir con un boli negro, gris o azul, por el amor de Dios?
Para colmo, cuesta sujetarlo porque es liso de arriba abajo. No tiene una curva en el centro.
Bueno..., lo que pasa es que es un bolígrafo de hombre. ¿Cómo se supone que voy a escribir con un bolígrafo de hombre? ¿Cómo es que nadie ha inventado un bolígrafo para mujeres, que sea más fácil de asir, que venga en varios tonos pastel y que nos ayude a superar todos nuestros cambios de humor? ¿Cómo es que ningún hombre ha inventado un bolígrafo para nosotras, las mujeres? Os lo juro, escribir sobre feminismo sería mucho más fácil para mí si pudiera usar un bolígrafo de color rosa, adaptado a la mano femenina, con una superficie como de caucho que facilitara el agarre. Este que estoy usando se me escapa todo el rato...
En realidad no..., porque escribo en el portátil.
... Si un hombre inventara un bolígrafo especialmente creado para mí, tal vez pudiera escribir palabras femeninas con él, como «chocolate», «joyas» o «indemnización millonaria por divorcio». Todas las palabras propias de las mujeres. Iba a hacer una larga lista de palabras femeninas, pero me temo que no se me ocurre ninguna porque soy mujer y las palabras, ya se sabe, nunca han sido nuestro fuerte. Ni a la hora de hablar, ni a la hora de escribir.
¡Pero todo eso ha cambiado! ¡Por fin alguien ha pensado en nosotras, chicas! ¡Ahora sí que podemos escribir, porque Bic así lo ha dicho! Me pregunto cómo se las arregló Mary Shelley para escribir Frankenstein. A lo mejor estaba dando el pecho mientras lo hizo, y escribió su genial obra en la pared rociándola con su propia leche, como una especie de grafitera lactante especializada en literatura de terror. O tal vez usara pluma y tintero, como hacían los hombres de entonces.
Puede que sea ése el motivo por el que las hermanas Brontë escribían tan mal, porque sus bolígrafos eran demasiado incómodos y aburridos.
Llegados a este punto, hacía un sketch en el que interpretaba a las tres hermanas Brontë charlando entre sí.
«Ay, Charlotte, me está costando horrores crear a Heathcliff. Creo que es por culpa de mi pluma..., fíjate, no está hecha para mi mano, seguramente porque es una pluma de hombre. Los hombres sujetan las plumas con mucha más facilidad que nosotras, ¿no crees? Aunque nuestro hermano, Branwell Brontë, es un hombre, ¿verdad que sí? Y tiene manos masculinas. Y no ha escrito gran cosa, pese a tener manos masculinas, ¿verdad que no? El otro día estuve hojeando su libreta, Charlotte, y no hay más que dibujos de pollas corriéndose, uno tras otro. A ver, reconozco que algunos son muy graciosos, y no negaré que el dibujo de una polla corriéndose siempre es para partirse de risa, pero no son muy elaborados desde el punto de vista intelectual, Charlotte. Se parecen mucho entre sí. En fin, el caso es que no me veo capaz de acabar Cumbres borrascosas a no ser que encuentre una pluma con textura antideslizante, como de caucho.»
«Vaya, Emily [la otra hermana], no sabes qué peso me quitas de encima. ¡Creía que sólo me pasaba a mí! Mi pluma también me está dando por culo que no veas. Pobre Jane Eyre, de momento es un personaje de lo más plano, y para mí que la culpa la tiene esta dichosa pluma, que sólo viene en colores masculinos. Si por lo menos fuera de color rosa, o morado, o verde lima, o de un alegre tono amarillo, estoy segura de que podría convertir a Jane Eyre en un personaje más redondo en lugar de la muchachita aburrida y unidimensional que es ahora mismo.
¿Anne [la tercera], Anne? Anne, ¿dónde estás?... ¡Oh! Anne, te suplico que dejes de acercarte a mí por la espalda. Es desconcertante, y además noto tu aliento en la nuca.»
Por algún motivo, se me ocurrió inventar una Anne Brontë de lo más rarita, intimidante y amenazadora. La imaginé así, no sé por qué. Consumida por la envidia y la rabia porque las otras dos acaparaban toda la atención. Vagando enfurruñada por la casa del párroco e intentando desconcentrar a sus hermanas mientras escribían golpeando cacerolas y respirando pesadamente.
«Esto, Anne..., nos estábamos preguntando qué tal llevas La inquilina de Wildfell Hall. ¿Cómo te va con tu pluma masculina? Porque a nosotras nos cuesta un poco asirlas.»
«Ah, a mí me va de fábula, hermanitas. Pero como sabéis de sobra, yo siempre he tenido manos de hombre.»
Empecé a interpretar este monólogo en directo allá por octubre de 2012 y más tarde lo incluí en la serie radiofónica, que se emitió en marzo de 2013. Cuando eso sucedió, varios oyentes se pusieron en contacto con la emisora para comentar que la humorista Ellen DeGeneres también había hecho un monólogo sobre los bolígrafos de marras, y que había algunos comentarios hilarantes sobre los mismos en Amazon. Los revisé uno por uno, y puedo confirmar que eran realmente hilarantes. Eso sí, ninguno de ellos mencionaba a las hermanas Brontë.
Eso no impidió que algunos puristas me acusaran en internet de haber ganado el Edinburgh Comedy Award con un espectáculo que ni siquiera había escrito yo. Un número que se «basaba de principio a fin en cosas que otros habían dicho en Amazon sobre los bolígrafos Bic for Her», como si me hubiese limitado a subirme a un escenario y leer los comentarios de otras personas. A lo largo de una hora.
No se me escapa la ironía de que me acusaran de no ser la autora del monólogo feminista en el que cuestionaba las bondades de los bolígrafos sexistas. Además, esa parte del espectáculo no duraba más de cinco o seis minutos en total, así que aún quedaban cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco minutos de los que nadie opinaba. No puedo poner la mano en el fuego, pero estoy bastante segura de que el jurado del Foster’s Award no habría premiado un espectáculo en el que una persona se limitara a leer, durante sesenta minutos, comentarios de Amazon escritos por otras personas. No cuando había otros quinientos espectáculos a los que podría haber premiado.
Así que ya tenía el título y la parte del bolígrafo. Sólo me faltaba desarrollar otros cincuenta y cinco minutos de monólogo antes de agosto. Recuerdo haber hecho una improvisación desastrosa en el Machynlleth Comedy Festival. Salvo por la parte del bolígrafo, era infumable.
Todos los años, hacia abril o mayo, cuando empiezo a escribir un nuevo espectáculo para el festival de Edimburgo, es como si nunca me hubiese subido a un escenario en mi vida. Es algo que me desconcierta, pero también me genera ilusión. Me recuerda lo precario que es todo esto y me hace tener los pies en el suelo.
Por suerte, poco después de esa improvisación, Sir Stirling Moss, icono del automovilismo británico, dijo la siguiente memez en la radio a propósito de las pilotos de Fórmula 1: «Creo que, en términos prácticos, una chica lo tendría bastante difícil para enfrentarse al estrés mental que conlleva. La verdad, no creo que estén capacitadas para ganar una carrera de Fórmula 1.» Sir Stirling vino a decir, en resumidas cuentas, que las mujeres no tenían la clase de cerebro que se necesita para disputar carreras de coches. El problema, añadió, es que los cerebros de las mujeres son femeninos y no masculinos, y es ahí precisamente donde fallan.
Por pura casualidad, yo acababa de ver un emocionante e inspirador documental sobre Susie Wolff, la piloto de Fórmula 1. En él se veía a Susie de niña, con unos cuatro años, la edad de mi propia hija, conduciendo un diminuto quad por el jardín. Al parecer, le regalaron la primera moto cuando tenía dos años. Su padre tenía una tienda de motos y participaba en carreras de motociclismo a las que Susie y su hermano solían acompañarlo. Está claro que llevaba las carreras de motos en la sangre menstrual. Y me dio por pensar en el cabreo y el disgusto que tendría si alguien dijera que mi hija no tiene el tipo de cerebro adecuado para dedicarse a algo que se le da de maravilla, como hacer muecas tronchantes, y que el problema del cerebro de mi hija es, más concretamente, que lo tiene de mujer.
Así que me mosqueé cuando Sir Stirling dijo que las mujeres no podemos conducir coches a gran velocidad, porque pensé en todas las pilotos profesionales y los obstáculos que habrán tenido que superar para poder competir al máximo nivel en la Fórmula 1. Pensé en las mujeres que pilotan cazas o aviones comerciales, las científicas y matemáticas, las ingenieras, arquitectas, políticas, cirujanas, policías y todas las mujeres que trabajan en profesiones predominantemente masculinas o percibidas como tal, que han tenido que luchar con uñas y dientes para llegar donde están, que han tenido que demostrar que son mejores que sus compañeros para que las consideren iguales a ellos. Y me mosqueé.
Para más inri, la hermana pequeña de Stirling Moss, Pat Moss, era una de las mejores pilotos de rally de todos los tiempos, así que él sabía de sobra que las mujeres pueden conducir coches a gran velocidad. De hecho, en 1960 Pat Moss ganó el rally Lieja-Roma-Lieja, derrotando a todos los hombres que participaban en la competición, así que ¿a qué demonios jugaba su hermano?
Lo siguiente que hice fue buscar información sobre Stirling Moss, para ver si había dicho o hecho algo más en consonancia con sus comentarios sexistas que me permitiera hilvanar un número en torno a su persona. Por suerte para mí –no tanto para él–, Moss se había caído por el hueco de un ascensor en su propia casa y se había hecho mucho daño. Subrayo el hecho de que Moss tiene un ascensor en su casa. Un día, entró en el ascensor sin antes haber comprobado si estaba allí. Y no lo estaba, así que se precipitó por el agujero. Era su propio ascensor, pero lejos de ascender Stirling Moss cayó en picado. Soy consciente de que no es precisamente una historia cómica, pero cuando yo la contaba en el contexto de sus comentarios sexistas, muchas mujeres se reían. Lo escribí de un modo que sugería que Moss había dicho aquello de que las mujeres no podían competir en la Fórmula 1 porque sus cerebros no daban para tanto y, acto seguido, se había despeñado por el hueco de un ascensor. En realidad, sufrió el accidente cerca de tres años antes de hacer aquellas declaraciones. He aquí mi guión:
En abril de este año, el antiguo piloto de carreras Sir Stirling Moss dijo: «Creo que las mujeres tienen la fuerza física necesaria, pero ignoro si tienen la capacidad mental, para conducir coches de carreras», y luego fue y se cayó por el hueco de un ascensor. Desde una altura de quince metros. Se rompió ambos tobillos y acabó en cuidados intensivos. La bombera que lo rescató dijo: «Creo que los hombres tienen la fuerza física, pero no sé si la capacidad mental, para coger un ascensor.»
Pobre Sir Stirling. Se hizo mucho daño. ¿Lo visteis en la prensa? Fue noticia de portada. Su esposa, Lady Moss, apenas podía disimular el disgusto, si bien, a juzgar por sus declaraciones en la prensa, se esforzaba por conseguirlo.
En fin, el caso es que Stirling Moss se hizo mucho daño. Es una verdadera lástima que un misógino acabe en cuidados intensivos, ¿verdad que sí? Más que nada porque allí lo cuidarán bien. En mi opinión, no habría que permitir que un ex piloto de carreras haga comentarios sexistas y encima sea una carga para la sanidad pública. El dinero de los contribuyentes británicos no debería servir para que le escayolen los tobillos a un sexista. Este país se ha ido al garete, os lo aseguro. Primero fue la privatización del ferrocarril, y ahora sanidad gratis para los misóginos. Sabéis que vienen todos aquí, ¿verdad? Todos los sexistas extranjeros, para arreglarse los tobillos. ¡Y de paso también la dentadura! En Irán hay carteles que ponen: «¡Sexistas de Irán, id al Reino Unido a arreglaros los tobillos y dientes rotos!» Somos un país de chiste. Esto no pasa en Suecia, Finlandia, Islandia o Noruega, donde el derecho a la igualdad se respeta como en ningún otro lugar del mundo. Allí, todos los sexistas van por ahí renqueando y con los dientes negros.
Por cierto, esto no es la parodia de una humorista feminista de los ochenta. No estoy interpretando a un personaje. Así soy yo en la vida real. Todo el rato. Es agotador. Soy así cuando estoy en casa, en las tiendas, en las fiestas de cumpleaños infantiles. Fiestas a las que acudo con mis dos hijos pequeños, dicho sea de paso; no es que sea una animadora feminista de fiestas infantiles, aunque en vista de las lindezas que llegan a decir algunos niños de cinco años, tal vez debiera planteármelo.
Así que no es un personaje el que se alegra de que Sir Stirling Moss se hiciera mucho daño, sino yo. Vaya por delante que no me considero una feminista radical ni por asomo. No soy una de esas mujeres que odian a todos los hombres. ¿Cómo iba a conocer a todos los hombres? Pero me parece mal que un ex piloto de carreras diga que ninguna mujer puede conducir coches a gran velocidad porque su cerebro no se lo permite y que luego siga respirando como si nada.
Lo que debería haberle pasado a Moss –si viviéramos en una sociedad justa e igualitaria que alentara y apoyara a las mujeres en lugar de degradarlas, convertirlas en objetos y tratarlas con paternalismo– es que la bombera que lo salvó lo hubiese dejado allí tirado, sobre el techo de aquel ascensor, consumido por un dolor atroz y gimiendo «Aaay, aaay, mis tobillos, mis tobillos, mis pobres, viejos, frágiles y sexistas tobillos» hasta morir de inanición (tal como hicieron las sufragistas para que nosotras podamos votar), y luego que en su funeral, al volante del coche fúnebre, fuera la piloto de pruebas de Fórmula 1 Susie Wolff. Le está permitido probar los coches de la Fórmula 1 pero no competir con ellos, porque es mujer y su cerebro etcétera.
Así que ella conduciría el coche fúnebre hasta el cementerio, a trescientos kilómetros por hora, y Sir Stirling Moss iría dando tumbos en la parte trasera, en su ataúd con forma de coche de carreras, y las coronas de flores con forma de coche y los bizcochos con forma de coche que sus fans habrían depositado sobre el ataúd saldrían volando en todas las direcciones y acabarían desparramados, y habría crema de mantequilla, mermelada y fideos de colores en los cristales de las ventanillas, y al final todo quedaría reducido a un inmenso revoltijo de musgo, flores, bizcocho y un sexista muerto. Y le llamarían el Moss Mess (un poco como el famoso postre Eton Mess o «revoltijo de Eton», pero sin las fresas, la nata ni el merengue) y se serviría a todos los amigos pijos de Sir Stirling Moss en el velatorio. Éstos lo encontrarían delicioso y fenomenal y creerían que estaba todo planeado de antemano, y se lo zamparían sin remilgos y se pringarían toda la cara con el revoltijo, convencidos de que el sexista billonario Sir Stirling Moss habría dejado instrucciones muy específicas en su testamento para que el refrigerio del velatorio se encargara al chef Heston Blumenthal. Y dirían: «Mmm, este Moss Mess no sólo es delicioso, sino también el colmo de la posmodernidad. Hay que ver qué listo es Heston. Sólo a él se le ocurriría fusionar musgo, crema de mantequilla y un sexista muerto. Mmm, delicioso.» ¡Chupaos ésa, señoritos! Así come la alta sociedad. Repugnante.
Y luego, cuando Susie Wolff llegara la primera al cementerio, un grupo de «chicos de la parrilla» estarían allí esperándola en torno a la tumba, cosificados a más no poder, luciendo exiguos pantalones cortos rojiblancos, sosteniendo banderitas, adoptando poses degradantes, sacando el culo y metiéndose los dedos en la boca con ademán inocente, porque en mi funeral de Sir Stirling Moss los hombres no pueden sentarse al volante de ningún coche, pero sí pueden anunciarlos todos, acostarse encima de ellos y acariciarlos con lascivia. ¡¡Fijaos en esta pila de plástico y metal que vale más que yo!! Ay, quien fuera un objeto inanimado como este coche, con ruedas y motor, y no un simple objeto sexual.
(El número todavía no ha acabado, así que yo que vosotros me dejaría convencer, si no lo estáis aún.)
Y entonces, justo cuando bajaran el cadáver sexista de Sir Stirling Moss a la tumba, Susie Wolff sacaría una botella de champán (eso es lo que hacen los pilotos de carreras cuando ganan, ¿verdad? Agitan una enorme botella de champán, se la ponen entre las piernas y rocían a todo el mundo con champán, como si la botella simbolizara su virilidad o algo parecido. Es como si dijeran: «¡Miradme, miradme! ¡Soy el más rápido! Soy piloto de carreras y mi semen es tan viril que viene de una región vitivinícola francesa! ¡Fijaos en mi espumoso esperma francés! ¡Tengo la eyaculación más veloz y efervescente del circuito! ¡Soy la hostia en bicicleta!» Venga ya, madurad de una vez, moriros y dejad que las mujeres prueben suerte).
Pero Susie Wolff no sacaría una gran botella fálica de champán, sino dos botellines que sujetaría a la altura de los senos y que usaría para rociar el cadáver sexista de Sir Stirling Moss mientras lo bajaban a la tumba, diciendo: «¡Miradme, miradme! Tengo la leche más veloz y efervescente del circuito! ¡Mi leche es tan femenina que viene de una región vitivinícola francesa!» Y regaría con ella el cadáver sexista de Sir Stirling mientras lo bajaban a la tumba, como símbolo de su feminidad, y mientras tanto a su espalda habría cientos de feministas, todas vestidas como Emmeline Pankhurst y Emily Wilding Davison, a la manera victoriana, sosteniendo pancartas en las que pondría «CARRERAS PARA LAS MUJERES», y alguien sacaría una foto de la escena, ¡y sería la portada del nuevo calendario de la Fórmula 1!
Lo que le pasó a Moss fue que las puertas del ascensor se abrieron antes de que llegara arriba, pese a lo cual él entró de todos modos. A mí también me pasó en cierta ocasión, en un centro comercial de Gloucester. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue: A este ascensor le falta algo. Ah, claro, le falta el ascensor. No voy a entrar. Porque no ha llegado todavía. Para que veáis cómo se las gasta mi cerebro de mujer. Es capaz de decirme cuándo la parte de un ascensor que cumple la función de ascensor no está presente. Por cierto, el ascensor estaba en la casa de Stirling Moss. Tiene un ascensor en su casa. ¿Quién tiene un ascensor en su casa, aparte de Sir Stirling Moss y Batman? ¿Cómo se las arreglaba para imponer disciplina a sus hijos si no había escaleras?
«¡Basta, hasta aquí hemos llegado! ¡Te has pasado de la raya! ¡Te sentarás en el ascensor y subirás y bajarás hasta que aprendas a comportarte!»
Vale, ya sé qué estáis pensando. No está bien reírse de un anciano vulnerable que ha sufrido una grave caída. Y tenéis razón. En la vida real, yo no me reiría de nadie que se cayera por el hueco de un ascensor, y no digamos ya si se tratara de un anciano. Pero esto no es la vida real, sino un monólogo humorístico.
Sir Stirling Moss dijo que las mujeres no estaban mentalmente capacitadas para ser pilotos de carreras, lo que es absurdo e insultante. Además, se cayó por el hueco de un ascensor por no haber comprobado si el ascensor estaba allí antes de meterse en él, un accidente de lo más desafortunado y nada cómico en sí mismo. Obviamente, no le deseo la muerte por sus comentarios fuera de lugar, sino que fingía adoptar una postura extrema con el fin de parecer ridícula y lograr así el efecto cómico. En un espectáculo sobre el sexismo y la misoginia en la vida cotidiana, un humorista puede unir ambos conceptos. La mayor parte de los espectadores y la crítica parecieron entenderlo, salvo The Telegraph, que publicó lo siguiente:
«... el número se hace interminable y, habida cuenta de que estamos ante un monólogo que nace de la defensa apasionada de la razón y la justicia, el hecho de ver a una persona joven burlándose sin reparo alguno de las lesiones de un octogenario no puede sino dejar un regusto amargo.»
The Times tampoco se mostraba especialmente entusiasta, pero por lo menos entendía mis motivos:
«Es cierto que recrea la lenta muerte por inanición de Stirling Moss, seguida de un disparatado funeral en el que humilla al propio Stirling Moss y a todos sus amigos, pero como humorista, claro está, tiene derecho a decir cualquier cosa que se le pase por la cabeza, como parte de una crítica democrática de la moralidad social.»
Yo recopilaba estas reseñas, las leía durante el espectáculo y las rebatía diciendo que mi número no era «interminable» ni mucho menos, en el contexto de los sistemas patriarcales, y amenazaba con escribir otro número dedicado a Stirling Moss pero con una duración de doscientos mil años.
Huelga decir que no me alegro de que un anciano se cayera por el hueco de un ascensor. No soy un monstruo. Pero ese accidente me venía que ni pintado para hablar de su comentario sobre la «escasa capacidad mental» de las mujeres. No conozco a ninguna mujer capaz de meterse en un ascensor caminando hacia atrás, o mirando hacia otra parte. A no ser, claro está, que tenga fobia a los ascensores. Pero en ese caso, ¿no se limitaría a subir por la escalera en lugar de evitar todo contacto visual con ellos?
Yo había escrito un número mucho más largo sobre John Inverdale, el veterano presentador de la BBC que anunció en directo al país, justo antes de que Marion Bartoli ganara la final femenina de Wimbledon, que no era lo que se dice «una beldad», lo que llevó a Sam Groth, el tenista con el servicio más rápido del mundo, a meterle una pelota en el ano a doscientos sesenta kilómetros por hora que le causó diversas lesiones internas, puesto que ninguno de los recogepelotas se avino a extraerla. Pero el problema es que John Inverdale me cae realmente mal, por lo que no me divertía en absoluto con ese número, que más parecía una pretenciosa fetua relacionada con las pelotas de tenis.
El caso es que este año John Inverdale se ha superado a sí mismo al afirmar, mientras cubría el torneo hípico Cheltenham Festival: «Eso sí que es mirar al pasado con gafas de coño rosa..., quiero decir “de color rosa”..., mis disculpas por ese lapsus, pero Lizzie, tu pasión por el deporte es innegable.»
La perdición de Inverdale fue el hecho de disculparse a renglón seguido, llamando la atención hacia su error, cuando cualquiera que diga «coño» accidentalmente sabe que lo mejor que puede hacer es seguir adelante como si no hubiese pasado nada y confiar en que nadie se percate del desliz. Eso sí, no puedo evitar preguntarme en qué estaría pensando Inverdale cuando le dijo eso a Lizzie. ¿Acaso se siente atraído por ella? Si así fuera, lo que hizo estaría mal. ¿O acaso la odia? Si así fuera, sería peor todavía.
Pero volvamos a ese otro hombrecillo ridículo del mundo del deporte, Stirling Moss. Me preocupaba un poco que se llevara un disgusto si venía a ver el espectáculo, pero me enteré de que había leído algunas reseñas que mencionaban esa parte y al parecer estaba encantado de la vida. A juzgar por lo que me dijo en un email, creo que debió de leer las dos reseñas antes mencionadas. Y hasta tuvo el detalle de escribirme para contármelo, aunque le dio a la tecla de bloquear mayúsculas, con lo que el mensaje parecía una amenaza de muerte.
Llegados a este punto, mi objetivo era tratar temas serios pero no ahondar demasiado en ellos. Si bien tenía cada vez más confianza en mí misma, seguía sin atreverme a abordar determinadas cuestiones. Presentaba buena parte de aquellos contenidos en bares que acogían monólogos humorísticos como parte de su oferta nocturna, ante un público que había ido hasta allí para pasar un buen rato, y debo decir que no funcionaba fuera de contexto, algo que me desconcertaba. Aunque parezca mentira, no siempre actúo en salas repletas de feministas de izquierdas que leen The Guardian y me ríen todas las gracias. Hago toda clase de bolos, en toda clase de locales, y a menudo me estrello. En Salisbury, donde presentaba un espectáculo en solitario, donde la gente había comprado billetes para VERME A MÍ Y SÓLO A MÍ, no me aplaudieron cuando salí al escenario. Era mi gran momento, salí a escena y sólo unas cinco personas se molestaron en aplaudirme. El local estaba lleno, dicho sea de paso. Yo era la persona a la que habían pagado por ver pero, por algún motivo que se me escapa, habían decidido de forma colectiva no recibirme a la manera tradicional, con una salva de aplausos, como se ha hecho toda la vida. Me permito añadir, por si estáis pensando: «Bueno, a lo mejor los pillaste desprevenidos», que el personal del local y el técnico de luz y sonido acababan de indicarme que los espectadores estaban todos sentados y listos para recibirme, y que yo acababa de presentarme a mí misma en tono entusiasta a través del micrófono y había rematado la presentación con las palabras: «¡¡Demos la bienvenida a Bridget Christie!!» Nada. Me fui del escenario y volví a salir dos veces más hasta que por fin me recibieron con aplausos, lo que puede parecer un poco arrogante, pero no me quedaba otra. Cuando actúas en solitario, eres el presentador, el telonero y el número principal. El trabajo del presentador es crear un ambiente propicio en la sala. Se da por sentado que el público aplaudirá al artista cuando él lo presente, pero si eso no ocurre es su deber insistir para que lo haga. Lo que pasó en esa ocasión es que me tocó hacerlo a mí misma. No puedes empezar un espectáculo de dos horas sin que te reciban con aplausos. Una sala llena de gente que no te ha aplaudido tiene el poder en sus manos y no te queda otra que intentar recuperarlo. ¡El poder no debe estar en manos de los espectadores, sino en las mías! Tenía que aparentar que dominaba la situación, aunque no fuera así. Si no me hacía respetar por el público en ese momento, la noche sería una pérdida de tiempo de principio a fin, así que les ordené que me aplaudieran. No sólo eso, sino que además aparentaran disfrutar haciéndolo. No os preocupéis, lo hice con mucho tacto y educación. Tal vez dijera algo del tipo: «Aplaudid, panda de cretinos, o ya podéis esperarme sentados las próximas dos horas.»
Lo que trato de decir es que, seas quien seas, nunca tienes el éxito asegurado. La gente da por sentado que, ahora que soy «la cara feminista del humor», sólo predico ante los conversos, que no soy una humorista «de verdad» (si es que alguien sabe qué es eso) y que no me saldría con la mía si actuara en clubs de la comedia de los «de verdad» (si es que alguien sabe qué son), donde los humoristas cuentan chistes dignos de ese nombre. Bueno, yo sí que escribo chistes, pero ocurre que de momento no versan sobre los temas que se oyen más a menudo en un club de la comedia, y además he actuado en toda clase de locales. He actuado entre las exposiciones del Museo de Londres, dentro de un sombrero inflable gigante (con el rugido de fondo de un generador eléctrico que mantenía el sombrero inflado durante la hora que duraba el espectáculo y que ahogaba mi voz pese a la amplificación). He actuado en clubs que acogen monólogos los fines de semana, como el Glasgow Jongleurs, y en salas semivacías situadas por encima o por debajo de un pub, y hasta he presentado mi monólogo ante unos cincuenta bebés, en el Soho Theatre de Londres, con ocasión de la serie de espectáculos «Soho Screamers» para madres y bebés. Creo que hasta el más acérrimo de mis críticos se lo pensaría dos veces antes de incluir un ruidoso generador eléctrico, un grupo de borrachos de Glasgow, varias exposiciones artísticas y a cincuenta bebés chillones en la categoría de «conversos».
Recuerdo que, en el invierno de 2012, mientras me esforzaba por añadir nuevos contenidos a A Bic for Her, un tipo simpático y campechano se me acercó al final de una actuación en el Piccadilly Comedy Club, el teatro de humor dirigido por Mike Manera, cerca de Leicester Square, y me dijo: «Has estado bien. Un poco más seria de la cuenta para la noche de un sábado, pero me ha gustado. Hay que tener valor para hablar de igualdad salarial y esa clase de cosas en fin de semana.» ¿Y sabéis qué? Tenía razón. No lo habría dicho si el espectáculo hubiese sido más gracioso. Simplemente habría comentado que se había reído mucho. Tenía que hacerlo más gracioso. Me recordé a mí misma que no hay temas intocables, sólo malos guiones. Si lo que yo estaba haciendo era «un poco más serio de la cuenta para la noche de un sábado», me había equivocado en algo. Tenía que poder trabajar los sábados por la noche, que es cuando sale la mayoría de la gente.
Debía buscar el modo de contrarrestar la seriedad del tema que abordaba. La clave para conseguirlo residía en buena medida en el personaje que interpretaba en escena. Tenía que ser una versión mucho más extrema de mi verdadero yo, una mujer un poco ridícula, confusa e indignada por los motivos equivocados. Además de subrayar lo absurdo de la misoginia, tenía que convertirme yo también en un personaje absurdo. De ese modo podría decir cualquier cosa y de paso divertirme haciéndolo. También tenía que encontrar el modo de colar información en el espectáculo sin que el público se diera cuenta.
Por ejemplo, justo después de la parte del bolígrafo decidí fingir que uno de los espectadores me interrumpía, como si fuera el típico espontáneo, para exigirme que abordara cuestiones feministas más complejas y con mayor carga de profundidad. Mi intención era introducir un tema más serio en este punto del espectáculo, pero al hacerles creer que no era yo la que sacaba la artillería pesada, sino el público quien me lo exigía, conseguía quitarle hierro. De ese modo, aparentaba esforzarme por entretener a los espectadores y daba a entender que eran ellos los que me arrastraban hacia temas serios y se cargaban el espectáculo. Modestia aparte, debo decir que este ardid siempre funcionaba. Los espectadores se mueren por un poco de interacción. Les encanta. Creen que les estás dando algo que no le das a nadie más. Porque ignoran, claro está, que haces lo mismo noche tras noche, con pequeñas variaciones. Así que yo señalaba a un hombre de la primera fila y decía:
Perdone, caballero, ¿cómo dice? ¿Que por qué me enfado tanto con tonterías como bolígrafos para mujeres cuando debería estar hablando de problemas mucho más graves? Perdone, ¿qué ha dicho? ¿Que por qué no me indigno con la violencia doméstica o la mutilación genital femenina? La verdad, debo confesarle que, en los casi diez años que llevo trabajando como humorista, ¡jamás me habían interrumpido en medio de un monólogo para decirme nada parecido!
Entonces le preguntaba cómo se llamaba.
No, dejadlo tranquilo. No os riáis de él. Tiene razón. Y aunque me ha dejado estupefacta y me ha torpedeado el monólogo, me alegro de que haya sacado el tema.
Escuche, [ESPONTÁNEO 1], yo no me dedico a abordar esos temas serios porque lo que hago se enmarca en el género cómico, en el sentido más laxo del término, y por mucho que insista usted para que hable sobre esas cosas terribles, no voy a hacerlo. ¿Cómo dice? La suya ha sido una intervención valiente, sí, desde luego. No se oye a menudo eso de «Háblanos de los complejos aspectos culturales de la violencia doméstica», pero esa clase de temas tienen su momento y su lugar, que desde luego no es el club de la comedia. La gente ha venido aquí a divertirse. Fíjese en lo que ha hecho con el espectáculo, [ESPONTÁNEO 1]: lo ha reventado, eso es lo que ha hecho.
Entonces fingía que otro espectador acababa de interrumpirme y me dirigía a él.
¿Cómo? ¿Cómo dice? ¡No, por favor, otro no! Fíjese, [ESPONTÁNEO 1], por su culpa se me están rebelando todos.
[DIRIGIÉNDOME AL ESPONTÁNEO 2] Sí, caballero, tiene usted razón, la trata sexual y los asesinatos cometidos en nombre del honor son tan importantes como la mutilación genital femenina y la violencia doméstica, pero como le iba diciendo a [ESPONTÁNEO 1], no es el momento ni el lugar para abordar esas cuestiones. Sí, la suya también ha sido una intervención valiente, [ESPONTÁNEO 2], tanto como la de [ESPONTÁNEO 1]. ¡Lo digo en serio! Hay que ver lo competitivos que son los hombres, ¿verdad? ¡Incluso cuando se trata de exigir que se hable de los derechos de las mujeres!
Escuchad, chicos, sé lo que intentáis hacer. Queréis concienciar a la sociedad sobre estas terribles lacras. Y eso es admirable, lo digo en serio. Es posible que algún espectador de los aquí presentes busque información sobre esas violaciones de los derechos humanos al llegar a casa, y que, movido por la ira o la compasión, decida dedicar toda su vida a cambiar esa realidad, pero vamos a ver, esto es un espectáculo humorístico. Además, si os soy sincera, todavía no tengo las herramientas necesarias para tratar esa clase de temas como se merecen. No quiero arriesgarme a meter la pata. No soy Dapper Laughs.
No recuerdo si fue en una reseña, o en las redes sociales o en un blog, pero alguien dijo que un espectador había «reventado mi monólogo», y que yo había acabado confesando que no era capaz de abordar temas difíciles, y esa persona dijo haber sentido vergüenza ajena al ver que el público se reía de mí. Es una lástima cuando tus dotes interpretativas, conquistadas a costa de muchos fiascos sobre el escenario, se confunden con verdaderas meteduras de pata, ¿no creéis?
Yo introducía este número de las falsas interrupciones hacia la mitad del espectáculo, transcurridos unos treinta minutos. Sólo quería recordar al público que había algo más detrás de todo aquello, y que en el fondo no me molestaban tanto las bobadas como los presentadores sexistas o los bolígrafos para mujeres.
Es más fácil hacer reír con ciertos temas, como los productos que hacen distinciones absurdas entre sexos. El humor, en ese caso, proviene de la mera existencia de esos productos, y no tienes que esforzarte demasiado para dar en la diana. La gente se ríe digas lo que digas, porque el tema es intrínsecamente cómico. ¡¡Ja, ja!! ¡Bolígrafos para manos femeninas! ¡Ja, ja, ja! Pan comido. Tema zanjado. ¡El siguiente!
No pasa lo mismo con los temas trágicos. Necesitas una puerta de entrada, un punto de vista insólito. Necesitas una perspectiva única, que puede venir dada por una anécdota personal, o también puedes darle un giro cómico o inesperado. Puedes hablar del tema sin entrar en detalles o, si tienes muchísimo talento, puedes hacer todo lo contrario y describir esa realidad terrible con pelos y señales, de un modo mecánico, desapasionado, como si estuvieras hablando de otra cosa.
Huelga decir que los productos sexistas estarían entre los últimos puestos de una hipotética lista de cosas que hay que solucionar en opinión de cualquier feminista que se precie, pero desde el punto de vista de la comedia, son un balón de oxígeno que permite al público respirar. Por eso espero que las sociedades capitalistas sigan prosperando.
La misoginia me parece algo absurdo. De principio a fin. Hasta la palabra «misoginia» es ridícula. ¿Misoginia? De verdad que no sé cómo puede la gente expresar ideas sexistas o misóginas sin partirse de risa. No sé cómo lo hacen. Jamás de los jamases, en toda mi vida, he oído un solo argumento lógico y razonable para justificar la desigualdad entre sexos. Es algo que no tiene ningún sentido, se mire como se mire. Si le preguntáis a un niño qué diferencia a los chicos de las chicas, no lo sabrá. Mi hijo cree que los hombres y las mujeres se distinguen por «tonos de voz ligeramente distintos y un par de rasgos anatómicos diferentes. Nada más».
En cierta ocasión me vi envuelta en una discusión con un tipo que sostenía que el feminismo estaba echándolo todo a perder y «había llegado demasiado lejos» porque cuando se mudó a un pueblo con su mujer y quiso apuntarse a la «noche del curry» sólo para hombres que se celebraba los jueves en el pub local, no pudo hacerlo porque ella se sintió excluida y quiso apuntarse también. Según él, si no fuera por el feminismo, su mujer nunca habría creído tener derecho a asistir a la noche del curry. El feminismo había arruinado la vida de aquel hombre, o al menos sus jueves de curry. Yo no le dije una sola palabra. Me negué a concederle el privilegio de una respuesta. Me limité a reír sin parar, como una bruja, hasta que se marchó confuso.
Otro tema que quería abordar en mi espectáculo era el de la violencia doméstica. En el Reino Unido no pasa un minuto sin que la policía reciba aviso de un incidente relacionado con la violencia de género. Cada semana, de media, mueren dos mujeres a manos de un compañero o ex compañero sentimental. Yo me había reunido con Lisa King, directora del departamento de comunicación y recaudación de fondos de Refuge, la organización de apoyo a las víctimas de la violencia de género, para preguntarle cómo podía contribuir a una mayor concienciación. Al igual que la mayoría de las organizaciones sin ánimo de lucro, lo que más necesitan es interés por parte de los medios de comunicación y apoyo económico. Así que tuve una idea y le pedí a Lisa que me pasara tantos formularios de donación como le fuera posible.
Justo después del número de los falsos espontáneos, anunciaba al público que me disponía a hacer «humor masculino» para «los hombres presentes en la sala», lo que en sí mismo era una broma sobre la idea, en mi opinión equivocada, de que el humor tiene sexo, porque dar por sentado que existe un humor femenino y un humor masculino es tanto como suponer que todos los hombres comparten el mismo sentido del humor, y que lo mismo se aplica a todas las mujeres, y que unos y otras se ríen de cosas distintas, lo que es sencillamente estúpido. Así que les decía que íbamos a celebrar un concurso de cultura general que constaba de una sola pregunta. La primera persona que diera la respuesta acertada ganaría un premio en metálico. La pregunta era: «¿En qué revista masculina salen las mejores tetas?» Los hombres siempre se hacían los graciosos contestando a voz en grito Birdwatching Magazine (una revista de ornitología) o RSPB Monthly (una revista sobre el mundo animal). Pero en el fondo daba lo mismo, porque yo fingía que uno de ellos había gritado Nuts o Zoo (revistas dirigidas a un público masculino) y lo declaraba vencedor del concurso. Entonces le entregaba un formulario de donación a Refuge con un sobre sellado y la dirección impresa, disparaba una pistola de serpentinas y el público aplaudía. A veces, el vencedor venía a verme al acabar la actuación, entre risas, para devolverme el formulario y el sobre (es decir, el atrezo), revelando así que no había entendido nada de nada. Entonces me tocaba explicarle que tenía que llevarse el formulario a casa, rellenarlo y meterlo en el buzón.
El caso es que estos años he hecho algo más que inventar chistes y saltarme todas las manis. En mi inexistente tiempo libre he llevado el activismo a un nivel hasta ahora desconocido gracias a mi costumbre de arrojar al cubo de la basura revistas masculinas que veo expuestas en lugares inapropiados. Tal como les sucede a muchas mujeres que se atreven a alzar la voz, mis actos me han costado el ostracismo en el seno de mi propia comunidad. En otras palabras, mi marido y mis hijos se niegan a ir de compras conmigo.
Todo empezó cuando fui al supermercado con los niños un día por la mañana, allá por mayo de 2013, en busca de algunos productos sexistas que había visto anunciados en Boomerang, la cadena televisiva de dibujos infantiles. Seguid así, Boomerang. Al entrar en el súper me di cuenta de que en la balda inferior del expositor de revistas había una publicación sobre cirugía plástica en cuya portada se veía a una mujer desnuda con flechas y trazos dibujados con rotulador por toda la cara y el cuerpo, lo que daba la impresión de que la pobre se había olvidado de dónde iba cada una de las partes de su propio cuerpo. Junto a dicha publicación estaban los ejemplares de la revista masculina Zoo, al lado de la cual se apilaban las de Dora la exploradora (dirigidas a un público infantil femenino), que a su vez descansaban junto a una revista titulada Front en cuya portada había una mujer completamente desnuda salvo por un par de zapatillas deportivas estratégicamente colocadas allí donde deberían haber estado las bragas. Nadie debería tener que ver una zapatilla estratégicamente colocada a las once de la mañana. Y menos si sólo ha salido un momento a comprar bolsas de basura y gotas de aceite de oliva para deshacer tapones de cera persistentes. Aquello me molestó de tal manera que hice llamar a la encargada. Esto es lo que sucedió.
Un supermercado de mi barrio, en la zona norte de Londres
YO: Hola. Gracias por venir. ¿Diría usted que hay algo anómalo en la balda inferior de este expositor de revistas?
ENCARGADA: Ah, sí, lo sé, está todo mezclado. Desde la central nos mandan un croquis en el que nos indican cómo tenemos que colocarlo todo. Fíjese, está numerado.
YO: No, no necesito un croquis, gracias. Le estoy preguntando, como ser humano dotado de un par de ojos, si hay algo en la balda inferior de este expositor que le llame la atención. ¿Diría usted que alguna de estas revistas parece estar en un lugar que no le corresponde?
ENCARGADA: No sé a qué se refiere. ¿Puedo ayudarla en algo más?
YO: Vale, le echaré una mano. (Señalando cada una de las revistas, sucesivamente) Mujer con la cara despiezada, pechos desnudos, revista de Dora la exploradora, zapatilla deportiva tapando una vagina. ¿Cuál de estas revistas no debería estar aquí? Le daré una pista: la purpurina es su principal reclamo y va dirigida a niñas de entre cuatro y seis años.
Lo que me indignó no fueron tanto las imágenes en sí cuanto el hecho de que se percibieran como algo normal. Exhibidas en un supermercado, en la balda inferior, junto a una revista dirigida al público infantil. No me avergüenza reconocer que lloré en el supermercado. Como una magdalena. Lloré porque a nadie más parecían molestarle aquellas imágenes. Lloré porque me sentí frustrada. Las imágenes hipersexualizadas de la mujer están tan arraigadas en nuestra cultura que la mayoría de nosotros ni siquiera repara en ellas. Por descontado, no fue una sola fotografía lo que me disgustó, sino el efecto acumulativo de ver miles de imágenes similares por doquier y de reflexionar sobre las implicaciones sociológicas de las mismas. Consumimos imágenes que convierten a las mujeres en objetos como si fueran un tapacubos o un molde de re-
postería. Cuando la sociedad deshumaniza a las mujeres, cuando reduce su cuerpo a un objeto, está generando un clima en el que se tolera e incluso alienta la explotación de la mujer. Una vez convertidas en objetos, es más fácil maltratar a las mujeres. No se nos ve como individuos con derechos. Y no lo digo porque sea mojigata o corta de miras. Hay una diferencia entre la sexualidad de la mujer y la mujer como objeto sexual.
El caso es que nos hemos vuelto completamente inmunes a las imágenes que tratan el cuerpo femenino como si de un objeto se tratara. Por cierto, tampoco es algo exclusivo de las madres. Hay muchas personas sin hijos que no quieren ver a las mujeres tratadas como objetos por toda clase de motivos, pero si además tienes hijos la cosa se agrava. A los niños hay que explicárselo todo. La gravedad, el espacio exterior, la religión, Dios, por qué hay una zapatilla en un pubis. ¡Yo qué sé, pregúntale al cura cuando vayas a misa!
Mi hijo comentó al respecto: «Debería llevar la zapatilla en el pie, ¿no, mamá?» A lo que yo contesté: «Sí, cariño, debería, aunque en este momento me alegro mucho de que no sea así.» Había otro niño presente, más o menos de la edad de mi hijo, hojeando la revista masculina Front mientras su madre echaba un vistazo a una revista de ciclismo. Ella ni siquiera se dio cuenta, y él tampoco pareció inmutarse. ¿Por qué iba a hacerlo? Seguramente acababa de ver escenas de porno en el dentista o porno con queso en su iPad. ¿Qué es hoy en día una zapatilla sobre una vagina para un chico de siete años? ¡Nada! Por cierto, lo del porno en el dentista y el porno con queso lo decía en broma, pero luego lo busqué en google, ¿y sabéis qué? Ahora figuro en una base de datos de posibles delincuentes sexuales que tienen fijación con los lácteos.
La encargada no movió un dedo en relación con las revistas. Cuando se fue, cogí todos los ejemplares de Zoo, Front y aquella revista de cirugía plástica y los arrojé a la papelera que quedaba justo detrás del guardia de seguridad. La primera vez me puse nerviosa, pero ahora le he cogido el tranquillo. Llevo cerca de dos años tirando a la basura revistas expuestas en lugares inadecuados sin que me hayan pillado ni una sola vez. No es que os anime a hacer lo mismo en las tiendas de vuestro barrio, que conste. Eso sería irresponsable, y no quiero que nadie infrinja la ley en mi nombre. Sólo digo que llevo haciéndolo prácticamente todas las semanas desde hace dos años y nadie me ha pillado jamás. Pero no os animo a hacerlo, sólo digo que nunca me han pillado. Ojalá la policía me sorprendiera alguna vez, porque si os soy sincera empiezo a aburrirme un poco.
Estadística en mano, lo más probable es que me acaben pillando, así que se me ocurrió comprobar cuáles eran las implicaciones legales de lo que estaba haciendo. Busqué «arrojar revistas masculinas a la basura» y lo único que encontré fue una referencia a mí misma. Y pensé: Sí, yo ya sé lo que estoy haciendo, ¿pero podría considerarse hurto o delito de daños en propiedad ajena? No encontré nada al respecto. Hasta que un buen día, estando en una cafetería de la cadena Costa Coffee, vi entrar a dos agentes de policía y se me ocurrió consultarlo con ellos para ahorrar tiempo.
Cafetería de la cadena Costa Coffee en una estación de servicio de la M1
YO: ¡Hola, chicos! ¿Me permitís una pregunta? Si cojo esa magdalena de ahí, la que está encima del mostrador, y la pongo debajo de esa balda, no puede considerarse hurto, ¿verdad que no?
POLI N.º 1: ¿Por qué, qué pretende hacer?
YO: ¿Yo, con las magdalenas? No pretendo hacer nada con las magdalenas. ¿Qué pasa, sois de la brigada de defensa las magdalenas?
POLI N.º 1: (en realidad, fue el único que habló) Esa pregunta levanta sospechas. Nadie me había preguntado jamás si podía cambiar una magdalena de sitio.
YO: A lo mejor sí que lo han hecho, pero no ha oído usted bien la pregunta.
Lo cierto es que el policía se mostró muy agresivo conmigo. El otro era simpático, sin embargo. Como suele pasar en las pelis, ya sabéis.
El caso es que me pilló desprevenida. No esperaba que me sometiera a un interrogatorio, aunque hacer indagaciones forme parte de su trabajo. Tuve que improvisar sobre la marcha:
YO: Ah, bueno, es que a veces, cuando voy a comprar con mis hijos, se dedican a mover las cosas de sitio y me pregunto si podrían meterse en un lío.
POLI: Bueno, si esconden un artículo de tal modo que no queda a la vista podría considerarse hurto, porque están impidiendo que se venda.
YO: No, no podría considerarse hurto. Lo único que hacen es mover algo de un lugar de la tienda en el que quedaba a la vista de personas que no querían verlo y ponerlo en otro lugar de la tienda donde no se ve. Eso no es hurto, sino más bien clasificación según criterios éticos.
POLI: ¿Qué edad tienen sus hijos, a todas éstas?
YO: Siete y cuatro años.
POLI: Bueno, hay que tener doce para que te denuncien, así que en principio no les pasaría nada.
YO: Ajá, así que lo que me está diciendo usted, agente, es que tendrían que hacerlo los chicos. Entendido.
Así que ahora pongo a los chicos a hacerlo mientras me tomo un café y veo alguna peli porno de queso o dentistas.
Resumiendo, en el verano de 2013 el destino se había mostrado generoso conmigo enviándome toda clase de memeces que podía explotar con fines humorísticos. Tenía los números sobre Stirling Moss, los bolígrafos para mujeres y un sinfín de comentarios sexistas sin pies ni cabeza, había conseguido colar algunos temas serios en mi monólogo echando mano de falsos espontáneos y de un «concurso de cultura general para hombres», y hasta contaba una anécdota sobre cosas que me dedicaba a hacer en la vida real. Sólo me quedaba averiguar cómo hablar de un modo divertido sobre iconos feministas y la que es, en mi opinión, una de las grandes heroínas de nuestro tiempo: Malala Yousafzai, la estudiante de quince años a la que los talibanes intentaron matar a tiros.
Desde que me había apuntado al feminismo el año anterior como estrategia de marketing para darme a conocer, muchas otras personas habían seguido mis pasos. Sin ir más lejos, Beyoncé, que se ha convertido en un nuevo icono feminista. Y menos mal, porque andábamos todas un poco perdidas desde que Margaret Thatcher pasó a mejor vida. Geri Halliwell, por supuesto, dijo que Margaret Thatcher fue la primera Spice Girl. La Spice privatizadora. Pero mis críticas no van dirigidas personalmente contra Beyoncé ni contra Margaret Thatcher. Ninguna de las dos se arrogó la condición de icono feminista, sino que se han visto metidas con calzador en ese papel por gente que no sabe leer. Esto es lo que dijo Beyoncé sobre el feminismo: «La palabra “feminismo” puede sonar muy radical. Tengo que buscarme una palabra con gancho para sustituirla. ¿Qué tal... “bootylicious”?»11
¿Cómo? ¿Bootylicious? Lo siento, pero estamos hablando de la sistemática y prolongada opresión de las mujeres en todos los estamentos sociales desde hace miles de años. No estamos hablando de un nuevo chicle con sabor a culo.
Thatcher y Beyoncé son iconos de la política, del pop, del individualismo. Son mujeres que han alcanzado la cima de profesiones predominantemente masculinas. El hecho de que Margaret Thatcher se convirtiera en primera ministra de Gran Bretaña fue en su momento una hazaña extraordinaria, por lo que le debemos el respeto y la admiración que se merece todo gran hombre. Ambas son grandes modelos a seguir, pero... ¿tanto como iconos? No creo que puedas ser icono de un movimiento del que te has distanciado públicamente o que incluso has llegado a decir que desprecias. Eso sería como pedirle a Nigel Farage que presentara el festival de Eurovisión, en directo desde la Unión Europea. (Por cierto, a Jay Z, el marido de Beyoncé, también lo han aclamado como feminista porque ha decidido no volver a incluir la palabra «zorra» en sus canciones a raíz del nacimiento de su hija. Entrañable.)
Añado, en descargo de Beyoncé, que, desde que escribí A Bic for Her en 2013, ha defendido el feminismo actuando delante de un inmenso letrero de neón con la palabra «FEMINISTA» en la gala de los MTV Video Music Awards, que se celebró en agosto de 2014. Malala Yousafzai fue nuestro icono feminista durante cerca de una semana en octubre de 2012. A lo que se me alcanza no sabe cantar ni bailar, pero le dispararon a bocajarro cuando iba hacia la escuela en el valle de Swat, en Pakistán, por defender en público el derecho de las niñas a estudiar. La trasladaron en avión a Inglaterra, al Queen Elizabeth Hospital de Birmingham, donde sobrevivió a una delicada operación en el cerebro. Actualmente estudia en la Edgbaston High School for Girls de Birmingham. Un poco aburrido, ¿no creéis? ¿Una quinceañera que se enfrenta sola a los talibanes y se sale con la suya? Prefiero mil veces a Beyoncé como icono feminista, porque es guapa, rica, sabe cantar y bailar, y por tanto encarna los cuatro principios fundamentales del feminismo: capitalismo, vanidad, entonación y ritmo.
En fin, el caso es que, en una sociedad capitalista, Beyoncé es un buen icono feminista porque tiene una enorme capacidad de comunicación y puede generar grandes ventas, hazañas que Malala no podría igualar ni con toda la buena voluntad del mundo, ¿verdad que no? Que yo sepa, no ha posado para la campaña de bikinis de H&M, no ha firmado un lucrativo contrato de patrocinio con Pepsi, no representa los productos de Nintendo y L’Oréal y tampoco tiene su propia colonia llamada Educación. Para las Mujeres.
Lo único que Malala tiene que ofrecer es valentía, inspiración y fortaleza. Representa los derechos humanos básicos, la igualdad de oportunidades para todas las mujeres y niñas, vivan donde vivan, y el activismo social. ¿Dónde está el negocio? ¿Qué clase de ventas generaría? ¿La venta de pancartas, de megáfonos? ¿O de máscaras antigás si te ha tocado vivir la Primavera Árabe?
Yo no había reflexionado en serio sobre nada de todo esto hasta que una revista femenina me encargó un artículo sobre mis heroínas feministas de hoy en día. Les dije por correo electrónico que me gustaría dedicar las cuatrocientas palabras del artículo a Malala, a lo que me contestaron: «Bueno, podrías hablar sobre Malala, que es maravillosa, qué duda cabe, vaya por delante que la adoramos, pero hemos pensado poner una foto de Lena Dunham, así que, si no te importa, mejor que sea ella tu heroína feminista.» Hasta un artículo sobre las heroínas feministas de nuestros días debe vender como rosquillas. Así que no sólo los cuerpos de las mujeres se han mercantilizado, sino que el propio feminismo se está convirtiendo en moneda de cambio. ¡Y menos mal, porque tengo que llevar el coche a la revisión!
Quiero dejar claro que esto no tiene nada que ver con Lena Dunham, escritora, actriz, productora y directora dotada de un inmenso talento e icono feminista para muchas mujeres jóvenes. Lo que trato de señalar es que, en aquella ocasión, yo quería escribir sobre Malala pero la revista prefería que lo hiciera sobre Dunham para que mi artículo casara con la foto que ya habían escogido para acompañar el texto. Yo no había tenido ninguna experiencia de exposición en los medios de comunicación antes de mi serie de programas radiofónicos, así que no era muy consciente de cómo funcionaba todo ese mundo pese a haber trabajado en la redacción del Daily Mail. Aquello me hizo cuestionarlo todo. No podía evitar preguntarme por qué algunas mujeres eran casi omnipresentes en los medios y otras no.
Quería que el público se fuera del espectáculo pensando en Malala Yousafzai porque la suya era una historia reconfortante y una fuente de inspiración.
Ignoro si por entonces Malala sabía que yo andaba buscando un final para mi espectáculo, pero el caso es que le estoy eternamente agradecida, no sólo por su brillante y oportuno discurso, sino por haberme brindado ese final. El 12 de julio de 2013, el mismo día que cumplía dieciséis años, Malala habló ante la sede de la ONU, en Nueva York. Buscadlo en internet, no tiene desperdicio. No os fijéis demasiado en Gordon Brown, el político del Partido Laborista, ex primer ministro de Gran Bretaña y enviado especial de las Naciones Unidas para una Educación Global, que aparece sentado detrás de Malala y sonriendo de principio a fin, porque os amargará la experiencia. Y eso que Gordon me cae realmente bien. Está haciendo un gran trabajo en la ONU (sin cobrar nada a cambio) y creo de veras que es un buen hombre. Me cae genial, en serio. Lo que pasa es que eso de sonreír nunca ha sido su fuerte, ¿no creéis? Sólo digo que intentéis concentraros en lo que dice Malala en lugar de intentar descifrar qué clase de emoción trata de transmitir Gordon Brown con su expresión facial, porque os vais a distraer. A lo que iba: como colofón a mi espectáculo, leía en alto el discurso de Malala con tres palabras añadidas. Éste era el resultado:
El 9 de octubre de 2012 los talibanes me dispararon en la sien izquierda. También dispararon a mis amigas. Creían que las balas nos silenciarían. Pero se equivocaban. Y de ese silencio han brotado miles de voces. Los terroristas creían que podrían cambiar mis objetivos y frustrar mis ambiciones, pero en mi vida nada ha cambiado, excepto esto: la debilidad, el miedo y la desesperanza han muerto. La fuerza, el poder y el coraje han nacido [...]. Quiero que los hijos y las hijas de los talibanes puedan estudiar [...]. Los extremistas temen a los libros y los bolígrafos [...]. Temen a las mujeres [...]. Tomemos nuestros libros y bolígrafos. No hay armas más poderosas [...]. La educación es la única salida. La educación es lo primero [...]. Un niño, un maestro, un libro y un bolígrafo [Bic for Her] pueden cambiar el mundo.
¿Cómo? ¡Un momento! ¡No, Malala! ¿¿Tú también?? ¡Habría preferido perderte a manos de los talibanes que verte sucumbir al capitalismo, Malala!
Luego proyectaba una entrevista con Malala que se emitió en el World Service de la BBC antes de que le dispararan y en la que explicaba por qué sus amigas y ella habían decidido desafiar a los talibanes. Aquella entrevista, que yo había escuchado unos meses antes, me había conmovido profundamente y me había servido de inspiración. Justo después de las palabras de Malala, empezaba a sonar el tema musical con el que yo abandonaba el escenario, «99 Problems (But A Bitch Ain’t One)» [Tengo 99 problemas, pero ninguno de ellos es una zorra] de Jay-Z, con el que aludía a una broma que había hecho antes sobre el cantante. Luego salía del edificio por la puerta que quedaba a espaldas del público. Y colorín, colorado.
Yo estaba convencida de que el programa sería un fracaso. Las dos últimas semanas de julio me fui de vacaciones con los niños a Francia para relajarme. Bueno, cuando digo que fui a relajarme quiero decir que durante dos semanas fui a que me insultaran, gritaran y esclavizaran en otro sitio. Todo era muy tranquilo, acogedor y relajante, y me las arreglé para leer cerca de dos páginas de un libro. Luego, en agosto de ese mismo año, me fui a Edimburgo a presentar A Bic for Her, que tuvo muy buena acogida. Gané una caja de cervezas, algo de champán y el que se considera, con o sin razón, el premio más prestigioso del mundo de la comedia.
Mierda, me dije. Ahora no me quedará más remedio que escribir otro puñetero monólogo.